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3 Stormy Weather

John Winston, cantante, guitarrista y compositor de todos los temas de The Walrus, era un joven de veintisiete años, atractivo, rubio y atlético, que en el escenario sabía transmitir tanta energía como sentido del humor. A nadie sorprendió -pues se trataba de su indumentaria habitual- verle salir a actuar descalzo y luciendo un impoluto esmoquin blanco, sin camisa, que dejaba al descubierto un pecho y un abdomen completamente depilados y trabajados a conciencia en el gimnasio. En la mano izquierda -Winston era zurdo- llevaba un cigarro habano del tamaño de un salchichón, del que no se desprendió durante buena parte del concierto, a pesar de que resultaba evidente que el puro le ponía las cosas difíciles en los solos de guitarra.

Coincidiendo con el consabido y anhelado «¡Buenas noches, Madrid!» con el que los rockeros suelen saludar a la concurrencia en este tipo de actos, estalló un relámpago en forma de tenedor sobre el Santiago Bernabéu que a Perdomo le pareció el heraldo del diluvio universal. Lo que se escuchó a continuación no sonó ni remotamente parecido al ¡BRUUUM! con el que estallan los truenos: fue un chasquido eléctrico, de tal fragor y magnitud que los setenta mil espectadores allí congregados tuvieron por un momento el convencimiento de que el cielo se acababa de partir en dos sobre sus cabezas.

¡KRRRRRRRUAKATAKABRUUUUUUUUUM!

Los más viejos del lugar sólo recordaban otro aparato eléctrico de envergadura semejante en un concierto al aire libre, y había sido en 1982, durante el mítico concierto de los Rolling Stones en el Estadio Vicente Calderón.

El tema elegido por el grupo para empezar la actuación fueShaken, que se había convertido ya en uno de los clásicos de la banda. La canción, un rock and roll muy energético y bailable, estaba propulsada por una frase de la guitarra que se repetía decenas de veces a lo largo de la pieza.

– ¡Vaya pedazo de riff! -exclamó un tipo enjuto, con bigote a lo Freddy Mercury, que llevaba el torso desnudo y unos pantalones ajustados de lame dorado. Parecía un trapecista de circo venido a menos. Nada más comenzar a llover, se había acercado tanto a Perdomo que éste pensó que la meta final de aquel pervertido era la de acabar colándose dentro de su gabardina.

– ¿Riff? ¿Qué riff? -le preguntó el policía pensando que aquel curioso individuo se refería a algún tipo de droga de diseño que alguien estaba consumiendo en las inmediaciones.

– ¡El de ahí arriba, tronco! ¡Lo que está haciendo Winston con la guitarra! -vociferó el otro, para hacerse oír por encima de aquel vendaval de decibelios.

Y como viera que el inspector seguía con la misma cara de perplejidad que antes, el tipo se embarcó en una deslumbrante exhibición deair guitar, una forma de danza en la que el artista imita los movimientos necesarios para tocar una guitarra eléctrica. Al tiempo que asombraba a Perdomo con sus inverosímiles contorsiones, el falso trapecista comenzó a cantar con una voz tan gutural que no parecía humana las notas del ostinato de guitarra de Winston, una repetitiva frase que, como en decenas de otros grandes clásicos del rock, servía de motor rítmico-melódico a toda la pieza.

– ¡Yo he sido campeón de esto, colega! -repetía una y otra vez el hombre, que debía de estar evocando el año en que, efectivamente, había quedado en tercer lugar (y por tanto había pisado podio) en el Campeonato Mundial de Air Guitar que, desde el año 1996, se viene celebrando en la localidad finlandesa de Oulu. El pobre hombre aún sufría de vez en cuando pesadillas por culpa de un francés, que quedó en segundo lugar, y sobre todo por el japonés que se llevó el premio a casa y que obtuvo la máxima puntuación (¡un seis!) en las tres categorías que votaban los jueces.

A Perdomo le impresionó el hecho de que, al menos desde el punto de vista estrictamente circense, la manera de tocar de aquel joven era mucho más vistosa que la del verdadero Winston, pues aunque éste se movía con mucha gracia y agilidad por el escenario, no daba saltos mortales hacia atrás como su competidor aéreo, ni lanzaba la guitarra hacia arriba, como si fuera el carrete de un diábolo, para volver a atraparla con soltura al cabo de tres o cuatro segundos.

– ¡Cómo toco! ¿A que soy el copón? -se jaleó a sí mismo el improvisado guitarrista aéreo, un instante antes de ser derribado al suelo, de manera accidental, por dos voluntarios del Samur que llegaban a toda prisa para evacuar en camilla a una quinceañera que acababa de sufrir una lipotimia por aplastamiento contra la valla.

A los dos minutos de haber comenzado el concierto, llovía sobre el Bernabéu con la furia de un monzón tropical. Las gotas eran del tamaño de judías e impactaban como dardos de agua contra los sufridos rostros de los espectadores. Perdomo había sido motorista en su juventud, y la violencia con que la lluvia le estaba azotando la cara le recordó un accidentado viaje en moto que había hecho por Cataluña, durante la gota fría del 77.

Los cuatro miembros de The Walrus estaban perfectamente protegidos por la enorme marquesina del set de actuaciones -a diferencia de los Rolling Stones en el 82, que carecieron de ella-, pero al ver cómo los espectadores soportaban estoicamente los embates del viento y de la lluvia, con tal de no perderse ni un solo acorde del concierto, John Winston sintió mala conciencia, abandonó el cobijo que le proporcionaba la cubierta acristalada y empezó a caminar, con la guitarra colgando de un costado y el micrófono inalámbrico en la mano, por la pasarela que conducía al escenario B, una plataforma de actuación de reducidas dimensiones que la banda empleaba a veces para crear momentos de más intimidad y cercanía con el público.

A cada paso de Winston por la pasarela, los espectadores empezaron a corresponder con un ¡HEY!, como si fueran cosacos jaleando a un bailarín sobre la mesa de una taberna, y como al escocés le divirtió la iniciativa, fue acelerando las zancadas para crear unaccellerando musical por parte de aquella turba enloquecida.

¡HEY! ¡HEY! ¡HEY! ¡HEY! ¡HEY! ¡HEY! HEY ¡HEY HEYHEY!

A medida que iba avanzando hacia el escenario B, Winston se sintió en deuda, una vez más, con Bono, líder de U2, pues la primera vez que había visto emplear en directo ese tipo de plataforma había sido precisamente al irlandés durante la gira Zoo TV del 92. El escenario de aquel show, tal vez el más mastodóntico que se hubiera puesto jamás en pie en la historia del rock, había contado con 36 monitores de vídeo, innumerables cámaras de televisión, dos puestos de mezcla separados, 26 micrófonos, 176 altavoces y 11 automóviles laboriosamente pintados, varios de ellos suspendidos sobre el set de actuaciones, todo lo cual había necesitado un millón de vatios para funcionar. A Winston, aquella sensación de sobrecarga sensorial que Zoo TV había buscado deliberadamente no había terminado de convencerlo, pero en cambio sí le había parecido un hallazgo extraordinario la plataforma B, desde la que, como en una isla rodeada de público por todas partes, un músico podía conmover a setenta mil personas con una balada, empleando solamente su voz y el etéreo sonido de una guitarra Taylor. Era ese contraste entre lo eléctrico y lo acústico lo que Winston había decidido copiarle a Bono, por más que otros grupos -desde los Stones a los Aerosmith, pasando por Bon Jovi, Coldplay e incluso Mariah Carey- se hubieran servido con éxito del escenario B, en un momento u otro de sus ya dilatadas carreras.

Como seguía lloviendo torrencialmente, Perdomo temió que el guitarrista pereciera electrocutado, pero el instrumento estaba conectado por un dispositivo remoto al sistema de amplificación y el músico no corría peligro en ningún momento. El gesto solidario de Winston -si vosotros os mojáis, yo también- entusiasmó al público, pero aún hubo otra sorpresa mayor cuando, al terminar el breve solo de batería de Charlie Moon, el percusionista del grupo, el líder de The Walrus empezó a cantarQue llueva, que llueva, una canción infantil española de la que nadie se explicaba cómo el escocés había oído siquiera hablar. Los espectadores entendieron inmediatamente que lo que Winston pretendía era dialogar musicalmente con ellos y empezaron a responder a cada frase del cantante con la que correspondía a continuación. Todo ello ejecutado al compás del frenético bombo de Charlie Moon, que había establecido una cadencia cercana a las ciento sesenta pulsaciones por minuto.

– ¡Que llueva, que lluevaaaa! -cantaba Winston.

– ¡La virgen de la cuevaaaa! -respondía el público.

– ¡Lospajaritas cantan! -aquí el error gramatical hizo estallar en carcajadas a algunos.

– ¡Las nubes se levantan! -contestaba el respetable.

Perdomo aún no tenía claro si el temaShaken le gustaba o no, o si el riff que lo acompañaba era, como afirmaba la revista Rolling Stone, uno de los más ingeniosos y pegadizos de la historia del rock. Pero tuvo que rendirse a la evidencia de que la llamada «música del diablo», en directo e interpretada por músicos de tanta categoría como los cuatro integrantes de The Walrus, era la forma de comunicación más poderosa y vigorizante que él hubiera presenciado jamás. El policía se remangó la gabardina y al mirarse el antebrazo comprobó que aquel incontenible despliegue de energía eléctrico-vocal le había puesto la carne de gallina.

Tuvo que hacer un auténtico esfuerzo para moverse de la zona privilegiada que había logrado alcanzar y continuar su batida en busca del búlgaro, pues aquel espectáculo de luz y sonido había comenzado a ejercer un efecto verdaderamente hipnótico sobre él. ¡Qué diferencia con los conciertos de música clásica a los que se había acostumbrado a asistir desde hacía un año con su hijo Gregorio! En el Auditorio Nacional, los músicos apenas se relacionaban con el público y vestían atuendos decimonónicos. A pesar de que muchas piezas de música clásica le parecían fascinantes -desde elVals triste de Sibelius al Concierto para violín de Mendelssohn-, el almidonado ceremonial y la envarada puesta en escena de los auditorios le sacaban de sus casillas. ¿Por qué no se podía aplaudir, por ejemplo, al final de un solo de violín vertiginoso o acompañar con palmas un pasaje particularmente rítmico en una sinfonía? En el célebre concierto de Año Nuevo, que retransmitían todos los 1 de enero por televisión, durante la Marcha Radetzky, los espectadores se soltaban la melena y los resultados eran magníficos. ¿Por qué, en suma, al público no sólo no se le permitía participar en la música a lo largo de dos horas de concierto, sino que se le impedía expresarse libremente cuando algún pasaje musical despertaba su admiración?

– Nos estamos haciendo cada vez más carcas, señor Perdomo -le había confesado en cierta ocasión, lleno de vergüenza, el profesor de violín de su hijo en el conservatorio-. Eso de que no se pueda aplaudir entre los movimientos, ¿cuándo se ha visto? ¡Eso es un invento de nuestro tiempo! En el XIX, cuando vivían los grandes (le estoy hablando de Brahms y de Beethoven) no solamente se podía aplaudir al final de un solo de piano, por ejemplo, sino que los músicos consideraban un fracaso que el público no lo hiciera. Hay una carta muy famosa de Mozart a su padre en la que le dice, muy orgulloso, que los espectadores le han aplaudido a rabiar al final de un pasaje especialmente difícil, en mitad del primerallegro. Ahora en cambio la gente está tensa, preocupada… ¡a ver si voy a meter la pata! Se toca una propina y el director de orquesta ni siquiera se toma la molestia de volverse hacia el público para decirle qué pieza se va a interpretar. Con un ritual tan encorsetado, ¿cómo queremos que la música clásica no se muera?

A escasos metros de allí, Rafi Stefan, alias Ivo, llevaba varios minutos observando atentamente cada movimiento del inspector Perdomo.