174549.fb2 Morir a los 27 - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 30

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28 Come taste the band

Perdomo había ordenado a Villanueva que, mientras él investigaba la pista Chapman en casa de Amanda, fuera interrogando a los tres integrantes de The Walrus que quedaban con vida. El subinspector telefoneó al hotel en el que estaban alojados los músicos, pero en recepción le dijeron que ninguno de los tres se encontraba en su habitación.

– ¿Puede mirar si alguno de ellos está en el bar del hotel o en la sala de internet?

– El señor Moon ya le puedo asegurar que no -respondió el conserje con voz malhumorada-. Anoche causó destrozos en el cuarto de baño de su habitación por un importe de tres mil euros y no sólo ha dejado de ser huésped del hotel sino que le hemos declarado persona non grata en todos los establecimientos de la cadena.

– ¿Y los otros dos músicos?

– No tengo ni idea de dónde pueden estar… espere, no sé qué me dice el botones.

Villanueva notó un vacío al otro lado de la línea y dedujo que el conserje había tapado el auricular con la mano mientras hablaba con el empleado. Al cabo de unos segundos, volvió a escuchar de fondo el bullicio del lobby y la voz de su interlocutor, bastante más animado por el hecho de poder ser de ayuda a la policía.

– Me dice el botones que el señor Bruce ha preguntado antes de salir (no hará ni veinte minutos) por los horarios del Museo del Prado. Cierran a las ocho, así que si va usted allí ahora no hay duda de que lo encontrará.

– ¿Está seguro de que no ha dejado ningún número de móvil? El Museo del Prado es muy grande.

– Dará con él muy fácilmente, subinspector. En mi vida he visto a un tipo vestido de manera más estrafalaria. ¡Y mire que pasa gente rara por aquí al cabo del año!

Quince minutos más tarde, Villanueva llegaba al Museo del Prado y se dirigió inmediatamente a la sala 27, donde se expone el que tal vez sea el cuadro más famoso de toda la pinacoteca:Las Meninas, de Velázquez. Quedaba sólo una hora para el cierre y el subinspector dedujo que el bajista intentaría aprovechar el escaso tiempo del que disponía concentrándose en el cuadro más importante de la colección permanente. Para su sorpresa, no logró dar con él ni allí ni frente a ninguna de las otras grandes obras maestras del Prado, como El caballero de la mano en el pecho, el Autorretrato de Durero o el Retrato ecuestre de Carlos V. Probó en la cafetería, donde no encontró más que turistas orientales, y luego se dirigió a la tienda del museo, en la que uno podía adquirir desde ceras infantiles con motivos de El jardín de las delicias hasta costosos facsímiles con bocetos de Rubens o de Goya. Desesperado, Villanueva solicitó por fin la ayuda de una de las vigilantes y le dio la descripción física de Bruce que le habían facilitado en el hotel. La mujer le indicó que mirara en la sala 8, donde se exponían Las alegorías de los sentidos, una serie de tablas en las que colaboraron Jan Brueghel el Viejo y Pedro Pablo Rubens. La pista resultó ser correcta porque, extasiado frente al óleo de El sentido del oído, Villanueva localizó por fin al bajista, un tipo pelirrojo, de estatura mediana, que vestía como un dandi. Había acudido al museo embutido en un traje verde pistacho entallado, con chaleco del mismo color, que al subinspector le recordó el empleado por Elton John en algunos conciertos. Tenía la piel tan blanca que parecía un mimo, pero esa palidez no le daba un aspecto enfermizo, sino histriónico. Era imposible no verle la cara y no pensar en el show business. Villanueva se acercó al músico, le mostró la placa y le informó de que él era uno de los dos detectives que estaban investigando el asesinato de John Winston.

– ¿Hay alguna pista? -preguntó el músico, en un inglés con fuerte acento escocés que a Villanueva le costaba entender.

– Ninguna todavía -mintió el policía-. Oiga, esto está lleno de gente y tengo que hacerle un montón de preguntas. ¿Qué le parece si vamos a un sitio más tranquilo?

Bruce le dijo que le acompañaría a donde hiciera falta, a cambio de que le concediera diez minutos de propina en la pinacoteca, para poder ver un par de cuadros más, también relacionados con la música.

– John -aclaró- dibujaba francamente bien y le prometí que le acompañaría hoy al Prado, a ver todos los cuadros relacionados con la música que hay en este museo. La verdad es que, después de lo que ha ocurrido, malditas las ganas que tenía de salir del hotel, pero he hecho un esfuerzo, porque en cierta forma siento que se lo debía a John.

– ¿Tiene usted alguna idea de quién o por qué le han asesinado? -preguntó Villanueva, incapaz de esperar a que Bruce terminara su visita al museo para empezar el interrogatorio.

El bajista pareció no haber escuchado la pregunta, porque en lugar de contestar, señaló hacia la parte izquierda del cuadro.

– ¿Sabe qué es ese instrumento? -Villanueva hizo un gesto negativo con la cabeza-. Lo podemos considerar el bajo eléctrico del siglo XVI, la viola da gamba. Se tocaba con arco, ¿lo ve? -Su dedo estuvo a punto de entrar en contacto con el lienzo-. Yo a veces, en los conciertos, también toco el bajo con arco. Ya sabe, como hacía Jimmy Page con la guitarra.

Al ver que Bruce estaba absorto en la pintura, el subinspector se ofreció a esperarle en la cafetería, pero el músico le rogó que se quedara.

– Me gustan los detectives -dijo-. ¿Será porque fue un escocés como yo el que creó al más grande de todos ellos? Me refiero a Sherlock Holmes, naturalmente. -Hizo un gesto con la mano, como para indicar que la visita proseguía-. John me dijo que no podíamos perdernos el Tiziano,Venus recreándose en el amor y la música -añadió.

Luego adoptó un semblante grave y respondió a la pregunta de Villanueva, sobre la que parecía haber estado reflexionando durante todo el tiempo.

– En 1924 -comenzó Bruce- le preguntaron al gran escalador inglés George Mallory por qué quería escalar el Everest. «Porque está ahí», respondió. Creo que con John ha ocurrido lo mismo. Se lo han cargado porque sí, porque estaba ahí. No tenía escolta y cualquier pirado con ganas de asociar para siempre su nombre al de él pudo hacerlo.

– Ha oído las noticias, ¿no? -preguntó Villanueva, pensando que el otro se refería a Chapman.

– No. ¿Qué ha ocurrido?

– Mark David Chapman ha reivindicado el asesinato. Asegura que se desdobló astralmente desde la prisión de Attica para matar a Winston.

Bruce se quedó mirando muy serio al subinspector y luego prorrumpió en una carcajada atronadora y desagradable, como de borracho pendenciero de taberna escocesa.

– Si quiere que le sea sincero, yo tampoco le he concedido mucho crédito -tuvo que admitir el subinspector.

– ¡Le juro que no había escuchado las noticias! Pero lo que me ha contado es tan absurdo -apostilló el bajista- que merecería ser cierto, ¿no cree?

Por la megafonía del museo se escuchó el aviso de que quedaban tan sólo diez minutos para el cierre.

– Apurémonos, o no nos dejarán ver el Tiziano -dijo Bruce que, a pesar de contar con un plano, se extravió un par de veces antes de dar con la sala en la que estaba el cuadro. El óleo representaba a la diosa Venus recostada sobre un diván, mientras escuchaba tocar a un organista. El músico sonrió complacido ante la pintura.

– Ahora que veo al organista -dijo Villanueva-, quisiera que me facilitara los teléfonos móviles de sus otros dos compañeros, pues también necesitamos hablar con ellos. ¿Tiene alguna idea de dónde pueden estar?

– A Tusks lo encontrará en cualquiera de los restaurantes del Madrid de los Austrias donde den bien de comer y de beber. Siempre que viene a Madrid, se mete en un asador y no sale hasta que no se marcha de la ciudad. De Charlie no sé nada, después de lo de anoche.

– ¿Qué hizo exactamente y por qué?

– Voló el váter de la habitación con una de sus bombas caseras. Suele utilizar una botella de Coca-Cola de dos litros a la que añade luego hielo seco o cloro para crear vapor. Hizo tanto mido que parecía que se había hundido el edificio.

Villanueva sacudió la cabeza en un gesto de incredulidad.

– No entiendo qué puede… bueno, sí lo entiendo -se corrigió, acompañando sus palabras con el gesto de empinar el codo.

– No, Charlie le da a todo, pero no es un alcohólico -aclaró el bajista-. Simplemente es que está loco, como Moon the Loon.

– ¿Moon the Loon? ¿Se refiere al batería de los Who?

– Exacto, Keith Moon -dijo el otro, un tanto sorprendido de que un policía español conociera al músico-. No sé si es porque se llamaban igual, pero Keith siempre ha sido su ídolo, desde pequeño. Charlie comenzó a imitarle en todo desde la adolescencia, empezando por sus exhibiciones pirotécnicas. Para la banda es una jodienda, porque ya tenemos vetado el acceso en varias cadenas hoteleras importantes. Por eso no estábamos en el Ritz, con John.

Un vigilante del museo se acercó a ellos para indicarles que iban a cerrar. Villanueva le mostró la placa y el pobre hombre, sobresaltado, hizo un remedo de saludo militar que resultó más cómico que patético.

– Si Moon está loco y usted mismo ha dicho que el asesinato pudo ser obra de un pirado…

– ¿Charlie asesinar a John? Imposible, sentían auténtica devoción el uno por el otro. John era el creador de los temas, pero Charlie los mejoraba, ¿sabe?

– ¿En qué sentido?

– Si John venía con un tema lento, Charlie le hacía ver que la canción sonaría mejor tocada más rápido, o viceversa. Otras veces, cambiaba el compás de las canciones, para dotarlas de mayor sofisticación.

– Entiendo -dijo el subinspector-. Pero si su trabajo era tan decisivo y él sentía que no estaba lo suficientemente reconocido…

La insistencia de Villanueva incomodó a Bruce, que saltó de inmediato en defensa de su colega.

– Si ha venido hasta aquí con la esperanza de verme esparcir basura sobre mis compañeros, está muy confundido. Es un completo disparate pensar que Charlie, Tusks o yo mismo tendríamos interés en acabar con John. Él era el alma de la banda, el compositor de los temas y el cantante. Sin John no hay The Walrus, y nosotros estamos ahora mismo, literalmente, sin empleo. ¡Con el esfuerzo que nos había costado obtener el éxito del que ahora empezábamos a disfrutar!

Villanueva le hizo un gesto con las manos, para que bajara la voz y se tranquilizase. Luego, dio por terminado el interrogatorio.

– Tenía usted razón -dijo-, el cuadro es una maravilla. Y en cuanto a la Venus… bueno, éste era el canon de belleza en aquella época, ¿no es cierto? Ahora una mujer así no sólo no encontraría a nadie que quisiera pintarla, sino que se sentiría en la obligación de ir al gimnasio cuatro veces por semana, para merecer la aprobación social. Venga, será mejor que demos por concluida la visita o los vigilantes nos echarán a los perros. Gracias por los teléfonos, señor Bruce.