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– ¿Es una broma? -preguntó el inspector al enterarse de que un Perdomo, quién sabe si familiar lejano, había sido testigo del asesinato de Lennon.
– En absoluto -le aseguró la periodista-. José Perdomo era un exiliado cubano del que decían que tenía conexiones con la CIA. Nada más producirse el tiroteo se acercó a Chapman y le preguntó horrorizado: «¿Sabes qué has hecho?». A lo que el otro respondió: «Acabo de asesinar a John Lennon». Perdomo le agarró del brazo, se lo zarandeó para que soltara el arma y luego Chapman se quitó el gorro y el abrigo que llevaba, los dejó en el suelo para que todo el mundo viera que estaba desarmado y esperó a que llegara la policía, mientras leíaEl guardián entre el centeno. Treinta años más tarde, tenemos a otro Perdomo relacionado con la muerte del sucesor de John Lennon. ¡Y yo estoy almorzando con él!
– Me extraña que la prensa no lo haya publicado -dijo el policía.
– La mayoría de los periodistas son muy ignorantes,mió caro. Yo estoy bastante avergonzada del nivelito que tenemos, y por eso en el carnet de identidad he puesto «escritora» -confesó Amanda.
En ese instante llegaron por fin los molcajetes, con frijoles, salsa y queso, servidos en una piedra volcánica con forma de cerdo, y Amanda se lanzó a degüello sobre su plato, a pesar de que éste estaba, literalmente, achicharrando. El policía aprovechó para atender una llamada que le había entrado en ese momento y que resultó ser de Villanueva, anunciándole que el agente Charley había recuperado el conocimiento. Perdomo quedó en pasar por la clínica después de almorzar.
– ¿Tienes hijos, inspector? -le preguntó Amanda al cabo de un minuto, en el que se dedicó a devorar la comida que tenía ante sí.
Perdomo no respondió, porque había vuelto a distraerse. Dos cuarentones de pelo engominado, polo de marca -con logo en el pecho incluido- y zapatos náuticos sin calcetines estaban maltratando a la más joven de las camareras, que era la que les había tomado la comanda.
– Chamaquita -le decía el más corpulento de los dos-. No sé cómo coméis allá en el Rancho Grande, pero nos has dejado la mesa que parece un puesto de venta ambulante. Llévate ahora mismo a la cocina algo de toda esta mierda que nos has traído, porque entre platos, vasos y botellines, yo ya no alcanzo ni a ver el mantel.
A aquel hombre no le faltaba razón, porque las mesas de aquella taquería eran de dimensiones tan reducidas que todos los clientes estaban sufriendo problemas de maniobrabilidad; pero el tono empleado por aquel engominado era tan descortés que producía vergüenza ajena escucharlo. La camarera -de rasgos amerindios muy marcados y que no tendría más de veinticinco años- empezó a despejar la mesa tal como le habían solicitado, pero decidió no pasar por alto aquel trato infamante.
– Señor -le explicó sin levantar la voz-, mi nombre es Guadalupe, no chamaquita. Y lo que está en la mesa no es mierda, sino la comida que han solicitado. Se convertirá en mierda cuando ustedes terminen de almorzar y me toque a mí limpiarlo.
La respuesta fue tan contundente que el engominado no supo qué decir, y tuvo incluso que padecer las burlas de su compañero de mesa, quien le recriminó, en tono jocoso, que se hubiera dejado comer el terreno por una jovencita.
– ¡Caramba con La Malinche! -exclamó Amanda-. ¡Menudo corte le acaba de dar a su des-Cortés!
Perdomo no hizo ningún comentario, pero era evidente por su media sonrisa que había quedado subyugado por la exhibición de carácter de la mesera mexicana. Justo en el momento en que Perdomo se disponía a hacerle a Amanda la última pregunta sobre el Club 27 sonó su móvil. Era Tania, la forense que había firmado el certificado de defunción en el hotel.
– Voy a hacerle la autopsia a Winston dentro de dos horas -le dijo- y luego me marcho a Barcelona a resolver los últimos flecos de mi divorcio. Como te conozco y sé lo importante que este homicidio es para ti, creo que lo mejor es que te vengas para el Anatómico Forense y que estés presente en la autopsia. Así te podré ir respondiendo sobre la marcha a todas las preguntas que me quieras formular.