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54 The way you look tonight

Cuando sólo le quedaban cien metros para llegar al restaurante donde había quedado citado con Tania, Perdomo recibió una llamada del instructor Chaparro, que atendió a través del manos libres.

– Me telefoneó una ayudante tuya hace un par de horas, una tal Amanda Torres -comenzó diciendo el puertorriqueño-. ¿Puede ser?

Perdomo sintió cómo le invadía una oleada de indignación. La periodista había vuelto a extralimitarse y a tratar de conseguir información por su cuenta, sin que él le hubiera concedido permiso. Tendría que haberla mandado a paseo después de la brutal agresión de su ex novia.

– Sí, puede ser -respondió Perdomo, fingiendo que estaba al corriente de la llamada.

– Me ha parecido simpatiquísima -comentó Chaparro-, hasta me dio su cuenta de Messenger para que chateáramos un rato, a la noche. Sin embargo, como no me habías contado nada acerca de ella, le dije que no podía suministrarle información hasta no haber hablado contigo. Siento si esto te ha causado algún trastorno,man.

– No, hiciste bien -le felicitó Perdomo-. Y es mejor que siempre hables directamente conmigo, porque aunque Amanda es de toda confianza -mintió-, prefiero escuchar las noticias frescas de primera mano. ¿Qué tienes?

– Chapman se ha derrumbado -aseguró el instructor-. No hay marine, no hay viajes astrales, no hay nada de nada. Los federales lo han interrogado durante ocho horas seguidas y ha confesado que se lo inventó todo.

Perdomo no sabía qué decir. ¿Todo era un invento? No podía ser, pues había algo en la historia de Chapman que sonaba inequívocamente verídico.

– Pero ¿cómo supo que el crimen había sido cometido con su revólver? -preguntó, ansioso.

– Se lo oyó decir a un interno de Attica. -Entiendo -dijo Perdomo, tratando de atar cabos. -Ya te dije -continuó Chaparro- que aunque es un preso un poco especial, el tipo tiene contacto con otros internos. El problema ahora es que Chapman se niega a decir al FBI quién le contó que el revólver había sido robado.

– ¡El preso que se lo contó le ha debido de amenazar de muerte! -conjeturó el inspector-. ¿Ha dicho al menos si le están presionando?

– No, Chapman ha confesado que inventó esa historia del viaje astral para adquirir notoriedad, pero el FBI no le ha podido sacar de ahí. ¿Sabes lo que creo? Que con ayuda de su abogado va a tratar de negociar su libertad condicional. A cambio de confesar quién le proporcionó la información sobre el revólver, intentará que el Parole Board le ponga en la calle en la próxima ocasión. Puede ser un tira y afloja que dure varias semanas, porque para que Chapman salga a la calle, alguien va a tener que pasar por encima del cadáver de Yoko Ono. Y la japonesa es una mujer muy rica y con multitud de contactos -concluyó el instructor.

Nada más colgar, Perdomo se dio cuenta de que se había distraído tanto hablando con Chaparro que se había pasado de la calle donde estaba el restaurante. Aprovechando que no había municipales a la vista, el inspector efectuó un giro prohibido de ciento ochenta grados, en el que las ruedas de su coche chirriaron como si iniciara una persecución policial, y se encaminó a su encuentro con Tania. Tuvo que desoír una voz interior, que le aconsejaba no acudir a aquella cita.

Además de la crisis actual, Perdomo había tenido ya en el pasado varios desencuentros con Elena, incluyendo una separación de tres meses. Pero tenía claro que seguía atraído hacia ella y que no deseaba perderla definitivamente. Las reconciliaciones habían sido posibles hasta el momento porque, durante sus épocas de distanciamiento, ninguno de los dos había tratado de encontrar otra pareja. A pesar del mutuo enfado, se había establecido entre ambos un pacto tácito de fidelidad en la distancia. Los dos habían sentido la necesidad de vivir un tiempo en soledad, para descubrir hasta qué punto se echaban de menos, para darse cuenta de si realmente podían vivir el uno sin el otro. Perdomo había bautizado aquellos períodos de descanso en la pareja como un barbecho emocional. Igual que se deja sin cultivar la tierra durante un tiempo, para que el suelo no se empobrezca, los amantes -argüía él- deben cesar de tener relaciones por un período determinado, al objeto de reencontrarse después con el alma cargada de recursos. Pero si retomaba la relación con Tania -algo que podía suceder incluso aquella misma noche-, las posibilidades de volver con Elena, cuando a ésta se le pasara el enfado, se reducían al mínimo. ¿Para qué meterse, entonces, en camisa de once varas?

«De momento no tiene por qué enterarse», se dijo, tratando de silenciar la voz que le aconsejaba abortar el reencuentro con la forense. ¿Qué era lo que le tenía tan enganchado a la trombonista? El sexo con Elena era bueno, sí, pero no excepcional. Dejando a un lado el hecho de que ella era muy difícil de complacer en la cama -o como lo hubiera dicho un sexólogo, que tenía una curva de excitación muy lenta-, la conexión entre ambos era más bien de actitud ante la vida y de afinidad cultural. A Elena y a él solían gustarles las mismas películas, los mismos libros, las mismas canciones. ¡No! ¿Qué estaba diciendo? «No inventes, Perdomo, a Elena le encantó la última película de David Lynch, que a ti no te produjo ni frío ni calor, y se pasa la vida escuchando discos chill-out del Buddha Bar, que jamás te han interesado. Elena y yo estamos condenados a entendernos por una razón aún más poderosa, y es que detestamos las mismas cosas y a las mismas personas. Es el odio lo que nos une, y no hay nada más fuerte que el odio.» Perdomo sonrió al recordar una frase que le había dicho Elena una vez, nada más conocerse: «Cuando se odia, hay que hacerlo con la misma intensidad con que lo hace Madonna». La cantante estadounidense detestaba a Mariah Carey, hasta el punto de que había llegado a afirmar: «Si yo fuera Mariah Carey, me suicidaría».

Mientras aparcaba, y como homenaje a la mujer a la que sentía que estaba a punto de traicionar, Perdomo hizo una lista mental de las cosas que Elena y él más habían detestado al unísono, durante el último año en pareja. Con más calma, hubiera podido encontrar hasta un centenar, pero en la inmediatez del momento, le vinieron a la memoria no menos de diez:

1. El reggaeton.

2. El buenismo, es decir, esa actitud de la gente que opina que todo el mundo es bueno.

3. La progresiva robotización de las centralitas. ¡Ya era prácticamente imposible tener un diálogo por teléfono con un ser humano!

4. La gente que se pone a hablar en el AVE por el móvil, para hacer ostentación de lo indispensable que es en su trabajo.

5. Los automovilistas ansiosos, que te pegan el morro en carretera, cuando ven que no te pueden adelantar.

6. Los programas de televisión con gente encerrada en alguna casa, academia, etc.

7. Las parejas que se llaman entre sí «gordi», «churri», «chiqui», «cari» o «peque».

8. El laísmo, sobre todo en la expresión «La dije cuatro frescas», y el leísmo, sobre todo aplicado a los coches: «Le tengo aparcado enfrente del portal».

9. Los bancos que te aseguran que lo importante es la relación con el cliente y luego atan el bolígrafo de la ventanilla a una cadena, porque no se fían de ti.

10. Los tratamientos que prometen eliminar la grasa superflua en diez días y sin hacer ejercicio.

Perdomo entregó las llaves del vehículo al guardacoches y después de comprobar que llevaba bien abrochada la americana y que la camisa no se le había salido por fuera del pantalón, entró al restaurante.

Tania estaba sentada en la única mesa situada cerca de la ventana y vestía un traje de cóctel plateado, muy elegante, de cintura alta y tirantes muy finos. La forense sabía que tema los hombros bonitos y había decidido que, en aquella noche de reencuentro con Perdomo, había que sacarles todo el partido posible. Además del atuendo, que resultaba de lo más seductor, el segundo detalle que indicó al inspector que no tendría que esforzarse mucho para llevarse a Tania a la cama fue que ésta le recibió besándole en los labios. Todo hacía presagiar una noche romántica. Sin embargo, nada más sentarse a la mesa, la forense le espetó:

– Prefiero decírtelo cuanto antes, para que no te hagas ilusiones. ¿Estás preparado para que te dé la mala noticia de esta noche?

Perdomo pensó que se refería al sexo, así que el anuncio de Tania le hizo sonreír.

– Esta cena de reencuentro corre de mi cuenta -aseguró ella con gran determinación-. Dime que estás de acuerdo y que no voy a tener que forcejear durante media hora con el maitre al final de la cena, para que acepte mi tarjeta de crédito, en vez de la tuya.

– ¿Y si me niego? -preguntó él, para provocarla.

– En ese caso -respondió muy decidida la forense-, me levanto y me voy.

– ¿Por qué es tan importante para ti invitarme a cenar? -quiso saber el policía. Su tono de voz era cordial, lo que indicó a la mujer que acababa de ceder a sus pretensiones.

– Te he devuelto el principal del préstamo cubano, pero no los intereses -le aclaró-. Después de esta noche, estaremos realmente en paz.

Perdomo soltó una pequeña carcajada al escuchar a la forense expresándose en lenguaje bancario.

– ¿Ése es el sentido de esta cena? ¿Acallar tu mala conciencia? -inquirió luego.

– Por supuesto, ¿qué pensabas? -dijo la otra muy seria-. ¿Que he montado esta cena para seducirte?

– Te dejo pagar, no tengas problema -le aseguró el inspector, cada vez más convencido de que, después de la cena, Tania le invitaría a tomar una copa en su casa-. Y es bueno que me lo hayas dicho antes de solicitar los platos, porque pienso pedir lo más caro.

– Pide lo que quieras, no me das ningún miedo -respondió la mujer, desafiante-. Sobre todo porque estoy convencida de que muy pronto empezaré a ganar más dinero que tú.

Les interrumpió el maitre, un hombrecillo pequeño y dicharachero, aunque, ciertamente, no muy agraciado. De hecho, su aspecto físico era tan inquietante que Tania comentó que había visto criaturas más feas, pero tan sólo en la trilogía deEl señor de los anillos. Eso provocó, a su vez, que Perdomo recordara haber leído un estudio muy sesudo de la Universidad de Oxford, que sostenía que los hombres feos producían mayor cantidad de esperma que los apuestos. Según la encuesta, los hombres atractivos aguantan y reducen, de manera instintiva, la cantidad de esperma en cada encuentro, sabedores de que habrán de dosificarse ante el gran número de mujeres que les requieren. En cambio, los poco agraciados son conscientes de todo lo contrario. La teoría hizo que Tania estallara en carcajadas.

El maitre les recomendó entremeses a la catalana como entrante y arroz con gamba roja de Palamós de plato principal. A ambos les hubiera apetecido, tal vez más, probar la butifarra o elbacallá al forn, pero con tal de perder de vista lo antes posible a aquel Quasimodo con esmoquin, la pareja le dijo que sí a todo.

Una vez que el maitre se hubo alejado en dirección a la cocina, Perdomo se quedó observando a Tania en silencio, como si la estuviera diseccionando con la mirada, lo que provocó un ataque de timidez por parte de la forense.

– No me has dicho si estoy guapa o estoy fea -musitó la mujer, sin animarse a levantar la mirada.

– Eso es precisamente lo que iba a comentarte -respondió Perdomo-. Ahora que te veo ahí, con ese maravilloso vestido y esa sonrisa tan… bueno, ya sabes, tan tan, me estaba preguntando cómo es posible que hayas elegido ser forense.

– Me decepcionas, Raúl -Tania era quizá la única persona de su entorno cercano que le llamaba por el nombre de pila, en vez de por el apellido-; eso es un lugar común, un comentario que vengo oyendo desde que anuncié en mi casa que quería dedicarme a esto. «¡Con lo bonita que eres, pasarte el día entre cadáveres!», me repetían una y otra vez todos los amigos de mis padres. Y yo pregunto: ¿por qué la gente encuentra tan distinta la medicina forense de la clínica? Como si los médicos que vosotros llamáis normales no vivieran a diario experiencias tan supuestamente desagradables como las nuestras. Y digo supuestamente porque para mí no hay nada tan excitante como trabajar con los muertos. ¿Tú te imaginas lo que soporta a diario, por ejemplo, un proctólogo?

– Me has ido a citar un caso extremo -argüyó Perdomo-. La mayoría de los médicos no trabajan en medio de un hedor tan insoportable como el que despiden tus pacientes.

– ¡No lo dirás por los podólogos! -replicó la mujer, antes de soltar una carcajada-. Durante el segundo curso de posgrado salí con uno que se tenía que poner Vick VapoRub bajo las fosas nasales para poder atender a su clientela.

Perdomo rió con la anécdota, que tenía todo el aspecto de ser inventada, y decidió sacar a colación el tema económico.

– ¿Por qué has dicho antes que pronto ganarás más que yo? ¿Es que tienes una herencia a la vista?

– Si fuera así, ¿te molestaría? -preguntó Tania, haciéndose la misteriosa.

– En absoluto.

– No hay herencia que valga -reveló-. Te lo he dicho porque estoy haciendo un curso de tanatopraxia, impartido por el doctor Jean Monceau. ¿Has oído hablar de él?

– Por supuesto -repuso Perdomo-. Es el tanatopractor de las estrellas. Fue quien preparó los cuerpos de lady Di, de Nureyev, de Bette Davis, de Jacques Cousteau y de tantos otros, ¿no?

– El mismo. ¿Y tú, cómo estás tan puesto?

Perdomo dudó unos instantes, antes de confesarle su insólita adicción alHola, pero ya iba por la segunda copa de vino y le costó reprimirse. Para su sorpresa, la forense no hizo el menor comentario al respecto.

– ¿Piensas dejar el juzgado y pasarte a la práctica privada? -preguntó Perdomo.

– Percibo cierto tono de reproche en la pregunta -se lamentó la forense-. Como si dijeras: «¿Piensas dejar de ser una servidora pública para dedicarte sólo a ganar dinero?».

Perdomo estaba atónito. Él no había tratado de insinuar nada en ese sentido. ¿Por qué Tania estaba tan belicosa?

– No sé por qué te has empeñado -dijo- en pensar que no quiero que ganes más dinero. A mí me encanta que le vaya bien a la gente a la que aprecio.

– Lo sé, estaba tomándote el pelo -se justificó Tania-. No es sólo una cuestión económica, el trabajo de Monceau me tiene fascinada.

– ¿Qué hace exactamente, los momifica?

– No, sólo los pone presentables, para que los familiares se puedan despedir del muerto de la manera menos traumática posible. Dice que es muy importante que la gente vea al difunto, para comenzar el proceso de duelo lo antes posible, y que aquí en España eso se suele evitar por costumbre, lo que retrasa el trabajo psicológico de recuperación.

– Si dejas el juzgado, te echaremos de menos -dijo Perdomo, cogiéndole la mano durante un instante-. Eres una gran forense y la autopsia de Winston ha sido impecable.

– ¿Qué tal va la investigación? -se interesó Tania, aunque lo que quería preguntar, en realidad, era: «¿Por qué has retirado tu mano de la mía?».

– Acaban de darme la noticia de que Chapman no encargó el asesinato -reveló Perdomo-. Pero hay alguien, dentro de la prisión de Attica, que sí está directamente implicado, alguien que sabía que el asesinato de Winston se cometió con el mismo revólver que mató a Lennon. También tenemos otra línea de investigación, la de un pirata informático, que tal vez esté conectada con la primera.

Antes de que llegaran los platos, Tania se levantó para ir al aseo y cuando regresó halló a Perdomo inquieto y con expresión preocupada.

– ¿Qué ocurre? -preguntó la mujer-. ¿Hay novedades sobre el caso?

– No, no es nada -mintió el inspector-. Ya se me pasará.

Pero Tania era una mujer muy observadora, y al cabo de un par de minutos se dio cuenta de que Perdomo inclinaba periódicamente el cuerpo hacia un lado, para mirar por encima de su hombro, en dirección a una mesa situada justo detrás de ella. La mujer se giró con la excusa de llamar a un camarero y pudo ver que, a su espalda, estaban cenando dos mujeres, de entre cuarenta y cuarenta y cinco años.

– ¿Alguien conocido? -preguntó la forense, que no estaba dispuesta a fingir que no se había percatado de la situación.

Perdomo trató de quitarle importancia al asunto, pero era un actor lamentable.

– Me ha parecido reconocer a una antigua compañera de colegio -respondió con un susurro, mientras le hacía un gesto a Tania para que bajara la voz.

– ¿Por eso estás tan blanco, como si hubieras visto al mismo demonio? -se burló la forense.

Perdomo refunfuñó por el hecho de que Tania le estuviera extrayendo la verdad con fórceps, pero deseaba tener una cena lo más amigable posible y se rindió a su interrogatorio.

– La más joven de las dos -su tono era prácticamente inaudible, lo que llevó a Tania a tener que inclinarse sobre la mesa- es una amiga íntima de mi ex.

Tania sabía que no debía ser indiscreta, de modo que abrió el bolso y sacó un pequeño espejo de maquillaje, con el que pudo localizar a su objetivo sin tener que volverse, mientras fingía empolvarse la nariz. Las dos amigas conversaban animadamente, ajenas por completo al escrutinio del que estaban siendo objeto.

– Las veo -dijo-. ¿Y por qué te preocupan tanto?

– No me preocupan -protestó Perdomo, indignado por el hecho de que Tania fuera capaz de interpretar tan certeramente sus gestos e inflexiones de voz. Se sentía tan incapaz de ocultarle información como un cadáver abierto en canal, encima de su mesa de disección.

– ¿Cuál es la situación exacta, Raúl? -dijo por fin la forense, cambiando el tono festivo por uno de gran seriedad

– .¿Has roto con esa mujer o no? No me gustaría hacer el ridículo esta noche, y mucho menos sentirme utilizada.

– ¿Utilizada? -dijo él-. ¿En qué sentido?

– Somos adultos -respondió Tania-, no hace falta que te lo explique, ¿no? Ahora esa mujer le contará a su amiga que te ha visto cenando en actitud romántica con una bella mulata (que soy yo) y eso provocará una reacción por parte de… lo siento, he olvidado el nombre de tu ex… que a ti te colocará en una situación inmejorable para negociar los términos de la reconciliación.

Una hora y media más tarde, Perdomo y Tania entraban sigilosamente en casa de esta última (para no despertar a la niña) después de una cena que había resultado impecable sólo desde el punto de vista estrictamente gastronómico. Para conseguir ser declarado inocente de los cargos de manipulación psicológica, Perdomo tuvo que emplearse a fondo. Le explicó a Tania que el restaurante lo había elegido ella, por tanto, ¿cómo podía acusarle a él de haberla arrastrado hasta un local habitualmente frecuentado por Elena o por alguna de sus amigas para que los vieran juntos? La tesis de la forense era que Perdomo quería provocar un ataque de celos en su ex, para que ésta, herida en su amor propio, intentara una maniobra de reconquista. Él se defendió argumentando que, si de verdad hubiera pretendido que Elena supiese de la existencia de Tania, habría sido infinitamente más seguro y eficaz invitarla a cenar en su casa, para que la viera su hijo Gregorio. El chico seguía manteniendo una relación excelente con la trombonista, y no hubiera tardado ni veinticuatro horas en comunicarle la existencia de una rival. A la pregunta de si la relación había terminado o no, Perdomo respondió con evasivas.

– Sólo te diré -le había asegurado a la forense en el restaurante, mientras ésta abonaba una factura más que abultada- que cuando hace unas semanas Elena salió por la puerta de mi casa, me anunció que no quería volver a verme nunca más.

Lo que el policía calló era que, en las tres rupturas precedentes, Elena le había mandado a paseo con expresiones muy similares, y sin embargo siempre habían acabado reconciliándose.

Tania pagó a la canguro y cuando ésta se fue, invitó a Perdomo a que pasara a la alcoba de su hija, Estela, que acababa de cumplir tres años. La criatura dormía plácidamente y la pareja estuvo contemplándola durante un rato. La forense le contó que, a raíz de su separación, ella había temido que empezaran a aparecer terrores nocturnos, pero que de momento nada de eso había ocurrido. Finalmente, apagaron la luz y pasaron a la sala de estar.

Tania se preparó un daiquiri y luego le sirvió a Perdomo el gin-tonic que había pedido. La mujer le preguntó qué música le apetecía escuchar y el inspector respondió que cualquier cosa menos las tres erres: reggaeton, rap o rock and roll.

– Eso nos deja bastante donde elegir -dijo la forense, mientras se acercaba a una torre de metal y madera en la que estaban colocados los CD-. ¿Conoces a un pianista de jazz de mi país que se llama Gonzalo Rubalcaba? Tiene un disco maravilloso, grabado en directo en Estados Unidos, tituladoImagine.

– ¿Imagine? ¿Como la canción de John Lennon?

– Sí -dijo Tania-, una versión en clave de jazz. ¿O es que te crees que al único que le fascinaba Lennon era a John Winston?

Tania colocó el CD en el reproductor y el piano exquisito del músico cubano empezó a desgranar las primeras notas de la canción. Luego, apagó una de las lámparas de la sala de estar y en la estancia se creó una deliciosa penumbra. Aunque podría haber ido a acomodarse en el sofá en el que se sentaba Perdomo, la forense optó por permanecer de pie, meciéndose suavemente al ritmo de la música. Después de unos compases, Perdomo empezó a sonreír con esa boca ladeada que había llevado a Amanda a decir de él que era Ellen Barkin con pantalones. Tania lo vio, y se dio cuenta de que la sonrisa no estaba dedicada a ella, sino que respondía a un recuerdo, o tal vez a una ocurrencia que había surgido en la cabeza de su ex. No llegó a decirle la manida frase del cine de «un penique por tus pensamientos», pero sí empleó una muy similar. El inspector bajó la vista hacia el vaso que sostenía entre las manos antes de responder.

– No es nada, Tania. Sólo me estaba acordando de la primera vez que tú y yo… ¡qué inconscientes fuimos!

– Yo he olvidado el nombre del restaurante -dijo Tania, divertida con aquella historia-, pero en cambio recuerdo perfectamente que en la puerta del lavabo de señoras había un cartel con un zapato de tacón. Como en el de caballeros no había nada, estuvimos cinco minutos polemizando sobre si el zapato de hombre se había caído de la puerta o en realidad nunca lo habían colocado. Tú me hiciste reír al tratar de convencerme de que la decoración del local era tan minimalista que sólo habían puesto el signo para las señoras. «Como sólo hay dos sexos y la gente no es tonta, deducirá forzosamente que la otra puerta ha de ser el lavabo de caballeros», dijiste.

– No me acuerdo de nada de eso -confesó Perdomo-. Sólo de lo que ocurrió después, que fue en el de señoras.

– ¡La primera vez en mi vida y la última que hago el amor en un servicio público!

Perdomo fingió que se tomaba el comentario como una ofensa personal.

– ¡Tampoco estuvo tan mal!

– Estuvo muy bien, tonto, no lo decía por eso, sino porque el encargado del local bajó a buscarnos a los lavabos, para avisarnos de que por fin se había quedado una mesa libre, y casi nos pilla.

– Tú eras muy joven y podrías haber esgrimido la atenuante de la edad -dijo Perdomo-. Pero yo era ya un bacalao de más de treinta años, y el juez no habría dudado en condenarme a la pena máxima -reconoció, avergonzado.

Perdomo levantó el vaso por encima de su cabeza, en un gesto que podía confundirse con un brindis, pero que no lo era.

– ¿Ves dónde tengo colocado el dedo en el vaso? -le preguntó a la forense. -Sí, ¿por qué?

– Cuando el gin-tonic baje hasta esa marca, me levantaré de este sofá tan condenadamente incómodo en el que, con toda la razón del mundo, no te quieres sentar, y me acercaré a ti para darte un beso.

– Eso puede tardar aún un par de minutos -objetó la forense-, lo cual para mí, en estos momentos, equivale a toda una vida.

Por toda respuesta, Perdomo vació de un solo trago el medio vaso de gin-tonic que aún le quedaba y se incorporó, con gesto viril, para rematar aquella noche de conquista.

El teléfono móvil del inspector empezó a vibrar cuando éste ya tenía a la forense entre sus brazos.

– Será Gregorio, mi hijo -se disculpó ante la mujer-. Siempre que salgo de noche, acostumbra a hacerme una última llamada antes de dormirse, para darme la lata. Perdona, en medio minuto lo despacho.

La llamada era del subinspector Villanueva.

– Sé que es más de medianoche -le dijo su ayudante, visiblemente excitado-, y que no debería llamarte a estas horas, pero creo que esto es importante. ¿Has visto la foto de O'Rahilly?

– No. ¿Qué foto?

– La que te acabo de mandar a tu correo. Una en que se le ve perfectamente la oreja derecha. Es idéntica a la que Guerrero encontró en la puerta de la suite de Winston. Ahora ya estamos seguros: el crimen lo cometió ese hijo de puta.