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51 Sticky Fingers

Tras la reunión con Guerrero y Villanueva, Perdomo llamó a Amanda, que le había estado telefoneando insistentemente a lo largo del día. Tras el ataque que había sufrido hacía pocas horas a manos de su amante homosexual despechada, el inspector mantenía una actitud ambivalente hacia la periodista, pues había llegado a la conclusión de que su círculo de amistades resultaba francamente peligroso. Pero la investigación del asesinato de Winston caminaba en esos momentos por unos derroteros que hacían necesaria, por no decir indispensable, su participación en el caso. Perdomo no había olvidado una de las últimas informaciones que le había aportado Guerrero, relativa al contenido de la cásete hallada en la habitación de Winston, y necesitaba la opinión de una especialista en la materia.

– Quiero que escuches esa cinta cuanto antes -le dijo a la reportera- y me digas todo lo que puedas acerca de su contenido.

Amanda, que se había sentido injustamente marginada de la investigación en las últimas horas, se hizo de rogar.

– La verdad es que esta tarde me viene fatal -dijo aparentando indiferencia-. Como te dije anoche durante la cena, he vuelto, cual hija pródiga, al mundo sibarita del vinilo, y me acaban de llamar de La Vitrola para avisarme de que acaba de llegar mi pedido.

Perdomo se quedó sin saber qué decir. Amanda se había desvivido desde el primer momento por participar en las pesquisas policiales, pero en esos instantes le hablaba con voz distante y fría, y ni siquiera demostraba curiosidad por conocer el contenido de la cásete.

– Tal vez sea una prueba importante para poder resolver el caso -insistió Perdomo, para tratar de encelarla-. Me han dicho que se trata de una canción de John Lennon.

– ¿Y qué tiene de extraño? -respondió la reportera-. Winston era fan absoluto de Lennon.

La estudiada actitud de Amanda empezaba a sacar de quicio al inspector.

– ¿Te parece normal que la cásete estuviera dentro de una caja fuerte? Y si era para escucharla, ¿por qué estaba en formato cásete, si hace tiempo que ya no se ve ni una en el mercado?

– No lo sé -respondió la periodista simulando desinterés-. Seguro que la Policía Científica tiene gente sobradamente preparada para resolver esos y otros enigmas.

La frase sonó tan forzada a los oídos de Perdomo que delató a la periodista.

– Te mueres por escuchar la grabación, ¿no? -dijo el inspector-. Pero por alguna razón que no alcanzo a comprender, tratas de hacerme creer que te has desmarcado del caso.

Amanda decidió, al fin, poner la cartas boca arriba.

– ¡Te he telefoneado por lo menos diez veces esta mañana, para que me dijeras qué narices te ha contado Anita, y ni siquiera te has dignado devolverme la llamada! Y ahora, como me necesitas, vienes a mí, casi exigiendo que te ayude. ¡Pues vas a tener que suplicarme, Perdomito!

– Sabes que ése no es mi estilo -contestó muy digno el inspector.

– Pues al menos -replicó la periodista- podrías echarme una mano con los vinilos. Me han llegado cerca de doscientos discos, ¡y no quiero ni imaginarme lo que pesará todo el lote, embalado en una o dos cajas!

– Me parece justo -admitió Perdomo-. Yo te acompaño a la tienda a por los vinilos y te ayudo a subirlos a tu casa, y tú me das tu opinión de experta acerca de la canción.

Una hora más tarde, Perdomo y Amanda aparcaban el coche a una manzana de distancia de La Vitrola, la tienda de músicavintage más famosa de la ciudad. Por fuera no parecía gran cosa: una pared de ladrillo con un pequeño escaparate, a través del cual apenas se veía el interior, ya que el propietario había fijado, con cinta adhesiva transparente, infinidad de anuncios en los cristales. En uno decía: techno, hip hop, rap, house, dance; en otro podía leerse: convertimos tus cd en vinilos, 45 y 33 r.p.m, y así hasta dos docenas más de carteles. Antes de entrar, Perdomo pegó el hocico al cristal, para espiar el interior de la tienda, y comprobó, con sorpresa, que las dimensiones del establecimiento eran considerables. La música ambiental estaba tan alta que podía oírse desde fuera. Lo que estaba sonando era Shaken, en la ya mítica versión de The Walrus.

Una vez dentro, Perdomo y Amanda tardaron en ser atendidos, ya que el dependiente, un tipo de largas greñas negras, vestido con chaleco de cuero negro tachonado, botas militares y vaqueros ajustados, estaba con otro cliente. El policía y la periodista se dedicaron, para hacer tiempo, a curiosear por la tienda. Mientras que Amanda se decantó por los anaqueles de rock progresivo, a Perdomo le llamó la atención un cajón con los discos que habían sido modificados durante el franquismo, a fin de poder lograr el beneplácito de la censura. Por ser objetos muy codiciados, los precios de aquellos vinilos censurados se habían puesto por las nubes. El inspector escogió uno al azar y comprobó que se trataba de la versión española deWho's next, de The Who, en la que los cuatro rockeros, descendiendo de un montículo, después de haber orinado contra un gran bloque de hormigón, habían sido sustituidos por una foto de escenario. Perdomo se fijó en la etiqueta en la que venía el precio y se quedó helado: 300 euros. Como si aquella cantidad le quemara los dedos, guardó a toda prisa el disco de The Who y extrajo otro de la cajonera. Se trataba del LP Sticky Fingers, de los Rolling Stones, que había aparecido en España en 197E La portada original, diseñada por Andy Warhol, en la que se veían unos vaqueros con una cremallera real -que podía bajarse para ver los calzoncillos en el interior- había sido sustituida por una lata de melaza, de la que emergían unos dedos pegajosos de mujer. La canción Sister Morphine también había sido censurada y reemplazada por el tema Let it rock. Los propietarios de La Vitrola habían incluido toda esta información -además de una miniatura de la auténtica portada- dentro de la funda de plástico que protegía el disco, de manera que los potenciales clientes pudieran comparar la versión original con la censurada. Amanda se acercó en ese momento, nerviosa, a Perdomo con un ejemplar de Dark Side of the Moon, de Pink Floyd, que acababa de encontrar en la sección de rock progresivo.

– ¡Es la versión cuadrafónica! -exclamó-. ¡Pensé que estaba descatalogada!

– ¿No te han atendido todavía? -preguntó el policía-. Te recuerdo que tenemos algo importante que hacer y no podemos tirarnos aquí toda la tarde.

Amanda se encogió de hombros.

– El dependiente -dijo- está con una pelmaza que no sabe distinguir a Yes de Génesis, ¿qué le vamos a hacer? -Señaló el disco de los Rolling Stones-. ¿Sabes? Mucha gente piensa que elpaquete que se ve en la portada original de Sticky Fingers es el de Mick Jagger, pero en realidad se trata de Joe D'Allesandro, el mito erótico del cine underground de los sesenta. Estaba tan bueno que me lo tiraría incluso ahora, que ya es una piltrafa.

El encargado de la tienda parecía haberse zafado ya de la dienta pesada y se acercó, contoneándose hasta ellos al compás de la música. Llevaba gafas oscuras redondas, a lo Ozzy Osbourne, mascaba chicle y hablaba tan despacio que parecía que estuviera drogado.

– Mi jefe tiene las cajas con tus vinilos en la oficina -anunció el de la tienda, con una voz tan cascada que parecía la de Tom Waits-. ¿Has traído coche?

– No, si te parece me los llevo a casa en bolsas de supermercado -se burló la reportera-. Claro que he traído coche, y también un fornido ayudante -señaló a Perdomo- que me va a ayudar a cargarlos en el maletero. ¡Pero espero que tengas por ahí al menos una carretilla, para poder sacarlos de la tienda!

Perdomo y Amanda acompañaron al empleado hasta la oficina y se quedaron de una pieza al encontrarse con que el encargado de La Vitrola no era otro que el subinspector Villanueva.

– ¿Eres tú, verdad? -preguntó Perdomo entre incrédulo y divertido-. Quiero decir que no eres ningún clon luminoso del subinspector que yo conozco.

Villanueva se puso en pie de un salto, como un alumno cogido en falta por el director del colegio. Se le notaba visiblemente incómodo, hasta el punto de que, al incorporarse, hizo caer al suelo la mitad de los albaranes que estaba revisando.

– ¿Qué… qué haces aquí? -balbuceó mientras volvía a colocar sobre la mesa el montón de papeles que había derribado.

– Eso pregunto yo -replicó Perdomo-. ¿Qué haces tú aquí? ¿Tan poco te pagamos en la UDEV como para que te tengas que buscar un sobresueldo?

– Esto -dijo, haciendo un amplio gesto con la mano, como para abarcar la tienda entera- es… propiedad de mi cuñado. De cuando en cuando le hago a él y a mi hermana el favor de quedarme al cuidado de todo, para que se puedan ir al cine. Si no, entre el trabajo, los cinco hijos que están criando y la delicada salud de mis padres, que están para el arrastre, jamás podrían estar juntos. El problema fundamental es que el dependiente que tienen… bueno, ya le habéis visto, no se entera de gran cosa, y no le quieren dejar solo.

– ¡Por eso estabas tan al día en temas musicales! -exclamó Perdomo-. ¡Ahora lo entiendo todo!

– Lo cierto -aclaró Villanueva- es que a mí siempre me ha gustado el rock, y por eso no me costó nada decirle que sí a mi hermana. También es verdad que desde que vengo por aquí, estoy mucho más puesto, claro.

– Te presento a Amanda -dijo Perdomo-, la periodista de la que te hablé y que me está ayudando en la investigación.

El subinspector y la reportera intercambiaron un afectuoso saludo y a continuación Villanueva preguntó, señalando las dos cajas de discos:

– ¿Todo este lote es tuyo?

– Todo para mí -afirmó con orgullo Amanda-. He decidido recomponer mi colección de vinilos.

El subinspector movió afirmativamente la cabeza varias veces, mordisqueándose el labio inferior, en un gesto en el que se mezclaban a partes iguales la envidia y el reconocimiento.

– Te llevas laáreme de la créme del pop de los setenta. ¡Enhorabuena! -Se rascó la cabeza, como para terminar de alumbrar una idea y luego añadió-: No está mi cuñado, pero no importa. Una dienta de tu categoría merece una atención por parte de La Vitrola. ¿Hay algún disco en la tienda que te…?

– ¡ElSticky Fingers censurado! -exclamó Amanda, que parecía haber estado esperando el ofrecimiento desde hacía rato-. Me muero por tenerlo. ¡Muchas gracias!

– Eso está hecho -dijo Villanueva.

El subinspector les pidió que le acompañaran hasta la sección de discos prohibidos durante el franquismo y buscóSticky Fingers en la cajonera. Revisó los vinilos de adelante hacia atrás, las carpetas hicieron chak, chak, chak al amontonarse las unas sobre las otras, llegó al final del recorrido, los volvió a revisar en el otro sentido y no encontró lo que buscaba. Repitió la operación un par de veces más, cada vez en un estado de alarma mayor, hurgó incluso en media docena de cajoneras contiguas, pero la versión franquista del mítico disco de los Rolling Stones había volado de la tienda.

– ¡Mi cuñado me va a cortar los cataplines! -dijo aterrado Villanueva.

– ¡Seguro que ha sido la pelmaza! -exclamó Amanda-. ¡Me dio mala espina desde que la vi! ¡Lástima! Si esa mujer hubiera sabido que el encargado de la tienda es un subinspector de homicidios, no se hubiera animado a robar el disco.

– Quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón -dijo Perdomo-, pero ¿qué tiene quien roba a un policía?

– ¡Cien años años en comisaría! -sentenció lleno de ira Villanueva.