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Engañaste a la gente. Te entregaste en pequeñas dosis y te reinventaste a voluntad. Tus movimientos reservados anularon los medios para marcar tu muerte con la venganza.
Creí conocerte. Viví mi odio infantil como un conocimiento íntimo. Nunca te lloré. Agredí tu recuerdo.
Tú exhibiste una rectitud espartana. Los sábados por la noche, la olvidabas. Tus breves reconciliaciones te condujeron al caos.
No quiero definirte así. No quiero revelar tus secretos de una manera tan vulgar. Quiero saber dónde enterraste tu amor.
Mi padre me puso en un taxi en la parada de El Monte. Pagó al conductor y le dijo que me dejara en Bryant y Maple.
Yo no quería volver. No quería dejar a mi padre. Quería olvidar El Monte para siempre.
Hacía calor. Diez grados más, tal vez, que en Los Ángeles. El taxista condujo por Tyler hacia el norte, hasta Bryant, donde dobló en dirección este. Al llegar a Maple, giró y se detuvo. Vi coches patrulla y sedanes oficiales aparcados junto al bordillo. Vi hombres de uniforme y otros de paisano que esperaban frente al jardín de mi casa.
Sabía que mi madre estaba muerta. No se trata de un recuerdo revisitado o una sensación retrospectiva. Lo sabía en aquel momento, a mis diez años, aquel domingo 22 de junio de 1958.
Entré en el jardín. «Ahí está el chico», comentó alguien. Vi al matrimonio Krycki ante la puerta trasera de su casa.
Un hombre me llevó aparte y se arrodilló a mi lado. -Hijo, han matado a tu madre -me dijo.
Yo sabía que el hombre quería decir «la han asesinado». Es probable que me estremeciera o temblase, e incluso que me tambaleara un poco.
El hombre me preguntó dónde estaba mi padre. Le dije que en la estación de autobuses. Media docena de hombres me rodeó. Todos se agacharon de rodillas y me observaron desde muy cerca.
Vieron a un chico afortunado.
Un agente se dirigió hacia la estación de autobuses. Otro, con una cámara, me condujo al cobertizo de las herramientas del señor Krycki.
Me puso un punzón en la mano y me colocó junto a un banco de trabajo. Me agarré a un pequeño bloque de madera y fingí que estaba serrándolo. Miré a la cámara y no parpadeé ni sonreí ni lloré ni traicioné mi equilibrio interno.
El fotógrafo estaba en el umbral de la puerta. Detrás de él se encontraban los polis. Tenía un público extasiado.
El fotógrafo sacó algunas instantáneas y me dijo que improvisara gestos. Me volqué sobre el banco de trabajo y serré la pieza de madera con una expresión a medio camino entre la sonrisa y la mueca. Los polis rieron. Yo, también. Resplandecieron varios flashes.
El fotógrafo me dijo que era un chico muy valiente.
Dos policías me llevaron a un coche patrulla y me colocaron en el asiento trasero. Me acerqué a la ventanilla de la izquierda y miré hacia fuera. Tomamos Maple Street hasta una calle lateral que conducía a Peck Road, dirección sur. Saqué la cabeza por la ventanilla y memoricé las cosas que me sorprendían.
Doblamos al oeste por Valley Boulevard y nos detuvimos frente a la comisaría de El Monte. Los agentes me condujeron dentro y me hicieron tomar asiento en una salita.
Yo quería ver a mi padre. No quería que sufriese daño alguno a manos de los polis.
Me hicieron compañía varios hombres de uniforme que se mostraron cariñosos en deferencia a mi reciente condición de huérfano de madre. Mantuvieron conmigo una charla animada y amistosa.
Mi padre me recogió el sábado por la mañana. Tomamos un autobús a Los Ángeles y fuimos a ver una película titulada Los vikingos. A Tony Curtis le cortaban una mano y empezaba a llevar una funda de cuero negro en el muñón. Aquello me costó una pesadilla.
En la sala en que me hallaba no paraban de entrar y salir polis. Muchos me ofrecían un vaso de agua. Me los bebí todos. Así tenía algo que hacer con las manos.
De pronto se presentaron dos hombres. Los agentes amistosos se marcharon. Uno de los recién llegados era robusto y casi calvo. El otro tenía el cabello canoso y ondulado y los ojos azul claro. Ambos vestían chaqueta y pantalón de sport.
Me hicieron preguntas y anotaron las respuestas en pequeñas libretas de bolsillo. Me pidieron que describiese el fin de semana con mi padre y el nombre de los novios de mi madre.
Mencioné a Hank Hart y a Peter Tubiolo. Mi madre solía verse con Hank en Santa Mónica. Tubiolo era maestro de mi escuela y había salido con mi madre un par de veces, por lo menos.
Pregunté a los hombres si mi padre estaba en dificultades; respondieron que no y añadieron que me dejarían bajo su custodia.
El policía de cabello canoso me dio un caramelo y me dijo que me llevaría a ver a mi padre. A continuación, me condujeron fuera de la salita.
Vi a mi padre en el pasillo. Cuando él advirtió mi presencia, sonrió.
Corrí hacia él. El impacto lo hizo retroceder un poco. Luego, me dio su habitual abrazo de oso, con el que demostraba lo fuerte que era.
Un poli nos condujo a la estación de autobuses de El Monte. Tomamos uno nocturno a Los Ángeles.
Me senté junto a la ventanilla. Mi padre me rodeó con su brazo. La autovía de San Bernardino estaba oscura y llena de brillantes luces traseras.
Era consciente de que debería llorar. La muerte de mi madre era un regalo, y sabía que debía pagar por él. Probablemente los polis encontraban censurable el que no llorase allá, en la casa. Que no llorase significaba que no era un chico normal. Así de confusos e intrincados eran mis pensamientos.
Me relajé y dejé escapar el jodido temor reverencial que llevaba horas atenazándome.
Dio resultado.
Rompía llorar. Derramé lágrimas durante todo el trayecto hasta Los Ángeles.
Yo detestaba a mi madre. Y detestaba El Monte. Un asesino desconocido acababa de regalarme una nueva existencia, magnífica e intacta.
Jean era una chica de campo de Tunnel City, Wisconsin. Mi único interés en ella era en relación con mi padre. Cuando el matrimonio se fue al traste, me hizo su hijo en exclusiva.
Empecé a detestarla para demostrar cómo quería a mi padre. Me daba miedo reconocer la valentía y la terca voluntad de aquella mujer.
En 1956 a mi padre le diagnosticaron, erróneamente, un cáncer. Mi madre me dio la noticia, pero se guardó el comentario de «se pondrá bien» para imbuir de mayor efecto dramático sus palabras. Yo me eché a llorar y a descargar puñetazos en el sofá del salón. Mi madre me tranquilizó y me dijo que lo de mi padre no era cáncer, sino úlcera. Necesité un pequeño viaje para recuperarme de la impresión.
Fuimos a México. Alquilamos una habitación en un hotel de Ensenada y cenamos langosta en un buen restaurante. Mi madre llevaba un vestido que le dejaba un hombro al descubierto. Su piel lechosa y su cabellera pelirroja destacaban en el local. Comprendí que estaba exhibiéndose.
La mañana siguiente fuimos a bañarnos a la piscina del hotel. La suciedad del agua era evidente. Salí con los oídos tapados y un fuerte dolor de cabeza.
El dolor de cabeza descendió hasta el oído izquierdo. Se hizo más localizado e intenso. Mi madre me examinó y dijo que tenía una infección grave de oído.
El dolor era terrible. Lloré e hice rechinar los dientes hasta que me sangraron las encías.
Mi madre me metió en el asiento trasero del coche y se dirigió hacia el norte, a Tijuana. Allí, las farmacias vendían medicinas y narcóticos sin necesidad de recetas. Mi madre entró en una y compró un frasco de píldoras, una ampolla de droga y una jeringa hipodérmica.
Me dio agua y pastillas. Preparó una dosis y me pinchó allí mismo, en el coche. El dolor cesó al instante.
Volvimos directamente a Los Ángeles. La droga hizo que sintiese calor y me adormeció. Desperté en mi cuarto y observé que del papel pintado de la pared salían unos colores extraños, que nunca había visto.
No comenté el incidente con mi padre. Fue una omisión instintiva, fruto de una deducción precoz. Cuarenta años después del hecho, le atribuiré el motivo.
Mi madre me protegió con firmeza impecable. Yo sabía que mi padre no quería oír una palabra favorable sobre ella, y me aproveché de su miedo. No le dije que estaba guapísima con aquel sarong. No le conté lo bien que sentaba aquella droga. No le dije que por unos instantes mi madre se había adueñado de mi corazón.
Mis padres eran expertos en guardar las apariencias. Hacían una buena pareja vulgar, al estilo de Robert Mitchum y Jane Russell en Macao. Estuvieron juntos quince años. Debió de ser por el sexo.
Él le llevaba diecisiete años. Era alto y con la complexión de un boxeador de peso pesado ligero. También era muy atractivo, y tenía una polla enorme.
Se trataba de un tipo tan inútil como peligroso, y de esto último cualquiera se daba cuenta con sólo verlo. Mi madre había comprado el envoltorio físico y el tipo supuestamente encantador que iba dentro de él. No sé cuánto duró la luna de miel. No sé cuánto tardaron en desilusionarse y en enviar su matrimonio a freír espárragos.
A finales de los años treinta cada uno por su lado se había trasladado al Oeste. Se conocieron, se sedujeron, se casaron y se establecieron en Los Ángeles. Ella era enfermera colegiada. El, contable sin título, hacía inventarios de existencias en farmacias y preparaba declaraciones de renta para gente de Hollywood. Había trabajado tres o cuatro años como agente comercial de Rita Hayworth, cuya boda con Alí Khan había arreglado en 1949. Las mujeres pelirrojas habían regido su vida en los años de posguerra.
Yo entré en escena en el 48. La novedad de un crío los hizo babearse por un tiempo. Dejaron su piso de Beverly Hills y encontraron otro mayor en West Hollywood. Era un edificio de estilo español con las paredes de estuco encaladas y los huecos de las puertas en arco. Allí crecí en un ambiente cargado y retorcido.
Rita Hayworth despidió a mi padre en el 52, calculo. Tras esto, él comenzó a hacer algún trabajo esporádico para farmacias, pero se pasaba la mayor parte de los días laborables tumbado en el sofá del salón. Le encantaba leer y dormir. Le encantaba fumar cigarrillos y mirar programas deportivos en el televisor de pantalla de burbuja. El sofá era su foro a todos los efectos.
Mi madre casi no paraba en casa. Tenía turno completo en el hospital St. John's y, además, atendía en privado a una actriz dipsómana llamada ZaSu Pitts. Ella traía casi todo el dinero que entraba en casa, y siempre pinchaba a mi padre para que buscara un trabajo fijo.
Él se la quitaba de encima con vagas promesas y citaba sus contactos en Hollywood. Era amiguete de Mickey Rooney y de un productor de poca categoría llamado Sam Stiefel. Conocía gente influyente. Era capaz de embarcar a sus amistades en proyectos golosos.
Yo pasaba mucho rato en el sofá con mi padre. Hacía dibujos para mí y me enseñó a leer cuando tenía tres años y medio. Sentados unos al lado de otro, cada cual leía un libro.
A él le gustaban las novelas históricas. A mí, las historias de animales para niños. Mi padre sabía que no soportaba ver a un animal maltratado o muerto. Por eso revisaba los libros que compraba para mí y censuraba aquellos que en su opinión me resultarían perturbadores.
Mi padre creció en un orfanato y no tenía familia. Mi madre tenía una hermana más joven que vivía en Wisconsin. Mi padre detestaba a su cuñada y al marido de ésta, un vendedor de coches Buick llamado Ed Wagner. Mi padre decía que tío Ed era un boche y un tramposo que había eludido el servicio militar. Él había matado un montón de boches en la Primera Guerra Mundial y los detestaba.
Los Wagner consideraban a mi padre un holgazán. Mi padre me contó que en una ocasión mi prima Jeannie había querido arrancarme los ojos. Yo no lo recuerdo.
Todos los amigos de mis padres se parecían: gente mayor impresionada como críos con ellos. Mis padres formaban una pareja atractiva y se codeaban con el mundillo de Hollywood. Deslumbraban de entrada y sólo se peleaban, se criticaban y se insultaban en la intimidad del hogar. Mantenían un frente unido y limitaban sus andanadas de improperios a un único testigo: yo.
Su vida de convivencia era una escaramuza continua. Ella atacaba su holgazanería; él, su consumo de alcohol noche tras noche. Las trifulcas eran estrictamente verbales y la ausencia de violencia física las hacía aún más prolongadas. Discutían en tono mesurado, rara vez alzaban la voz y nunca gritaban. No rompían jarrones ni se lanzaban platos. La ausencia de gestos teatrales disimulaba el hecho de que la voluntad de razonar y reconciliarse era inexistente por ambas partes. Libraban una guerra contenida. Se llevaban el uno al otro al estado mezquino y despreciable de quien se siente perpetuamente agraviado. El odio entre ellos aumentó con los años hasta alcanzar, en su momento culminante, el nivel de una furia sorda.
Fue en el 54. Yo tenía seis años y estaba en primer curso de la escuela elemental de West Hollywood. Mi madre me dijo que me sentara en el sofá del salón y me anunció que se divorciaba de mi padre.
Lo encajé mal. Durante semanas no paré de tener berrinches.
Mis demostraciones histriónicas eran una respuesta febril y acumulativa a años de presenciar peleas entre mis padres. La televisión me había enseñado que el divorcio era permanente y vinculante, que estigmatizaba a los niños y los jodía para el resto de sus vidas. La madre conseguía la custodia de todos los hijos menores.
Mi madre echó a mi padre del apartamento. Toleró mi comportamiento de niño dolido durante unas semanas; luego, me arreó un buen golpe en la cabeza y me dijo que parase.
Paré. Tuve una de esas ideas locas típicas de los niños: irme a vivir con mi padre y forjar una existencia aparte con él.
Mi madre contrató un abogado y comenzaron los trámites del divorcio. Un juez le concedió la custodia temporal y me permitió pasar los fines de semana con mi padre, que alquiló un apartamento de soltero a unas manzanas de su antiguo piso.
Me pasé una serie de fines de semana, de viernes a domingo, encerrado con él. Cocinábamos hamburguesas sobre una plancha caliente y comíamos a base de ganchitos de queso y galletitas saladas. Sentados uno al lado del otro, leíamos libros y mirábamos combates de lucha libre por televisión. Mi padre empezó a malquistarme con mi madre sistemáticamente.
Me decía que era una borracha y una golfa, que se acostaba con el abogado que llevaba los papeles del divorcio, y que si él conseguía demostrar que era una mujer de moral más que dudosa tendría una oportunidad de obtener mi custodia. Me animó a espiarla y accedí a confiarle sus indiscreciones.
Mi padre consiguió empleo en el centro de Los Ángeles. Siempre que podía me escapaba para verlo cuando volvía a casa del trabajo. Nos citábamos en una heladería de Burton Way con Doheny. Tomábamos un helado y hablábamos un poco.
Mi madre descubrió esta traición, llamó a mi padre y lo amenazó con denunciar que se saltaba las normas de la custodia. Contrató a una chica para que me vigilara al salir de la escuela. La mañana siguiente me escabullí del autobús escolar y me escondí en el jardín del edificio donde vivía mi padre. Deseaba terriblemente verlo. Ese día en la escuela iban a administrarnos la vacuna contra la polio, y a mí me daba miedo el pinchazo.
Mi madre me encontró. Me llevó a la escuela y se ocupó de ponerme la vacuna ella misma. Iba vestida de enfermera. Era experta con la aguja y no me hizo el menor daño. El uniforme blanco le daba un aspecto estupendo, sobre todo porque resaltaba seductoramente el color de sus cabellos.
La demanda de divorcio llegó al tribunal. Yo tuve que testificar en sesión a puerta cerrada. Hacía tiempo que no veía a mi padre. Lo distinguí a la puerta de la sala y corrí hacia él.
Mi madre intentó interponerse.
Mi padre me arrastró hasta un aseo de caballeros y se acuclilló para hablar conmigo. Mi madre irrumpió en el baño y me sacó a rastras. Mi padre dejó que lo hiciera. Un hombre inmóvil ante un urinario, con la polla en la mano, observaba el espectáculo.
Subí al estrado y le dije a un amable juez que quería vivir con mi padre, pero él ordenó otra cosa. Su sentencia establecía turnos de días laborables y fines de semana: cinco días con mi madre y dos con mi padre, con lo cual me condenaba a llevar una vida dividida entre dos personas empeñadas en un odio mutuo irrenunciable.
Capté ambas partes de ese odio. Era resueltamente irónico y expresado con elocuencia. Mi madre retrataba a mi padre como un hombre débil, desaliñado, holgazán, fantaseador y falso en detalles menores. Mi padre tenía catalogada a mi madre de una manera más concisa: era una borracha y una golfa.
Mi vida se ajustó a la sentencia del divorcio. Los días laborables significaban una monotonía limitada. Los fines de semana significaban libertad.
Mi padre me daba comida sabrosa y me llevaba a ver películas de vaqueros. Me contaba historias de la Primera Guerra Mundial y me dejaba hojear sus revistas de chicas. Decía que tenía varios proyectos muy adelantados. Me convenció de que estaba a punto de hacerse muy rico. Mucho dinero significaba buenos abogados y buen apoyo legal. Aquellos abogados tenían detectives que podían descubrir asuntos ocultos de la Golfa y Borracha. De ese modo conseguiría arrebatarle la custodia plena sobre mí.
Mi madre se trasladó a un apartamento más pequeño, en Santa Mónica. Dejó el St. John's y entró de enfermera de empresa en la Packard-Bell Electronics. Mi padre se trasladó a un piso de un dormitorio en el límite de los distritos de Hollywood y Wilshire. Como no tenía coche, me llevó en autobús. Ya había cumplido los cincuenta y empezaba a tener el aspecto de un donjuán que había dejado atrás la flor de la vida. Era probable que la gente lo tomase por mi abuelo.
Me trasladé a una escuela privada que tenía por nombre El Paraíso de los Niños. No estaba reconocida oficialmente y mi madre se ahorraba cincuenta dólares al mes. La institución era un sumidero para chicos con hogares desestructurados. Se garantizaba el aprobado, pero las horas de confinamiento se extendían desde las siete y media de la mañana hasta las cinco de la tarde, cada día. Los profesores eran unos histéricos o se mostraban pasivos y derrotados. Mi padre tenía una teoría sobre el por qué de un horario tan prolongado. Decía que estaba calculado para que las madres solteras tuviesen tiempo de joder con sus novios a la salida del trabajo, y añadía que eso no estaba nada mal.
El Paraíso de los Niños ocupaba un solar de primera. Un patio de tierra repleto de juegos daba a Wilshire Boulevard. El patio medía tres veces lo que el edificio principal. En el lado oeste había una piscina.
Recordé cómo me lo había pasado allí en tercer y cuarto grado. Mi capacidad de lectura eclipsaba mi retraso en la comprensión de la aritmética. Era un chico bastante corpulento y sacaba provecho de ello para imponerme en las pequeñas confrontaciones con mis compañeros del mismo sexo. Ese fue el origen de mi famoso número del Desquiciado.
Me daban miedo todas las chicas, la mayoría de los chicos y algunos adultos, tanto hombres como mujeres. Mi miedo procedía de mi montaje fantástico apocalíptico. Sabía que todas las cosas funcionaban en un caos fatal. Mi preparación empírica en el caos era válida, sin la menor duda.
Mi número del Desquiciado me valió la atención que anhelaba y advertía a mis agresores que no me buscaran las cosquillas. Me reía cuando no había nada divertido de qué reír, me hurgaba la nariz, me comía los mocos y dibujaba cruces gamadas en todas mis libretas de clase. Era el típico ejemplo de «Si no puedes amarme, repara en mí» que aparece en todos los libros de texto de psicología infantil.
Mi madre bebía cada vez más. Por la noche no paraba de tomar whisky con soda y se ponía sensiblera, furiosa o efusiva. Un par de veces, la encontré en la cama con sendos hombres. Los tipos tenían pinta de conquistadores de salón. Probablemente vendían automóviles usados o los recuperaban.
Cuando le hablé a mi padre de aquellos hombres me dijo que tenía detectives privados tras los pasos de mi madre. Yo empecé a echar ojeadas a un lado y a otro cada vez que iba con ella.
Mi madre dejó Packard-Bell y entró en Airtek Dynamics. Mi padre seguía trabajando para farmacias, siempre como autónomo. Yo continué asistiendo a la escuela y el numerito del Desquiciado me mantenía a flote.
Mis padres eran incapaces de hablar de manera civilizada. No se dirigían la palabra bajo ninguna circunstancia. Las expresiones de odio las reservaban para los momentos que pasaban conmigo: «Tu padre es un inútil»; «Tu madre es una borracha y una golfa». Yo creía en las de él y consideraba falsas las de ella. Era incapaz de darme cuenta de que las quejas de mi madre estaban más fundamentadas.
El 57 quedó atrás. Por Navidad mi madre y yo volamos a Wisconsin. El tío Ed Wagner le vendió un elegante Buick blanco y rojo. Volvimos a casa en él la primera semana de 1958 y reemprendimos la vida cotidiana de trabajo y escuela.
A finales de enero mi madre me pidió que me sentara a su lado y me engatusó para que contase una gran mentira. Dijo que necesitábamos cambiar de ambiente. Yo tenía casi diez años y nunca había vivido en una casa. Añadió que conocía un bonito lugar llamado El Monte.
Mi madre mentía muy mal. Daba un tono demasiado formal e insistente a sus mentiras y a menudo las embellecía con expresiones de preocupación maternal. Además, siempre soltaba sus mayores embustes cuando estaba medio borracha. Yo era un buen descodificador de falsedades, pero ella no me reconocía este don.
Le conté a mi padre lo del traslado. La idea le pareció poco acertada. Dijo que El Monte estaba lleno de «espaldas mojadas». No era un lugar recomendable desde ningún punto de vista. Imaginó que mi madre debía de andar detrás de algún chulo de West Los Ángeles… o persiguiendo a algún chicano de El Monte. Nadie levanta el campamento y se traslada cincuenta kilómetros sin una buena razón.
Me dijo que estuviera atento y que le informara de los movimientos de mi madre.
Mi madre quiso enseñarme El Monte. Un domingo por la tarde nos acercamos allí con el coche.
Mi padre me había predispuesto a detestar y temer aquel lugar. Lo había descrito con gran precisión: El Monte era un vacío envuelto en contaminación. Los vecinos aparcaban en el jardín de la casa y lavaban el coche con mangueras, en ropa interior; el cielo tenía un tono canela carcinógeno. Observé a muchos hispanos de mala catadura.
Visitamos nuestra nueva casa. Por fuera era bonita, pero resultaba más pequeña que nuestro piso de Santa Mónica.
Hablamos con nuestra nueva casera, Anna May Krycki, una mujer nerviosa, charlatana y de mirada vivaracha. Me dejó acariciar a su terrier airedale.
Nuestra casa y la de los Krycki estaban rodeadas por un patio. Mi madre dijo que podríamos tener un perro. Le dije que quería un sabueso beagle. Prometió regalarme uno por mi cumpleaños.
Conocimos al señor Krycki y al hijo -de un matrimonio anterior- de la señora Krycki.
Inspeccionamos nuestra nueva casa. Mi habitación era la mitad de la que tenía en Santa Mónica. La cocina era apenas un cubículo estrecho. El baño era pequeño e incómodo.
La casa justificaba el traslado. Justificaba cosméticamente la Gran Mentira de mi madre.
Lo supe desde el primer momento.
Nos trasladamos a principios de febrero. Ingresé en la escuela primaria Ann Le Gore y me convertí en espía a dedicación completa por cuenta de mi padre.
Mi madre bebía cada vez más. La cocina olía a bourbon Early Times y a cigarrillos L &M. Yo olisqueaba las copas que dejaba en el fregadero (para averiguar en qué consistía el atractivo del licor). El olor a melaza me dio náuseas.
No traía hombres a casa. Mi padre imaginó que salía de parranda los fines de semana. Empezó a llamar a El Monte «el cagadero de América».
Yo saqué todo el partido posible a un mal lugar.
Fui a la escuela. Me hice amigo de dos chicos mexicanos llamados Reyes y Danny. En una ocasión compartí un porro con ellos. Me sentí mareado, como si flotase; cuando regresé a casa me comí una caja entera de galletas. Me quedé dormido y desperté convencido de que pronto me convertiría en un adicto a la heroína.
La escuela era una tortura. Mis facultades para la aritmética estaban por debajo de cero y mi capacidad para las relaciones sociales era más que pobre. Reyes y Danny eran mis únicos amigos.
Mi padre me visitó un día en el descanso del mediodía; aquello iba contra lo que estipulaba la sentencia de divorcio. Un chico me empujó sin motivo. Le di una patada en el culo, delante de mi padre, que se mostró orgulloso de mí. El chico me denunció al vice-director, el señor Tubiolo, quien llamó a mi madre y dijo que quería hablar con ella.
Se reunieron y hablaron. Salieron un par de veces. Yo informé de los detalles a mi padre.
Cuando cumplí diez años mi madre me regaló un cachorro de sabueso beagle. Era hembra. La puse de nombre Minna y la abrumé de cariño.
Junto con el regalo, mi madre me hizo un comentario que me fastidió el día. Dijo que ya era un hombrecito, que tenía edad suficiente para decidir con quién quería vivir.
Respondí que quería vivir con mi padre.
Ella me dio una bofetada en la cara que me hizo caer del sofá. Me golpeé la cabeza contra la mesita baja.
La llamé borracha y golfa. Volvió a golpearme. Decidí que la siguiente vez me enfrentaría a ella.
Podía darle en la cabeza con un cenicero y privarla de la ventaja del tamaño. Podía arañarla y arruinar aquella cara para que los hombres no quisieran acostarse con ella. Podía golpearla con una botella de bourbon Early Times.
Ella misma me empujó a tomar una decisión más simple.
Hasta entonces la detestaba porque eso era lo que hacía mi padre. La detestaba para demostrarle a mi padre que lo quería.
Ella misma se buscó que volcara todo mi odio en su persona.
El Monte era un campo de prisioneros. Los fines de semana en Los Ángeles eran breves permisos de libertad condicional.
Mi padre me llevaba a los cines de Hollywood Boulevard. Vimos Vértigo y una serie de películas del Oeste protagonizadas por Randolph Scott. Mi padre me puso al corriente del comentario general sobre Randolph Scott: que era un marica declarado.
También me llevó al Ranch Market de Hollywood y me dio un curso acelerado sobre homosexuales. Me dijo que los bujarrones llevaban gafas de sol espejadas para comparar bultos sin que se notara. Pero los maricas, agregó, tenían algo bueno: hacían que hubiera más mujeres de las que ocuparse.
Quiso saber si ya me gustaban las chicas.
Le dije que sí. Pero no añadí que me atraían más las mujeres maduras. Para ser más preciso, mi tipo exacto eran las madres divorciadas. Sus cuerpos imperfectos, esas piernas gruesas y las marcas de los tirantes del sujetador, me volvían loco. Sobre todo, me gustaban las pelirrojas de piel muy blanca. La idea de la maternidad me excitaba. Estaba al corriente de los hechos de la vida, y el que la maternidad empezara por un polvo me ponía agradablemente cachondo. Las mujeres con hijos debían de saber mucho de eso. Tenían práctica. Durante el sagrado matrimonio desarrollaban el gusto por el sexo, y cuando sus ordenadas uniones se iban al garete no podían pasarse sin él. Su necesidad era sucia, vergonzosa y excitante.
Como mi curiosidad.
El cuarto de baño de nuestra casa de El Monte era minúsculo.
La bañera y el retrete estaban en ángulo recto. Una noche, vi por un instante a mi madre mientras se secaba después de tomar una ducha.
Ella advirtió que me fijaba en sus pechos. Me explicó que el pezón derecho se le había infectado después de mi nacimiento y que habían tenido que extirpárselo. El tono con que lo dijo no era en modo alguno provocador. Se trataba de una enfermera colegiada explicando un hecho médico.
Mi mente se llenó de imágenes. Y quería más.
Pasé horas en la bañera, fingiendo interés por un submarino de juguete. Vi a mi madre medio desnuda, desnuda y cubierta sólo con las braguitas. Vi el vaivén de sus pechos. Vi su pezón bueno erecto a causa del frío. Vi la rojez de su entrepierna y cómo el vapor ruborizaba su piel.
La odiaba y la deseaba.
Y, de repente, estaba muerta.
Lunes 23 de junio de 1958. Un luminoso día de verano e inicio de mi soleada nueva vida.
Una pesadilla me despertó.
Mi madre no aparecía. Tony Curtis y su muñón con la funda negra, sí. Sacudí esa imagen de mi mente y dejé que las cosas surtieran su efecto.
Las demostraciones de sentimientos no iban conmigo. Mi período de duelo duró media hora; todo lo que hice fue derramar unas pocas lágrimas en el autobús.
Tengo guardado en la memoria el aspecto de aquel día: azul pólvora incandescente.
Mi padre me dijo que los Wagner no tardarían en llegar.
La señora Krycki había accedido a cuidar de mi perro mientras tanto. Faltaba una semana para el funeral y mi asistencia no era obligatoria. El laboratorio de la oficina del sheriff estaba a punto de devolverle el Buick. Pensaba venderlo para liquidar las deudas inmediatas de mi madre…, si las disposiciones del testamento no lo prohibían.
La señora Krycki le dijo a mi padre que yo mataba sus plataneras a machetazos y pidió una compensación. Yo le dije a mi padre que sólo estaba jugando y él me aseguró que no era nada grave.
Mi padre tenía un aire sombrío, pero yo aprecié que, en realidad, se sentía feliz y algo aturdido por tan inesperada fortuna. Aquellas gestiones postmortem eran su forma de liquidar todo lo relacionado con su ex.
Me dijo que me divirtiera un rato. Él tenía que ir al centro para identificar el cuerpo.
Los Wagner llegaron a Los Ángeles al cabo de unos días. El tío Ed se mostraba serio y grave. La tía Leoda estaba casi acongojada.
Ella adoraba a su hermana mayor, aunque las separaba un abismo. Jean tenía el físico, la melena pelirroja y la profesión interesante. Su marido era audaz, si bien superficialmente, y más estúpido que un mulo.
Ed Wagner era gordo y terco. Él llevaba las judías a casa. Tía Leoda era una hausfrau de Wisconsin, lenta de reflejos y con una gran memoria para los agravios. No se apreció el menor odio entre Ellroy y los Wagner. Ed y Leoda convirtieron mi estado emocional de calma en uno de conmoción. Mantuve la boca cerrada y dejé que hablaran los adultos.
Los cuatro fuimos a El Monte. Nos detuvimos delante de la casa y entramos en ella por última vez. Abracé y besé a mi perra, que me lamió la cara y me meó encima. Mi padre se burló de los Krycki, a quienes consideraba unos imbéciles. Ed y Leoda recogieron los papeles y recuerdos personales de mi madre. Mi padre metió la ropa y los libros en unas bolsas de papel marrón.
Cuando salíamos de la ciudad, nos detuvimos en el Jay's Market. Una cajera montó un revuelo cuando me vio. Me reconoció como el hijo de la enfermera muerta. Pocas semanas antes, mi madre había reñido conmigo en aquel mercado. Comenzó a darme la tabarra con mis pobres progresos escolares. Quiso enseñarme el destino que me esperaba si no cambiaba. Me llevó fuera del mercado y me arrastró hasta Medina Court, el corazón del barrio de emigrantes pobres de El Monte.
Unos mexicanos caminaban por la calle con ese andar deslizante que yo tanto admiraba. No había casas; sólo chabolas. A la mitad de los coches les faltaban los ejes y las ruedas.
Mi madre señaló detalles escabrosos. Quería que viera dónde me conduciría mi desidia. No tomé en serio sus advertencias. Sabía que mi padre jamás permitiría que me convirtiese en un espalda mojada.
No asistí al funeral. Los Wagner regresaron a Wisconsin.
Mi padre tomó posesión del Buick y se lo vendió a un tipo del barrio. Se las ingenió para embolsarse el pago anticipado de mi madre. Tía Leoda se convirtió en albacea testamentaria de mi madre y se hizo con una abultada póliza de seguros.
Una cláusula de doble indemnización aumentaba ésta a veinte mil dólares. Yo era el único beneficiario. Leoda me dijo que tenía depositado el dinero en un fondo para cuando fuese a la universidad, pero que podía sacar pequeñas cantidades para emergencias.
Me dispuse a disfrutar de mis vacaciones estivales.
Los policías vinieron varias veces. Me preguntaron por los novios de mi madre y si se relacionaba con otros hombres. Les conté todo lo que sabía.
Mi padre guardó algunos recortes de prensa sobre el caso. Me contó los detalles principales y me animó a no pensar en el asesinato en sí. Sabía que yo tenía una imaginación muy vívida.
Quise conocer los detalles. Leí los recortes de prensa. Vi una foto mía en el banco de trabajo del señor Krycki. Presté atención a la teoría de la Rubia y el Hombre Moreno. Tuve la nefasta sensación de que todo aquello tenía que ver con el sexo.
Mi padre descubrió que había estado revolviendo los recortes de prensa. Me explicó su teoría favorita: que mi madre se lo montaba a tres con la Rubia y el Hombre Moreno. Aquello formaba parte de un acertijo más amplio: ¿por qué había huido a El Monte?
Quise respuestas, pero no a costa de la presencia continua de mi madre. Dirigí mi curiosidad a novelas policíacas para niños.
Di por casualidad con las series de los Hardy Boys y de Ken Holt. En la librería Chevalier vendían cada ejemplar a un dólar. Los detectives adolescentes resolvían crímenes y se hacían amigos de las víctimas de los delitos. Las muertes eran limpias y sólo se aludía a ellas. Los jóvenes investigadores procedían de familias ricas e iban en coches trucados, motocicletas y lanchas a motor. Los delitos sucedían en elegantes localidades de vacaciones. Siempre había un final feliz. Las víctimas de asesinato estaban muertas pero se sobreentendía que tenían reservado un rincón en el cielo.
Era una fórmula literaria acordada con anterioridad directamente para mí. Me permitía recordar y olvidar en igual medida. Devoraba aquellos libros con avidez y tenía la bendita fortuna de no captar la dinámica interna que los hacía tan seductores.
Mis únicos amigos eran los Hardy Boys y Ken Holt. Sus reflexiones eran mis reflexiones. Resolvíamos misterios desconcertantes, pero nadie resultaba demasiado malparado.
Mi padre me compraba dos libros cada sábado. Yo los leía en' seguida y pasaba el resto de la semana padeciendo por la abstinencia forzosa. Mi padre mantuvo el límite en dos a la semana, de modo que para llenar los huecos entre compra y compra empecé a robarlos.
Era un ladronzuelo astuto. Llevaba la camisa por fuera de los pantalones y escondía los libros bajo el cinturón. Los tipos de Chevalier debían de pensar que era un ratón de biblioteca. Mi padre nunca hablaba del tamaño de mi librería.
El verano del 58 pasó deprisa. Rara vez pensaba en mi madre. Su presencia quedaba compartimentada y definida por la indiferencia que mostraba mi padre a su recuerdo. El Monte era un non sequitur aberrante. Ella se había ido.
Cada libro que leía era un retorcido homenaje a ella. Cada misterio resuelto era mi amor por ella en elipsis.
Entonces no lo sabía. Dudo que mi padre lo supiera. Él urdía cómo pasar el verano con su demonio pelirrojo enterrado.
Compró diez mil almohadillas procedentes de excedentes japoneses a diez centavos cada una. Eran almohadillas hinchables para sentarse en eventos deportivos. Estaba seguro de que podría vendérselas a los Rams y a los Dodgers. El primer negocio lo sacaría de pobre, luego, mediante un pedido en firme, conseguiría que los japoneses enviaran más almohadillas. De allí en adelante los beneficios se dispararían.
Los Rams y los Dodgers mandaron a paseo a mi padre. Él era demasiado orgulloso como para pregonar las almohadillas en la puerta del estadio, de modo que nuestros estantes y armarios estaban repletos de almohadillas de plástico. De haberlas hinchado todas, medio condado habría salido flotando hasta el mar. Mi padre abandonó la aventura de las almohadillas y volvió al trabajo en las farmacias. Hacía largas jornadas: desde mediodía hasta las dos o las tres de la madrugada. Mientras estaba fuera, me dejaba solo.
Nuestro piso no tenía aire acondicionado, lo cual resultaba agobiante en verano. Empezaba a oler mal; Minna desafiaba la prohibición de entrar y orinaba y defecaba por todas partes. Al atardecer, el piso se refrescaba y el olor se disipaba. Me encantaba estar solo en el apartamento después de anochecer.
Leía y pasaba el dial del televisor en busca de programas de sucesos. Repasaba las revistas de mi padre. Estaba suscrito a Swank, Nugget y Cavalier, todas ellas llenas de fotos atrevidas y dibujos subidos de tono que me daban vueltas en la cabeza.
Contemplé sus medallas de la Primera Guerra Mundial, miniaturas encerradas en cristal. El conjunto lo convertía en un gran héroe. Había nacido en 1898 y cuando nací yo le faltaban tres meses para cumplir cincuenta años. No dejaba de preguntarme cuánto tiempo le quedaría por delante.
Me gustaba cocinar para mí. Mi plato favorito eran los perritos calientes asados en un quemador de serpentín. Estaban muchísimo mejor que los espaguetis de lata que me daba mi madre.
Siempre miraba la tele con las luces apagadas. Me quedé enganchado del programa de entrevistas de Tom Duggan en el canal 13 y lo veía cada noche. Duggan era una mezcla de intelectual y derechista obcecado. Maltrataba de palabra a sus invitados y hablaba constantemente del alcohol. Se definía a sí mismo como misántropo y vicioso. Aquel hombre hacía vibrar una cuerda en lo más profundo de mi ser.
Su programa terminaba alrededor de la una de la madrugada. Mis rituales de aquel verano del 58 se volvieron atemorizadores. Normalmente, estaba demasiado agitado como para conciliar el sueño. Empecé a imaginar que mi padre moría en un accidente de tráfico o que lo mataban. Lo esperaba en la cocina y contaba los coches que pasaban por Beverly Boulevard. Mantenía todas las luces apagadas para demostrar que no tenía miedo.
El siempre volvía. Nunca me dijo que esperar sentado en la oscuridad fuera algo extraño.
Vivíamos en la pobreza. No teníamos coche y dependíamos del sistema de transporte público de Los Ángeles. Nuestra dieta se basaba en grasas, azúcares y féculas. Mi padre no probaba el alcohol, pero lo compensaba fumando tres paquetes de Lucky Strike al día. Compartíamos un dormitorio con nuestra hedionda perra.
Nada de ello me molestaba. Estaba bien alimentado y tenía un padre que me quería. Los libros me proporcionaban estímulo y un diálogo sublimado sobre la muerte de mi madre. Yo poseía una capacidad serena y tenaz para explotar mis recursos.
Mi padre me dejaba recorrer el barrio a mi aire. Yo lo exploraba y dejaba que alimentase mi imaginación.
Nuestro edificio de apartamentos estaba en Beverly Boulevard e Irving Place, en el límite de Hollywood y Hancock Park: un significativo cruce de estilos. Hacia el norte se extendían las casitas de estuco y los edificios de apartamentos de varios pisos. Se acababan en Melrose Avenue y en los aparcamientos de los estudios Paramount y Desilu. Las calles eran estrechas y se cruzaban formando una especie de parrilla. Dominaban las fachadas de estilo español.
De Beverly a Melrose. De Western Avenue a Rossmore Boulevard. Cinco travesías de norte a sur y diecisiete de este a oeste. De estudios de cine a casas modestas, de una hilera de tiendas y bares al Wiltshire Country Club. La mitad de mi territorio de exploración; casi la mitad de la extensión de El Monte. En el extremo oriental había casas de marcos de madera y bloques chillones de nuevos apartamentos. El extremo occidental era una Costa Dorada en mitad de Los Ángeles. Me encantaban las fortalezas estilo Tudor de muchos pisos con conserje y amplios portalones de entrada. El hotel Algiers se alzaba en Rossmore y Rosewood. Mi padre decía que el edificio era «un picadero glorificado». Los botones se encargaban de una serie de prostitutas de buen ver.
El flanco septentrional de mis exploraciones era topográficamente diverso. Me gustaba observar la vista que descendía de oeste a este. Algunos bloques estaban cuidados con esmero, otros se veían sucios y desatendidos. Me gustaba mucho la pista de patinaje del Polar Palace, en Van Ness y Clinton. Me gustaban los apartamentos El Royale, porque el nombre sonaba parecido a Ellroy. El Algiers era emocionante. Todas las mujeres que entraban o salían de allí eran posibles prostitutas.
Me gustaba recorrer aquel flanco norte. A veces me asustaba: lo chicos montados en sus bicicletas pasaban rozándome o me dirigían gestos insultantes. Cada pequeña confrontación me impulsaba durante varios días a ir hacia el sur.
Los límites de mis andanzas por el sur se extendían desde Western a Rossmore y de Beverly a Wilshire Boulevard. El extremo oriental tenía un defecto: la biblioteca pública de Council y St. Andrews. Aquél era territorio que no merecía la pena recorrer.
En cambio, me encantaba deambular hacia el sur y el sudoeste, por las calles Uno, Dos, Tres, Cuatro, Cinco, Seis, por Wilshire, Irving, Windsor, Lorraine, Plymouth, Beachwood, Larchmont, Lucerne, Arden, Rossmore.
Hancock Park.
Grandes carones estilo Tudor y châteaux franceses. Mansiones españolas. Grandes extensiones de césped ante las casas, emparrados, aceras sembradas de árboles y un aire de que el tiempo se ha detenido. Orden y riqueza perfectamente circunscritas a unas cuantas calles de mi casa incrustada de mierda.
Hancock Park me hipnotizaba. El paisaje me tenía sencillamente hechizado.
Merodeé por Hancock Park. Lo recorrí y rondé, paseé y deambulé por él. Tres o cuatro veces al día le ponía el collar a Minna y dejaba que me llevase por Irwing hasta Wilshire. Yo recorría al acecho las tiendas de Larchmont Boulevard y me llevaba libros de Chevalier.
Me enamoraba fugazmente de casas y de muchachas apenas vislumbradas tras una ventana. Construí elaboradas fantasías sobre Hancock Park. Mi padre y yo irrumpíamos en el parque y lo convertíamos en nuestro reino privado.
No ambicionaba Hancock Park por ningún sentimiento de agravio. Poseía aquel lugar con la imaginación. Era suficiente, por el momento.
El verano del 58 terminó y empecé sexto grado en la escuela primaria de Van Ness Avenue. Mis salidas para explorar se vieron drásticamente restringidas.
La escuela de Van Ness Avenue era decorosa; en ella nadie me ofreció marihuana. Mi maestra me consentía un poco. Probablemente supiese que mi madre había sido víctima de un asesinato.
Estaba haciéndome un grandullón de verdad. Tenía una lengua terrible y soltaba obscenidades en el patio de la escuela. La expresión favorita de mi padre era: «Que te jodan, Fritz.» Su epíteto más expresivo, «soplapollas». Yo imitaba su modo de hablar y me complacía ver el efecto que producía en los demás.
También estaba refinando mi representación del Desquiciado, lo cual me mantenía en una penosa soledad y encerrado en mi propia cabecita.
Mis gustos como lector se iban haciendo cada vez más refinados. Había pasado por todos los libros de los Hardy Boys y de Ken Holt y estaba harto de tramas complacientes y finales simples. Quería más violencia y más sexo. Mi padre me recomendó a Mickey Spillane.
Robé algunos libros de bolsillo de Spillane, los leí y quedé deslumbrado y asustado. No creo que me enterase por completo del argumento, pero sé que eso no impidió que disfrutase con ellos. Me encantaron los tiroteos, las escenas de sexo y el fervor anticomunista de Mike Hammer. El conjunto era justo lo bastante hiperbólico como para evitar que sintiese demasiado miedo. No era explícito y aterrador en el sentido extremo que lo eran mi madre y la Rubia y el Hombre Moreno.
Mi padre me permitía cada vez más libertad. Me dijo que podía ir al cine solo y sacar a Minna a dar el último paseo del día. Por la noche Hancock Park era un mundo muy distinto.
La oscuridad hacía retroceder los colores y las farolas de las esquinas despedían un agradable fulgor. Las casas se convertían en telones de fondo para las luces de las ventanas.
Desde las sombras del exterior, miré el interior de las casas. Vi cortinajes, paredes desnudas, destellos de color y siluetas pasar por delante de ellas. Vi chicas con uniformes de escuelas privadas. Vi algunos hermosos árboles de Navidad.
Estos paseos de última hora eran inquietantes y seductores. La oscuridad reforzaba mi sentido de propiedad del lugar y disparaba mi imaginación. Empecé a acechar patios traseros y a asomarme a las ventanas posteriores.
El simple hecho de merodear por allí constituía algo emocionante en sí mismo. Las ventanas posteriores me ofrecían imágenes íntimas.
Lo mejor eran las ventanas de los cuartos de baño. Veía mujeres medio vestidas y mujeres y chicas en albornoz. Me gustaba observarlas mientras hacían muecas delante del espejo.
Encontré un guante de béisbol en una mesa de picnic. Me lo llevé. Detrás de otra casa encontré un balón de fútbol, de cuero auténtico. Lo robé y lo rajé por la mitad con una navaja, para ver qué tenía dentro.
Aún no había llegado a la adolescencia y ya era un ladrón y un mirón. Me encaminaba hacia una cita íntima con una mujer profanada.
Me llegó en un libro. Un regalo inocente quemó mi mundo hasta los cimientos.
Cuando cumplí once años mi padre me dio un libro. Se trataba de una obra de no ficción, un canto al Departamento de Policía de Los Ángeles titulado La Placa; su autor era Jack Webb, astro y cerebro del programa de televisión Redada.
El programa se basaba en casos del DPLA. Los policías hablaban con voz monótona y trataban a los sospechosos con brusquedad y desprecio. Éstos, por su parte, mostraban una verborrea incontenible, producto de su pusilanimidad. Los polis no daban crédito a ninguna de sus tonterías.
Redada era la saga de unas vidas sin oportunidades, sin futuro, enfrentadas a la autoridad. Los métodos represivos de la policía aseguraban un Los Ángeles virtuoso. El programa tenía un tono severo y rezumaba autocompasión subliminal. Era la épica de unos hombres aislados que ejercían una profesión aislante, privados de ilusiones convencionales y traumatizados por el contacto diario con la hez. Era la angustia del varón al estilo de los años cincuenta: la alienación como anuncio de servicio público.
El libro era el programa de televisión, pero libre de frenos. Jack Webb detallaba los métodos policiales y se lamentaba profusamente de la carga que soportaban los varones blancos del DPLA. Comparaba a los delincuentes con comunistas, y no había la menor ironía en ello. Ilustraba los terrores y las prosaicas satisfacciones del trabajo policial mediante anécdotas de la vida real. Libre de las limitaciones de la estricta censura televisiva, recogía algunos casos verdaderamente escabrosos.
El asunto de la bomba incendiaria del club Meca fue todo un acontecimiento. El 4 de abril de 1957 cuatro indeseables fueron expulsados de una taberna del vecindario. Un rato después, regresaron con un cóctel molotov e incendiaron el local, que quedó convertido en cenizas. Murieron seis clientes. Al cabo de pocas horas el DPLA atrapó a los autores, que fueron juzgados, encontrados culpables y condenados a muerte.
Donald Keith Bashor era ladrón de pisos. Reventaba pequeños apartamentos en el distrito de Westlike Park. En dos ocasiones, sendas mujeres lo sorprendieron en plena acción. Bashor las mató a golpes. Fue capturado, juzgado y condenado. En octubre del 57 entró en la cámara de gas.
Stephen Nash era un psicópata a quien le faltaban varias piezas dentales y que estaba furioso con el mundo. Mató a un hombre de una paliza y apuñaló a un chico de diez años bajo el rompeolas de Santa Mónica. El DPLA le echó el guante en el 56. Confesó nueve asesinatos más y se calificó a sí mismo como «el rey de los asesinos». Fue juzgado, condenado y sentenciado a muerte.
Las historias eran horrorosas. Los villanos daban muestras de estupidez y de tener tendencias nihilistas.
Stephen Nash mataba por impulso. Sus asesinatos carecían de cálculo y su intención al perpetrarlos no era sembrar un horror indecible. Nash no sabía convertir su furia en gestos simbólicos y volcarla como tal sobre un ser humano vivo. Le faltaba la voluntad de cometer asesinatos o la inclinación a ello que despertaban la fascinación del gran público.
El asesino de la Dalia Negra sabía lo que el otro ignoraba. Comprendía la mutilación como lenguaje. Asesinó a una mujer joven y hermosa y de este modo se aseguró su celebridad anónima.
Leí el relato de Jack Webb sobre el caso de la Dalia Negra. La lectura fe llevó a lo más hondo y oscuro de mí.
La Dalia Negra era una muchacha llamada Elizabeth Short. Su cuerpo fue encontrado en enero de 1947 en un solar vacío, seis kilómetros al sur del edificio de apartamentos donde yo vivía.
Elizabeth Short estaba cortada en dos por la cintura. El asesino había limpiado el cuerpo y lo había desnudado. Lo había abandonado a pocos centímetros de una acera de la ciudad, con las piernas bien abiertas.
La torturó durante días. La golpeó y la cubrió de cortes con un cuchillo afilado. Apagó cigarrillos en sus pechos y le rajó las mejillas desde las comisuras de los labios hasta las orejas.
Aquello atenuó su sufrimiento de manera espantosa. Fue sometida a abusos y aterrorizada sistemáticamente. Después de muerta, el asesino hurgó en el interior de su tronco y cambió los órganos de lugar. El crimen fue un acto de pura locura misógina y, por lo tanto, fácil de malinterpretar.
En el momento de su muerte Betty Short tenía veintidós años. Era una chica alocada que vivía fantasías de chica alocada. Un reportero, se enteró de que sólo se vestía de negro y la bautizó «la Dalia Negra». El apodo la desvalorizaba, envilecía su memoria y convertía a la muchacha en una hija perdida santificada y en una buscona sin clase.
El caso tuvo un eco enorme en la prensa. Jack Webb enfocó su resumen de doce páginas según el pensamiento dominante en la época: las mujeres fatales tenían finales escabrosos y eran cómplices en atraer sobre ellas la muerte por vivisección. Webb no entendía las intenciones del asesino ni sabía que sus manipulaciones ginecológicas definían el crimen. No sabía que el asesino tenía un miedo terrible a las mujeres. No sabía que había abierto en dos a la Dalia para ver qué hacía a las mujeres diferentes de los hombres.
Por entonces yo tampoco sabía todas esas cosas. Lo que sabía era que tenía una historia a la que ir al encuentro y de la que huir.
Webb describió los últimos días de la Dalia. La muchacha iba al encuentro de los hombres y huía de ellos, forzando sus recursos mentales hasta conducirlos al borde de la esquizofrenia. Buscaba un lugar seguro donde esconderse.
Un par de fotografías acompañaban al relato.
La primera mostraba a Betty Short en la esquina de la calle Treinta y nueve y Norton. Sus piernas quedaban medio tapadas. Varios hombres, algunos armados, otros con blocs de notas, estaban de pie en torno al cuerpo.
En la segunda se la veía con vida, con los cabellos recogidos hacia arriba y hacia atrás, como en esa foto de carné de mi madre de los años cuarenta.
Leí la historia de la Dalia un centenar de veces. Leí el resto de La Placa y observé detenidamente las fotos. Stephen Nash, Donald Bashor y los chicos de las bombas incendiarias terminaron por convertirse en mis amigos. Betty Short se convirtió en mi obsesión.
Y en mi sustituta simbiótica de Geneva Hilliker Ellroy.
Betty buscaba y se escondía. Mi madre había huido a El Monte, donde los fines de semana llevaba una vida secreta. Betty y mi madre eran víctimas arrojadas a la cuneta. Jack Webb decía que Betty era una chica fácil. Mi padre decía que mi madre era una borracha y una golfa.
Mi obsesión con la Dalia era explícitamente pornográfica. Mi imaginación suministraba los detalles que Jack Webb omitía. El asesinato era un epigrama sobre la fugacidad de la existencia y fijaba firmemente en mí la visión del sexo como muerte. La falta de solución del caso era un muro que yo intentaba romper con mi curiosidad infantil.
Apliqué mi mente al trabajo. Mis esfuerzos por encontrar explicaciones eran completamente inconscientes. Sencillamente, me contaba a mí mismo historias mentales, lo cual resultaba contraproducente. Mis historias diurnas de muerte mediante sierra y escalpelo me producían pesadillas terribles, despojadas de adornos narrativos: lo único que veía era a Betty cortada en dos, atravesada a cuchilladas, hurgada, revuelta por dentro y sometida a disección.
Mis pesadillas poseían una crudeza y una fuerza en estado puro. Surgían de mi inconsciente con vívidos detalles. Veía a Betty destripada y descuartizada en un potro de tormento medieval. Vi a un hombre que la desangraba en una bañera. La vi con los brazos y las piernas abiertos sobre una camilla.
Aquellas escenas hacían que me diera miedo dormir. Las pesadillas se presentaban de forma previsible o a intervalos impredecibles. Además, estaban las evocaciones en pleno día, y cuando menos lo esperaba.
Sentado en clase, aburrido, me dejaba llevar a extrañas divagaciones mentales y veía intestinos obstruyendo inodoros e instrumentos de tortura listos para ser utilizados.
Yo no conjuraba las imágenes voluntariamente. Parecían emerger de algún lugar más allá de mi voluntad.
Las pesadillas y las visiones diurnas continuaron toda la primavera y el verano. Sabía que eran el castigo divino por mis actos de voyerismo y por mis hurtos. Dejé de robar y de fisgar por las ventanas de Hancock Park, pero las pesadillas y las visiones diurnas prosiguieron.
Volví a robar y a fisgar. Un hombre me sorprendió en su jardín y echó a correr detrás de mí. Dejé de fisgar de una vez por todas.
Las pesadillas y las visiones diurnas no cesaron, las repeticiones constantes hicieron que sus efectos disminuyesen. La obsesión por la Dalia Negra tomó nuevas formas en mi fantasía.
Rescaté a Betty Short y me convertí en su amante. La salvé de una vida de promiscuidad. Seguí la pista de su asesino y lo ejecuté.
Eran fantasías intensas, basadas en una narración. Gracias a ellas mi fijación por la Dalia perdió ese punto nauseabundo.
En septiembre de 1959 empecé a asistir al instituto de enseñanza media y mi padre me dijo que era hora de que tomase el autobús por mi cuenta. Yo aproveché esta nueva libertad para profundizar en mi investigación sobre la Dalia.
Hice viajes en autobús al centro, a la Biblioteca Pública Central. Leí los ejemplares microfilmados del Herald Express de 1947. Me enteré de todo lo relativo a la vida y la muerte de la Dalia Negra. Betty Short procedía de Medford, Massachusetts. Tenía tres hermanas y sus padres estaban divorciados. En 1943, había visitado a su padre en California y se había quedado prendada de Hollywood y de los hombres de uniforme.
El Herald la llamaba «aventurera» y «chica fácil». Deduje que tales apelativos significaban en realidad «prostituta». Quería ser estrella de cine. Estaba liada a la vez con varios aviadores del ejército. Una semana antes de su muerte un tipo llamado Red Manley la llevó en su coche desde San Diego. Ella no tenía dirección fija en Los Ángeles; durante meses había ido de pensiones baratas a apartamentos de poca categoría. Frecuentaba bares y aceptó copas y comidas de desconocidos. No paraba de contar mentiras absurdas. Su vida era indescifrable.
Yo comprendía aquella vida. La comprendía intuitivamente. Era una colisión caótica con el deseo machista. Betty Short quería cosas fuertes de los hombres, pero era incapaz de identificar sus necesidades. Se reinventaba con despreocupación juvenil, convencida de que era una persona original. Se equivocaba en sus cálculos. No era muy lista ni se conocía demasiado bien a sí misma. Se transformó en un cliché que obedecía a fantasías masculinas prescritas hacía mucho tiempo. La nueva Betty era la antigua, ligeramente retocada por Hollywood. Se convirtió en un tópico al que muchos hombres deseaban follar y, algunos, matar. Ella quería llegar a extremos profundos, oscuros, intensos e íntimos con los hombres. Enviaba señales magnéticas. Conoció a un hombre con nociones de profundidad, oscuridad, intensidad e intimidad envueltas en rabia. El único acto de complicidad de la Dalia fue un hecho consumado corriente. Se cedió a sí misma a los hombres.
El Herald siguió la historia de la Dalia durante doce semanas. Recogió el enorme despliegue de investigaciones con pistas infructuosas y sospechosos impensados, y publicó en primera plana confesiones falsas y ramificaciones tangenciales del caso.
Durante un tiempo estuvo en el candelero la teoría lésbica. Era probable que Betty Short se hubiese movido en círculos homosexuales. La teoría de las películas de violencia real tuvo buena acogida: quizá Betty hubiese posado para unas fotos pornográficas.
Había quien delataba a su vecino por considerar que tal vez fuese el asesino; quien acusaba al amante que le abandonaba; quien acudía a videntes e invocaba el espíritu de la Dalia. La muerte de Elizabeth Short inspiró una histeria menor.
El Los Ángeles de posguerra se aglutinó en torno al cuerpo de una mujer muerta. Hordas de gente se entregaron a la Dalia. Se entretejieron en su historia de maneras extrañas y fantásticas.
El relato me emocionó y absorbió por completo. Me llenó de un perverso sentido de esperanza.
La Dalia definió su tiempo y su lugar. Desde la tumba, reclamó vidas y ejerció un gran poder.
Stephen Nash entró en la cámara de gas en agosto del 59. En el instante previo a que lo ataran a la silla, escupió una goma de mascar al capellán. Luego, aspiró los gases de cianuro con una amplia sonrisa de suficiencia.
Pocas semanas después, ingresé en el instituto John Burroughs de enseñanza media.
Harvey Glatman fue a la cámara de gas el 18 de septiembre. Le di la paliza a mi padre para que me comprara una bicicleta. Nos las ingeniamos para convencer a mi tía de que firmase una nota de crédito, y compramos una Corvette Schwinn del color rojo de las manzanas cubiertas de caramelo.
La llené de adornos. Le añadí un manillar curvo, alforjas de plástico, guardabarros tachonados de cristales y un velocímetro que marcaba doscientos veinte kilómetros por hora. Mi padre llamaba a la bici mi «carromato de negro». Quedaba muy bonita, pero era muy pesada y lenta. En las cuestas tenía que subirla empujando.
Ya tenía mi propio vehículo. El instituto quedaba a cinco kilómetros de casa, de modo que el territorio que podía explorar ahora había crecido de forma exponencial.
En varias ocasiones fui con la bici a la esquina de la Treinta y nueve y Norton. En el solar donde habían encontrado a Betty Short se alzaban ahora nuevas casas. Las eliminé con la imaginación y dejé huellas de derrapajes de bicicleta en la acera, cerca de aquel lugar sagrado. Seguía teniendo pesadillas con la Dalia, a quien conjuraba para combatir el aburrimiento de la escuela. Continué releyendo La Placa, que me mantenía al corriente de la criminalidad en Los Ángeles.
Año 1949: el escándalo de Brenda Allen y el vicio. Chicas de alterne conchabadas con policías corruptos. Mickey Cohen, el pintoresco gángster. La muerte de «los dos Tonys» en 1951. Marie McDonald el Cuerpo y su falso secuestro. El escándalo de brutalidad policial conocido como «Navidad sangrienta».
Empezaba a desarrollar una sensibilidad de prensa amarilla. Los delitos me estimulaban y asustaban en medidas aproximadamente equivalentes. Mi cerebro era un cuaderno de notas policial.
Seguí el caso de Ma Duncan por televisión. Ma Duncan tenía una pasión posesiva por su hijo, Frank. Frank se casó con una enfermera joven y cachonda, lo que hizo que Ma se pusiese celosa. La anciana contrató a dos borrachos mexicanos para que hicieran desaparecer a la enfermera. Los tipos la secuestraron el 17 de noviembre del 58. La llevaron a las colinas de Santa Bárbara y la estrangularon. Ma Duncan engañó a los tipos cuando les pagó por el trabajito. Luego, se le fue la lengua y se lo contó todo a un amigo. La policía de Santa Bárbara acusó a Ma y a los mexicanos. En aquellos momentos estaban siendo procesados.
Seguí el caso Bernard Finch-Carole Tregoff. Finch era un médico mujeriego al que le gustaba la buena vida. Tenía una novia secreta, la mencionada Tregoff, y una lucrativa consulta en West Covina. Su esposa era asquerosamente rica… y Finch era su único heredero. En julio de 1959 Finch y Tregoff fingieron un robo y quitaron de en medio a la señora Finch. El caso era una sensación en la zona.
Seguí la lucha de Caryl Chessman por librarse de la cámara de gas. Mi padre me contó que Chessman le había arrancado los pezones a mordiscos a una mujer y que ésta se había vuelto loca.
Mi padre, que compartía mi obsesión por los crímenes, nunca intentó desviar mi tendencia monomaníaca; yo podía leer lo que me diera la gana y mirar la tele sin limitaciones. Me hablaba como a un colega. Me comentaba chismes escogidos de los años que había pasado cerca del mundillo de Hollywood.
Me contó que Rock Hudson era marica y que Mickey Rooney era capaz de desmontar una jodida pila de leña por si acaso dentro había una serpiente. Rita Hayworth era ninfómana; mi padre lo sabía por experiencia propia.
Éramos pobres. Nuestro apartamento apestaba a excrementos de perro. Yo desayunaba galletas y leche cada mañana y cenaba hamburguesas o pizza congelada todas las noches. Llevaba ropas andrajosas. Mi padre hablaba solo y les decía a los comentaristas de la tele que se fueran a tomar por el culo y que le chuparan la polla. Siempre andábamos en calzoncillos. Estábamos suscritos a revistas de chicas desnudas. Nuestra perra nos mordía de vez en cuando.
Me sentía solo. No tenía amigos. Mi vida, me parecía, no era del todo correcta.
Pero sabía ciertas cosas.
Mis padres me pusieron por nombre Lee Earle Ellroy. Con ello me sentenciaron a una existencia de trabalenguas de eles y es que solían terminar en un «Leroy». Yo detestaba esos nombres. Y detestaba que me llamaran Leroy. Mi padre estuvo de acuerdo en que la combinación «Lee Earle» y «Ellroy» era poco afortunada. Dijo que sonaba a nombre de chulo negro.
El empleaba un alias en ocasiones. Atendía por «James Brady» y hacía algunos trabajos contables en farmacias bajo ese nombre para que los de Hacienda no le siguiesen la pista. Pronto tomé una decisión: algún día me quitaría el «Lee Earle» y mantendría el Ellroy.
Mi nombre me trajo problemas en el instituto. Los camorristas sabían cómo sacarme de quicio. Sabían que era un chico tímido. Lo que no sabían era que llamarme Leroy me transformaba en un Sonny Liston.
En el John Burroughs no había muchos camorristas, y unas cuantas confrontaciones salvajes acabaron pronto con la epidemia de «Leroys».
El instituto de enseñanza media John Burroughs era conocido como «J.B.». Se encontraba en la calle Seis y McCadden, en el límite suroccidental de Hancock Park. Allí pulí mi retorcida mente.
El ochenta por ciento de los alumnos eran judíos. Algunos chicos ricos de Hancock Park y unos cuantos hijos de la chusma corriente formaban el veinte por ciento restante. El J.B. tenía buena fama. Allí se matriculaba un ramillete de muchachos brillantes.
Mi padre llamaba a los judíos «regateadores de cerdos». Aseguraba que eran más listos que la gente normal. Me advirtió que estuviese alerta: los chicos judíos eran muy competitivos.
Estuve alerta en el instituto. Manifesté mi vigilancia de manera perversa.
Me junté con otros perdedores. Colábamos revistas porno en la escuela y nos masturbábamos en retretes contiguos. Atormentábamos a un chico retrasado que se llamaba Ronnie Cordero. Hacía reseñas orales de libros inexistentes y convencía a chicos selectos de mi clase de lengua. Tomé una posición muy controvertida en clase acerca de la captura de Adolf Eichmann, a quien comparé con el capitán Dreyfuss y otros casos de persecución por motivos raciales.
Insistí en mis argumentos hostiles hacia los judíos. Adopté la línea antipapista de mi madre y despotriqué contra los esfuerzos presidenciales de John Kennedy. Aplaudí la muerte de Caryl Chessman en la cámara de gas. Insté a mis compañeros a mostrarse favorables a la bomba atómica. Dibujé esvásticas y aviones Stuka en mis cuadernos.
El motivo de mis payasadas era escandalizar a todos. Estaban inspiradas en la brillantez y la erudición que encontraba en el instituto. Mi fervor reaccionario era afinidad vuelta del revés.
Aquella brillantez se me contagió. Obtuve buenas notas con un esfuerzo mínimo. Mi padre, contable, me hacía los deberes de matemáticas y me preparaba chuletas para los exámenes. Durante las horas que pasaba fuera de la escuela podía dedicarme a leer y soñar libremente.
Leía novelas policíacas y miraba programas policíacos en la tele. Iba al cine a ver películas policíacas. Construía maquetas de coches y las hacía arder con petardos. Reventé una manifestación que reclamaba la prohibición de la bomba atómica en Hollywood y arrojé huevos a rojillos portadores de pancartas. Desarrollé un intenso y palpitante amor por la música clásica.
Las pesadillas de la Dalia venían en oleadas intermitentes. Cuando me asaltaban durante el día, se cohesionaban en torno a una imagen.
Betty Short estaba clavada a una diana giratoria. La mano de un hombre hacía girar la diana y atravesaba a Betty con un cincel.
La imagen aparecía en visión subjetiva, y de pronto yo me convertía en el asesino.
La Dalia me acompañaba siempre. Las chicas de carne y hueso rivalizaban por mi corazón. Un asesino acechaba a todas las muchachas que me gustaban. Jill, Kathy y Donna vivían en constante peligro.
Mis fantasías de rescate eran minuciosas y detalladas. Mis mediaciones, rápidas y brutales. Mi única recompensa era el sexo.
Aceché a Jill, a Kathy y a Donna a la salida de clase. Merodeé por sus casas los fines de semana. Nunca hablé con ellas.
Mi padre estaba realmente enrollado. Su amigo George me dijo que se tiraba a dos cobradoras de los peajes de la autopista de Larchmont. Un día volví a casa por sorpresa y lo pillé in fraganti.
Era una tarde de calor. La puerta del apartamento estaba abierta. Subí por la escalera exterior y oí gemidos. Entré de puntillas y espié por la puerta entreabierta.
Mi padre estaba dándose un revolcón con una morena guapa y algo regordeta. La perra estaba en la cama con ellos, esquivando piernas e intentando dormir sobre el colchón que no cesaba de moverse.
Estuve un rato observando y volví a salir de puntillas.
Estaba abriendo los ojos respecto a mi padre. Si de verdad hubiera ganado tantas medallas como decía, debería haber sido tan famoso como Audie Murphy, el mayor héroe de guerra. Si realmente hubiese tenido aquel valor y aquel talento, habríamos estado viviendo a lo grande en Hancock Park. Mi padre era demasiado orgulloso como para vender una a una sus diez mil almohadillas, pero no tanto como para sustraer dinero de la póliza de seguros de mi madre.
Yo necesitaba tratamiento de ortodoncia. Pedí el dinero a mi tía Leoda y le saqué más del que precisaba. Mi padre pagó la primera minuta del dentista y se embolsó el resto. Se retrasó en los pagos de mantenimiento y pagó veinte dólares a un cirujano dental barato para que me quitase los aparatos de la boca.
Era fácil engañar a tía Leoda. Yo la expoliaba con regularidad. Estaba malgastando mi fondo para la universidad, pero la idea no me preocupaba en absoluto.
Detestaba a Ed y a Leoda Wagner y a mis primas Jeannie y Janet. Mi padre aborrecía profundamente al clan Wagner, y mis sentimientos eran una copia en papel carbón de los suyos.
Leoda pensaba que el asesino de mi madre era mi padre. A éste, la idea le complacía. En su opinión, Leoda sospechaba de él desde el principio.
Me encantó la idea de «papá, el asesino». Subvertía todo cuanto yo opinaba sobre la naturaleza pasiva de mi padre, confiriéndole cierta prestancia. Había matado a mi madre para hacerse con mi custodia. Sabía que yo la detestaba. Yo era un ladrón y él, un asesino.
Mi padre insistía en provocar las sospechas de tía Leoda. Le encantaba el teatro que ello implicaba. Me impulsó a leer de nuevo aquel montón de recortes de periódico. Lo hice. Comparé el rostro de mi padre con el retrato robot que la policía había hecho del Hombre Moreno. No se parecían en nada. Mi padre no había asesinado a mi madre. Estaba conmigo en el momento de producirse el crimen.
En abril de 1961 Spade Cooley mató a su mujer de una paliza. El hombre iba hasta el culo de anfetaminas. Ella Mae Cooley quería desembarazarse de Spade y rendir culto al amor libre. Quería follar con hombres más jóvenes.
Seguí el caso. Spade Cooley apeló y se libró de la cámara de gas. Ella Mae pagó el pato en justa venganza.
Yo tenía trece años. Y estaba poseído por las mujeres muertas.
Vivía en dos mundos.
Mi mundo interior estaba regido por fantasías compulsivas; el mundo exterior se entrometía demasiado a menudo en él. Nunca aprendí a contener mis pensamientos y reservarlos para momentos privados. Mis dos mundos chocaban continuamente.
Deseaba reventar el mundo exterior, quería asombrarlo con mi sentido del drama. Sabía que el acceso a mis pensamientos haría que el mundo me quisiera, lo cual constituía una presunción corriente entre los adolescentes.
Quería hacer públicos mis pensamientos. Tenía un aire exhibicionista, pero me faltaba presencia escénica y no sabía controlar los efectos. Resultaba un payaso desesperado.
Mi repertorio como actor era reflejo de mis obsesiones privadas. Me gustaba inspirarme en gángsters y en criminales nazis ocultos. Mis foros eran aulas y patios de escuela. Lanzaba mis discursos a chicos estúpidos y maestros exasperados. Aprendí una vieja verdad del vodevil: el público sólo te prestará atención mientras lo hagas reír.
Mis fantasías eran oscuras y serias. Mi público tenía un bajo nivel de tolerancia en lo que a mujeres viviseccionadas se refería. Aprendí a hacer comentarios tópicos para provocar la risa fácil.
Principios de los años sesenta era una buena época para asumir posturas cómicas. Me expresé a favor de la bomba atómica, contra John Kennedy, contra los derechos civiles y contra la vergüenza del muro de Berlín. Grité «¡Libertad para Rudolf Hess!» y abogué por la restauración de la esclavitud. Hice caricaturas malintencionadas de JFK y me manifesté por la aniquilación nuclear de Rusia.
Unos cuantos maestros me llevaron aparte y me dijeron que mi actitud no tenía nada de graciosa. Mis compañeros de clase se reían de mí, no conmigo. Capté el mensaje: muchacho, vas por mal camino. Ellos captaron el mío: reíos conmigo o de mí, pero reíos.
Mis fantasías constituían rutinas marginales vivas y vigentes, eran un puente esquizoide entre mis dos mundos.
Fantaseé interminablemente. Desarrollé una cabeza de vapor fantástico y me salté semáforos en rojo con la bicicleta. Entraba en los cines y me hacía montajes fantásticos con las películas que estaba viendo. Convertía novelas aburridas en lecturas intrigantes mediante el recurso de añadirles subtramas extemporáneas.
Mi único gran tema de fantasía era el DELITO. Mi único gran héroe, yo mismo, transformado. Dominaba el tiro con arco, el judo y complejos instrumentos musicales. Yo era un detective que, casualmente, resultaba ser también un virtuoso del violín y del piano. Rescaté a la Dalia Negra. Fui de un lado a otro en coches deportivos y en brillantes triplanos Fokker pintados de rojo. Mis fantasías eran profusamente anacrónicas.
Y saturadas de sexo.
Las mujeres del tipo Jean Ellroy me obsesionaban. A las pelirrojas cuarentonas que veía por la calle les daba el cuerpo de mi madre. En el curso de mis aventuras, me acostaba con ellas. Me prometí en matrimonio con la última chica de escuela que aceleró mi corazón. Siempre dejé de lado a las sustitutas de Jean Ellroy.
Mis fantasías eran persistentemente monocordes. Eran una barrera contra el aburrimiento de la jornada escolar y contra una vida hogareña insatisfactoria.
Ya le había tomado la medida a mi padre. A los catorce, ya era más alto que él. Imaginé que podía darle una paliza. Mi padre era un cobarde y un artista de la picaresca.
Estábamos unidos por una necesidad casi pegajosa. Lo único que teníamos era a nosotros mismos. Y ese «nosotros» a él lo ponía tierno y tonto. Yo recurría a ello en los momentos de debilidad, y la mayor parte del tiempo conseguía refrenarlo. El amor del viejo hacia mí era espeso y acorde con su visión profana de la vida. Lo quise cuando llamó al presidente Kennedy «mamón católico» y lo detesté cuando lo vi llorar con el himno nacional. Me gustaban sus historias de burdel y lo aborrecía cuando adornaba sus hazañas en la Primera Guerra Mundial. Pero era incapaz de reconocer una simple verdad: la pelirroja era mejor alternativa como familia monoparental.
La salud del viejo empezaba a flaquear. Tenía fuertes accesos de tos y le daban mareos. Había hecho algún dinero en la época de las declaraciones de Hacienda y haraganeaba en el piso mientras consumía el fajo de billetes. Cuando llegó a los diez últimos dólares, buscó más trabajo en las farmacias. Entonces reapareció con fuerza su fervor por enriquecerse rápidamente.
Dirigió un espectáculo en el Cabaret Concerttheatre. En el espectáculo participaban jóvenes comediantes y cantantes. Mi padre entabló amistad con un cómico llamado Alan Sues.
El espectáculo fracasó. Mi padre y Alan Sues abrieron una sombrerería. Sues diseñaba los modelos y mi padre llevaba los libros y enviaba los sombreros por correo. La sociedad se fue a pique al cabo de poco tiempo.
Mi padre volvió a sus trabajos esporádicos para farmacias. Acababa de cumplir sesenta y cinco. Tomaba Alka-Seltzer para las úlceras al mismo ritmo que mi madre engullía bourbon. Casi todo el año 62 estuvimos sin un centavo.
Conseguí que la tía Leoda me diese dinero. La frase «necesito ir al dentista» obró maravillas. Durante semanas nos sobraban billetes de cincuenta. Yo llegué a llevar un fajo de billetes de un dólar prendido con un clip especial, al estilo de Las Vegas.
Subí con mi pesada bicicleta a lo alto de Hollywood y bajé hasta la playa. Fui en ella a la biblioteca pública del centro de la ciudad. Me gustaba pedalear y sincronizar mis fantasías con las escenas de la calle. Me gustaba rondar los lugares donde vivían Jill, Kathy y Donna.
Mientras iba en bici, robaba. Hurtaba libros en la Pickwick Shop y me llevaba material para la escuela de Rexall. Robé sin vacilación y sin ápice de remordimiento.
Me convertí en una amenaza sobre dos ruedas. Era un menor salvaje suelto en la ciudad. Medía más de un metro ochenta y pesaba setenta kilos. Mi bicicleta superpersonalizada despertaba risas y comentarios burlones.
Los Ángeles significaba, en general, libertad. Mi barrio significaba autolimitación. Mi mundo exterior inmediato todavía quedaba estrictamente circunscrito: de Melrose a Wilshire, Western y Rossmore. Aquel mundo estaba lleno de coetáneos míos, hijos de la explosión demográfica.
Yo quería estar con ellos. Conocía a unos cuantos del instituto y a otros de enfrentamientos en el barrio. Sabía el nombre de todos ellos y conocía la reputación de la mayoría. Deseaba su amistad y para conseguirla no dudaba en degradarme.
Intenté comprar su afecto con las almohadillas japonesas de mi padre, pero se rieron de mí. Invité a algunos a mi casa y los vi retroceder ante la peste a mierda de perro. Intenté amoldarme a sus modelos de conducta y me traicioné con un lenguaje soez, poca higiene y expresiones de admiración hacia George Lincoln Rockwell y el partido nazi americano.
Mi actitud exhibicionista era puramente autodestructiva. Me resultaba imposible rebajar el tono de mi actuación. Estaba programado para sobreactuar y alienar. Los esfuerzos por adaptarme dispararon un efecto contrario en mi interior: me desconecté de lo demás y me mantuve como un gamberro adolescente.
A otros gamberros les encantó mi actuación y se sumaron tras mi bandera. Goberné a mi colonia de gamberros de modo imperioso. A aquellos que me consideraban interesante, no los respetaba. Mis amistades escolares se quemaban pronto. La mayoría de mis colegas eran judíos, predispuestos a desconfiar de cualquier palabrería nazi.
Mis amistades empezaban en compañerismo nihilista y terminaban en inútiles peleas a puñetazos. Yo ganaba la mayor parte de las veces, valiéndome de tácticas sorpresa y recurriendo a todas mis fuerzas de perdedor. La historia se repetía una y otra vez.
Trabé amistad con un chico del barrio. Nos la meneábamos mutuamente, así empezamos. Fue mi primer contacto sexual. Resultaba vergonzoso, excitante, asqueroso y jodidamente atemorizador.
Nos la cascábamos en su casa y en la mía y en las azoteas del edificio. Extendíamos revistas Playboy y las mirábamos mientras procedíamos. Sabíamos que no éramos maricas. Nuestro límite quedaba claramente marcado en la masturbación mutua.
Yo sabía que no era homosexual. Mis fantasías así lo demostraban. Consulté el informe Kinsey para confirmarlo.
De acuerdo con el doctor Kinsey, la actividad homosexual juvenil era un hecho corriente. Pero no decía nada de mis verdaderos temores:
¿Podían las pajas mutuas convertirlo a uno en invertido? El mero hecho de llevar a cabo tales prácticas ¿lo estigmatizaba a uno de alguna manera reconocible?
Yo era un pequeño cabrón salido. Las pajas mutuas eran mejor que las pajas autopropulsadas. Mi amigo y yo nos la cascábamos el uno al otro varias veces a la semana. Me encantaba y lo aborrecía. Aquello estaba volviéndome jodidamente loco.
Tenía miedo de que mi padre nos sorprendiera. Tenía miedo de empezar a oler a marica. Tenía miedo de que Dios me convirtiese en un marica, para castigarme por todos mis años de robos.
Mis temores fueron en aumento. Sentía que la gente penetraba en mi mente. Aumenté la intensidad de mis fantasías heterosexuales (una estrategia para frustrar a la gente que intentaba sintonizar con mis ondas cerebrales).
Tenía miedo de hablar en sueños y alertar al viejo de mi posible condición de marica. Soñaba con que me llevaban a juicio por invertido. Y aquellos sueños me aterrorizaban más que mis peores pesadillas de la Dalia Negra.
Dejé de ver a mi amigo. Al cabo de unas semanas me llamó y me pidió que el domingo por la mañana le hiciera la ruta de reparto de periódicos, ya que él quería ir al lago Arrowhead con su familia. Accedí. El día fijado dormí hasta tarde, fui en la bici hasta su casa y arrojé sus ejemplares del Herald en un cubo de basura. El lunes, en el instituto, mi amigo me buscó.
Acepté su desafío y propuse un combate a seis asaltos, con guantes de boxeo, árbitro y jueces. Mi amigo accedió a las condiciones.
Programamos la pelea para el domingo siguiente. Nuestra voluntad de machacarnos demostraba que no éramos maricas.
Recluté un árbitro, tres jueces y un cronometrador. El jardín delantero de la casa de Elliot Beers serviría de ring. Aparecieron unos cuantos espectadores. Sería el acontecimiento juvenil del barrio aquella primavera del 62.
Mi amigo y yo llevábamos guantes de doce onzas. Los dos éramos delgados y medíamos un metro ochenta. No teníamos ni idea de técnica boxística: nos empujamos, nos zarandeamos, nos lanzamos golpes desmañadamente y nos sacudimos de lo lindo durante seis asaltos de tres minutos. Terminamos deshidratados y mareados; apenas podíamos mantenernos en pie y éramos incapaces de levantar los brazos.
Perdí, pero el fallo fue dividido. La pelea tuvo lugar por la época del segundo combate entre Emile Griffith y Benny Kid Paret. Griffith machacó a Paret hasta matarlo. Se decía que Griffith odiaba a Paret porque éste, al parecer, iba por ahí llamándolo marica. En cuanto a mí, sabía que yo no era un marica. La pelea lo demostraba. Nadie hurgaba en mis ondas cerebrales. Era una idea estúpida.
Vivía de ideas, estúpidas o no. Me empapaba de ideas desquiciadas. Revisaba desde una perspectiva perversa los argumentos que me proporcionaban los libros y las películas.
Mi mente era una esponja cultural. Carecía de dotes interpretativas y no poseía el menor don para la abstracción. Engullía ficciones, hechos históricos y minucias en general, y pergeñé una visión alocada del mundo a partir de fragmentos de datos.
La música clásica mantenía mi mente activa y alerta. Me perdía en Beethoven y en Brahms. Sinfonías y conciertos me producían el mismo efecto que complejas novelas. Crescendos y pasajes de calma formaban una narración a través de las notas. Los movimientos rápidos y lentos en alternancia me ponían en estado de caída libre mental.
Los noticiarios nocturnos me proporcionaban hechos que entretejía formando una trama general y contextualizaba para que se adecuaran a mi fantasía del momento. Relacionaba sucesos inconexos y ungía héroes a mi perverso antojo. Un asalto a una licorería podía convertirse en una manifestación nazi contra la película Éxodo. Todas las muertes eran atribuidas al asesino de la Dalia Negra, que en ese mismo instante debía de acechar a Jill, a Kathy y a Donna. Desenredé los hilos ocultos que conectaban sucesos en apariencia ajenos entre sí. Trabajaba desde una mansión de Hancock Park. Estaba rodeado de aduladores, como Vic Morrow en Retrato de un gángster o ese inglés alto que protagonizaba El barón Sardonicus.
Saqueé la cultura popular y con el botín que obtuve decoré mi mundo interior. Hablaba en un lenguaje especializado de mi invención y contemplaba el mundo exterior a través de gafas de rayos X. Veía actos criminales por todas partes.
El CRIMEN unía mis dos mundos, el interior y el exterior. El sexo clandestino y la profanación de mujeres eran actos criminales. El crimen se convirtió en algo tan banal y sutil como la mente de un joven en una potencia activa y siempre alerta.
Yo era anticomunista comprometido y, en un grado algo menor, racista. Judíos y negros eran peones en la conspiración comunista mundial. Vivía de acuerdo con la lógica de la verdad secuestrada y de misiones ocultas. Mi mundo interior estaba fijado de manera obsesiva y resultaba tan curativo como debilitante. Transformaba en prosaico el mundo exterior y hacía que mi tránsito diario por él resultara soportable.
Mi viejo gobernaba ese mundo exterior. Lo regía de modo permisivo y me mantenía a raya con esporádicos estallidos de desprecio. Me consideraba débil, holgazán, indolente, falso, fantasioso y dolorosamente neurótico. No comprendía que yo era su viva imagen.
Yo lo tenía calado, y él a mí. Empecé a excluirlo de mi vida. Era el mismo proceso de distanciamiento que había utilizado con mi madre.
Algunos chicos del barrio apreciaron mi modo de ser y me dejaron entrar en su grupo. Eran marginados con buenas habilidades sociales. Se llamaban Lloyd, Fritz y Daryl.
Lloyd era un chico gordo procedente de una familia rota. Hijo de una fundamentalista cristiana, era tan mal hablado como yo y compartía mi afición por los libros y la música. Fritz vivía en Hancock Park y le gustaban las bandas sonoras de películas y las novelas de Ayn Rand. Daryl era un bruto, atleta y nazi al borde de la subnormalidad, de ascendencia medio judía.
Me dejaron entrar en su grupo y me convertí en su subalterno, bufón de corte y actor cómico. Me consideraban un elemento divertidísimo. Les complacía mi descontrolada vida hogareña, a la que no daban crédito.
Íbamos en bici a los estudios de cine de Hollywood, yo siempre unos cientos de metros por detrás, pues mi Schwinn Corvette resultaba muy pesada y difícil de impulsar. Escuchábamos música y hablábamos de sexo, de política, de libros y de nuestras ideas más descabelladas.
Intelectualmente, no conseguía mantenerme firme. Mi discurso iba dirigido al interior y se canalizaba a través de la narrativa. Mis amigos consideraban que no era tan inteligente como ellos; se burlaban de mí, me acosaban y me convertían en objeto de sus bromas.
Yo encajaba sus pullas y seguía volviendo por más. Lloyd, Fritz y Daryl tenían un olfato muy agudo para la debilidad y eran duchos en el arte masculino de superar a otros. Su crueldad era hiriente, pero no hasta el punto de hacerme abandonar su amistad.
Yo era flexible y resistente. Los pequeños desprecios me hacían llorar y experimentar, durante diez minutos como máximo, una pena intensa. Las agresiones emocionales cauterizaban mis heridas y las dejaban listas para ser reabiertas.
Era un caso clínico de intransigencia adolescente. Yo tenía en mi poder un comodín blindado, acerado, de origen patológico y empíricamente válido: la capacidad de replegarme en mí mismo y habitar un mundo que sólo a mí pertenecía, elaborado por mi mente.
La amistad conlleva algunas indignidades menores. Las risotadas que compartía con aquellos chicos significaban adoptar un papel subordinado. El coste resultaba insignificante. Yo era experto en sacar beneficio de las desavenencias.
Por entonces ignoraba que los costes se acumulan, que uno siempre paga por lo que reprime.
En junio del 62 terminé la enseñanza secundaria. Durante el verano leí, robé, me masturbé y fantaseé. En septiembre ingresé en el instituto Fairfax, por insistencia de mi viejo. Había un noventa y tantos por ciento de judíos y parecía más seguro que el instituto Los Ángeles, que era el que supuestamente me correspondía. El Los Ángeles estaba lleno de chicos negros, muy duros. El viejo imaginaba que me matarían tan pronto abriera la boca. Alan Sues vivía a pocas calles de Fairfax. El viejo tomó prestada la dirección de Alan y soltó a su hijo nazi en el corazón del barrio judío.
Fue una experiencia cultural dislocante.
En el John Burroughs me sentía seguro. Fairfax me resultaba peligroso. Lloyd, Fritz y Daryl se habían matriculado en otros institutos. Mis conocidos de Hancock Park estaban lejos, en academias preparatorias. Me sentía un forastero en una jodida tierra extraña.
Los chicos de Fairfax eran ferozmente brillantes y refinados. Fumaban y conducían coches. El primer día de clases se burlaron de mí sin compasión al verme aparecer en mi Schwinn Corvette.
Comprendí de inmediato que allí mis gracias no servirían de nada. Me replegué en mí mismo y contemplé el terreno con cierto distanciamiento.
Asistí a clases y mantuve la boca cerrada. Me desembaracé de mis conexiones con las escuelas más distinguidas e imité el vestir de los alumnos más modernos de Fairfax: pantalones ajustados, suéter de alpaca y botas puntiagudas. La indumentaria no me cuadraba; con ella parecía una mezcla de chico asustadizo cantante frustrado.
El instituto Fairfax me sedujo. Fairfax Avenue me sedujo. Me encantó la onda insular yiddish. Me encantaba oír a los mayores parlotear en aquel desconcertante lenguaje gutural. Mi reacción confirmó la teoría del viejo: «Farfullas esa mierda nazi porque quieres llamar la atención.»
Trabajé con ahínco e intenté asimilar. La metodología me eludió. Conocía la manera de desquiciar, de provocar, de comportarme como un bufón y, en general, de hacer un espectáculo de mí mismo. La noción de un simple contrato social entre iguales me resultaba completamente ajena.
Estudié. Leí montones de novelas de detectives y fui a ver películas policíacas. Dejé volar la fantasía y seguí con la bici a alguna chica desde su casa hasta la escuela. Mi capacidad de asimilación se estancó. Envié al carajo la magnanimidad. Me harté de ser un anglosajón protestante anónimo en medio de una comunidad judía. No soportaba que mi existencia pasase inadvertida.
El partido Nazi americano estableció un puesto avanzado en Glendale. La Legión Americana y la Asociación de Veteranos de Guerra Judíos querían que lo abandonase. Me acerqué en bicicleta a la oficina de los nazis y compré diversos artículos por valor de cuarenta dólares.
Me llegó para un brazalete nazi, varios ejemplares de la revista Stormtrooper, un disco llamado Enviad a su casa a esos negros, de Odis Cochran y los Three Bigots, unas cuantas docenas de pegatinas con lemas racistas y doscientos «pasajes de barco para África», que daban derecho a todos los negros a un viaje de ida al Congo en una barcaza que hacía agua. Yo estaba encantado con mi nuevo material. Era divertido y escandalizador.
Llevé el brazalete en las cercanías de mi casa. Pinté esvásticas en el cuenco del agua de la perra. Mi padre empezó a llamarme «Der Führer» y «mamón nazi». Se hizo con un gorro judío y se lo ponía delante de mí para fastidiarme.
Fui en bici a la librería Poor Richard's y compré un surtido de folletos de extrema derecha. Unos los envié por correo a las chicas con las que estaba obsesionado. Otros, los pegué en buzones por todo Hancock Park. Lloyd, Fritz y Daryl me expulsaron de su grupo. Resultaba demasiado raro y lastimoso para ellos.
Mi padre llevaba mucho tiempo sin conseguir un trabajo. Nos retrasamos en el pago del alquiler y nos echaron del apartamento. El casero dijo que sería preciso fumigarlo. La acumulación de efluvios cánidos durante cinco años había hecho inhabitable el lugar.
Nos trasladamos a un cuchitril más barato, a cinco calles de distancia. La perra empezó a aplicarse en la nueva casa. Yo hice mi primer numerito nazi en el instituto Fairfax.
Las declaraciones en clase me costaron muestras de burla y algunas risas. Proclamé mi intención de establecer el Cuarto Reich en el sur de California, de deportar a todos los monos a África y de engendrar, mediante ingeniería genética, una nueva raza dominante a partir de mi propia sangre. Nadie me consideraba una amenaza. Era un führer inocuo.
Mantuve mi postura. Algunos profesores llamaron a mi padre y lo pusieron al corriente de lo que sucedía. Él les dijo que no me hicieran caso.
La primavera del 63 marcó el punto álgido de mi blitzkrieg. Interrumpía las clases, distribuí folletos de contenido racista y vendí «pasajes de barco para África» a diez centavos cada uno. Un chico judío, más corpulento que yo, me acorraló en la rotonda y me dio una buena paliza. Conseguí atizarle un puñetazo…, y me magullé todos los dedos de la mano derecha.
La paliza no sólo no me desanimó, sino que confirió validez a mi actitud. Ya no dejaría indiferente a nadie.
El verano del 63 transcurrió borroso. Leí novelas de misterio, fui a ver películas policíacas, imaginé escenarios para crímenes y aceché a Kathy en Hancock Park. Robé libros, comida, maquetas de aviones y bañadores Hang-Ten para vendérselos a surferos ricos. Mi pasión nazi se moderó. Sin un público cautivado, no resultaba divertida.
Mi madre llevaba cinco años muerta. Rara vez pensaba en ella. Su asesinato no ocupaba ningún lugar en mi panteón del crimen.
Aún tenía pesadillas con la Dalia Negra en ocasiones. Todavía estaba obsesionado con ella, era el núcleo de mi mundo criminal. Por entonces ignoraba que la Dalia era la pelirroja, sólo que modificada por mi subconsciente.
Las clases se reanudaron en septiembre. Volví a mi rutina nazi y actué ante un público aburrido.
El abismo entre mi mundo interior y el exterior era cada vez mayor. Quería dejar los estudios definitivamente y vivir dedicado por entero a mis obsesiones. La educación formal no valía nada. Estaba destinado a ser un gran novelista. Los libros que me gustaban constituían mi verdadero currículum.
En septiembre empezó en televisión la serie El fugitivo. Me enganché a ella enseguida. Se trataba de una serie negra para consumo de masas. Un médico acusado injustamente de asesinato huía de la silla eléctrica. Cada semana llegaba a una ciudad distinta e, indefectiblemente, la mujer más interesante de cuantas allí vivían se enamoraba de él. Un policía meticuloso hasta extremos patológicos perseguía al médico. Los representantes de la autoridad eran corruptos y retorcidos a causa de su poder. La serie tenía un trasfondo de deseos sexuales. Las actrices invitadas me agarraban por los huevos y no me soltaban. Siempre rondaban la treintena y eran más atractivas que guapas. Respondían al estímulo masculino con cautela y avidez. La serie olía a sexo real a la vuelta de la esquina. Las mujeres eran complicadas y turbulentas. Sus deseos poseían una carga psicológica. Cada martes por la noche, a las diez, la televisión me ofrecía una Jean Ellroy distinta.
Transcurrió el otoño del 63. El primero de noviembre volví a casa del instituto y me encontré a mi padre sentado en un charco de orina y heces. Se retorcía y babeaba, lloraba y balbucía. Su tensa musculatura se había relajado. Era algo horrible. Yo también me puse a llorar y a balbucir, mientras él me miraba con los ojos muy abiertos y la vista desenfocada.
Lo limpié y llamé al médico. Llegó una ambulancia. Dos enfermeros se llevaron a mi padre al Hospital de Veteranos.
Me quedé en casa y limpié los restos de suciedad. Un médico telefoneó para decir que mi padre había sufrido una apoplejía. No moriría y era muy probable que se recuperara. Tenía parcialmente paralizado el brazo izquierdo y su habla era ininteligible, por el momento.
Temí que fuera a morirse. Temí que siguiera vivo y me matara con aquellos grandes ojos acuosos.
Empezó a recuperarse. Al cabo de unos días su capacidad de hablar mejoró y volvió a mover ligeramente el brazo paralizado.
Lo visité a diario. El pronóstico era bueno, pero el viejo ya no era el mismo. En apenas una semana el viril artista de la bravuconería se había convertido en un tierno chiquillo. La transformación me desgarró el corazón.
Tuvo que leer cartillas infantiles para conseguir que la lengua y el paladar trabajasen de manera sincronizada. Su mirada decía: «Quiéreme, estoy desamparado.»
Intenté quererlo. Mentí sobre mis progresos en el instituto y le prometí que cuando me pagaran bien como escritor, lo mantendría. Mis mentiras lo animaron como años antes solían animarme a mí.
La mejoría continuó. Le dieron el alta el 22 de noviembre, el día que se cargaron a JFK. Volvió a su cuota cotidiana de dos paquetes de cigarrillos. Volvió al Alka-Seltzer. Volvió a su antiguo hablar despreocupado sin más que un cierto deje nuevo en el modo de arrastrar las palabras, pero sus condenados ojos lo delataban.
Estaba aterrorizado e indefenso. Yo era todo cuanto tenía, su único escudo contra la muerte y un lento apagarse en un asilo de ancianos.
Pasó a vivir de la Seguridad Social. Redujimos nuestro tren de vida el grado correspondiente. La mayor parte de las veces nos alimentábamos de lo que yo robaba y comíamos lo que yo cocinaba, casi siempre algo con alto contenido en sal y colesterol. Me saltaba las clases la mayoría de los días y suspendí el undécimo grado.
Sabía que mi padre era hombre muerto. Quería cuidarlo y, al mismo tiempo, quería verlo muerto. No quería que sufriese. Quería quedarme solo en mi mundo de fantasía, que todo lo impregnaba.
El viejo comenzó a resultar sofocantemente posesivo. Estaba convencido de que mi mera presencia podía desviar las apoplejías y otros designios del Señor. Yo me burlaba de sus demandas. Ridiculizaba su hablar arrastrado. Me quedaba hasta tarde por las calles de Los Ángeles sin ningún destino concreto.
No conseguía rehuir su mirada. No encontraba el modo de negarme a su jodido poder.
En mayo del 64 me detuvieron por robar en una tienda. Un vigilante de incógnito me pilló cuando me llevaba seis bañadores. Me detuvo y me abroncó durante horas. Me pegó en el pecho y me obligó a firmar un documento de reconocimiento de culpa. Me soltó a las diez de la noche, mucho después de la hora en que debía estar en casa.
Cuando llegué en bici al edificio en que vivíamos vi una ambulancia. Mi padre estaba en la parte trasera, sujeto en una camilla. El conductor me dijo que acababa de sufrir un ligero ataque cardíaco.
Mi padre me fulminó con la mirada. «¿Dónde estabas?», preguntaban sus ojos.
Se recuperó y regresó a casa. Volvió a fumar y a tomar Alka-Seltzer. Estaba condenado a morir. Yo estaba condenado a vivir, a mi modo. La vida se había convertido en el show de Lee Ellroy. Se representaba ante públicos furiosos y nada impresionados de la escuela y de fuera de ella.
Provoqué peleas con chicos más pequeños. Forcé la entrada en el cobertizo situado detrás de la autovía de Larchmont y robé botellas de refresco vacías por valor de sesenta dólares. Hice llamadas telefónicas obscenas. Llamé con amenazas de bomba a institutos de toda la zona de Los Ángeles. Reventé un tenderete de perritos calientes, robé una cantidad de carne congelada y la arrojé a la cloaca. Emprendí misiones cleptómanas y repetí undécimo grado con ánimo enfurruñado, holgazán y nazificado.
Cumplí los diecisiete en marzo del 65. Para entonces ya medía un metro ochenta y cinco y las perneras de mis pantalones terminaban varios dedos por encima de los tobillos. Mis camisas estaban salpicadas de sangre y de pus debido a explosiones de acné. Yo quería que todo aquello terminara.
El viejo también se merecía un final rápido. Igual que la pelirroja. Pero yo sabía que mi padre resistiría y moriría lentamente, y sabía también que no quería presenciarlo.
En clase de lengua lancé una proclama en favor de los nazis, debido a lo cual me expulsaron del instituto durante una semana. Cuando regresé, volví a hacerlo. Esta vez la expulsión fue definitiva.
Me atraían lugares lejanos. El Paraíso asomaba justo más allá del condado de Los Ángeles. Le dije al viejo que quería alistarme en el Ejército. Él me dio permiso.
El Ejército fue un grave error. Lo supe en el instante en que presté juramento.
Llamé a mi padre desde el centro de reclutamiento y le dije que ya me había alistado. Él empezó a sollozar. Una vocecilla en la cabeza me decía: «Con esto lo has matado.»
Tomé un avión con una docena de reclutas. Volamos a Houston, Texas e hicimos transbordo a Fort Polk, Luisiana.
Corrían los primeros días de mayo. Fort Polk era un lugar caluroso, húmedo y plagado de insectos, tanto voladores como rastreros. Unos sargentos de expresión severa nos pusieron en formación y nos soltaron la primera arenga.
Entonces supe que mi vida bohemia había terminado. Y quise largarme de allí de inmediato.
Un sargento nos envió al centro de recepción de reclutas. «He cambiado de idea. Por favor, déjenme ir a casa», quise decir. Estaba seguro de que no podría soportar la disciplina y el trabajo duro que se avecinaba. Sabía que debía salir de aquélla como fuera.
Llamé a casa. El viejo respondió con incoherencias. El pánico se apoderó de mí y empecé a suplicarle a un oficial, quien, tras escucharme y comprobar mi nombre, me envió a la enfermería.
Me examinó un doctor. Yo temblaba como una hoja y estaba en condiciones de ofrecer una buena representación. Tenía miedo por mi padre y temía al Ejército. Me encontré calculando ventajas en medio de un ataque de pavor.
El doctor me inyectó un potente tranquilizante. Regresé a mi dormitorio dando tumbos y caí redondo sobre mi litera.
Desperté después de la merienda. Me sentía aturdido y arrastraba las palabras al hablar. Una idea fue tomando cuerpo en mi mente: lo único que tenía que hacer era exagerar un poco más mi expresión de temor por la seguridad de mi padre.
A la mañana siguiente comencé a tartamudear; resulté convincente desde la primera sílaba. Como los actores del Método, sabía aprovechar los recursos que me ofrecía la vida real.
El sargento de mi pelotón se tragó la actuación, aun cuando yo no era un auténtico actor, sino un mero comicastro. Escribí una nota en la que expresaba mi grave preocupación por mi padre. El sargento lo llamó y me dijo que por el modo en que hablaba no le parecía que estuviese muy bien.
Fui asignado a una unidad: Compañía A, 2.° Batallón, 5.a Brigada de Instrucción. Desde el momento en que recibí el uniforme me calificaron de posible pirado. El comandante de la compañía escuchó mi torturado discurso y dijo que no era un elemento adecuado para aquel ejército.
Un miedo real, auténtico, dio forma a mi actuación. Un sentido dramático innato acabó de pulirla. En un instante de acaloramiento habría sido capaz de estallar de verdad. Mi cuerpo, largo y crispado, fue la herramienta de un gran actor.
Empecé la instrucción básica. Soporté dos días de marchas y de los acostumbrados ejercicios militares. Mis compañeros de instrucción destacaban a mi lado; yo era un payaso tambaleante llegado de Marte.
El comandante de la compañía me llamó a su despacho. Dijo que se me concedía un permiso de dos semanas y que la Cruz Roja me llevaría a casa. Mi padre acababa de sufrir otro ataque.
El viejo tenía un aspecto sorprendentemente bueno. Compartía habitación con otro apopléjico, quien me hizo saber que todas las enfermeras estaban asombradas de la enorme cachiporra de mi padre. Lo comentaban entre risas y se la miraban mientras él dormía.
Durante dos semanas visité a mi padre cada día. Le dije que volvía a casa para ocuparme de él. Hablaba en serio. El mundo exterior, el real, me impulsaba, por miedo, a querer al viejo una vez más.
El permiso fue toda una descarga. Adorné mi uniforme con insignias sobrantes de guerra y me paseé por Los Ángeles como si fuera todo un personaje. Llevaba alas de paracaidista, la insignia de infantería de combate y cuatro galones de méritos en campaña. Era el soldado raso más autocondecorado de la historia militar.
A finales de mayo volé de regreso a Fort Polk. Volví a mi fingido tartamudeo y actué ante un psiquiatra militar. El hombre recomendó que me licenciaran de inmediato. Su informe señalaba «dependencia extrema de figuras de apoyo», «bajo rendimiento en situaciones de estrés» y «marcada incompetencia para el servicio militar».
La licencia fue concedida. El papeleo tardaría un mes en completarse.
Lo había conseguido. Había conseguido engañarlos. Los había obligado a creerme.
La Cruz Roja llamó unos días más tarde. Mi padre acababa de sufrir otro ataque.
La Cruz Roja me llevó hasta él, de modo que pude verlo antes de que expirara.
Estaba demacrado, lleno de agujeros y manchado de desinfectante rojo; tenía tubos conectados a su nariz y a sus brazos.
Sostuve su mano derecha junto a la barandilla de la cama y le dije que se pondría bien. Sus últimas palabras inteligibles fueron: «Trata de ligarte a todas las camareras que te sirvan.»
Una enfermera me condujo hacia una sala de espera. Al cabo de unos minutos, un médico entró para informarme de que mi padre había muerto.
Era el 4 de junio de 1965. Había sobrevivido a mi madre menos de siete años.
Caminé hasta Wilshire y allí tomé un autobús de regreso al motel. Me forcé a llorar, igual que un día había hecho a causa de la pelirroja.
El Ejército me soltó en julio. Obtuve una licencia general «en condiciones honorables». Era libre, blanco, y tenía diecisiete años. Me dieron de baja justo cuando los que irían a Vietnam empezaban a prepararse.
Mis compañeros reclutas seguirían una instrucción especial y lo más probable era que después los enviasen a Vietnam. Esquivé sus balas con el aplomo de un actor del Método. Pasé el último mes en Fort Polk engullendo novelas policíacas. Seguí tartamudeando y vagando por el dormitorio de la Compañía A. Engañé a todo el Ejército de Estados Unidos.
Volé de nuevo a Los Ángeles y fui directamente a mi antiguo barrio. Encontré un apartamento de una sola habitación en el cruce de Beverly con Wilton. El Ejército me había mandado de regreso a casa con quinientos dólares. Falsifiqué la firma de mi padre en sus tres últimos cheques de la Seguridad Social y los cambié en una tienda de licores. Mi cuenta bancaria engordó hasta alcanzar los mil dólares.
Mi tía Leoda prometió enviarme cien dólares cada mes. Me advirtió de que el dinero del seguro no iba a durarme siempre. Me inscribió para que obtuviera las ayudas de la Seguridad Social y de la Asociación de Veteranos, una especie de pensión mínima de orfandad que terminaría cuando cumpliese dieciocho años. Insistió en que volviera a la escuela. Los chicos que estudiaban con plena dedicación seguían cobrando la pasta hasta los veintiún años.
También me dijo que se alegraba de que mi padre hubiese muerto. Seguramente la ayudaba a mitigar la pena que sentía por mi madre.
La escuela era para pelotilleros y espásticos. Mi lema era «Vive libre o muere».
Minna había acabado en la perrera. Mi antiguo apartamento estaba cerrado a cal y canto. El propietario se había quedado las pertenencias de mi padre a cambio de los alquileres atrasados. Mi nuevo cubil era una maravilla. Tenía cuarto de baño, una pequeña cocina americana y una sala de tres metros y medio por uno y medio, con una cama empotrada. Llené las paredes con pegatinas derechistas y con varios desplegables de las playmate del mes.
Durante una semana salí de casa con el uniforme. Pisé la tumba de mi padre y alardeé con mi traje verde del Ejército cubierto de insignias inmerecidas. Me hice con un nuevo vestuario de Silverwoods y Desmond. Era puro estilo Hancock Park: camisas de algodón, jerséis de cuello redondo y pantalones de hilo.
Los Ángeles estaba resplandeciente y hermoso. Sabía que justo allí, en mi ciudad natal, perseguía cierto destino jodido y cambiante.
Fui tirando con el dinero que tenía en el banco y empecé a buscar trabajo. Encontré uno que consistía en repartir propaganda por la calle, pero lo dejé, muerto de aburrimiento, al cabo de una semana. Luego estuve limpiando mesas en la parrilla Sizzler, una de las más conocidas de Los Ángeles, pero me despidieron porque se me caían los platos a montones. Después encontré trabajo en la cocina de un Kentucky Fried Chicken, de donde me largaron por hurgarme la nariz delante de los clientes.
Tuve tres empleos diferentes en dos semanas. Resté importancia a mis fracasos y decidí pasar el verano sin trabajar.
Lloyd, Fritz y Daryl me redescubrieron. Yo tenía piso propio, lo cual me convertía en un lacayo viable.
Permitieron que entrase de nuevo en su pandilla, que se convirtió en quinteto con la aparición de un chico brillante llamado George. Fritz y George iban a ingresar respectivamente en la USC y en la Cal-Tech. A Lloyd y a Daryl les quedaba por delante otro año de instituto.
La pandilla se reunía en mi casa y en la de George. El padre de George, que se llamaba Rudy, era guardia jurado en las autopistas y un reconocido líder derechista. Se emborrachaba cada noche e insultaba a los liberales y a Martin Luther King, «ese mamón». Le encantaba lo de los «pasajes de barco para África» y desde el principio demostró un interés paternal por mí.
Tener amigos era estupendo. Dilapidé los mil dólares invitándolos a parrilladas y al cine. Nos desplazábamos con el Fairlane del 64 de Fritz. Los paseos en bicicleta eran agua pasada.
Robaba casi todo lo que comía. Mi dieta se componía de filetes y chuletas que mangaba en los supermercados de las cercanías. A principios de agosto dos dependientes me saltaron encima cuando salía del Liquor & Food Mart. Me inmovilizaron contra el suelo, me sacaron un filete de los pantalones y llamaron a la pasma.
Llegó la policía. Dos agentes me llevaron a la comisaría de Hollywood, me acusaron de hurto en tiendas y me pasaron a un tribunal de menores. El tipo quería ponerse en contacto con mis padres. Le dije que estaban muertos. Me soltó que a los menores de dieciocho años no les estaba permitido vivir solos.
Un poli me llevó a la prisión de menores de Georgia Street. Llamé a Randy y le dije dónde estaba. El poli tramitó los papeles de mi arresto y me metió en un dormitorio lleno de chicos con antecedentes muy duros.
Yo estaba asustado. Era el mayor del dormitorio y, sin duda, el más indefenso. Me faltaban seis meses para la mayoría de edad. Hablaban el argot de los gángsters, se reían de mí y me ridiculizaban porque no sabía ese lenguaje. Llegué a imaginar que me quedaría allí para siempre.
Pero los chicos negros y mexicanos se enrollaron bien conmigo. Quisieron saber cuál era mi «marrón» y mis respuestas les parecieron divertidas.
Estuve tranquilo hasta que se apagaron las luces. La oscuridad disparó mi imaginación. Me vi envuelto en una sarta de horrores carcelarios y lloré hasta que el sueño me venció.
Rudy me sacó al día siguiente. De algún modo se las ingenió para conseguir que me pusiesen en libertad bajo fianza de seis meses y me concedieran el estatus de «menor emancipado». Podía vivir solo, y Rudy sería mi guardián informal.
Fue un pacto magnífico. Yo necesitaba salir de la cárcel y Rudy necesitaba público para sus peroratas. Lloyd, Fritz y Daryl lo escuchaban a desgana. Yo me tragaba sus palabras de mierda.
Rudy era amigo de un grupo de polis chiflados, militantes de extrema derecha, que distribuían copias mimeografiadas del Salmo XXIII de los negros y el Manual del gorroneo, por Martin Luther King, el Mamón. Rudy y yo lo repartimos durante varias noches consecutivas. Nos interrumpieron los disturbios de Watts.
Los Ángeles ardía. Deseé matar a los amotinados y reducir aquella ciudad a cenizas. El motín me excitaba. Aquello sí que era delincuencia a lo grande, a escala extrapolable, incluso.
Rudy fue convocado para que cumpliese con su deber. Lloyd, Fritz y yo recorrimos los límites de la zona amotinada. Llevábamos pistolas de pequeño calibre. Proferimos burlas racistas y nos internamos hacia el sur hasta que la poli nos obligó a volver a casa.
A la noche siguiente lo hicimos de nuevo. La historia en directo era algo estupendo. Contemplamos los disturbios desde los telescopios de Griffith Park y vimos zonas de Los Ángeles en llamas. Nos acercamos al valle, donde unos cuantos blancos palurdos y pobres quemaban una cruz en un solar sembrado de árboles de Navidad.
El motín se apagó. Volvió a estallar en mi mente y dominó mis pensamientos durante semanas.
Me montaba historias desde diversas perspectivas. A veces era un amotinado y a veces un poli antidisturbios. Viví vidas que la historia había jodido. Difundí empatía en torno a mí. Distribuí protección moral de manera equitativa. Nunca analicé la causa del motín ni profeticé sus ramificaciones. Mi actitud pública consistía en «joder a los negros». Mis fantasías literarias concurrentes subrayaban la culpa de los polis blancos.
Nunca me planteé la contradicción que esto suponía. Ignoraba que contar historias era mi única voz verdadera.
La narrativa era mi lenguaje moral. En el verano de 1965 aún no lo sabía.
A Rudy le tenía sin cuidado lo que yo hiciera. El funcionario que controlaba mi libertad condicional se despreocupaba de mí. Continué robando y eludiendo el trabajo.
Deseaba tener tiempo libre. Tiempo libre significaba tiempo para soñar y cultivar mi percepción de un destino importante. Tiempo libre significaba tiempo para ser presa del impulso.
Era un caluroso día de mediados de septiembre. Me entraron ganas de emborracharme.
Caminé hasta el Liquor & Food Mat y robé una botella de champán. Me la llevé al parque Robert Burns, la descorché y me la bebí entera.
Me puse en éxtasis. Estaba hiperefusivo. Me encontré con un grupo de chicas de Hancock Park y les conté disparatadas mentiras. Perdí el conocimiento y desperté en mi cama, cubierto de vómito.
Sabía que había descubierto algo.
El descubrimiento me intrigaba. Empecé a robar botellas de licor y a experimentar con el alcohol.
Los cócteles de Heublien estaban buenos. Bebía manhattans dulces y whiskis sour, ácidos y poderosos. La cerveza me apagaba la sed pero no podía compararse con un buen trago de licor. El whisky sin agua era demasiado fuerte, me hacía arder el esófago y tras él venían los eructos de bilis. Evitaba el bourbon, tanto solo como combinado con otra bebida. Me recordaba a la pelirroja.
El vodka con zumo de frutas estaba de muerte. Conseguías salir rápido por la puerta con un mínimo de acción vomitiva. La ginebra, el brandy y los licores provocaban náuseas secas.
Bebía para estimularme. El alcohol me mandaba a la estratosfera, aumentaba mis dones narrativos, confería una dimensión física a mis pensamientos.
El alcohol me inducía a hablar conmigo mismo, me permitía expresar mis fantasías en voz alta, me hacía afrontar ofensas de mujeres imaginarias.
El alcohol alteró mi mundo de fantasía pero no cambió su esencia básica. El delito seguía siendo mi obsesión dominante.
Tenía una enorme reserva de delitos para embellecer.
El motín de Watts era reciente y aún quemaba. El caso de Ma Duncan era una ingeniosa película antigua. Mi fantasía llevó a Ma a la cámara de gas cientos de veces.
Doc Finch y Carole Tregoff se pudrían entre rejas. Salvé a Carol de las tortilleras de la cárcel y la convertí en mi mujer. Me metí en Chinatown y me cargué a Spade Cooley. Ella Mae fue finalmente vengada. Cometí los asesinatos de Stephen Nash y allané casas con Donald Keith Bashor.
El alcohol me proporcionaba una verosimilitud prístina. Los detalles saltaban en la sartén de mi cerebro con colores nuevos y vívidos. Los giros narrativos surgían de manera inesperada.
El alcohol me daba delitos hiperbolizados y los volvía más sutiles. Me dio la Dalia Negra con una perspectiva histórica más amplia.
Bebía solo y durante horas daba rienda suelta a mis fantasías criminales y de delitos sexuales. Una vez bebí con Lloyd y conseguí que se enganchara a la Dalia. Hablamos largo y tendido sobre el caso. Mis ocasionales pesadillas sobre ella cesaron de repente.
Robaba casi todo el licor que consumía y encontré un adulto que me lo compraba legalmente. Se trataba de un negro borracho que vivía debajo de una autopista. Se hacía llamar Flame-O; según él, la pasma le había puesto ese mote porque cuando estaba borracho le daba por prenderse fuego.
Flame-O compraba botellas para mí. Yo le pagaba con unos cuantos vasos de vino barato. Me aseguró que yo también me engancharía al alcohol. No le creí.
Lloyd y Fritz me reintrodujeron en la hierba. Fumé brutalmente. La marihuana añadía un punto surreal a mis fantasías y hacía que la comida fuese un verdadero placer sensual. Sabía que no iba a convertirme en un yonqui. En 1958 aquello no era más que una ilusión.
Pasó 1965. Fue un año de lo más hijo de puta.
Rudy me dio puertas. Se le metió en la cabeza que yo era un inútil y un derechista de pega. En marzo del 66 cumplí dieciocho años. A efectos legales ya era una persona adulta.
Y un ladronzuelo sin empleo a punto de perder el subsidio de orfandad.
Saqué a Minna de la perrera y me la llevé a casa. Enseguida empezó a cagarse por todas partes. Sopesé mi futuro. Llegué a la conclusión de que con mi pensión de superviviente no conseguiría salir adelante.
Para que la paga continuase llegando, tuve que volver a la escuela. Lloyd iba a un horrible instituto cristiano. Tenía que pagar cincuenta dólares al mes. Mi pensión era de ciento treinta dólares. Podía asistir a unas cuantas clases y obtener un beneficio neto de ochenta billetes al mes.
Lloyd y yo discutimos acerca del asunto. Me dijo que tendría que mostrar un interés por Jesús que resultara convincente. Memoricé algunos versículos de la Biblia y fui a ver al director de la Culter Christian Academy.
Monté un buen número. Con un estilo convenientemente histriónico, y sin dejar de tartamudear, declaré mi mera fe. Creía en todas y cada una de mis palabras, mientras las pronunciaba. Mi alma semejaba un camaleón.
Me matriculé en la Culter Academy. El lugar estaba lleno de psicópatas renacidos y drogadictos revoltosos. Asistí a las clases habituales y a los grupos de estudio de la Biblia. Era una comida de coco de principio a fin. Supe que no podría tragarme esa mierda cinco días por semana.
Iba a la escuela esporádicamente. El personal de la Culter me dio algo de cuerda; al fin y al cabo yo era un joven cristiano atormentado pero sincero. Pagué dos meses y dejé de asistir a clase por completo. Mi breve conversión me costó doscientos sesenta dólares.
La paga que recibía del Gobierno cesó. Mis ingresos descendieron a un billete de cien dólares cada mes. El alquiler me costaba sesenta. Podía estirar los cuarenta restantes si robaba toda la comida y el alcohol y gorreaba la droga a mis amigos.
Eso fue lo que hice. Extendí mi radio de acción hacia el norte y el oeste, e incluí en mis saqueos nuevos supermercados y tiendas de licores. Estaba en los huesos. Me metía filetes y botellas en el pantalón sin marcar bultos ostentosos. Llevaba una camisa larga por fuera. Compraba pequeños artículos para justificar mi presencia en las tiendas.
Era un profesional.
Lloyd, Fritz y Daryl conseguían droga. Yo no. Vivía en un piso sin adultos y la pasma podía entrar derribando la puerta de una patada. Ellos me daban hierba y pastillas.
El Seconal y el Nembutal no me gustaban; me ponían tonto y casi catatónico. El LSD estaba bien, pero el consiguiente mensaje trascendental me dejaba frío. Lloyd y Fritz tomaban ácido y se iban a ver películas de acción como Espartaco y La historia más grande jamás contada. Yo los acompañaba en ocasiones, pero me marchaba del cine en mitad de la película. Sandalias y resurrección… Aburrimiento asegurado. Me sentaba en el vestíbulo y alucinaba con las vendedoras de golosinas.
Fritz conocía algunos médicos comprensivos que recetaban anfetaminas. Las pastillas lo ayudaban a concentrarse durante largas sesiones de estudio -en la USC eran muy exigentes-, pero lo ponían irritable.
Me dio las pastillas que le sobraban. La Dexedrina y el Dexamyl multiplicaron por seis mi capacidad de fantasear. Otro tanto ocurrió con mis dotes narrativas. Las palpitaciones inducidas por la anfetamina dinamizaban el proceso. Las subidas iban directas al cerebro y se alojaban en mis vírgenes órganos genitales.
La anfetamina era sexo: imbuyó a mis fantasías sexuales de una nueva lógica coherente, me dio cuarentonas pelirrojas y chicas de Hancock Park y me proporcionó épicas sesiones masturbatorias.
Me cascaba la polla entre doce y dieciocho horas seguidas. Daba un gusto… Permanecía tumbado en la cama con la perra dormida a mi lado. Me corría con los ojos cerrados y las luces apagadas.
Las bajadas terminaban con mis fantasías. La droga abandonaba mi sistema y me dejaba deprimido e insomne. Entonces bebía hasta caer en un mundo subterráneo. El alcohol subía mientras la anfeta bajaba. Siempre me dormía agarrado a alguna mujer.
Fritz perdió el contacto que le pasaba la anfetamina. Por defecto, yo perdí el mío. Me sentí terriblemente hambriento de amor verdadero y sexo.
Quería una novia y sexo sin límites. La hermana de Fritz me presentó a su amiga Cathy.
Cathy iba a Marlborough, una escuela selecta de chicas de Hancock Park. Era una muchacha sencilla y regordeta. La primera vez que salimos fuimos a ver Sonrisas y lágrimas. Le mentí y le dije que la película me había gustado mucho.
Cathy era socialmente torpe y se moría de ganas de que la amasen. Desdeñaba las actividades formales propias de las salidas entre chicos y chicas. Deseaba aparcar el coche y pasar a la acción.
Lo cual significaba abrazarnos y besarnos, sin la lengua.
Salimos varias noches de fin de semana. La política «sin lenguas» y «sin caricias» me volvía loco. Le supliqué un mayor contacto, pero se negó. Volví a pedírselo. Cathy se salió por la tangente.
Planeó una serie de reuniones con sus compañeras de clase. Esa salida por la tangente me llevó a conocer algunos de los pisos más opulentos de Hancock Park.
Me gustaban los muebles lujosos. Me gustaban las habitaciones grandes. Me gustaban los paneles de madera y las pinturas al óleo. Ese era mi viejo mundo acechado como mirón, cercano e íntimo.
Cathy me presentó a su amiga Anne. Anne medía un metro ochenta, era rubia y los chicos pasaban de ella.
La animé y le pedí que saliera conmigo. Fuimos al cine y nos detuvimos en Fern Dell Park. Me dio algunos besos con la lengua. Fue una gozada.
Llamé por teléfono a Cathy y rompí lo nuestro. Anne me llamó y me dijo que me mantuviera alejado de ella. Llamé a la hermana de Fritz, Heidi, y le pedí para salir. Me dijo que me fuera al diablo. Llamé a Kay, una amiga de Heidi y le pedí para salir. Me dijo que era una cristiana practicante y que sólo salía con chicos honrados.
Yo quería más amor. Quería sexo sin los límites que imponían las chicas de las escuelas. Quería ver más pisos de Hancock Park.
Fritz contaba con un escondite: una pequeña habitación junto al garaje de su casa, donde guardaba el tocadiscos y los discos. Nunca dejaba entrar a sus padres ni a su hermana. Lloyd, Daryl y yo teníamos copias de las llaves.
La habitación se encontraba a veinte metros de la casa, y ésta me cautivaba. Era el escenario favorito de mis fantasías sexuales. Una noche entré en ella. Era a finales del 66.
Fritz y su familia estaban fuera. Me agaché junto a la puerta de la cocina y metí la mano izquierda por la gatera. Descorrí el pestillo interior y entré.
Recorrí la casa con las luces apagadas, arriba y abajo. Inspeccioné los botiquines en busca de droga y descubrí unos calmantes nuevos.
Me serví un whisky doble y engullí unos cuantos. Lavé el vaso y volví a ponerlo donde lo había encontrado.
Crucé el dormitorio de Heidi. Aspiré el aroma de sus almohadas y revolví el armario y los cajones. Hundí la cara en un montón de lencería y le robé unas bragas blancas.
Salí de la casa en silencio. No quería que nadie me descubriera. Sabía que, nuevamente, había tocado un mundo secreto.
Kay vivía al otro lado de la calle. Al cabo de unas noches me metí en su casa. Grité preguntando si había alguien desde la habitación trasera de Fritz y nadie respondió. Me acerqué y estudié los accesos.
Encontré una ventana abierta que daba a la calzada. Estaba protegida por una tela metálica sujeta con clavos doblados. Haciendo palanca, aflojé dos clavos, quité la persiana y me metí en la casa.
La oscuridad era absoluta. Encendí unas luces por unos segundos para aclimatarme.
No había mueble bar. No había ningún medicamento bueno en los botiquines.
Asalté la nevera y comí embutidos y fruta. Exploré la casa, arriba y abajo. Finalmente, entré en el dormitorio de Kay. Eché un vistazo a los papeles de la escuela y me tumbé en su cama. Examiné un armario lleno de faldas y blusas. Abrí los cajones del tocador y acerqué una lámpara a ellos para husmear mejor. Robé un conjunto de sujetador y bragas.
Volví a poner la tela metálica de la ventana y doblé los clavos que la sujetaban. Regresé a casa muy colocado. El allanamiento de morada era voyeurismo multiplicado por mil.
Kathy vivía en una gran mansión de estilo español en la Segunda y Plymouth. La amaba en secreto desde hacía mucho tiempo.
Era alta y delgada. Tenía el cabello moreno, los ojos pardos y pecas. Era inteligente, dulce y muy graciosa. Yo le tenía miedo sin ninguna razón justificada.
Una noche muy fría, a comienzos del 67, me colé en su casa.
La había llamado por teléfono sin obtener respuesta. Me acerqué a la casa y no vi luces encendidas ni coches aparcados en el sendero de entrada.
Me dirigí hacia la parte trasera e intenté abrir algunas ventanas. La tercera o la cuarta no tenía echado el pestillo.
Me impulsé con los brazos y entré. Di un traspié en la primera planta y encendí la luz por una fracción de segundo. Encontré un mueble bar y bebí de todas las botellas. Noté el poderoso y precipitado subidón del alcohol y corrí escaleras arriba.
Ignoraba de quién era cada dormitorio. Me tumbé en todas las camas y encontré prendas interiores femeninas en un armario y una cómoda. La talla de los sujetadores y las bragas me confundieron. Robé dos conjuntos de talla distinta para asegurarme de que uno fuese de Kathy.
En un botiquín di con un tubo de tranquilizantes; pillé tres y me los tragué con un licor extraño. Salí por la misma ventana trasera, me fui a casa, me acosté y perdí el conocimiento.
Seguí haciéndolo. Me entregué a ello con una atípica moderación. Dejé de tomar pastillas en la escena de mis incursiones. Sólo robaba material fetichista. Volví a las casas de Heidi, Kay y Kathy a intervalos irregulares y nunca permanecí en ellas más de quince minutos. Si mis puntos de acceso estaban cerrados, desistía del intento.
La excitación era el sexo y otros mundos apenas vislumbrados. Las prendas íntimas añadían textura a mis fantasías. El allanamiento de morada me proporcionaba mujeres jóvenes y, por extensión, familias.
Durante todo el 67 me dediqué a esas aventuras. Nunca me alejaba de Hancock Park. Sólo entraba en las casas de las chicas de mis sueños.
Heidi, Kay y Kathy. Missy en la Primera con Beachwood. Julie tres puertas más abajo y en la acera de enfrente de Kathy. Joanne en la Segunda con Irving.
Mundos secretos.
A principios del 68, Daryl se trasladó a Portland. Fritz se cambió a la UCLA. Lloyd asistía al L.A. City College. Era casi tan borracho y toxicómano como yo, pero tenía los huevos que a mí me faltaban. Le atraían las mujeres maltratadas por hombres violentos. Intentaba rescatarlas y se metía en peleas con mezquinos traficantes de droga. Era generoso e inteligente, y poseía un sentido del humor malvado y nihilista. Vivía con su madre, que estaba colgada de la religión, y con el segundo marido de ésta, un vendedor que tenía dos puestos de fruta en el valle.
A Lloyd le atraía la mala vida de Hollywood. Sabía tratar con matones y con hippies. Lo acompañé en algunas de sus excursiones a Hollywood. Conocí motoristas, prostitutas y a Gene, la Reina Pequeña, un travestido que no llegaba al metro y medio de estatura. Di unos tumbos por Hollywood, tomé extrañas combinaciones de drogas y desperté en parques y terrenos donde se cultivaban árboles de Navidad.
La época de la paz y el amor estaba en pleno apogeo. Lloyd tenía un pie en esa puerta cultural y el otro atrás, en las fronteras de Hancock Park. Se guiaba de acuerdo con su propio esquema dual del mundo. Vendía pequeñas cantidades de droga en Hollywood y luego regresaba junto a la chalada de su madre.
Hollywood me asustaba y me humillaba. Los hippies eran maricas subnormales. Les gustaba la música degenerada y predicaban una metafísica engañosa. Aquel lugar era un grano purulento.
Lloyd disentía. En su opinión el mundo real me aterrorizaba, aunque sólo conocía de él unos pocos kilómetros cuadrados.
Tenía razón, pero ignoraba que yo había suplantado mi conocimiento con cosas que él nunca había hecho.
Seguí allanando domicilios. Lo hice con ansia y precaución. Seguí leyendo novelas policíacas y teniendo fantasías delictivas. Seguí robando y alimentándome exclusivamente a base de carne. Vivía del billete de cien dólares mensual.
Minna desapareció. Volví a casa y me encontré la puerta abierta; hacía tiempo que se había ido. Sospeché de mi casero, el mataperros.
La busqué y puse un anuncio en la sección de animales perdidos del Times de Los Ángeles. No conseguí nada. Me gasté dos meses de alquiler en droga y me encontré el apartamento cerrado.
Mi tía Leoda se negó a anticiparme un solo centavo. Pasé una semana hecho polvo en el cuarto trasero de Fritz. Cuando su padre me descubrió me mudé al dormitorio de Lloyd, hasta que su madre me descubrió.
Me mudé al Robert Burn Park. Robé unas cuantas mantas de una caja de la beneficencia y dormí en un lecho de hiedra durante tres semanas. Un sistema nocturno contra incendios me mojaba a intervalos irregulares. Tenía que levantarme, recoger las mantas y trasladarme a un lugar seco.
Vivir al aire libre era una mierda. Fui al Instituto Estatal del Empleo de California y conseguí una lista de posibles trabajos. Una médium serbocroata me contrató para repartir publicidad en la calle.
Era la hermana Ramona. Elegía sus presas entre los negros y mexicanos pobres y transmitía su mensaje a través de pasquines mimeografiados. Curaba a los enfermos y daba consejos financieros. Los pobres se agolpaban a su puerta. Ella les comía el coco a esos estúpidos mamones todo lo que se merecían.
La hermana Ramona era una racista y fanática derechista. Su marido me acercaba a los barrios de los pobres con bolsas de papel llenas de pasquines. Yo los metía por debajo de las puertas y en los buzones. Niños y perros me seguían a todas partes. Los adolescentes se reían de mí y me trataban como a un papanatas.
El marido me daba dos dólares, lo que costaba el almuerzo del día. Yo me lo gastaba todo en vino barato y moscatel. Flame-O tenía razón: me había convertido en un borracho con todas las letras.
Junté algo de pasta y recuperé el apartamento. Dejé el trabajo de la hermana Ramona.
Un conocido del instituto me presentó a una mujer que necesitaba un lugar donde alojarse. La tía prometió desvirgarme a cambio de un techo. Yo acepté la oferta, ansioso.
Se mudó al apartamento. Me desvirgó bajo coacción. No se mostró encandilada por mí y mi espalda cubierta de acné la horrorizó. Me folló cuatro veces y me dijo que eso era todo lo que iba a darme. Yo estaba loco por ella, así que le permití que se quedara.
Me tenía hechizado. Me dominaba por completo. Se quedó conmigo tres meses, y entonces se declaró lesbiana. Acababa de conocer a una mujer y se iba a vivir con ella.
Aquello me destrozó por completo. Seguí dándole al vodka y me pateé el dinero del alquiler. El casero me desahució de nuevo.
Volví al Robert Burns Park y encontré un sitio siempre seco junto a un cobertizo de herramientas. Comencé a pensar que la vida al aire libre no era tan dura al fin y al cabo. Tenía un lugar seguro donde dormir y podía merodear con Lloyd y pasarme el día leyendo en bibliotecas públicas. También podía afeitarme en los lavabos públicos y ducharme de vez en cuando en casa de Lloyd. Recuperé cierta sensatez y seguí por ese camino. Cambié de dieta, dejé los filetes por la carne enlatada y visité las bibliotecas de todos los barrios de Los Ángeles, en cuyos lavabos de hombres le daba al frasco. Durante las primeras semanas de vivir en la calle me leí la obra completa de Ross MacDonald. En el cuarto de Lloyd tenía una muda de ropa y de vez en cuando me daba un baño allí.
Corría otoño del 68. En la Biblioteca Pública de Hollywood conocí a un chalado. Me habló de los inhaladores Benzedrex. Se trataba de un descongestivo nasal que se vendía sin receta en pequeños tubos de plástico. Los tubos tenían un algodón empapado en una sustancia llamada profilexedrina. Se suponía que tenías que meterte el tubo en la nariz y esnifar unas cuantas veces, pero no debías tragarte los algodones, porque el subidón podía durarte diez horas. Los inhaladores de Benzedrex eran legales. Costaban sesenta y nueve centavos. Podías comprarlos y fardar de ellos en todo Los Ángeles.
El chalado me sugirió que robase unos cuantos. Me gustó la idea; te permitía tener tu suministro de anfetas sin necesidad de contactos en el mundo de la droga o de receta médica. Robé tres inhaladores en una tienda Save-On y me los tomé con un refresco.
Los algodones medían cinco centímetros de largo y tenían el diámetro de un cigarrillo. Estaban empapados de una solución que olía a demonios. Inhalé uno y contuve la reacción de expulsarlo. Se quedó en su sitio y su efecto duró media hora.
El coloque fue fetén. Se subía al cerebro y te tensaba los riñones. Era tan bueno como cualquier estimulante de los que vendían en las farmacias.
Regresé al Robert Burns Park y me pasé la noche inhalando. El cuelgue me duró ocho horas y me dejó machacado y esquizofrénico. El vino barato me quitó el malestar y me puso nuevamente eufórico.
Había encontrado algo que siempre podría tener.
Me apliqué a ello con ahínco. Cada tres o cuatro días robaba inhaladores y desaparecía. Me colocaba en los lavabos de hombres de la biblioteca y volvía al Robert Burns Park flotando. El impulso de la anfeta me proporcionó las fantasías sexuales y delictivas más elaboradas. Robé una linterna y algunas revistas porno y las integré en mi mundo privado.
La vida al aire libre no estaba nada mal. Le dije a la tía Leoda que me mandara los cien pavos a casa de Lloyd. Pensó que vivía con un colega. Omití explicarle que me había convertido en un campista permanente.
Me olvidé de integrar el factor lluvia en mi ecuación de vida al aire libre, lo que me obligó a buscar un refugio. Encontré una casa abandonada en la Octava y Ardmore y me instalé en ella.
Era un edificio de dos plantas sin luz ni agua corriente. En la sala había un sofá con tapizado imitación cuero. En él se dormía bien, y era cómodo para masturbarse.
Tomé posesión del lugar. Dejé abierta la puerta delantera y cada vez que salía escondía mis cosas en un armario. Pensaba que estaba siendo discreto, pero me equivocaba.
Ocurrió a finales de noviembre. Cuatro polis tiraron la puerta a patadas y me apuntaron con sus pistolas.
Me arrojaron al suelo y me esposaron. Me clavaron esas grandes cacharras del calibre doce en la cara, me metieron en un coche, me llevaron a la comisaría de Wilshire y me empapelaron por allanamiento de morada.
Mi compañero de celda era un chico negro acusado de robo a mano armada. Había atracado una tienda de licores. Todo había ido perfecto, pero advirtió que se le había caído el peine afro en la escena del delito. Cuando volvió para recuperarlo el propietario lo reconoció. La pasma lo arrestó allí mismo.
Yo estaba asustado. Aquello era peor que la prisión de menores de Georgia Street.
Me interrogó un detective. Le dije que no había entrado en la casa a robar, sino que dormía en ella. Me creyó y dejó los cargos en intrusión.
Un carcelero me llevó al ala en que estaban los reclusos que habían cometido delitos leves.
Se me pasó un poco el miedo. Mis compañeros de celda dijeron que nadie iba a parar a la cárcel por intrusión y que lo más probable era que me soltaran pronto.
Pasé el sábado y el domingo en las celdas de la comisaría de Wilshire. Nos daban de comer dos veces al día y un par de tazas de café. Los otros estaban allí por borrachos o por pegar a sus mujeres. Todos mentíamos sobre los beneficios que habíamos obtenido con nuestro delito y las mujeres a las que nos habíamos tirado.
El lunes por la mañana, a primera hora, un autobús de la Oficina del Sheriff nos llevó al Palacio de Justicia. Fuimos conducidos a la Lincoln Heights Division, famosa por su calabozo para borrachos. Allí esperamos a que nos enviaran ante el juez. El calabozo tenía unos cuarenta metros cuadrados y estaba lleno de hombres de los bajos fondos. Los agentes nos lanzaban bolsas de comida, por las que había que pelearse. Yo era alto y logré agarrar mi ración en el aire.
Pasaban las horas. Unos cuantos borrachos comenzaron a padecer el síndrome de abstinencia. Pasaríamos ante el juez de diez en diez.
El juez resultó ser una mujer llamada Mary Waters. Los tipos del calabozo decían que era una vieja puta y antipática.
Cuando estuve ante ella me declaré culpable. Me espetó que parecía un prófugo de la mili. Contesté que no. Decretó detención sin fianza, pendiente de libertad condicional. Debía presentarme de nuevo en el juzgado el 23 de diciembre.
Estábamos a 2 de diciembre. Tenía por delante tres semanas movidas. Recobré la compostura. Un agente me esposó a una cadena de doce hombres. Otro nos llevó a un gran autobús blanco y negro.
El autobús nos condujo a la Prisión Central del Condado. Era un edificio enorme, a dos kilómetros al noroeste del centro de Los Ángeles. Los trámites de admisión duraron doce horas.
Los vigilantes nos registraron hasta las orejas y nos rociaron con una solución antiparasitaria antes de que cambiáramos nuestra ropa por el uniforme de la prisión. Nos hicieron análisis de sangre y nos pusieron varias vacunas. Nos pasamos horas yendo de un funcionario a otro. Cuando al fin me adjudicaron una celda ya eran casi las tres de la madrugada.
Éramos seis allí dentro, aunque el lugar estaba proyectado para cuatro. Un funcionario me indicó que pusiera el colchón debajo de la litera inferior de la izquierda. Estaba tan cansado que me quedé dormido en cuanto me acosté.
Desperté a las seis de la mañana, para el desayuno. Un funcionario dijo unos cuantos nombres por megafonía, entre ellos el mío. Iban a trasladarnos a la prisión del Palacio de Justicia.
Un interno dijo que era la misma historia de siempre. Te empapelaban en el distrito judicial «nuevo» y luego te enviaban a otro sitio. En contraposición, la prisión del Palacio de Justicia era conocida como el distrito judicial «viejo».
Un funcionario me encadenó a unos tipos y otros dos nos condujeron hasta una furgoneta. Cuando llegamos a la prisión nos metieron en un ascensor que subió hasta la planta decimotercera.
La celda que me tocó estaba al doble de su capacidad. Un funcionario dijo que los nuevos dormiríamos en el pasillo. Tenías que enrollar la colchoneta por la mañana y vagar de una celda a otra hasta que se apagaban las luces.
Pasé veinte días de ese modo. Una voz interior me hablaba de mi Gestalt básica.
Eres grande pero no duro, cometes delitos pero no eres un delincuente de verdad. Vigila tus actos, cuidado con lo que dices. Quédate tranquilo y contén la respiración durante veinte días.
Yo mismo me daba este mensaje de manera instintiva. No verbalizaba el pensamiento; ignoraba que mi mera presencia gritaba: chico estúpido, eres un tarugo, un inútil.
Mantuve la boca cerrada. Me programé para ser estoico. Intentaba no traicionar mi miedo abiertamente. Los otros internos se reían sólo de verme. La mayoría de ellos eran criminales a la espera de juicio; comprendían y desdeñaban a los tipos débiles.
Se burlaban de mi andar espasmódico, y acortaron mis dos nombres al odiado «Leroy». Me llamaban el Profesor Chiflado. Nunca me pusieron una mano encima. Creían que no era merecedor de semejante desprecio.
Lloyd vino a verme. Dijo que había telefoneado a mi tía y le había contado que yo estaba en la cárcel. Del dinero de mi seguro no quedaba casi nada, pero aun así la vieja se había ofrecido a anticiparme doscientos billetes. Lloyd me informó de que en los Apartamentos Versailles, en la Sexta con St. Andrews, alquilaban un cuartucho de mala muerte por ochenta dólares al mes.
Cuando hubieron pasado los veinte días se presentó un oficial de la libertad condicional. Me explicó que la jueza Waters iba a soltarme. Aplazarían la sentencia y me concederían tres años de libertad a prueba. Tendría que buscarme un trabajo.
Le dije que me pondría a ello de inmediato y añadí que me convertiría en un hombre de bien.
En la furgoneta mantuve la boca cerrada. Me enteré de que el jarabe para la tos Romilar CF te colocaba de una manera más que decente y que las tiras de cinta adhesiva en los paneles de las ventanillas eran sistemas de alarma. El tipo de Cooper's Donuts lo sabía todo acerca de las putas negras. Podías comprar droga en tres de las cafeterías Norm's. La de Melrose con La Cienega era conocida como la de los maricas, la de Sunset con Vermont como la «normal» y la de la zona sur como la de los negros.
En algunas áreas de Trancas Canyon la marihuana crecía silvestre. El hijo de Ma Duncan era ahora un abogado criminalista muy de moda. Doc Fich no tardaría en conseguir la libertad condicional. Carole Tregoff se había vuelto lesbiana en la cárcel. Caryl Chessman era un cabrón; todos los tipos de San Quintín lo odiaban. La película Quiero vivir, de Susan Hayward, era una mierda. Barbara Graham, efectivamente, había matado a Mabel Monahan de una paliza.
Escuché y aprendí. Leí un ejemplar hecho polvo del Atlas Shrugged y llegué a la absurda conclusión de que yo era un superhombre. Me había desenganchado del alcohol y de la droga y con el rancho de la cárcel había aumentado cuatro kilos de masa muscular.
Mary Waters me soltó dos días antes de Navidad. En el camino de regreso a Robert Burns Park compré unos inhaladores.
Alquilé un apartamento de una habitación en los Versailles y fui a una agencia de empleo temporal. Hice algunos trabajos de mensajero.
El funcionario de la libertad condicional encontró satisfactoria mi vida laboral, y se mostró satisfecho con mi pelo corto y mis pantalones discretos. Me aconsejó que evitara a los hippies; todos se colocaban con sustancias que alteraban la mente.
Lo mismo que yo.
Hacía mis chapuzas de lunes a viernes. Para desayunar me tomaba un cuarto de litro de whisky mezclado con Listerina, un elixir bucal. El piloto automático me permitía llegar al almuerzo con algo de vino y/o hierba. Me emborrachaba cada noche y los fines de semana me los pasaba viajando gracias a los inhaladores.
El Romilar era una buena droga para allanamientos de morada. Las cosas normales parecían surreales y llenas de verdades ocultas. Fue de gran ayuda en mis incursiones nocturnas. Estuve en las casas de Kathy, de Kay y de Missy y me concentré en los botiquines. Engullía cuantas píldoras encontraba atractivas, con un buen trago de mi jarabe para la tos. Dos de cada tres veces me desmayaba y despertaba en mi cama.
Me gustaba lucir limpio y acicalado. En el 69 los hippies eran un verdadero imán para la pasma. Llevaban el pelo largo y ropas de colores y emitían vibraciones que pedían que los arrestaran. Me moví con relativa impunidad en mis dos mundos coexistentes. Sabía cómo hacer que la gente comprendiese lo que yo quería.
En marzo cumplí veintiún años. Dejé el apartamento y me instalé en un hotel barato de Hollywood. Encontré un empleo con contrato indefinido en la emisora de televisión KCOP.
Trabajaba en los envíos por correo. La gente respondía a anuncios de programas de mierda como 64 Country Hits y enviaba billetes y hasta monedas en las cartas. El peso de las monedas de cuarto de dólar y de medio dólar rompía los sobres. Empecé a ganar mucho dinero extra.
Todo me lo gastaba en alcohol, droga y pizzas. Me mudé a un sitio mejor, un piso de soltero en la Sexta con Cloverdale. Me encapriché con unas mujeres de allí y las seguí a todas partes.
El dinero del seguro se terminó. La pasta que sisaba en el trabajo lo compensaba con creces. Tuve un choque ridículo con la furgoneta de la empresa y me vi obligado a reconocer que no tenía carné de conducir. Me despidieron. Hice unos cuantos trabajos temporales y viví con el mínimo dinero posible. Me desesperé. Entré en casa de Missy y transgredí una regla fundamental.
Robé todo el dinero del bolso de su madre. No podría regresar a esa hermosa casa de la Primera y Beachwood.
Mis incursiones empezaban a asustarme más que excitarme. La ley de las probabilidades me pisaba los talones. En algunos lugares ya había entrado veinte veces. Mi estancia en la cárcel me había enseñado cosas que alimentaban mi sentido de la cautela.
El robo con allanamiento era un delito en primer grado, penalizado con la cárcel. Yo era consciente de que podía acabar en la prisión del condado, lo cual acabaría conmigo por completo.
Los asesinatos Tate-LaBianca ocurrieron en agosto. La conmoción llegó hasta Hancock Park.
Vi una cinta adhesiva en las ventanas de Kathy. Vi más coches patrulla por las calles. Vi letreros de sistemas de alarma en las puertas principales de las casas.
Puse fin a mis incursiones nocturnas. Dejé de hacerlo, total y definitivamente.
Pasé el año siguiente en un limbo de fantasía. Obtuve algunos trabajos temporales y un empleo en una librería porno. Las publicaciones de sexo duro ya eran legales. En las revistas aparecían chicas hippies a todo color, sin maquillaje y desnudas.
No tenían aspecto de cansadas o degeneradas. Era como si posaran porque les divertía y para sacarse algo de pasta. Estaban metidas en un feo negocio clandestino. En sus miradas gélidas y sus entrecejos algo fruncidos se advertía que se percataban de ello.
Me recordaban a la Dalia, sin maquillaje y sin su indumentaria negra. La Dalia se asfixió en la ilusión de la meca del cine. Esas chicas eran engañadas en algún asqueroso plano metafísico. Me llegaban al corazón. Yo era el dependiente de una librería porno que iba a sacarlas de aquel mundo sórdido para obtener a cambio su sexo. Guardaba sus fotos del mismo modo que Harvey Glatman coleccionaba vísceras de sus víctimas. Les adjudicaba nombres y de noche rezaba por ellas, mis chicas. Mandé al asesino de la Dalia para que las atacase, y en el último momento, cuando el cuchillo descendía, yo las salvaba. Mientras me colocaba con Benzedrex, se abrían de piernas y hablaban conmigo.
No me enamoraba de las que tenían un cuerpo perfecto y una cara hermosa.
Me gustaban las sonrisas un punto artificiosas y los ojos que no podían ocultar su tristeza. Los rasgos irregulares y los pechos de formas extrañas me impresionaban mucho. Yo buscaba seriedad sexual y psicológica.
En la librería robaba de la caja. Miraba todas las revistas que llegaban y arrancaba las fotos de las mujeres que más me excitaban. Trabajaba desde medianoche hasta las ocho de la mañana, guardaba el botín y me iba a un bar donde ponían películas porno todo el día. Me emborrachaba y miraba a las hippies. Siempre estudiaba más los rostros que los cuerpos.
Mi período pornográfico duró poco. El jefe de la librería descubrió mis hurtos y me despidió. Volví a los trabajos temporales, saqué algo de dinero y pasé dos meses pantagruélicos.
Compré una caja de vodka, montones de bistecs y parvas de inhaladores. Me ahogaba en fantasías, delirios sexuales, colesterol y las obras de Raymond Chandler, Dashiell Hammett y algunos escritores de novelas policíacas verdaderamente malos. No salía de casa durante días. Perdí, gané y volví a perder peso al tiempo que me dejaba llevar por un frenesí cercano a la locura.
Me retrasé dos meses en el pago del alquiler. El casero empezó a golpear la puerta y a hablar de desahucio. No me alcanzaba el dinero para hacerlo callar. Con lo que tenía sólo podía alquilar por un mes un cuarto barato.
Encontré un apartamento cerca de los estudios de la Paramount. Estaba en un edificio cursi llamado Apartamentos Green Gables. Costaba sesenta dólares al mes, lo cual era muy poco para 1970.
Lloyd me ayudó con el traslado. Puso mis cosas en su coche e hicimos la clásica fuga de medianoche. Me instalé en Green Gables y busqué empleo.
No encontré nada. Los trabajos que no exigían especialización escaseaban. Hice unos cuantos viajes con inhaladores y empecé a ver y oír cosas que tal vez fueran reales o no.
El tipo que vivía en el apartamento de al lado me evitaba cada vez que nos encontrábamos en el rellano. Cuando me pegaba un viaje, golpeaba en mi ventana. Sabía lo que yo estaba haciendo y no le gustaba. Me leía los labios y descifraba todos mis dulces y sucios vacíos. Leía mis pensamientos a través de la pared que nos separaba.
Odiaba mis libros porno. Sabía que había asesinado a mi padre y había dejado morir a mi madre de puro negligente. Pensaba que era un monstruo y un pervertido. Quería destruirme.
Volaba y me estrellaba, volaba y me estrellaba, volaba y me estrellaba. Mi paranoia bramaba en proporción directa con la droga que había en mi cuerpo. Oía voces. Unas sirenas de la calle me transmitían mensajes de odio. Para engañar a mi vecino me masturbaba en la oscuridad.
Él me conocía.
Puso bichos en mi cubitera. Me envenenó el vino. Conectó mis fantasías a su televisor.
Un día, en mitad de un viaje, me marché.
Dejé mi ropa y todos aquellos libros de mierda, salí corriendo y caminé a paso rápido, cinco kilómetros hacia el noreste. En un edificio de Sunset con Micheltorena vi un letrero de «se alquila».
Arrendé una habitación por treinta y nueve dólares. El edificio era asqueroso y apestaba a basura.
El cuarto medía la mitad de una celda para seis hombres. Entré con lo que llevaba puesto y media garrafa de vino barato.
A la mañana le di a unos cuantos inhaladores. Me asaltaron voces nuevas. El inquilino del cuarto de al lado empezó a silbar por los tubos de la ventilación.
Me daba miedo salir de la cama. Sabía que las resistencias de la manta eléctrica eran en realidad micrófonos. Las arranqué. Me meé en la cama y destrocé los almohadones. Me metí goma espuma en las orejas para acallar las voces.
A la mañana siguiente me largué. Me fui derecho al Robert Burns Park.
A partir de allí, todo fue mal. Fue mal con su lógica autodestructiva.
Fue mal poco a poco.
Las voces iban y venían. Los inhaladores las dejaban entrar. El alcohol y la sobriedad obligada las alejaban. En un nivel intelectual entendía el problema, pero en cuanto me metía esas bolas de algodón en la nariz cualquier pensamiento racional me abandonaba.
Lloyd aseguraba que las voces eran producto de un estado de «psicosis anfetamínica». Para mí formaban parte de una conspiración. El presidente Richard M. Nixon sabía que había matado a mis padres y había ordenado a la gente que me acechara. Susurraban a través de micrófonos conectados a mi cabeza. Yo oía las voces, nada más.
No podía desengancharme. Oí voces durante cinco años.
Me pasaba casi todo el tiempo fuera. Viví en parques, patios traseros y casas vacías. Robé. Bebí. Leí y tuve fantasías. Caminé por todo Los Ángeles con algodones metidos en las orejas.
Fue una carrera continua durante años.
Despertaba fuera de algún sitio. Robaba licor y carne. Leía en las bibliotecas, entraba en los restaurantes, pedía comida y bebida y me largaba sin pagar. Entraba en los lavaderos de casas de apartamentos, rompía las lavadoras y las secadoras y me llevaba las monedas. Seguía dándole a los inhaladores y tenía buenos momentos antes de que las voces me llamaran.
Entonces caminaba.
Wilshire Boulevard llevaba directo a la playa. Durante un viaje lo recorrí hasta el final y regresé. Tenía que moverme. Los ruidos del tráfico amortiguaban las voces. La falta de movimiento hacía que se volvieran cacofónicas.
Pasé cinco años andando. Transcurrieron como una película borrosa a cámara lenta. Mis fantasías corrían por ellos en un contrapunto acelerado. Las escenas de la calle servían de telón de fondo a las voces a mi diálogo interno.
No tartamudeaba ni revelaba abiertamente mi estado mental. Siempre iba bien afeitado y llevaba pantalones oscuros para ocultar la mugre acumulada. Robaba camisas y calcetines a medida que los necesitaba. Me bañaba en colonia para matar el hedor de la vida al aire libre. De vez en cuando, me duchaba en casa de Lloyd.
Lloyd iba hacia ningún sitio a una velocidad agradable y sedada. Bebía, tomaba drogas y hacía novillos en el instituto. Flirteaba con el peligro y la mala vida y contaba con la casa de su madre como recurso de apoyo. Me ayudaba cuando tenía un mal viaje. Me interrumpía con pequeñas descargas de verdad. La policía de Los Ángeles también me interrumpió y me hizo tragar a la fuerza otra estancia en prisión.
Me abroncaron y me arrestaron por ebriedad, por conducir bajo los efectos del alcohol, por hurto menor y por allanamiento de morada. Me retuvieron porque sospechaban que era un pederasta que actuaba de madrugada y me echaron a patadas de casas abandonadas y albergues para indigentes. Estuve en varias comisarías y luego me mandaron a la Oficina del Sheriff para que cumpliera de cuatro a ocho meses de prisión en la cárcel del condado.
La cárcel era mi cura de salud. Me abstenía del alcohol y la droga y comía en abundancia tres veces al día. Hacía gimnasia y mi tono muscular mejoraba. Me relacionaba con blancos estúpidos, con negros estúpidos y con mexicanos estúpidos, y nos contábamos historias estúpidas. Todos habíamos cometido delitos osados y habíamos follado con las mujeres más maravillosas del mundo. Un negro viejo y borracho me dijo que se había tirado a Marilyn Monroe. «No fastidies -le dije-. Yo también me la cepillé.»
En la cárcel de New County me ocupé de recoger la basura y de la descarga de mercancías y en Tayside Honor Rancho trabajé en la biblioteca. Mi prisión favorita era Biscailuz Center. Te daban de comer muy bien y te dejaban leer en las letrinas cuando se apagaban las luces.
Sabía cómo llevar bien aquellos encierros cortos. La cárcel me limpiaba el cuerpo y me daba algo que esperar con ganas, que me soltaran, y más fantasías estructuradas alrededor del alcohol y la droga.
Fantasías de delitos. Fantasías de sexo.
La pelirroja llevaba quince años muerta y estaba muy lejos, pero en el verano de 1973 me tendió una emboscada.
Yo vivía en un hotel de mala muerte. Le daba al inhalador en el baño comunitario que estaba al final del pasillo. Llenaba la bañera con agua caliente y me pasaba horas dentro. Nadie se quejaba. Casi todos los huéspedes se duchaban.
Estaba en la bañera. Me masturbaba imaginando una sucesión de caras de mujeres viejas. Vi a mi madre desnuda, luché contra esa imagen y desapareció. Apañé una historia de inmediato.
Estábamos en el 58. Mi madre no había muerto en El Monte. No estaba borracha. Nos amábamos como hombre y mujer.
Hicimos el amor. Olí su perfume y su aliento a tabaco. Su pezón amputado me excitaba.
Le aparté el cabello de los ojos con una caricia y le dije que la amaba. Mi ternura la conmovió hasta las lágrimas.
Fue la historia de amor más apasionante y dulce que nunca había perpetrado. El comprobar lo que moraba en mi interior me hizo sentir vergüenza y horror.
Intenté revivir la historia. Mi mente no me dejaba. Toda la droga del mundo no alcanzaba para devolverme a la pelirroja. La había abandonado una vez más.
Fundí el dinero del alquiler y perdí el cuarto de hotel. Volví a instalarme en Robert Burns Park.
Seguía dándole al inhalador y libré una batalla conmigo mismo. Intenté evocar a mi madre e idear una manera de que se quedara conmigo. Mi mente me falló. Mi subconsciente cerró a cal y canto toda aquella historia.
Las voces eran muy elocuentes: decían que me había follado a mi madre y la había asesinado.
Desarrollé una enorme tolerancia a la profilexedrina. Para despegar necesitaba entre diez y doce algodones. Aquella mierda me estaba jodiendo los pulmones. Todas las mañanas despertaba congestionado.
Empezó a dolerme el pecho. Sólo con respirar me doblaba, cada latido del corazón era insoportable. Fui en autobús al hospital del condado. El médico que me examinó diagnosticó neumonía. Me ingresaron y me dieron antibióticos durante una semana. Acabaron por completo con la infección.
Salí del hospital y volví a la vida al aire libre, al alcohol y los inhaladores. Tuve otra neumonía. Me curaron. Seguí todo un año en una loca carrera a base de vino barato e inhaladores, y acabé con delírium trémens.
Lloyd vivía en West Los Ángeles. Acampé en la terraza de su casa. Las primeras alucinaciones las tuve en su cuarto de baño.
Un monstruo saltó del lavabo. Cerré la tapa y vi que más monstruos la atravesaban. Me corrían arañas por las piernas. Unas manchas pequeñas revoloteaban ante mis ojos.
Corrí a la sala y apagué las luces. Las manchas se volvieron fluorescentes. Saqueé el bar de Lloyd y bebí hasta perder el sentido. Desperté en el terrado, muerto de miedo.
Sabía que tenía que dejar de beber y de darle al inhalador. Sabía que iban a matarme en un futuro muy próximo. Robé una botella de whisky y fui a dedo al hospital del condado. Liquidé la botella en las escaleras principales y entré.
Un médico dictaminó mi ingreso en la sala de alcohólicos. Dijo que me recomendaría para el programa del Hospital Estatal de Long Beach. En treinta días estaría limpio y preparado para vivir sobrio.
Era lo que yo quería. O eso o la muerte. Tenía veintisiete años.
Me pasé dos días en la enfermería de la sala de alcohólicos. Me dejaban zombi a fuerza de tranquilizantes y sedantes. No vi monstruos ni manchas. Quería beber con la misma intensidad que quería dejarlo. Procuraba dormir todo el día.
En Long Beach dijeron que me aceptarían; sería trasladado con otros tres tipos de la enfermería. Eran viejos borrachos, alcohólicos reincidentes profesionales, que llevaban años en el circuito de rehabilitación.
Nos llevaron en una furgoneta del hospital. Me gustó el aspecto del lugar. Los hombres y las mujeres dormían en pabellones separados. La cafetería semejaba un restaurante. Las salas de recreo parecían sacadas de un campamento de verano.
El programa constaba de encuentros con miembros de Alcohólicos Anónimos y terapia de grupo. Las sesiones de autocrítica no eran obligatorias. Los pacientes llevaban uniformes color caqui y unas pulseras numeradas, como los reclusos de las prisiones del condado de Los Ángeles.
El Antabuse era obligatorio. Unas enfermeras de ojos de lince se ocupaban de que los pacientes lo tomasen todos los días. Si bebías después de tomar ese medicamento, te ponías a morir. El Antabuse era una táctica disuasoria.
Empecé a encontrarme mejor. Siempre consideré los ataques de delírium trémens como un accidente marginal. Convivía con borrachos de todos los pelajes. Los hombres me asustaban, las mujeres me excitaban. Pensaba que podría vencer el alcohol y las drogas a mi manera.
Comenzó el programa. En las reuniones con Alcohólicos Anónimos me dedicaba a ensoñaciones y durante la terapia de grupo hablaba por los codos. Inventaba hazañas sexuales y dirigía mis cuentos a las mujeres de la sala. Tardé una semana en entenderlo: estás aquí dentro por tres comidas calientes al día y una cama.
Seguí adelante con el programa. Comí como un cerdo y engordé cuatro kilos. Me pasaba todo el tiempo libre leyendo novelas policíacas.
Tosía mucho. Una enfermera me preguntó por ello. Le dije que hacía poco había tenido un par de neumonías.
Me envió a un médico para que me examinara. El tipo me inyectó un relajante muscular y me metió un tubo con una linterna en la garganta. Miró por el aparato y movió la bolita en el interior de mis pulmones. No dijo si había algún problema.
La tos persistía. Yo resistía el programa y me preguntaba qué haría para librarme de aquello. Todas las opciones me asustaban.
Podía encontrar un trabajo miserable y seguir limpio con el Antabuse. Podía dejar el alcohol y los inhaladores y tomar otras drogas. Podía fumar hierba. La hierba producía apetito. Podía ganar peso y trabajar un poco los músculos. Entonces las mujeres me desearían. La hierba era mi salida hacia una vida normal y saludable.
En realidad, no me lo creía.
Los inhaladores eran sexo. El alcohol era el núcleo de mi fantasía. La hierba era estrictamente para risitas y citas con pizzas y rosquillas.
Completé el programa. Seguí tomando Antabuse y volví a instalarme en el terrado de Lloyd. Llevaba treinta y tres día sobrio.
La tos empeoraba. Tenía los nervios destrozados y mi capacidad de atención se colapsaba a los tres segundos. Dormía diez horas seguidas o me revolvía toda la noche.
Mi cuerpo no era mío.
El terrado constituía mi refugio. Tenía un buen rincón junto a la salida contra incendios. Ahí todo empezó a ir mal.
Estábamos a mediados de junio. Me levanté de una siesta y pensé: «Necesito cigarrillos.» Entonces la mente se me quedó en blanco. No puedo recordar nada más.
Mi cerebro golpeaba paredes vacías. No podía visualizar mis pensamientos ni encontraba palabras para expresarlos. Me llevó más de una hora dar forma a esa única y simple elucubración.
No sabía pronunciar mi nombre. No conseguía recordar cómo me llamaba. No podía dar forma a ese simple pensamiento ni a ningún otro. Mi mente había muerto. Mis circuitos cerebrales se habían desconectado. Era un demente con el cerebro muerto.
Grité. Me tapé los oídos con las manos, cerré los ojos y grité con voz bronca. Seguía debatiéndome con ese simple pensamiento.
Lloyd subió al terrado. Lo reconocí. No lograba recordar su nombre ni el mío ni ese sencillo pensamiento de hacía una hora.
Lloyd me bajó a su casa y llamó a una ambulancia. Llegaron los enfermeros y me ataron a una camilla.
Me condujeron al hospital del condado y me dejaron en una sala de espera atestada. Empecé a oír voces. Las enfermeras se acercaban y me gritaban telepáticamente. Yo tosía y me debatía. Alguien me clavó una aguja en el brazo…
Desperté atado a una cama. Estaba solo en la habitación de un hospital privado.
Tenía las muñecas despellejadas y ensangrentadas. Notaba casi todos los dientes flojos. Me dolía la barbilla y los nudillos me escocían debido a unas pequeñas raspaduras. Llevaba puesto un camisón de hospital. Y lo tenía todo meado.
Busqué ese pensamiento simple y lo pesqué al primer intento. Recordaba mi nombre de macarra negro: Lee Earle Ellroy.
Todo volvió. Me acordé de cada detalle. Empecé a llorar. Recé a Dios y le supliqué que me conservara cuerdo.
Entró una enfermera. Desató las correas y me llevó a una ducha. Permanecí bajo el agua hasta que se enfrió. Otra enfermera me curó los cortes y las abrasiones. Un médico me dijo que debía quedarme allí un mes. En el pulmón izquierdo tenía un absceso del tamaño de un puño. Necesitaba treinta días de antibióticos por vía endovenosa.
Le pregunté qué le había ocurrido a mi mente. Respondió que probablemente se hubiese tratado de un «síndrome cerebral post-alcohólico». A los alcohólicos que habían dejado de beber les ocurría en ocasiones. Añadió que había tenido suerte. Algunos se volvían locos para siempre.
Mi enfermedad pulmonar podía o no ser contagiosa. Para evitar riesgos, me aislaron, me pusieron un gota a gota y empezaron a meterme grandes dosis de antibióticos. Me administraban tranquilizantes para calmar el miedo.
Los tranquilizantes me dejaban aturdido. Yo intentaba dormir todo el día todos los días. Estar despierto y consciente me asustaba. Una y otra vez imaginaba que mi cerebro quedaba defectuoso de forma permanente.
Esas pocas horas de demencia resumían mi vida. El horror hacía que todo lo ocurrido hasta ese momento fuera irrelevante.
Siempre que estaba despierto se repetía el horror. No conseguía librarme de él. No me contaba un cuento para acojonarme ni sentía un placer morboso ante mi supervivencia. Sencillamente revivía los momentos de mi vida que me habían conducido a aquello.
El horror no me dejaba. Las enfermeras me despertaban de un arrobado sueño para joderme manipulando el gota a gota. No podía llevar mi mente por estructuras de fantasía recetadas hacía mucho tiempo. El horror jamás me abandonaría.
Imaginé la locura permanente. Me autocastigué con aquel cerebro que, en esos momentos, funcionaba espléndidamente bien.
El horror se hizo insostenible. Me marché del hospital, pese a las protestas de los médicos, y tomé el autobús hasta la casa de Lloyd. Robé una botella de ginebra, me la bebí y al llegar a su piso perdí el conocimiento. Lloyd llamó de nuevo a la ambulancia.
Llegó otra ambulancia. Los enfermeros me sacaron del estupor y me metieron en ella. Me llevaron de regreso al hospital, donde fui readmitido y conducido a una habitación cuádruple en el ala de enfermedades pulmonares.
Una enfermera me enganchó a otro gota a gota. Me dio una gran botella para que escupiese en ella.
Yo tenía miedo de olvidar mi nombre. Lo escribí en la pared detrás de la cama, como recordatorio. Y al lado, agregué: «No me volveré loco.»
Pasé un mes enganchado a una aguja. Un especialista en vías respiratorias me golpeaba la espalda cada día. Expulsaba grandes flemas que escupía en un recipiente, junto a la cama.
Los abscesos desaparecieron. El miedo se quedó.
Mi mente volvió a funcionar con toda normalidad. Para ponerla a prueba me dedicaba a juegos mnemotécnicos. Memorizaba anuncios de revistas y eslóganes de las cajas de leche. Ejercitaba mis músculos mentales para luchar contra la demencia.
Me había vuelto loco una vez. Podía volver a ocurrirme.
No conseguía librarme del miedo. Me alimentaba de él cada día, todos los días. No lograba analizar por qué había llegado al punto de la disfunción cerebral. Achaqué el problema a un fenómeno físico.
Mi cerebro era como un apéndice externo. Mi juguete de toda la vida no era ajeno a mí, semejaba un espécimen en una botella, y yo era un médico que lo atizaba con un bastón.
Sabía que el alcohol, las drogas y mi obligada abstinencia de ellas eran la causa de mi combustión cerebral; al menos eso me decía mi lado racional. Mi respuesta secundaria se derivaba directamente de la culpa. Dios me castigaba por follar mentalmente con mi madre.
Yo me lo creía. Mi fantasía era transgresora y por lo tanto merecedora de la intervención divina… Me torturé con ese concepto. Exhumé la ética protestante del Medio Oeste que mi madre había intentado eludir y la utilicé para flagelarme.
Mi nueva fuerza mental era la autoconservación. Realicé ejercicios mentales para que mi cerebro se mantuviera ágil, con lo cual, más que apuntalar mi confianza alimentaba mi miedo.
Los abscesos pulmonares se curaron por completo. Salí del hospital e hice un trato con Dios.
Le dije que no bebería y me olvidaría de los inhaladores. Le dije que no robaría. Lo único que quería era recuperar mi mente para siempre.
El trato cristalizó.
Volví al terrado de Randy. Ni bebí ni inhalé ni robé. Dios mantenía mi mente en orden.
Pero el miedo continuaba.
Sabía que podía volver a ocurrir. Comprendía el aspecto absurdo de todos los contratos divinos. Los residuos de tanto alcohol e inhaladores podían estar al acecho en mis células. Los cables de mi cerebro podían chisporrotear y desconectarse sin previo aviso. Podía perder la chaveta al día siguiente o en el año 2000.
El miedo me mantenía sobrio; no impartía lecciones de moral. Los días pasaban lentos, sudorosos y ansiosos. Vendí plasma en un banco de sangre de los bajos fondos y viví una semana con diez dólares. Rondaba por las librerías y leía novelas policíacas. Memorizaba capítulos enteros para que mi mente se fortaleciera.
Un chico del edificio de Lloyd trabajaba de cadi. Me dijo que pagaban bien y era libre de impuestos. Podías trabajar o no, según te apeteciese. El club de golf de Hillcrest era de categoría. Los socios me daban buenas propinas.
El chico me llevó allí. Supe que había tenido suerte.
Era una prestigiosa institución judía al sur de Century City. El campo de golf era ondulado y de un verde intenso. Los cadis se congregaban en una caseta donde bebían, jugaban a cartas y contaban historias obscenas. Eran borrachos, consumidores de droga y ludópatas. Supe que allí encajaría.
El trabajo de los cadis consistía en llevar los palos del jugador y conocer las diferencias entre un palo y otro. Yo no sabía nada de golf. El entrenador me dijo que aprendería.
Empecé cargando una sola bolsa. Al cabo de unos días pasé a llevar dos. No eran tan pesadas. Un recorrido de dieciocho hoyos duraba cuatro horas. Por las dos bolsas te pagaban veinte dólares. En 1975 era una buena pasta.
Trabajaba en Hillcrest seis días a la semana. Con lo que ganaba alquilé una habitación en el hotel Westwood. El sitio era equidistante de Hillcrest y de los clubes de campo de Bel-Air, Bretwood y Los Ángeles. Casi todas las habitaciones estaban ocupadas por cadis. El lugar era una prolongación de la caseta donde se reunían.
El trabajo se apoderó de mi vida. Los rituales calmaban el miedo y lo mantenía alejado, difuso.
El campo de golf me encantaba. Era un mundo verde perfectamente autónomo. El trabajo de cadi no exigía gran desgaste mental. Yo dejaba vagar la mente y me ganaba la vida al mismo tiempo.
El entorno me estimuló. Mientras caminaba con los socios de Hillcrest inventaba historias sobre ellos y sobre peleas de bandas le cadis de los bajos fondos. El choque cultural entre los ricos judíos y los cadis con un pie en el arroyo era objeto de risas constantes. Trabé amistad con un compañero que iba a la universidad a tiempo parcial. Discutíamos interminablemente sobre los socios de Hillcrest y la experiencia que suponía un trabajo como el nuestro.
Me relacionaba con gente muy distinta. Escuchaba a todos y aprendía a hablarles. Hillcrest era como una especie de estación de servicio camino del mundo real.
La gente me contaba historias. Aquello era como asistir a un curso de tradiciones del club de golf. Oí historias de hombres humildes que habían salido de la pobreza a zarpazos e historias de hombres ricos que por culpa del alcohol habían terminado sus días como cadis. En el campo de golf se aprendía picaresca.
Casi todos mis compañeros fumaban hierba. La hierba no me asustaba como el alcohol o los inhaladores. Me despedí de cuatro meses de abstinencia total con hierba tailandesa.
Era muy buena, la mejor que había probado en mi vida. Empecé a comprar y a fumar todos los días.
Creía que no me jodería los pulmones ni me reblandecería el cerebro. No encendería en mí fantasías incestuosas ni haría que me cagara en Dios. Era la droga manejable y controlable de los años setenta.
Y así lo racionalicé.
Fumé hierba durante un año y medio. Era muy buena, pero no extraordinaria; en cualquier caso, como pretender ir a la luna en un Volkswagen.
No bebía ni le daba a los inhaladores. Fumaba marihuana y vivía como un fantaseador a dedicación plena, pero mucho más sutil.
Saqué mis fantasías al aire libre. Por la noche las sacaba en Hillcrest y en otros campos de golf. Saltaba la valla del L.A. Country Club y con mi fantasía recorría los terrenos durante horas.
Jugué con mi elenco de personajes de Hillcrest y los encajé en un relato policiaco. Perfilé a un héroe alcohólico que saludaba desde el rincón triste de Hancock Park y alimentaba una obsesión perpetua por el caso de la Dalia Negra.
Me concentré en la música clásica y romántica del club Mecca. Me concentré en los delírium trémens. Mi héroe quería encontrar a una mujer y amarla hasta la muerte.
Mi reserva de fantasías de dieciocho años cristalizó en esta historia. Empecé a advertir que era una novela.
Me despidieron de Hillcrest. El hijo de un socio me gritó delante de una mujer atractiva. Lo derribé delante de todo el mundo. Un guardia de seguridad me escoltó hasta la salida.
Estaba muy colocado de hierba. La hierba me subía de manera imprevisible.
Encontré trabajo de cadi en el Bel-Air Country Club. Los socios y mis compañeros eran tan fascinantes como los de Hillcrest y el campo era aún más hermoso.
En Bel-Air seguí colocándome. Compré un reproductor de casetes y me pasaba horas ciego de hierba escuchando a los compositores románticos alemanes. Por la noche vagaba por los campos de golf y luchaba con aquella novela emergente.
Lloyd se trasladó al hotel Westwood. Había dejado el alcohol y la droga dura y se mantenía con marihuana. Flirteaba con la idea de la sobriedad real. Le dije que no me interesaba.
Mentía.
Tenía casi treinta años. Quería hacer cosas, no robaba, no tenía fantasías sexuales con mi madre. Dios u otras fuerzas cósmicas me habían devuelto el cerebro de manera permanente. No oía voces. No estaba tan jodido como antes.
Y no era un ser humano civilizado.
Mantenerme a base de marihuana me llenaba físicamente. Comía mucho, cargaba bolsas de golf y hacía gimnasia. Era alto, fuerte y corpulento. Tenía ojos pardos, muy grandes y llevaba gafas con montura metálica que acentuaban su tamaño. Estaba colocado todo el rato. Parecía un loco consumido por un monólogo interior. Los desconocidos me encontraban molesto.
Las mujeres me tenían miedo. Intenté hablar con algunas en una librería y se asustaron muchísimo. Sabía que tenía mal aspecto y que mi nivel de higiene estaba por debajo de la media.
Tenía hambre. Quería amor y sexo. Quería dar mis historias mentales al mundo.
Sabía que en aquellas circunstancias no podía conseguir esas cosas. Debía renunciar a toda clase de droga. No podía beber. No podía robar. No podía mentir. Tenía que ser un jodido hijo de puta encerrado en sí mismo, estricto y severo. Tenía que repudiar mi vieja vida y a partir de la fuerza disecada de ésta, y sólo de ella, construir una nueva.
Me gustó el concepto, resultaba atractivo para mi naturaleza extremista. Me gustaba el carácter de autoinmolación. Me gustaba el aire de apostasía absoluta.
Durante semanas le di vueltas a la idea. Estimulaba mi impulso narrativo y amargaba mi gusto por la droga. Quería cambiar por completo mi vida.
Lloyd se había limpiado en Alcohólicos Anónimos. Me aseguró que la abstinencia total era mejor que el alcohol y la hierba en sus mejores momentos. Le creí. Siempre había sido más listo y fuerte que yo, y más lleno de recursos.
Seguí su pista. «Al carajo», me dije, y abandoné mi antigua vida.
Alcohólicos Anónimos era un desenfreno. El panorama a finales de los años setenta era una locura: redención, sexo, Dios y unas caídas tan brutales como estúpidas. Era mi educación sentimental y mi camino de regreso a la vida.
Me encontré con muchas personas cuya vida era igual a la mía con ligeras variaciones. Oí historias que superaban a las mías en horror. Hice amigos. Aprendí preceptos morales y desarrollé una fe en Dios expresada con sencillez que no era más compleja y sentida que la de un niño en una escuela dominical.
Entrar en Alcohólicos Anónimos fue doloroso. Sus reuniones me pasaron factura. La gente mantenía conversaciones ambiguas y trilladas. Sólo me quedaba para tomar las manos a las mujeres durante la plegaria al Señor.
Las mujeres me magnetizaban, y si volvía era por ellas, para tomarlas de la mano. La lujuria y mi voluntad apostólica me mantenían sobrio.
Alcohólicos Anónimos hizo un trabajo sutil conmigo. Su literatura criticaba el alcoholismo y la drogodependencia de manera brillante. Comprendí que yo era un elemento más de una plaga común. En ese contexto mi historia resultaba banal y sólo unos pocos detalles incidentales la hacían única. La crítica imbuía a los principios de Alcohólicos Anónimos de una gran fuerza moral. Yo los encontraba absolutamente creíbles y confiaba en su eficacia.
Los principios me vencieron. La gente me hizo capitular.
Trabé amistad con algunos tipos. Me relajé con las mujeres y di rienda suelta a mi ego en los atriles de Alcohólicos Anónimos. Enseguida me convertí en un magnífico orador. Mi exhibicionismo autodestructivo dio un giro completo.
En Alcohólicos Anónimos del Westside había ganas de placeres mundanos. Los asistentes a las reuniones eran jóvenes, blancos y lascivos. El alcohol y la droga no existían. El sexo, sí. El lema era: «Mantente sobrio, ten confianza en Dios y folla.»
Después de las reuniones, la gente se desmadraba. Un chico dio una fiesta en la que hubo intercambio de parejas. Había hombres y mujeres que se conocían en el local y a las dos horas se casaban en Las Vegas. Las fiestas nudistas en piscinas abundaban. Las mujeres atacaban a los hombres con todo descaro. Annie B., conocida como la Salvaje, le enseñó los pechos a Kenny Deli después de la reunión de los martes en Ohio Street.
Me acosté con mujeres. Tuve líos de una, dos y tres noches, y penosos intentos de monogamia estricta. Dejé que los adictos al caballo que estaban desintoxicándose cayeran redondos en la pista mientras yo bailaba con los ligues de última hora. Ganaba trescientos dólares a la semana y me gastaba casi todo en mujeres. Elegía prostitutas yonquis, las llevaba a las reuniones de Alcohólicos Anónimos y les hacía tragar la historia de la Dalia Negra para que se asustaran y se desenganchasen. Era un libertinaje frenético, a menudo alborozado.
Sobrio, hice realidad casi todos mis sueños sexuales inducidos por la droga.
El mundo real eclipsó el fantástico. Sólo persistía esa historia. Sabía que era una novela.
Me perseguía como un fantasma. Invadía mis pensamientos en momentos extraños. Yo no sabía si tenía huevos para escribirla. Disfrutaba de una época de bonanza. Ignoraba que el motivo de todo eran cosas viejas.
Mi madre llevaba muerta veinte años. Mi padre, trece. Soñaba con él. Con ella no soñaba nunca.
Mi nueva vida era abundante en fervor y escasa en retrospección. Sabía que había abandonado a mi padre y acelerado su muerte y había pagado la deuda con creces. Mi madre era otra cosa.
Sólo la conocía con vergüenza y repugnancia. La expolié en un sueño febril y negué mi propio mensaje de anhelo. Me asustaba resucitarla y amarla con el cuerpo y el alma.
Escribí la novela y se vendió. Trataba de mí y del mundo del delito en Los Ángeles. Me daba miedo acechar a la pelirroja y desvelar sus secretos. Aún no había encontrado al hombre que me la devolvería.