174549.fb2 Morir a los 27 - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

Morir a los 27 - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

2 We will rock you

Perdomo y sus hombres entraron al Santiago Bernabéu y decidieron dividirse para optimizar la búsqueda del sospechoso. Charley, el oficial de policía, fue enviado a lo más alto del estadio, la zona del tercer y cuarto anfiteatro.

– Yo pensé que por ser mi cumpleaños me ibais a mandar al palco -bromeó mientras iniciaba una ascensión que prometía ser interminable.

A Villanueva le tocó la grada y los dos primeros anfiteatros y Perdomo decidió rastrear directamente el terreno de juego, que era donde se concentraba la mayor parte del público.

– Vas a las localidades más baratas, donde todo el mundo está de pie -le aclaró Villanueva con la expresión de un vendedor picaro que hubiera conseguido timar a un cliente con la entrada.

El interior del estadio parecía el decorado de una película de ciencia ficción. Miles de luciérnagas blancas -a Perdomo le parecieron millones- centelleaban sobre las cabezas de los espectadores, creando una atmósfera de cuento futurista. En un primer momento, los policías pensaron que se trataba de… ¿bombillas de Navidad en junio?… pero enseguida advirtieron que lo que brillaba con luz propia eran pequeñas morsas blancas, de plástico traslúcido, cosidas a la parte superior de una gorra de visera que los miles de seguidores de The Walrus habían adquirido en los puestos oficiales demerchandising, al módico precio de veinte euros. La morsa luminiscente era Walry, la mascota del grupo, y en muy pocos meses se había hecho tan popular en todo el mundo como la lengua de los Rolling Stones o los cuernos de diablo de AC/DC.

– PERDONE -le preguntó vociferando Perdomo a una madurita de uno sesenta de estatura y noventa kilos de peso que tenía la gorra en la mano, en lugar de puesta en la cabeza como la mayoría de los espectadores-. ¿DÓNDE PUEDO CONSEGUIR UNA DE ÉSAS?

Había que hablar a gritos, porque aunque el concierto de The Walrus aún no había comenzado, la megafonía del estadio estaba atronando al personal con cientos y cientos de decibelios de música grabada, que Perdomo no hubiera podido reconocer ni aunque le hubiera ido la vida en ello. A él que no le sacaran de los Beatles y Bob Dylan. Sobre el escenario, un auténtico hormiguero de eléctricos y tramoyistas estaba terminando de poner a punto, a marchas forzadas, la mastodóntica parafernalia de luz y sonido que empleaba The Walrus en directo; todo ello, tras haber tenido que desmontar, previamente, el más modesto equipo que habían utilizado los teloneros del concierto.

El policía, con su gorro y su gabardina beige (el parte meteorológico había anunciado tormenta inminente) parecía más la caricatura de un detective que un verdadero aficionado al rock and roll. Enseguida decidió que tenía que mimetizarse lo antes posible con el entorno, para que el búlgaro no pudiera detectar su presencia. En su fuero interno, albergaba esperanzas de poder comprarle la gorra a la mujer, en vista de que ésta no la estaba usando.

– ¿Quiere una gorra? -respondió la gorda, con una sonrisa forzada-. ¡Le diré dónde las venden en cuanto deje de martirizarme el pie!

Perdomo miró hacia abajo y observó que lo que él había tomado como un montículo de hierba era, en realidad, el pie izquierdo de la buena mujer, sobre el que estaba descargando sus cerca de ochenta y cinco kilos de peso.

Cuando el inspector liberó avergonzado a su presa, la gorda se quitó una de las bailarinas de color rosa que calzaba y agarrándose al policía con una mano, para no perder el equilibrio, empezó a masajearse con la otra la extremidad que le había triturado.

– ¡Qué hijo de puta! -masculló entre dientes, pero de forma que su protesta fuera claramente audible para su involuntario agresor-. ¡Para un día que paso de botas y me pongo manoletinas!

– ¿Se encuentra bien? -preguntó, violento, Perdomo-. Si quiere puedo acercarme al puesto del Samur y que vengan a hacerle una primera cura.

La mujer no respondió al ofrecimiento, aunque se frotaba el pie dolorido con tal saña, que con sus vaivenes parecía capaz de hacerle perder el equilibrio al inspector. Perdomo aprovechó esos segundos de mutismo para observarla más de cerca. Lo que le había parecido un imaginativo traje de colores era en realidad un vestido de dos piezas hecho con condones. La parte de arriba era como una camiseta de tirantes, confeccionada con preservativos sin desenrollar, y la de abajo consistía en una falda larga, en la que los preservativos, ya estirados y colgando de la punta, trataban de emular los volantes de un traje de flamenca.

Al ver que Perdomo miraba, entre perplejo y extasiado, aquel extravagante modelo, la mujer bajó el pie al suelo, como dando por terminado el automasaje, y declaró:

– Desde mi altura es difícil determinar si me está mirando las tetas o el vestido, así que dígame en lo que está pensando.

Antes de que Perdomo pudiera responder, ella se adelantó:

– Es broma, estas tetas ya no despertarían el interés ni de Silvio Berlusconi. Miraba el vestido, ¿verdad? Es de Adriana Bertini, una diseñadora brasileña, amiga mía, que crea moda con los profilácticos que se descartan en los controles de calidad. ¿Quiere llevarse uno como recuerdo de su agresión? -Y le animó a tirar de una de las gomas, para que la desprendiera del vestido.

Perdomo sonrió por el desparpajo con el que se expresaba la gorda, que parecía haber abrazado la menopausia con verdadero entusiasmo. Tenía los ojos tristes, pero no porque estuviera deprimida, sino porque estaban inclinados hacia abajo, al revés que los de los orientales.

– Lo que me vendría bien sería la gorra -le indicó tímidamente Perdomo.

Por toda respuesta, la mujer dio un salto -de una agilidad impensable en una mujer de su peso y estatura- y encestó la gorra en la cabeza del policía.

– ¡Triple! -exclamó-. Puede quedarse con ella, yo tengo un melón que no me cabría ni calzándomela con fórceps.

– Dígame, ¿cuánto le ha costado? -preguntó el detective, al tiempo que sacaba la cartera de la gabardina para pagarle.

– No le pienso cobrar en dinero, inspector Perdomo -le aclaró la mujer-. En su lugar, fírmeme un autógrafo.

La gorda, complacida por haber dejado boquiabierto al policía, abrió un esperpéntico bolso en forma de regadera y extrajo la entrada del concierto y un bolígrafo, para que Perdomo le estampara su firma.

– Le sigo desde el caso del violín del diablo -le confesó ella con expresión coqueta-. Se está usted haciendo más famoso que el juez Garzón, que por cierto -cambió el tono a uno más confidencial- ha venido hoy al concierto y anda por ahí, en compañía de su esposa.

Perdomo le firmó el autógrafo y le dio las gracias a la buena señora, cuyo nombre y apellido -Amanda Torres- le sonaban vagamente. Luego, comenzó a deambular por el terreno de juego, en busca del temible búlgaro.

El policía no pudo dejar de pensar en lo mucho que había perjudicado su proyección mediática a su labor detectivesca, pues desde que los medios de comunicación habían decidido elevarle a la categoría de superdetective, las posibilidades de ser reconocido por los propios delincuentes a los que perseguía habían crecido de manera exponencial.

La entidad organizadora del concierto aseguraba que se habían vendido las setenta mil entradas que se habían puesto a la venta, diez mil más que en el concierto de Bruce Springsteen de julio de 2008, por lo que era sumamente difícil abrirse paso entre el gentío que abarrotaba el estadio. Había transcurrido casi una hora desde que el grupo telonero de The Walrus concluyera su brillante actuación y los espectadores comenzaban a dar muestras de impaciencia y aburrimiento. Para distraer la espera, de vez en cuando surgían iniciativas como la de dar saltos sobre el terreno de juego al grito de «¡Que bote el Bernabéu! ¡Que bote el Bernabéu!», algo a lo que el inspector se negó en redondo, a pesar de que en una de las ocasiones, una mujer, que debía de tener en el cuerpo más litros de alcohol que de sangre, le llegó a coger de las dos manos para intentar que se sumara a los brincos.

¿Cómo localizar a Ivo, el búlgaro, en medio de aquella muchedumbre? Todo lo que le había dicho Villanueva era que este peligroso asesino se había dejado el pelo largo -antes lo llevaba rapado al uno-, pero lo más probable era que el tipo también hubiera tratado de mimetizarse con el entorno, calándose una gorra luminosa. Por tanto, ya sólo quedaba el chaleco, como rasgo claramente diferenciador, o tener la inmensa fortuna de que el sujeto llegara a sonreír y se delatara mostrando su espeluznante y dorada dentadura.

Para no despertar sospechas, Perdomo había dado orden a sus hombres de no emplear el walkie-talkie a menos que fuera estrictamente necesario. Eso equivalía, en la práctica, a estar incomunicado, puesto que habían pactado entre ellos que sólo se alertarían por radio en caso de establecer contacto visual con el asesino.

Tras cinco minutos deambulando por el terreno de juego, durante los cuales el policía reconoció los rostros de muchos personajes famosos -desde viejos rockeros (de los que nunca mueren) hasta modelos de pasarela (de las que siempre tienen hambre), pasando por políticos, actores ¡e incluso algún futbolista!-, Perdomo llegó a la zona de los fans, un recinto vallado que se extendía hasta el escenario, con capacidad para unas dos mil personas, en el que se hacinaban los seguidores más fieles de la mítica banda de rock. Eran espectadores mayoritariamente jóvenes, que habían hecho cola durante toda la noche con tal de lograr esas localidades privilegiadas desde las que uno podía, literalmente, tocar a sus ídolos, e incluso comunicarse con ellos mediante carteles gigantes que llevaban escritos desde casa con los títulos de sus canciones favoritas. Al contemplar el formidable montaje de luz y sonido que empleaba The Walrus en concierto -alrededor de trescientos mil vatios de sonido y unos seiscientos mil de luz-, Perdomo se preguntó cómo esos dos mil infelices más próximos a las torres de amplificación iban a poder sobrevivir a semejante vendaval sónico-lumínico, tras más de dos horas de huracán rockero.

El inspector se acodó en la valla metálica que le separaba de la zona de los fans e inspiró profundamente el aire fresco y puro que se libera durante una tormenta de verano. En el estadio aún no llovía, pero el viento ya estaba arrastrando hasta allí el olor de la lluvia que caía en otros sectores de la ciudad y de vez en cuando el cielo se iluminaba a lo lejos con los relámpagos de una tempestad que se acercaba lenta pero inexorablemente. Era imposible no detectar también el intenso olor a marihuana que llegaba hasta él, desde los cuatro puntos cardinales del Bernabéu, un aroma que a él nunca le había resultado desagradable. «Verás qué risa como me agarre un colocón» -pensó mientras seguía contemplando sobrecogido el mastodóntico escenario que se alzaba frente a él: setenta metros de ancho, sesenta y cinco de alto, ciento veinte toneladas de peso. Perdomo jamás había estado antes en un macroconcierto de rock, pero incluso la gente que acudía con asiduidad a este tipo de actos hubiera tenido que reconocer que pocas veces se había visto en aquel escenario un despliegue semejante.

– ¡OÉEEEEEEE, OÉ, OÉ, OÉ! -clamaba en esos momentos un público a punto de desbordarse por la espera.

A pocos metros de él, un melenudo que había logrado sentarse en el suelo vociferaba, acompañándose con una guitarra española, un tema de The Walrus. «¿A qué idiota se le puede ocurrir ponerse a dar un concierto dentro de un concierto?», se preguntó el policía. Y aún resultaba más llamativa la cantidad de gente que había formado corro alrededor de aquel infeliz, como si lo que estaba perpetrando -en el caso de que alguien pudiera oírlo- mereciera el más mínimo interés.

Perdomo estaba a punto de dirigirse hacia otra zona del campo para seguir buscando a un búlgaro en un pajar cuando se apagaron las luces y cesó la música de la megafonía, señal inequívoca de que el concierto estaba a punto de empezar.

Un tipo con gorra de béisbol, camiseta blanca y vaqueros hechos jirones, que debía de ser el organizador del acto, apareció, diminuto, en el escenario, iluminado tan sólo por un escueto cañón de luz, mientras las dos gigantescas pantallas de vídeo, situadas a ambos lados de la plataforma de actuación, amplificaban su imagen hasta convertirlo en un coloso.

– ¡Tengo una pregunta para todos vosotros! -aulló el hombre, comiéndose el micrófono que había en medio del escenario-. ¡Una pregunta que me acaba de hacer John Winston!

Nada más escuchar el nombre del carismático líder de la banda, se escucharon aclamaciones desde distintas zonas del estadio. El hombrecillo continuó:

– John me ha preguntado… ¿HAY ALGUIEN AHÍ FUERA?

La pregunta tuvo la virtud de hacer bramar al unísono, en un ¡YEEEEEEEEEEEAAAH! ensordecedor, a las setenta mil gargantas que llenaban hasta la bandera el Santiago Bernabéu.

El maestro de ceremonias estuvo a punto de perder el equilibrio, ante la potencia formidable de la onda sonora que el público, al borde ya de la locura por la inminencia del concierto, había hecho llegar hasta él desde las gradas. Se podía percibir su miedo a ser borrado del mapa por un segundo tsunami sónico, porque vaciló antes de formular la siguiente pregunta, con la que tenía pensado provocar al público.

– Vale, hay alguien pero… ¿CUÁNTOS SOIS? -dijo al fin.

Menos mal que el maestro de ceremonias tuvo esta vez la precaución de agarrarse con las dos manos al pie del micrófono, porque si no, es seguro que el aire que movían aquellas setenta mil almas -y que a Perdomo, que había hecho prácticas con explosivos, le recordó a una onda expansiva- lo hubiera levantado del suelo como a la pluma deForrest Gump. Al inspector se le cayó su Walry de la cabeza cuando, al anunciar el maestro de ceremonias

– ¡Señoras y señores, THE WALRUUUUUUUUUUUUS! el público prorrumpió en un rugido final de acogida que coincidió con el salto al escenario de los cuatro miembros de la banda.