Nastia decidió dedicar el domingo a familiarizarse con los programas de ordenador que podría utilizar para su trabajo. Liosa le había traído uno que permitía explorar el mapa de Moscú y, llena de entusiasmo, se puso manos a la obra.
Colocó delante de sí los datos estadísticos de todo el año anterior y sus propios informes analíticos, que cada mes preparaba para Gordéyev, y empezó a marcar en el mapa de la ciudad los sitios donde se habían cometido asesinatos y violaciones. Señaló con puntos verdes los crímenes resueltos. Y con los rojos los que seguían sin resolver.
Quedó absorta en el trabajo llenando con los puntitos multicolores el mapa de Moscú que resplandecía en la pantalla del monitor. Los puntitos se fueron multiplicando, Nastia empezó a sentir irritación en los ojos. Decidió tomarse un descanso y preparar café.
Media hora más tarde volvió junto al ordenador, que seguía encendido, y se quedó de una pieza. En la parte derecha de la pantalla, la correspondiente al distrito Este de Moscú, se veía con nitidez una elipse verde formada por los puntos que indicaban los lugares de crímenes resueltos. La elipse tenía una forma perfectamente regular y estaba orientada de noreste a suroeste.
«Estoy viendo visiones -pensó-. Es fruto de mi imaginación enfermiza. Seguramente, la tensión y el cansancio me han afectado a la vista y ahora sufro alucinaciones.»
Retornó a la cocina, se sentó, se tapó los ojos, esperó unos minutos. Luego se acercó al ordenador de nuevo. La elipse seguía en su sitio. Lo malo era que ahora le parecía ver otra, situada en la misma zona pero algo más arriba. Esa segunda elipse representaba una forma regular de color gris claro, el del fondo del mapa, pues allí casi no había puntitos, ni rojos ni verdes.
«No cabe duda, me habré equivocado al introducir los datos -decidió Nastia-. O si no, es un virus. Aunque ¿de dónde habrá salido? El equipo es completamente nuevo, hace cuatro días que lo tengo, no lo ha utilizado nadie más que yo.»
Pasó el antivirus: todo estaba correcto, el ordenador no estaba infectado. Borró del mapa todos los puntos y empezó de nuevo. Comprobó cada dirección dos veces antes de marcarla en el mapa. Tres horas más tarde, en el territorio del distrito Este volvían a dibujarse dos elipses, una verde y la otra de color gris claro. Sus ejes largos se tocaban, de modo que las dos elipses formaban un ocho de bucles desiguales. El bucle claro era más largo y ancho; el verde, más corto y estrecho.
«Esto es imposible. Lo estoy soñando», se dijo Nastia con rotundidad, pensando que ese misterioso ocho carecía de cualquier explicación racional. Sacó otra tabla de estadísticas, donde los crímenes no estaban clasificados según habían sido resueltos o no, sino por los tipos: malos tratos, conducta antisocial, estafas, ajustes de cuentas, agresiones sexuales. Abrió un nuevo mapa y volvió a poner las marcas. Esta vez utilizó cinco colores. A medida que el mapa iba cubriéndose de puntitos, Nastia comprobaba horrorizada que en el distrito Este volvía a dibujarse el maldito ocho. Esta vez, en el bucle inferior predominaban los colores negro y lila, los correspondientes a los parricidios y asesinatos relacionados con la conducta antisocial, mientras que el bucle superior continuaba siendo de color gris claro.
«Me estoy volviendo loca. Necesito con urgencia tomarme unas vacaciones y descansar. Dormir mucho y comer bien. Y no pensar en el trabajo. Sólo me falta perder la chaveta a los treinta y cinco años, y justamente en vísperas de la boda.»
El tiempo se le había ido volando, ya eran casi las nueve de la noche. Nastia apagó el ordenador, cenó, permaneció unos veinte minutos bajo la ducha caliente. Luego se sirvió en un vaso dos dedos de martini, el mejor somnífero de los habidos y por haber, y se metió en la cama.
Se despertó a medianoche, salió de la cama y volvió a encender el ordenador. El ocho seguía en su sitio. Nastia amplió la imagen, las dos elipses multicolores se expandieron, sin dejar de tocarse, por toda la pantalla, y miró en qué calle se situaba el punto de intersección de los bucles. Era la misma calle donde se encontraba el instituto.
Lo primero que hizo fue hablar con el policía del barrio. El capitán tenía una incipiente tripita, unos cuarenta años, pelo ralo y nariz cubierta de venillas rojas.
– Qué quiere que le diga, éste es un barrio de rompe y raja -se lamentó el hombre-. Tenemos una escuela de formación profesional de no te menees, allí no hay ni un adolescente normal, todos se drogan, se emborrachan, roban, se lían a bofetadas. Luego también tenemos un colegio de enseñanza secundaria, sus alumnos tampoco son ningunos angelitos, no pasa un día sin que tengan que avisar a la policía. Sea porque los chicos la han emprendido a tortazos entre ellos, sea porque le han dado una paliza a algún pobre muchacho que pasaba por la calle. Ni que estuvieran poseídos. Antes no sucedían estas cosas. Y lo que ocurre en las casas, ¡ni se lo imagina! Los maridos pegan a las mujeres, las mujeres a los hijos, los pequeños a los viejos, los crios torturan a los perros y a los gatos. No sé dónde iremos a parar. Se diría que la gente ya no bebe tanto como antes, también tiene más posibilidades de ganar dinero, no acabo de comprender de dónde sale todo ese odio.
– Ha dicho que antes no ocurría nada semejante -observó Nastia-. ¿Quiere decir que hace poco que han empezado a pasar esas cosas?
– Hace unos seis meses, más o menos -explicó el locuaz policía del barrio-. Lo que más rabia me da es que antes trabajaba en el distrito vecino. Y solicité el traslado el año pasado. Allí todo era paz y tranquilidad. Se diría, una pensión de señoritas de familia bien. Si lo hubiera sabido, jamás me habría marchado. Sólo lo hice por mi chaval. Aquí hay un colegio inglés justo al lado de la comisaría, matriculé al chico y después pedí el traslado para llevarle al colegio por las mañanas, y luego poder echarle una ojeada, por si las moscas… Ya me entiende.
– Aquel otro distrito, donde trabajaba antes, ¿siempre había estado tan tranquilo?
– Pues ahí está el problema, que no. Cuando tramité el traslado, los dos distritos andaban a la par. Por eso pensé entonces que qué más daba dónde trabajar. El trabajo era, '] más o menos, el mismo. Quién iba a pensar que las cosas se torciesen de ese modo.
– ¿Por qué cree que se han torcido? -preguntó Nastia perdiéndose ella misma en suposiciones-. ¿Cree que en su territorio opera algún grupo criminal que, por ejemplo, suministra droga a los chavales?
– No, me habría enterado -respondió el policía del barrio negando con la cabeza-. A lo mejor, yo solo no hubiera podido con ellos, eso seguro, pero enterarme, me habría enterado. Además, un grupo criminal no tiene nada que hacer aquí. Todo lo que hay por aquí son bloques de viviendas, no tenemos ni empresas ni concesionarios de automóviles ni bancos. Cierto, hay un buen hotel, pero nada más. En el distrito vecino sí tienen empresas, pero allí todo está en paz.
– No entiendo nada -dijo Nastia encogiéndose de hombros-. ¿Por qué sus vecinos viven en paz y aquí hay esa situación tan grave? Tiene que haber alguna explicación.
– Quizá la haya -contestó el capitán, y se encogió de hombros a su vez-. Ustedes allí, en Petrovka, están arriba de todo, ven más lejos, así que, ¿quién más indicado para encontrarla?
Nastia regresó a su despacho angustiada y cansada. El ocho no había sido un sueño, pero el hecho de su presencia seguía escapando a su comprensión. ¿Tendría algo que ver el instituto? ¿No se referiría a ese ocho el malogrado Voitóvich cuando escribió: «Las raíces de nuestra culpa se ocultan en el infinito»? El ocho tumbado, el símbolo del infinito…
– Víctor Alexéyevich, tengo una verdadera empanada mental. En ese instituto está ocurriendo algo. Necesito a un experto en dispositivos de alimentación de antenas.
– Espera, espera, no corras tanto -gruñó Gordéyev-. Cálmate y empieza por el principio.
– Quiero comprobar que en el tejado del instituto no esté instalada alguna sofisticada antena, una que emite unas ondas que tienen efectos relajantes sobre el sistema nervioso cuando salen orientadas en una dirección y que mandan en dirección opuesta una especie de «bucle de realimentación» de acción totalmente contraria. El bucle de realimentación siempre es más corto y más estrecho, lo que coincide exactamente con lo que podemos observar en este mapa. Mire, la zona de «paz» es más amplia; la de las manifestaciones violentas, más reducida. Pero se tocan justo en el punto donde está situado el puñetero instituto. Todo parece indicar que es aquí donde hay que buscar la solución a todo lo que le ocurrió a Voitóvich.
– ¿Y cómo piensas buscar la dichosa solución? -iniquirió Gordéyev.
Se había metido la patilla de las gafas entre los dientes, tenía la costumbre de morderla en momentos de reflexión, y entonces seseaba al hablar.
– Necesito hablar con alguien que entienda de radiaciones electromagnéticas y conozca bien el tipo de problemas que estudian en el instituto. Pero no puede ser ninguno de los que trabajan allí.
– ¿Por qué no? ¿Es que sospechas de todos sus empleados sin excepción?
– Claro que no, sin embargo…
– Intentaré encontrar a alguien. ¿Algo más? ¿Piensas investigar un día el asesinato de Galaktiónov o es que ahora tienes un hobby nuevo, la física de ondas?
– Cuando comprenda qué es lo que está pasando en ese instituto, le diré quién ha envenenado a Galaktiónov.
– Vale, vale -masculló el Buñuelo-. En buena hora lo digas.
Por la noche volvió a sentarse en el estudio a mirar las fotos. No quería confesarse a sí mismo que había deseado a
Yevguéniya Voitóvich larga y apasionadamente. «¿Cómo puede nadie desear "eso"?», se preguntaba con ironía mientras miraba las terribles heridas que habían destrozado aquel maravilloso cuerpo. ¿Acaso se podía desear a una mujer de la que habían escrito: «Los órganos sexuales exteriores presentan un desarrollo normal. La circunferencia del ano en estado contraído (antes de introducir el termómetro) está limpia. El examen táctil de los huesos largos de las extremidades no ha revelado indicios de fracturas».
Una vez más, decidió hacer un esfuerzo y destruir la «prueba», quitársela de encima para siempre. Y una vez más comprendió que no podía. Necesitaba que esos protocolos y esas fotos siguiesen dándole la razón. Nadie los encontraría mientras viviera. Y después de morir le daría igual…
Faltaba poco, muy poco, para que por fin cobrase el dinero que iba a darle la libertad. No se iría de Rusia por nada en el mundo, carecería de sentido. El extranjero no le atraía en absoluto, no deseaba ni lujos, ni éxito, ni limusinas, ni chalets con piscina y criados. Lo que sí deseaba era tener una casa -una casa grande y de construcción sólida situada en medio de un bosque- y un todoterreno para ir de compras una vez a la semana, o mejor aún, una vez al mes. Y nada más. No necesitaba nada más. Vivir apartado del mundo, no ver a nadie, no oír a nadie. Divorciarse, dejarle a la mujer el piso de Moscú, y que se las apañase como quisiera. A ella no le dolería, todo lo contrario, probablemente, se alegraría de quedarse sola en un piso de tres habitaciones. Ella no le quería… ¿Cómo? ¿Qué era eso que acababa de pensar? ¿Que no le quería? Había que ver, se rió para sus adentros, llevaba demasiado tiempo pensando en Yevguéniya, recordando lo que le había dicho, y por automatismo había empleado una de sus palabras. Por lo demás, tampoco su mujer parecía enterada de que el amor no existía, puesto que también ella aplicaba a su propia vida y la de él esa vara de medir, tonta e irreal. En el curso del último mes se había levantado mil veces por la noche para permanecer horas largas en el estudio sin que ella se despertara nunca, sin que se percatara de su ausencia en una sola ocasión. Seguro que su proposición de divorciarse y marcharse cada uno por su lado la alegraría. El no le hacía falta. Como, por lo demás, tampoco ella le hacía falta a él.
Se puso a soñar en la casa que se iba a construir en la espesura del bosque. De ladrillo, por supuesto. Dos plantas, con garaje y sauna. Con un sótano bien seco, para utilizarlo como despensa. Con una caldera individual, para no pasar frío. Necesitaría muchísimo dinero para instalar allí la electricidad y el teléfono. Pero siempre que Merjánov no se la jugara, tendría dinero de sobra.
Se llevaría los libros y a Diamante, el setter irlandés negro de patas rojas y con unos conmovedores redondeles, rojos también, encima de los ojos. Diamante era el único ser en el mundo que no le sacaba de quicio.
Para ir al Ministerio de las Ciencias, Nastia tenía que escoger un atuendo que no desafiase las normas del decoro. Por consiguiente, los téjanos y el jersey quedaban descartados. Permaneció un buen rato delante del ropero abierto reflexionando sobre lo que podía ponerse para sentirse cómoda y, al mismo tiempo, dar la impresión de seriedad y formalidad. Al final se decidió por un pantalón negro y una chaqueta verde oliva con acabados negros. Había comprado ese traje en otoño pagándolo con el dinero de su hermano, que se empeñó en hacerle un regalo, pero hasta ahora no lo había estrenado. Y, al parecer, después de esa visita al ministerio tampoco volvería a ponérselo.
Gordéyev estaba esperándola en el vestíbulo. El coronel no ocultaba su nerviosismo.
– ¿Te das cuenta de adonde vamos y para qué? -inquirió Gordéyev cuando se encaminaron por el pasillo, largo y alfombrado-. Vamos a ver a un hombre serio para formularle una grave acusación contra el instituto cuyo trabajo supervisa. No tenemos nada que hacer aquí si no disponemos de pruebas contundentes, sólo haremos el ridículo.
– Hagamos el ridículo, pues -contestó Nastia indolente-. Que se rían de nosotros, si a cambio obtenemos respuestas a nuestras preguntas; por lo menos podremos estar seguros de que esa pesadilla que me estoy imaginando no existe en realidad. Creo que es mejor esto que seguir con las dudas. ¿No?
– No -contestó el Buñuelo desabridamente buscando con la mirada la puerta del despacho donde les estaban esperando-. Yo, querida, ya no tengo edad para hacer gansadas. En este país, dicho sea de paso, hay libertad de prensa, y mañana en la sección de humor de los periódicos puede aparecer la historia sobre los analfabetos que trabajan en Petrovka velando por el descanso de los confiados habitantes de Moscú. Pondrán que sacábamos malas notas en el colegio y que no tenemos ni idea del curso de física elemental. Por otra parte, en literatura no bajábamos de sobresalientes y todos, como un solo hombre, nos tragamos las novelas de ciencia ficción. ¿No se te habrá olvidado cuántos años tengo?
– Pronto cumplirá cincuenta y cinco.
– Exactamente. Y si tú, hija de la grandísima, me haces quedar en mal lugar, te cortaré la cabeza. ¿Está claro?
– Está claro, Víctor Alexéyevich. Me cortará la cabeza.
– Es aquí. Adelante.
En la antesala se sentaba una muchacha con cara de rata. Rezumaba mal genio. Al ver a Gordéyev y a Nastia apenas levantó la cabeza, coronada por un severo moño, y clavó la vista en los recién llegados sin pronunciar palabra.
– Tenemos una cita con Nicolai Adámovich -anunció educadamente Gordéyev.
La mujer se puso en pie en silencio y entró en el despacho por una puerta forrada de polipiel roja. Medio minuto más tarde estaba de vuelta y, sin abandonar su mutismo, se colocó al lado de la puerta abierta, una mano en el pomo. A todas luces, esto significaba que podían pasar.
Nicolai Adámovich Tomilin recibió a sus invitados con afabilidad, les pidió que se sentaran en unos sillones, les ofreció té y café. Gordéyev rechazó la oferta, Nastia dijo que tomaría café.
– Les escucho con mucha atención -declaró Tomilin luchando con el jadeo asmático-. ¿Qué es lo que ha traído a una mujer tan encantadora a nuestro aburrido ministerio, que sólo se ocupa de la ciencia?
– Nicolai Adámovich -empezó Nastia-, ¿por casualidad el instituto que usted supervisa ha desarrollado algún proyecto relacionado con la emisión de radiaciones que influyen favorablemente sobre el sistema nervioso o sobre la psique humana?
– ¿Qué la ha llevado a hacerme una pregunta tan estrambótica? -preguntó Tomilin, y su orondo cuerpo se agitó blandamente, lo que al parecer en su caso era un equivalente de la risa-. ¿Desde cuándo la policía criminal siente curiosidad por los problemas científicos relacionados con la radiación electromagnética?
– Le voy a explicar a qué se debe nuestro interés en el instituto.
Sacó el mapa y en pocas palabras resumió el estado de la delincuencia en el territorio de las dos elipses. Por supuesto, no mencionó para nada ni a Voitóvich, ni el robo del sumario, ni a Galaktiónov.
– Hemos tropezado con este inexplicable fenómeno mientras estábamos analizando las estadísticas anuales. ¿Sabe?, se trata de un trabajo de rutina que hacemos cada año. A primeros de febrero todos los datos ya están recogidos, y por estas fechas solemos empezar a analizar los actos criminales del año anterior.
– Pero ¿qué le hace suponer que el trabajo científico del instituto tiene algo que ver con estos dos distritos? -preguntó Tomilin con retintín.
– Porque el instituto se encuentra aquí, justo en medio, mire, Nicolai Adámovich.
Nastia señaló con el bolígrafo el punto del mapa donde convergían la elipse gris y la negra y lila.
– ¿Y qué? -preguntó el hombre sin inmutarse.
– Hasta donde recuerdo mis clases de física, esto puede estar relacionado con el efecto de inversión -empezó a decir Nastia, pero Tomilin prorrumpió en estentóreas carcajadas antes de que pudiera terminar.
Su orondo cuerpo se estremecía, y daba la impresión de que de un momento a otro desbordaría el sillón como la masa de pan que ha subido demasiado. Su risa se mudó en una tos insidiosa acompañada de silbidos y jadeos, el hombre extrajo de un cajón de la mesa el aerosol y se roció con la medicina el interior de la boca. Poco a poco fue recuperando el aliento.
– ¿Dónde ha estudiado física si me permite preguntarle?
– En el colegio.
Estuvo a punto de añadir que se trataba de un colegio especial, donde la física y las matemáticas se estudiaban con más profundidad que en otros colegios, pero por algún motivo se mordió la lengua.
– ¿Cuánto hace de esto? ¿Unos diez años?
– Casi veinte ya -confesó Nastia con sinceridad.
– Querida, no lo tome a mal, pero en este caso podemos considerar que usted no sabe nada de física. ¿Cómo es que se le han metido en la cabeza todas esas paparruchas?
Nastia se dominó y procuró exponerle a Tomilin su hipótesis sobre el «bucle inverso» de la forma más concisa posible para no incurrir en algún craso error.
– ¡Pamplinas! -sentenció Tomilin con rotundidad-. Hace ya unos cinco años que está probado que tal fenómeno no existe. Antes, efectivamente, se creía que una serie de radiaciones, en particular las de microondas, poseían eso que usted ha tenido a bien llamar «efecto de inversión o bucle inverso». Esa equivocación era una consecuencia de la escasa comprensión de la naturaleza de esta clase de emisiones. Hace cinco años, el científico alemán Meyerstranz revolucionó la física moderna al demostrar que nuestros conceptos de la radiación electromagnética eran erróneos. Se puso a la cabeza de toda una escuela científica que se ha convertido en un punto de referencia para el mundo entero. Pues, gracias a ese nuevo enfoque del problema, se pudo probar también que el efecto de inversión de las microondas era un mito. Un error de laboratorio. Usted, bonita mía, está en una institución seria enarbolando sus conocimientos de colegio de hace veinte años para atacar el buen nombre de unos científicos respetables sin tener la menor idea de la materia a la que se dedican. Una vergüenza.
La cara de Gordéyev estaba congestionada. Todo había ocurrido exactamente como lo había augurado. Incluso peor. Nastia tenía ganas de salir corriendo, de esconderse en algún rincón oscuro y apartado, y de romper a llorar.
– De ninguna manera pretendía atacar el buen nombre de los trabajadores científicos del instituto -respondió haciendo de tripas corazón-. Lo único que quería era simplemente comprender qué era lo que ocurría allí. Usted lleva ya muchos años al frente de la ciencia, Nicolai Adámovich, y el interés en hallar una explicación a lo que parece inexplicable ha de serle familiar. Ese interés puede quitar el sueño, el apetito, ganas de tratar con los seres queridos. Llega a subyugar la voluntad, a dictar comportamientos a veces absurdos y a veces ridículos, pero siempre encaminados hacia un solo objetivo: comprender por qué ocurre algo y cómo ocurre. Probablemente, mi impulso de venir aquí para hablarle le parece ridículo y absurdo, pero espero sinceramente que usted, un hombre próximo al trabajo científico, no me señalará la puerta porque soy una ignorante sino que me aconsejará en qué rama de la ciencia tengo que buscar la respuesta a la pregunta que me ocupa. Tal vez hasta será tan amable como para recomendarme a un especialista de esa rama de conocimiento. Tengo mucha confianza en que usted así lo haga, Nicolai Adámovich.
– Bueno, bonita, su afán por ampliar sus conocimientos me parece muy encomiable -ronroneó Tomilin magnánimo-, ver a los jóvenes que se interesan en la ciencia siempre resulta reconfortante. Pero tengo que decepcionarla. Es en el ámbito social donde debe buscar las claves para comprender la naturaleza de su misterioso fenómeno. La delincuencia, como es sabido, es un fenómeno social, carece de raíces biológicas, creo que esto ha sido demostrado hace muchísimo tiempo. Las peculiares incidencias observadas en su distrito Este no tienen nada que ver con las ciencias exactas. Y aprenda física, apréndala sin pereza si no quiere pegar otro patinazo como el de hoy. Ha tenido suerte al dar conmigo. Soy tolerante con la ignorancia ajena, comprendo que todo el mundo no tiene por qué poseer cultura enciclopédica como Lomonósov [8] o Rousseau. Usted trabaja en la policía, y soy capaz de aceptar el hecho de que no sepa física. Supongo que está mejor preparada para desempeñar su labor profesional. Pero no todo el mundo es tan complaciente como yo. Cualquier otro la habría echado de aquí, la habría echado con cajas destempladas.
– Gracias, Nicolai Adámovich -dijo Nastia con una sonrisa forzada guardando el mapa en el bolso y poniéndose de pie-. Nuestra conversación me ha resultado de gran utilidad.
– Espero que así haya sido.
El hombre estuvo a punto de prorrumpir en una nueva carcajada pero de pronto se puso colorado, agitó las manos y volvió a sacar el aerosol.
Al salir del despacho de Tomilin, Nastia y Gordéyev guardaron silencio durante varios minutos. Sin intercambiar palabra, recogieron sus abrigos en el guardarropa, salieron a la calle y se dirigieron a la estación de metro más cercana. Al bajar de la escalera mecánica, Nastia se encaminó hacia el andén derecho.
– Es por allí, a la izquierda -murmuró el Buñuelo cejijunto, casi sin despegar los labios.
– No vuelvo a la oficina con usted.
– ¿Y eso por qué?
– Porque me voy a casa. Tengo que limpiarme de la porquería con que acaba de cubrirme Tomilin. Y no volveré al trabajo hasta que comprenda qué rayos está pasando en ese maldito instituto. Si quiere, puede despedirme por infracción disciplinaria.
A la derecha se oyó el estruendo del tren que se acercaba a la estación. Nastia se volvió de espaldas a Gordéyev y se dirigió hacia el andén.
– ¡Nastasia! ¡Espera, Nastasia! -la llamó Gordéyev inútilmente, abriéndose paso entre la muchedumbre de pasajeros que bajaban del tren.
En el último momento consiguió meterse en el vagón sujetando las puertas, que empezaban a cerrarse, con las manos.
Nastia estaba sentada en un rincón, la cabeza apoyada en la pared del vagón y los ojos cerrados. El coronel observó la terrible palidez que cubría su rostro, las sombras azuladas que se extendían por sus mejillas y el temblor traicionero de sus labios. Se le acercó y se inclinó hacia ella.
– Stásenka -la llamó en voz baja-. No te desanimes, pequeña. Todo está en orden. No ha pasado nada especial.
Nastia abrió los ojos lentamente e intentó sonreír.
– No se preocupe, Víctor Alexéyevich, estoy bien. Baje del tren, va en otra dirección.
– Prométeme que no llorarás -exigió Gordéyev.
– Se lo prometo.
– Y prométeme también que no te vas a derrumbar. Es perfectamente normal que una hipótesis no se confirme. Suele ocurrir mucho más a menudo que lo contrario. No tiene sentido hacer de esto una tragedia. ¿Me oyes?
– Le oigo.
– ¿No te me derrumbarás?
– No -aseguró Nastia blandamente.
– ¿Puedo ir al despacho con la conciencia tranquila y tener la seguridad de que estarás bien?
– Claro que sí, Víctor Alexéyevich. Ya soy mayorcita, saldré de ésta. Me sentaré un ratito, reflexionaré, recuperaré las fuerzas y… ¡manos a la obra! Soy como un perro, cicatrizo enseguida.
El tren redujo la marcha al acercarse a la siguiente estación. Víctor Alexéyevich dio unos pasos hacia la puerta pero no le quitó la vista de encima a Nastia. Tenía la impresión de que estaba algo más tranquila, los labios ya no le temblaban y no parecía que fuera a llorar.
Las puertas se abrieron, el coronel le echó una última ojeada. Nastia continuaba sentada con los ojos cerrados, pálida y desdichada. Se le partía el corazón de la lástima que sentía. «Es inteligente y fuerte, tiene un cerebro frío y calculador que funciona como un ordenador. No se dejará llevar por las emociones. Sabrá superarlo. Ese adiposo, Tomilin, la insultó gravísimamente pero ella lo superará. Stásenka, pequeña mía…»
Bajó al andén junto con toda la masa de pasajeros y cruzó al otro lado para coger el tren en dirección opuesta.
Hacía mucho que la puerta se había cerrado detrás de sus visitas pero Nicolai Adámovich Tomilin continuaba inmóvil, sentado en su sillón con los ojos fijos en un punto y luchando por dominar la sensación de alarma. Al final descolgó el auricular y marcó un número del instituto.
– ¿Cómo se supone que debo entenderlo? -dijo sin ambages-. Usted me ha jurado que su antena es enteramente inocua, y he aquí que viene a verme una mocosa, una policía, y afirma que no lo es.
– ¿Qué mocosa? ¿Que afirma qué? Nicolai Adámovich, no entiendo de qué me está hablando.
– ¿Que de qué le estoy hablando? -proseguía Tomilin sulfurándose-. Le estoy hablando de su repajolera antena, ¿de qué si no? Me ha enseñado un mapa de Moscú y hay que ser ciego para no ver en ese mapa el campo de acción de su aparato y el del efecto de inversión. ¿Qué me dice? ¿Ha estado tomándome el pelo? ¿Ha querido ocultármelo? ¿Ha falsificado los resultados de las pruebas?
– Cálmese, Nicolai Adámovich. Creo que ya discutimos todo esto cuando estuve en su despacho. No hay efecto de inversión y no puede haberlo. Sí hay un efecto directo, y fue para controlarlo mejor que instalamos la antena en la zona urbana, puesto que está destinada precisamente a ser utilizada en condiciones de una ciudad y no en un polígono. Por cierto, ¿a qué mapa se refiere?
– A un mapa de Moscú sobre el que están marcadas las zonas donde se ha registrado un incremento de la agresividad de la población. ¿Qué piensa que debía contestarle cuando puso delante de mí ese mapa?
– ¿Qué le ha dicho?
– Que es una tonta de capirote, eso es lo que le he dicho. Le he explicado que ignora los conceptos más elementales y que de física no entiende ni jota. En una palabra, le he dicho lo que había que decirle. Es lo que le he dicho a ELLA. Pero ahora quiero oír lo que USTED tiene que decirme A MI.
– No le diré nada nuevo, Nicolai Adámovich -respondió su interlocutor acompañando sus palabras con un elocuente suspiro-. Se trata de una provocación. Stárostin continúa enredando para hacerse con el sillón de subsecretario del ministro, eso es todo. ¿Cómo se llama la señorita que ha ido a verle?
– Un momento, ahora se lo digo, lo tenía apuntado por aquí. Diablos, ¡dónde habré puesto ese papelito…! No consigo encontrarlo. Algo así como Kaméneva o tal vez Kamínskaya.
– ¿No será Kaménskaya?
– Eso es, exacto, Kaménskaya.
– ¡Vaya! Mire, Nicolai Adámovich, ¡eso es ridículo! -dijo riéndose de corazón-. ¿Sabe que Kaménskaya está emparentada con Stárostin? Es más que evidente que su visita no ha sido más que una hábil maniobra, un intento de avivar la llama que encendió aquel anónimo. Es una impostora. ¿Le ha enseñado su identificación?
– No. ¿Cómo sabe que es pariente suya?
– Él mismo me contó en una ocasión -ya sabe cómo se van de la lengua los borrachos cuando les da por presumir-, que su prima trabajaba en la policía de tráfico, por lo que nunca tenía problemas con las inspecciones técnicas. Y mencionó su nombre. Ya sabe, se lo dije alguna vez, el monitor científico de Stárostin tiene su chalet al lado del mío, por lo que estoy mejor informado que usted. Así que tranquilícese, Nicolai Adámovich, no malgaste su sistema nervioso. ¿Qué le ha contado esa nena? ¿Que trabaja en la policía criminal?
– No, no dijo nada de eso. Sólo mencionó algo sobre no sé qué análisis anual de la delincuencia.
– Pues ya lo ve, ni siquiera se ha atrevido a mentirle, no le ha dicho que se dedica a la investigación de crímenes. ¿Ha oído alguna vez que los policías hagan estudios analíticos?
– Nunca.
Tomilin estaba notablemente más tranquilo.
– Tampoco yo lo he oído nunca. Para realizar estudios analíticos hace falta el intelecto, ¿y qué policía lo tiene? Así que no se angustie sin motivo. No haga caso de los tejemanejes de Stárostin, tiene que comprender que se está dejando la vida en su intento de conseguir el ascenso, pero haga lo que haga se quedará con un palmo de narices. El sillón es suyo, créame.
– ¿Cómo puede estar tan seguro? -preguntó Tomilin poniéndose en guardia-. ¿Es que sabe algo en concreto?
– Sí que sé algo, Nicolai Adámovich, sí que lo sé. De momento no puedo decirle nada pero me consta que las probabilidades de que el puesto de subsecretario lo ocupe usted son mucho más altas. Ya ha tenido la oportunidad de comprobar que dispongo de unas fuentes de información sumamente fiables. ¿Se acuerda de aquella historia con el Instituto de Radiología Médica? Le había dicho con seis meses de anticipación que iba a estallar un escándalo y que a Rusakov le mandarían a freír monas. Eso fue justamente lo que ocurrió, porque no se trataba de una casualidad sino de una operación programada. Pero si se empeña en no creerme, estoy dispuesto a presentarle una vez más todos los datos de nuestra antena: el informe científico, el diario de observaciones, los resultados de las pruebas.
– No, no -se apresuró a replicar Tomilin-, no hace falta. De todas formas, no tengo tiempo para ocuparme de eso. Sin embargo, le rogaría que volviese a comprobarlo todo. Nunca se sabe lo que puede ocurrir, es preciso mantener toda la documentación en regla. ¿De acuerdo?
– Por supuesto, Nicolai Adámovich. Si insiste…
Como siempre, el coronel Gordéyev tenía razón. El mal humor de Nastia había durado el tiempo justo que tardó en llegar a casa. Ya subiendo en ascensor al octavo piso, lamentó haberse dejado llevar por los nervios y haber hablado con tan malos modos al Buñuelo, cuando le dijo que no volvería al trabajo hasta que sacase en claro lo del instituto y de las misteriosas elipses del mapa. Pero como Gordéyev no había querido insistir y se mostró comprensivo con su capricho, tenía que procurar sacarles el máximo provecho a esas horas libres.
Una vez en casa, se apresuró a cambiarse, se quitó el elegante traje de precio astronómico, se puso sus queridos téjanos y jersey, y llamó a Liosa a su casa de Zhukóvskoye. Éste no rechistó cuando le pidió que viniera a verla de inmediato, e incluso, hecho todo un caballero, le preguntó si quería que le llevase comida.
– No, no te molestes, cielo. Voy a bajar a comprar algo y tal vez intente preparar la cena. He pensado que a lo mejor nos da tiempo a pasar por la Oficina del Registro Civil si no cierran antes de que llegues aquí.
– Estás… ¿lo dices en serio? -preguntó Chistiakov cauteloso-. A decir verdad, temía preguntarte por si habías cambiado de opinión.
– Liosa, ¡no soy un monstruo! -imploró Nastia en broma.
– ¿Qué eres entonces? -objetó él con mucha razón-. ¿Caperucita Roja? Llevas catorce años calentándome la cabeza. Claro que eres un monstruo.
La mujerona gorda con pintas de verdulera que les atendió en el Registro Civil escrutó largamente con un gesto de suspicacia adherido a la cara pintarrajeada como el tiovivo de la feria, los impresos que le presentaron después de rellenarlos.
– ¿Es su primer matrimonio? -volvió a preguntar incrédula mirando a Nastia.
– Primero -confirmó ésta.
– Año de nacimiento, ¿sesenta?
– Sesenta.
La mujerona movió la cabeza y clavó la vista en el impreso de Liosa.
– ¿También en su caso, joven, se trata de un primer matrimonio?
– También en mi caso.
– ¿Ninguno de ustedes tiene hijos? -preguntó continuando con el duro interrogatorio aunque todo cuanto podía interesarle estaba escrito en los impresos.
Nastia estuvo a punto de soltarle alguna tonta obviedad, como por ejemplo: «Todo esto lo pone ahí, a qué vienen esas preguntas», pero se mordió la lengua a tiempo. Comprendió que a la rolliza mujerona simplemente no le cabía en la cabeza que esa policía, feúcha y corriente, hubiese conseguido cazar a un doctor en Ciencias, a un profesor al que no tuvo que convencer para que se divorciase y que no iba a vivir durante largos años pendiente del pago de la pensión a su primera mujer. ¿Cómo iba a saber que Nastia había «cazado» a Liosa Chistiakov durante el examen de matemáticas del fin del noveno curso de secundaria? Aquel día, tras entregar el examen escrito, en vez de marcharse a casa, se quedó en el pasillo junto a la ventana e intentó resolver el problema del examen por otro procedimiento. Absorta en esta tarea, encontró casi sin darse cuenta no uno sino nada menos que tres modos de solución alternativos y, cuando volvió en sí, la señora de la limpieza ya estaba armando jaleo trasegando con las llaves y los cubos.
– Anda, mírala, resulta que no eres tú solo -dijo con un gruñido bonachón y estridente-. Aquí tenemos a otra criaturita extraviada, otra que tal, que tampoco sabe por dónde se va a casa.
Nastia levantó los ojos del cuaderno y vio, junto a la señora de la limpieza, a un chico pelirrojo espigado y zancudo del otro grupo de su mismo curso, que caminaba melancólicamente junto a la mujer mayor de estatura baja y parecía dos veces más alto que ella.
– Yo ya había cerrado la puerta principal cuando oí que en el aula de física alguien estaba cantando cual un ruiseñor, y tan bien que llegaba al alma. Es la radio, pensé -le dijo a Nastia adoptando el tono de confidencia-. Entro allí y ¡madre mía de mi vida! Está allí sentado, apañuscando un aparato y canta que te canta, como si los padres no le esperasen en casa. Seguro que en todo el día no has probado bocado, ¿eh, físico? Deprisa, deprisa, aligera. Mañana tendrás tiempo para acabar de destrozar aquel aparato. Y tú, bonita, vamos, guarda esos cuadernos, ya son las siete y pico.
Juntos cruzaron el patio del colegio dirigiéndose hacia la parada de tranvía.
– ¿Estudias en el noveno B? -le preguntó al pelirrojo.
– Ajá -farfulló el chico de mala gana-. ¿Y tú?
– En el noveno A.
– Creo que no te he visto antes. ¿Eres nueva en el colegio?
– No, empecé junto con todos, el 1 de septiembre. Simplemente, soy poca cosa y por eso no recuerdas haberme visto.
– ¿Quién te ha dicho que eres poca cosa?
– Papá. Él entiende de eso.
– Sandeces. Dile a tu papá que de chicas no entiende nada.
Ya a los dieciséis años de edad, Liosa Chistiakov era un perfecto caballero. ¿Tal vez por eso le había llamado la atención?
– Oye, ¿qué hacías en el cole después de las clases? -preguntó Liosa.
– Resolver el problema del examen.
– ¿Y qué pasó en el examen? ¿No te dio tiempo?
– No, qué va, sí me dio tiempo. Es que quería encontrar otras variantes.
– ¿Y qué tal? ¿Las has encontrado?
– Sí. Y no sólo una sino tres…
Se enfrascaron en la conversación al llegar al jardín que había junto al colegio, y allí permanecieron una hora y media discutiendo con ardor las variantes de la solución del problema. En dos ocasiones, poco les faltó para pelearse. Dos veces hicieron las paces y se estrecharon las manos con solemnidad. Sólo recobraron los sentidos cuando empezó a anochecer.
– ¡Mis padres me matarán! -exclamó Nastia horrorizada.
– ¿Quieres que te acompañe? -le propuso el chico valerosamente-. Les diré que tengo toda la culpa, a mí no me matarán.
– No, iré sola -dijo ella negando con la cabeza-. Papá siempre dice que no debo buscar la protección de nadie. Además, si me regaña, será con razón. La culpa ha sido mía, así que tengo que dar la cara.
– ¡Eres una chavala de categoría superior! -exclamó el pelirrojo con admiración-. Por cierto, ¿cómo te llamas?
– Nastia.
– Yo soy Alexei. Puedes llamarme simplemente Liosa.
Aquello ocurrió dieciocho años atrás… Para Nastia seguía siendo «simplemente Liosa» a pesar de sus títulos académicos y sonados premios internacionales. Le propuso el matrimonio por primera vez cuando ambos tenían veinte años. Luego, a los veintitrés, Nastia se enamoró perdidamente de otro. Casi se vuelve loca. A punto estuvo de sufrir un trastorno mental. Liosa soportó su traición estoicamente aunque fue por aquella época que en su pelo aparecieron las primeras canas. Liosa sabía esperar. A los veinticinco años de edad, Nastia se serenó, recuperó el dominio de sí misma al comprender que en ese caso el amor no correspondido era humillante para ella y cargante para el hombre a quien amaba. No le dio nuevos sustos a Chistiakov, y si alguna vez sintió interés por otros hombres, se esforzó por mantenerlo en secreto.
Al salir del Registro Civil fueron a casa. Durante la cena, Nastia le contó a Liosa el chasco que se había llevado aquella mañana.
– Imagínate, resulta que todo lo que nos enseñaron en el colegio ha perdido validez. Hoy me han restregado mi ignorancia por los morros de tal manera que creo que me quedarán moretones de por vida.
Le resumió la epopeya de la visita al Ministerio de las Ciencias.
– ¿Qué? -balbuceó Chistiakov con los ojos como platos-. ¿Eso te ha dicho?
– Pues sí.
– ¿Te ha dicho que Meyerstranz derribó todos los postulados de la física de las ondas? ¿Que el efecto de inversión no existe?
– Pues sí, eso es exactamente lo que ha dicho. ¿Por qué?
– Porque te ha engañado como a una china. Y tú te lo has tragado todo. Cualquier físico sabe lo que es el efecto de inversión. Por si te interesa, a causa de ese efecto Estados Unidos incluso ha tenido que cancelar algunos proyectos científicos. En Rusia, claro está, nadie cancela proyectos por culpa del efecto de inversión, se limitan a redactar instrucciones para tomar medidas de precaución, restringen el uso de según qué instalaciones y cosas por el estilo. Pero el efecto se produce cada dos por tres. Por ejemplo, existe una antena que no se puede colocar paralelamente a la superficie de la tierra porque debajo de ella nada crece. Causa graves alteraciones de los procesos biológicos. Podría contarte muchas cosas más… ¿Cómo has consentido que te tomen el pelo de esa manera, Ásenka?
– No lo sé -contestó Nastia pensativa-. Me apabulló con su aplomo. O tal vez quería ofenderme seriamente adrede, para que el desánimo me ofuscase la mente, y bien que me la ofuscó, no hay duda. Liosa, bueno, vale, soy una tontita analfabeta, no se hable más. ¡Pero ese hombre! ¿Verdad que no podía ignorar que estaba diciendo disparates? ¿Verdad que no puede ser un imbécil y un indocumentado?
– Pues claro que puede serlo. Si fuese un físico de valía, no estaría administrando la ciencia sino practicándola. Los científicos de primera trabajan en centros de investigación, los de tres al cuarto se dedican a dirigirlos desde un sillón ministerial, eso lo sabe todo el mundo.
– Ay, Liósik, ojalá tengas razón. Ojalá.
– ¿Por qué lo dices?
– Porque si no es así, entonces, me ha engañado deliberadamente. Y esto está pero que muy mal. Significa que pretende ocultar algo. ¡Lo que me faltaba! -gimoteó llevándose las manos a la cabeza. Luego miró a Chistiakov casi con exultación y le guiñó un ojo-: Pero si de veras está ocultando algo, entonces, a pesar de los pesares, tengo razón. ¡Y esto ya está pero que muy bien!
Al salir del bloque de laboratorios se dirigió hacia el edificio donde estaba situado su despacho. Una vez dentro, abrió la caja fuerte, sacó una carpeta y colocó allí unas cuartillas con los resultados de las pruebas de turno. Todo marchaba conforme lo previsto, sin fallos. Ya faltaba muy poquito para el final. Ojalá que a esa mocosa no le diese por embarullar las cosas…
¿Cómo se había enterado? ¿Cómo se le había ocurrido? Desde el punto de vista de la seguridad, lo recomendable era interrumpir los trabajos por un tiempo, avisar a los compañeros que trabajaban en la fabricación del aparato de que provisionalmente iban a parar la «chapuza». En ese caso, Merjánov tendría que aguantarse, pero bueno, que le diesen morcilla. La seguridad estaba por encima de todo.
Pero faltaba tan poco para terminar. Tenía tantas ganas de rematar el asunto, cobrar, presentar la dimisión, mandar al diablo el instituto, cuyo solo nombre le daba dentera, y largarse al bosque donde no había nadie. Últimamente, tratar con la gente se le hacía cada vez más cuesta arriba. Se había vuelto aún más irritable y agresivo pero lo disimulaba con habilidad, se controlaba, no se permitía deslices. El trabajo en el aparato le estaba costando lo suyo, empezaba a sentir los estragos. Un poco de paciencia, sólo un poquito, y el final no se haría esperar. La liberación de todo y de todos.
¡Pero había que ver cómo era ese Tomilin! Se había alarmado. El asqueroso cerdo cebón. Menos mal que lo del monitor científico de Stárostin que tenía un chalet al lado del suyo era pura verdad. Este hecho le había permitido improvisar la patraña sobre la provocación del adversario. El pacato de Tomilin se lo tragó todo y no se atragantó.
No. Convenía evitar el riesgo. Al día siguiente hablaría con el hombre de Merjánov. No iba a tolerar que esa mocosa, Kaménskaya, destruyese su sueño. Pero ¿cómo demonios se había enterado? ¿Con quién había hablado? Era una razón más para parar los trabajos por un tiempo, para aclarar quién era el que tenía la lengua demasiado larga.
<a l:href="#_ftnref8">[8]</a> Científico, poeta y filólogo ruso del siglo XVIII que, hijo de unos campesinos pobres, se fue a Moscú andando y recorrió a pie casi mil kilómetros para matricularse en la universidad. (N. de la T.)