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Capítulo 10

1

Como cada hijo de vecino, o casi, Vadim Boitsov tenía su propio esqueleto escondido en el armario. Pero a diferencia de lo que le ocurría a la mayoría de la gente, su esqueleto no dejaba de dar señales de vida y, para colmo, intentaba escaparse del armario en los momentos menos oportunos para ofrecer a la atención pública cierto secreto celosamente guardado. El secreto consistía en que Boitsov tenía pavor a las mujeres. Le daban tanto miedo que se ponía a temblar interiormente y tenía que luchar por contener un ataque de histeria. Como resultado, su pavor le llevó a lo que los médicos denominan impotencia psicogénica. Lo más extraño era que Vadim gozaba de una perfecta salud física y estaba dotado de una potencia sexual excepcional.

Desde su infancia, veía en las mujeres unos seres envueltos en un velo de misterio, un velo que no podía ni soñar con levantar nunca. Su madre era crítica teatral, y de algún modo, esta circunstancia imprimió un pronunciado carácter propio sobre todos los aspectos de la vida de su familia. Vadim creció en total ausencia de todos aquellos pequeños detalles que a su modo de ver debían formar parte integrante de los conceptos «el hogar» y «la familia». Cada noche, mamá se marchaba a algún teatro, por lo que era su padre quien le acostaba, y también era su padre quien le leía el cuento para que se durmiese y quien le daba el beso de buenas noches. Mamá regresaba pasada la medianoche y por las mañanas no se levantaba antes de las diez u once, por lo que, de nuevo, tenía que ser el padre quien le despertaba, quien le preparaba el desayuno y quien también le acompañaba al colegio, al menos en los primeros tiempos.

En cambio, cuando Vadim volvía a casa después de las clases, mamá solía estar en casa. Pero esto no significaba en absoluto que, como hacían miles de madres de colegiales, se lanzase a preguntarle sobre sus progresos y sobre sus notas, y que le diese de comer. No, no, qué va. Mamá estaba sentada en la cocina escribiendo rápidamente a máquina sin soltar de los labios un pitillo, y el hijo que volvía del colegio era un incordio y un engorro para su proceso creativo. Ni se le pasaba por la cabeza interrumpir el trabajo para despejar la mesa de la cocina y darle de comer al niño. No, ¿para qué? El niño se había criado solo, era independiente y perfectamente capaz de calentarse la comida sin molestar a la madre, llevársela a su cuarto y volver luego, caminando de puntillas, para aclarar los platos bajo el grifo y colocarlos en su sitio.

Tampoco las notas del hijo le interesaban. ¿Qué más le daba qué notas traía a casa? Mientras no cayera enfermo y no andará con malas compañías emborrachándose en los portales de las casas… Hasta aproximadamente el tercer curso, Vadim, ingenuo de él, intentó discutir con la madre sus asuntos escolares, le enseñaba los «sobresalientes» de su libreta, presumía de los éxitos en las clases de dibujo y de manualidades. Era cierto, era un manitas, y los divertidos juguetes y pequeños artefactos producidos por Vadim Boitsov ganaban los primeros premios de los certámenes del colegio y obtenían toda clase de galardones. Pero por algún motivo, mamá no parecía percatarse de eso.

En realidad, Vadim no lograba comprenderla y por eso se le antojaba misteriosa como una princesa encantada, a la que una mala bruja había convertido en una mujer veleidosa, antojadiza e histérica. Una noche, Vadim despertó y oyó unos sollozos desesperados que llegaban desde el cuarto de baño. Corrió asustado al dormitorio de los padres. El padre estaba tumbado en la cama y fumaba sin encender la luz.

– Papá, ¿qué ha pasado? -le preguntó el niño.

– Nada, hijo, todo está en orden -contestó el padre con calma, como si de veras no hubiera ocurrido nada especial.

– ¿Por qué está llorando mamá? ¿Os habéis peleado?

– No, hijo mío, qué dices. Ya sabes que tu madre y yo no nos peleamos nunca. Sencillamente, se ha sentido triste y ha salido al baño a llorar un ratito. No pasa nada, a las mujeres les sucede con frecuencia.

El padre le había dicho la verdad, era cierto, la madre y él no se peleaban nunca. En la vida real, lo que ocurría era lo siguiente: la madre se ponía histérica, animada por el obvio deseo de provocar al hombre para que le correspondiera con un ataque similar, lo que al instante utilizaría como pretexto para organizar una escena y entonces dar rienda suelta a sus impulsos, chillar, llorar, incluso, si había suerte, romper dos o tres platos, soltar el gas, desfogarse. Pero, hasta donde Vadim podía recordar, el padre jamás había cedido a sus provocaciones. Esto sacaba a la madre de quicio pero, por extraño que pareciera, la mujer no lo entendía. Cada vez, la situación seguía el curso definido por aquel mismo guión clásico.

– Voy a volverme loca -declaraba mamá irrumpiendo en el piso, arrojando el bolso al suelo y dejándose caer sobre el sofá sin quitarse el abrigo-. No lo aguanto más. Quieren acabar conmigo, no me perdonan aquella reseña. Para todo el mundo, Lébedev es una estrella, es el rey del escenario, todo el mundo le lleva en palmitas, poco más y se echan a lamerle el culo, mientras que yo, perversa de mí, me permito escribir que la puesta en escena del segundo acto de Los burgueses es un desatino. No digo nada, Lébedev es un gran director pero esto no significa que no pueda cometer fallos y errores. Mi tarea como crítica consiste en advertir esos fallos y errores. ¡Pues si oyeras cómo me ha gritado hoy el jefe de la redacción! Me ha puesto a la altura del betún. No tengo ganas de continuar viviendo.

Al llegar a este punto, mamá acostumbraba respirar hondo y miraba alrededor. Y como en cualquier casa normal, a menos que su dueña fuese una maníaca de la limpieza, su mirada tropezaba con algún «desorden». A veces se trataba de algo «grave», como la presencia de polvo en la superficie pulida de un mueble; a veces era una minucia, como un libro que alguien había cogido de la estantería y dejado encima del sofá. La envergadura del «desorden» era lo de menos, lo que importaba era el pretexto, el empujoncito para cambiar el objeto de sus iras, para sustituir al jefe de redacción, que en ese momento se encontraba fuera de su alcance, por el personal disponible.

– ¡Dios mío! -gemía la mujer-. Ese maldito trabajo está acabando con mis nervios, y por si fuera poco, ni siquiera en casa encuentro descanso. Tengo que coger la bayeta y ponerme a limpiar lo que habéis ensuciado. Dos tíos adultos que son incapaces de mantener un mínimo orden. Pero ¿por qué he de hacerlo todo yo sola, por qué me obligáis a cargar con todo el trabajo de casa? Tengo que preparar la comida, hacer la colada, y por si fuera poco, encima tengo que ganar dinero para manteneros.

– Cálmate, cariño -solía contestar el padre-, échate y relájate un rato, estás cansada, Vadim y yo lo limpiaremos todo en un momento, ahora lo arreglaremos todo, no te pongas así.

A Vadim no dejaba de sorprenderle que el padre no le gritase a mamá, que no le dijese que, por cierto, también él trabajaba y que ganaba muchísimo más dinero, que el piso estaba suficientemente limpio porque precisamente ayer habían pasado la aspiradora.

A la madre, ni que le hubieran dado cuerda. Cada vez encontraba nuevas cosas que reprochar a su marido y a su hijo. Tras comprobar lo inútil de sus esfuerzos por provocar una reacción a sus ataques, rompía a llorar, se marchaba a la cocina, cerraba la puerta y rechazaba todo intento de diálogo. Al cabo de un tiempo recuperaba su talante alegre y cariñoso, como si nada hubiese ocurrido.

– Papá, ¿por qué no le dices a mamá que tú también trabajas y traes un sueldo a casa? -preguntaba el niño.

– Porque, hijo mío, no servirá de nada y no interesa a nadie -explicaba el padre vagamente-. No pensarás que mamá no lo sabe, ¿verdad? Sabe perfectamente que trabajo, que mi trabajo es duro y peligroso y que por hacerlo cobro mucho dinero.

– Entonces, ¿por qué te hace esos reproches si lo sabe todo? -preguntaba Vadim extrañado.

– Es complicado explicarlo pero voy a intentarlo, ya eres lo bastante mayor para comprender esas cosas. No me reprocha nada, hijo mío, está enfadada con su jefe y con sus enemigos, pero como les tiene miedo y no puede levantarles la voz nos echa la bronca a nosotros. Lo hace porque nos quiere, porque confía en nosotros y porque no nos teme. En cambio, no confía en sus enemigos, les tiene un poco de miedo y por eso no puede dejarles ver que está enfadada con ellos. ¿Entiendes?

– Entonces, ¿nos hace esas escenas porque nos quiere?

– Claro.

– ¿Y por qué tú no me chillas nunca? ¿Es que no me quieres?

– Ay, hijo mío, ¡cómo se te ocurre! -decía el padre sonriendo-. Te quiero más que a nadie de este mundo. Pero yo soy un hombre y mamá es una mujer. Las mujeres son diferentes, están organizadas de otra forma, piensan y sienten de una manera distinta. No trates nunca de comprender a las mujeres, hijo mío, es inútil. Nosotros los hombres no somos capaces de comprenderlas. Lo único que podemos hacer es adaptarnos, lo mismo que yo me he adaptado a mamá.

Cuando tenía unos quince años, Vadim Boitsov concibió la firme convicción de que su padre tenía razón. Las mujeres estaban hechas de forma distinta de como estaban hechos los hombres, y no sólo en lo que a la fisiología se refería. No había manera de tratar con ellas porque eran imprevisibles e impronosticables, porque escapaban a toda lógica, porque infringían continuamente las reglas del juego, y por si fuera poco, infringían justamente aquellas reglas que ellas mismas habían introducido. Decían: «No se te olvide, a las ocho en punto», y luego o bien faltaban a la cita, o bien llegaban con dos horas de retraso. Decían que querían ver una película de Alain Delon pero cuando uno les llevaba las entradas, las tiraban al suelo y refunfuñaban: «¡Ni loca iría a ver a ese pederasta, a ese viejo verde!». Jamás en la vida le consentían a uno que les copiase un examen, pero no se cansaban de lamentarse porque no sabían resolver un problema y pedían que las ayudase (queriendo decir que les dejase copiar).

Vadim había llegado a la conclusión de que convenía evitar tener tratos con las mujeres. A excepción de un solo instante, único pero imprescindible. Tardó mucho en resolver el problema de cómo conciliar la desgana de aguantar a las mujeres con el deseo físico de su proximidad. Mientras se atormentaba inventándose un modelo de administración de su propia existencia, el problema se resolvió solo.

Vadim era un chico guapo. Muy guapo incluso. La naturaleza, como queriendo gastarle una broma, le había dotado de una mirada tan tierna e intensa que las chavalas perdían la cabeza nada más sentirla posarse en ellas. También poseía la capacidad de tocar, con la misma ternura e intensidad, las manos, los cabellos y los hombros de las mujeres. Sin proponérselo, las volvía locas. Y si a eso añadimos unos ojos claros, unos pómulos hermosamente trazados, unas cejas rectas y un hoyuelo en la barbilla, la imagen resultante no podría ser más impactante. La hermana mayor de un compañero de colegio le echó el ojo a Boitsov, en aquel entonces estudiante de diecisiete años de décimo, mientras que la chica tenía a la sazón nada menos que veintitrés. A juzgar por todo, pretendientes no le faltaban pero se había encaprichado con Vadim. Y lo consiguió.

El proceso de seducción del menor se desarrolló deprisa y sin remoras dignas de mención. Al principio, el chico simplemente no comprendía qué era lo que pretendía Anna, e interpretaba su indisimulado interés por su persona como una muestra de consideración y simpatía de lo más normal. Al final, Anna se dio cuenta de que Vadim nunca había cortejado a las chicas, que carecía de cualquier habilidad en la sutil materia del flirteo, por lo que no era capaz de distinguir entre una sincera amabilidad y un interés sexual. Abandonó todo disimulo y provocó deliberadamente una situación en que cualquier tío normal no podría menos que sucumbir a la excitación. Lógicamente, Vadim Boitsov sucumbió a la excitación.

Aquélla fue su primera experiencia, el qué y el cómo había que hacer, lo sabía sólo por los relatos de sus amiguitos y por los chistes verdes. Lo malo era que los relatos de los amiguitos tampoco estaban basados en la realidad práctica, pues se limitaban a repetir las historias que habían oído a medias en alguna parte y que aderezaban con sus propias fantasías eróticas juveniles. El folclore sexual adolescente pregonaba el vigor y la resistencia. Por lo que Vadim, al conseguir «hacer gozar» a su pareja durante nada menos que quince minutos, se llenó de orgullo y satisfacción consigo mismo. Sobre todo, teniendo en cuenta las advertencias de los amiguitos sobre el desenlace vergonzosamente precipitado de la primera vez y sobre lo decepcionadas que solían quedar las mujeres. A él no le pasó, no había quedado mal.

– ¿Qué te ha parecido? -le preguntó ufano a Anna en el minuto decimosexto-. ¿Te ha gustado?

Lo que ocurrió a continuación le dejó anonadado. Anna le empujó liberándose de su peso, se tapó con la manta para ocultar su desnudez y chilló:

– ¡Fuera de aquí, idiota! ¡Que no vuelva a verte en mi vida! Santo cielo, pero qué tonta he sido, creía que eras un ser humano y lo que eres es un… ¡degenerado! ¡Un cretino! ¡Un aborto! ¡Largo de aquí!

Aproximadamente una semana más tarde, tras largas noches de insomnio e intensas reflexiones, Boitsov comprendió que en algo no se había comportado como debía. Había fallado en algo importante, no había hecho algo que Anna esperaba que hiciera. Pero se le escapaba qué era. Es más, estaba completamente convencido de que, ya que las mujeres infringían constantemente aquellas reglas del juego que ellas mismas habían impuesto, uno nunca podía tener la plena seguridad de que las estuviera tratando correctamente. Uno podía hacerlo todo conforme ellas deseaban y al final se lo agradecían escupiéndole en el alma y dándole una patada en el trasero.

A lo largo de los tres años siguientes, Vadim hizo otros intentos de buscar la proximidad camal con las chicas que le gustaban, pero en cada ocasión el resultado fue deplorable. Tan cariñoso y atractivo en el trato (¡aunque Dios era testigo de los esfuerzos que le costaba serlo!), se revelaba como una engañifa total cuando lo que pretendía era una unión más íntima. No dejaba de darle las gracias a Anna, que en pocos segundos y con dos docenas de palabras creó un abismo infranqueable entre los conceptos de «el sexo» y «las relaciones humanas». Tanto le costaba tratar con las mujeres que la sola idea de tener que establecer relaciones emocionales con ellas le aterraba. Al mismo tiempo, el episodio con Anna le había demostrado que sin esta clase de relaciones o, cuando menos, sin una apariencia de tales, jamás accedería al sexo, como un niño jamás conseguiría una visita al zoo si no traía a casa cinco sobresalientes en geografía. El organismo joven reclamaba lo suyo, y Vadim llegó a la conclusión de que tenía que buscar a una mujer que le ofreciese su cuerpo sin exigirle el alma a cambio. La respuesta fue sencilla como, por lo demás, lo son las soluciones de casi todos los problemas complicados: necesitaba una prostituta.

Hacia la edad de treinta años, la vida de Boitsov se había estabilizado. Como buen profesional que era, sabía comunicarse tanto con las mujeres como con los ancianos o con los niños, sabía ganarse la confianza tanto de un director de banco comercial como de un vagabundo. Pero acostarse, seguía acostándose únicamente con las prostitutas, ya que sabía a ciencia cierta que ellas nunca le obligarían a buscar fatigosamente las palabras justas, a adaptarse a unas reglas del juego que ellas reinventaban sin parar. Uno pagaba y recibía aquello que deseaba. Y no debía hacer nada más. En los últimos dos años contaba con una compañera fija, una muchacha tranquila y callada, que no le cobraba un precio excesivo y le daba un buen servicio. No le exigía esfuerzos de ningún género, y era lo que Vadim quería. Vivía con su adorada mascota, un joven y simpático galgo afgano, ni se le ocurría pensar en casarse, seguía sin comprender a las mujeres, seguía teniéndoles miedo, aunque nada de eso influía en su actividad profesional.

El encargo relacionado con Anastasia Kaménskaya había despertado su interés. Junto con un cierto temor. Al leer las informaciones recogidas sobre ella a lo largo de los muchos años de vigilancia de su novio, Chistiakov, Boitsov se dio cuenta de que allí había algo raro. Llevaban tantos años juntos, eran novios desde hacía tanto tiempo, pero hasta ese momento no habían pensado en casarse. Resultaba muy extraño. Según se desprendía de las informaciones disponibles, Chistiakov le había ofrecido el matrimonio en más de una ocasión pero cada vez la mujer había declinado la proposición. ¿Por qué? ¿Qué clase de mujer era ésta, que se negaba a casarse con un hombre con quien ya estaba viviendo de todos modos? La lógica de Vadim era sencilla: si no quieres casarte con ese hombre porque no te gusta, no le metas en tu cama, sin hablar ya de meterle en tu casa. Si vives con él porque te resulta aceptable, ¿por qué no quieres casarte con él?

Al ver a Kaménskaya por primera vez «en vivo», se quedó sorprendido por su escaso atractivo y por lo corriente de su físico. En un primer instante pensó que quizá podía comprender por qué continuaba viviendo con Chistiakov incluso si no le gustaba. Porque tal vez no encontraría a otro hombre en su vida. Así, al menos, tenía a uno, fuese o no de su agrado. Pero en el momento siguiente se le ocurrió pensar que algún motivo tendría Chistiakov para desear tanto casarse con ella. Se preguntaba qué tenía esa mujer de especial.

2

Suprún identificó sin dificultad a los hombres de Merjánov encargados de «neutralizar» a Kaménskaya. Sólo uno de ellos era «ciudadano de origen no eslavo» y, por tanto, representante de los intereses de Merjánov, todos los demás eran moscovitas. Los hombres de Suprún no les quitaban el ojo de encima, al menor indicio de peligro se ponían en comunicación con Boitsov, quien había asumido la responsabilidad personal de la seguridad de Anastasia Kaménskaya. Por supuesto, dicha seguridad era relativa, y la responsabilidad de Boitsov terminaría en el momento en que considerase que el atentado contra su vida estaba suficientemente bien organizado y. que las probabilidades de encontrar a los culpables del asesinato se reducían al mínimo.

A las 15.10 horas del 1 de marzo, Vadim recibió la noticia de que los mercenarios se dirigían en coche hacia la carretera de Schelkovo, barrio en que vivía Kaménskaya. Conocía al dedillo las calles de la ciudad y tenía un coche suficientemente potente, así que llegó junto a la casa de Kaménskaya sólo unos minutos más tarde que los matones. Tras recibir el aviso, se había apresurado a marcar el teléfono del despacho de Kaménskaya y colgó cuando le respondió una voz femenina. Recordaba bien su voz, pues la había llamado varias veces a casa con este fin, para familiarizarse con su voz mientras, en respuesta a su silencio, ella repetía con impaciencia: «Diga, diga, vuelva a marcar, no le oigo». Estaba sentado en su coche, esperando a que los matones saliesen del portal y se marchasen. Entonces subiría al piso de Kaménskaya, pues se había hecho previamente con las llaves, y miraría qué tal estaba el apaño. Si descubría algo que había que corregir, lo corregiría.

– ¡De nuevo aparcan aquí! -chilló una voz histérica de anciana-. Es el único sitio donde la gente puede pasar sin hundirse en los charcos y ahogarse, pues no, tienen que aparcar justamente aquí. Hijos de puta, cuántas veces hay que decírselo…

Vadim miró hacia el lugar de donde provenían los gritos, y vio a una anciana obesa que se apoyaba en un bastón intentando acercarse al inmueble desde el vallado del área del aparcamiento de los vecinos, popularmente conocido como «el Bolsillo». El lugar escogido para el aparcamiento no era el mejor, puesto que se encontraba justo enfrente de la parada de tranvía y, al bajar, los pasajeros que querían acercarse al portal del inmueble tenían que dar un considerable rodeo para no pisar el césped encharcado, o si no, tenían que buscar un resquicio por donde colarse entre los coches aparcados ajustadamente, sin desperdiciar un milímetro de espacio, y con eso correr el riesgo de mancharse los abrigos y las gabardinas. El césped que rodeaba el aparcamiento parecía un pantano negro y sucio, sólo un camicace dotado de una vista perfecta y calzado impermeable podría atreverse a cruzarlo. Pero había un sitio donde una alma caritativa había tirado unas tablas largas para facilitar el paso por encima de la fangosa suciedad, gracias a lo cual los transeúntes podían ahorrarse el kilométrico rodeo del césped. Los matones se las habían arreglado para dejar su Saab justo encima de esas tablas…

– ¡Hay que avisar a la policía, eso no hay quien lo aguante! -continuaba diciendo la anciana indignada.

En efecto, se movía con dificultad, y rodear el césped representaba para ella un problema complicado.

– Tiene toda la razón -convinieron otros dos vejestorios sentados en un banco junto al portal-. Montan en coches, aparcan donde mejor les parece sin pensar en los demás.

Les trae sin cuidado, son jóvenes, tienen salud, nosotros los viejos les importamos un rábano. Toda la periferia ha venido hacia aquí, han infestado todo Moscú, uno no puede dar un paso sin ver sus jetas provincianas…

El intercambio de opiniones pronto se desvió del asunto inicial para centrarse en el gobierno de Moscú, luego en la Duma Estatal y en el presidente personalmente. Las viejas descubrieron que coincidían en todas sus conclusiones y se enzarzaron en una animada conversación proclamando a voces sus valoraciones nada halagüeñas de la actividad de los organismos del poder y de la Administración, para que alcanzaran los oídos de su obesa compañera que había emprendido el arduo periplo alrededor del césped. La situación, que al principio le había parecido divertida a Vadim, tuvo un desenlace completamente inesperado.

– Vamos, Vera Isáakovna, así no se puede vivir. ¿Sabe una cosa?, creo que voy a llamar a la policía, que le pongan una multa al conductor. Fíjese, la matrícula no es de Moscú, ya le digo que todos los problemas nos los traen los provincianos. Voy a apuntar el número…

La anciana extrajo del bolso un trozo de papel y un lápiz, y anotó el número de la matrícula. Esa simple acción le salvó la vida a una vecina de la escalera, a Nastia Kaménskaya.

Al cabo de un rato, los matones salieron del portal, se metieron en el Saab y se marcharon. Eran las 16.30 horas.

Unos minutos más tarde, Vadim subió al octavo piso, donde se encontraba el apartamento de Anastasia, escrutó su puerta aguzando la vista y vio, abajo, junto al suelo, una pequeña rasgadura en el forro de polipiel que la cubría. Se puso en cuclillas y examinó el lugar sospechoso. Luego lo rozó con los dedos. Eso era, el desgarrón estaba tapado con un trozo de celo, para que el relleno no se escurriese de debajo del forro y no llamase la atención. Vadim extrajo del bolsillo un pequeño estuche de piel, preparó las herramientas, se puso manos a la obra y un minuto más tarde sostenía en la palma de la mano un pequeño artefacto explosivo, ahora totalmente inofensivo, que tenía que explotar en el momento en que Kamenskaya abriese la puerta del piso. Un fino alambre unía la puerta al umbral de madera. Al abrir la puerta, el alambre se habría roto y habría desencadenado un proceso similar al que se producía cuando se arranca la espoleta de una granada. La puerta y la dueña del piso habrían quedado hechas pedazos.

Boitsov respiró hondo y se guardó el peligroso juguete en el bolsillo. Todo esto habría sido aceptable si no fuera por la vieja pesada que había tomado la matrícula del coche utilizado por los asesinos. Las abuelitas que se pasaban los días sentadas en los bancos junto al portal eran las primeras en ser interrogadas por la policía cuando en un inmueble se producía un hecho criminal, ya fuera un robo, ya un asesinato. Si no hubiera sido por ellas, se podría haber acabado con Kamenskaya ese mismo día, y al siguiente reanudar el trabajo sobre el aparato que Suprún necesitaba con tanto apremio.

Regresó al despacho y volvió a llamar a Kaménskaya. Seguía allí. El reloj marcaba las 17.42 horas.

3

La enorme sala del consejo del instituto no estaba ni medio llena. La presentación de las tesis doctorales hacía tiempo que había dejado de llamar la atención a los científicos del centro. Además de los miembros del consejo, los únicos en acudir a esta clase de actos eran los afectados por algún asunto del orden del día y la «hinchada» de los doctorandos: sus compañeros, amigos y familiares (siempre que, ni que decir tiene, el tema de la tesis doctoral no estuviera catalogado como secreto de estado).

Los propios miembros del Consejo Académico se comportaban como si se tratara de un festejo oficial, conversaban en pequeños corrillos, juntándose dos o tres para intercambiar impresiones con los compañeros a los que llevaban mucho tiempo sin ver, se levantaban y cambiaban de sitio, salían de la sala y volvían a entrar. Nadie hacía el menor caso del desdichado doctorando, que marmoteaba sus explicaciones sin intentar siquiera hacerse oír por encima del rumor de voces que se extendía por toda la sala. Cuando les llegaba el turno a los oponentes de designación oficial, el rumor se aquietaba un poco: se trataba de unos colegas merecedores de todo respeto y, aunque nadie tenía la intención de escuchar lo que decían, convenía guardar las apariencias.

– Tiene la palabra el oponente oficial, doctor en Ciencias Técnicas, profesor Lozovsky -anunció solemnemente el presidente del consejo Aljimenko con gesto arisco y fulminando a los miembros del consejo con la mirada-. Si es tan amable, Mijaíl Solomónovich.

– Estimados colegas -habló Lozovsky tras encaramarse en el estrado y rodear la tribuna con los brazos como si alguien fuera a arrebatársela-. Lo que tenemos delante de nosotros es el fruto de muchos años de un trabajo tenaz, lo que de por sí sería suficiente para llenarnos de profunda admiración. Me refiero, por supuesto, al trabajo, no al fruto. Nuestro doctorando Valeri Iósefovich Jarlámov nos ha presentado una obra, sin lugar a dudas interesante, que puede contestarnos con claridad a la pregunta primordial: ¿posee el aspirante a grado científico la capacidad para realizar una labor científica de forma autónoma? ¿Dispone de un potencial científico suficiente para hacerlo? Puesto que tal es el sentido de toda tesis doctoral si la memoria no me falla y si interpreto correctamente las estipulaciones de la Comisión Superior de Calificaciones.

Tras lanzar esta parrafada, Lozovsky se calló y volvió la cabeza hacia Viacheslav Yegórovich Gúsev, quien, en su calidad de secretario académico, debería conocer a fondo el reglamento y las exigencias de la CSC. Viacheslav Yegórovich asintió expresivamente con la cabeza, conteniendo la risa. Esa escena se reproducía invariablemente cada vez que Lozovsky intervenía como oponente en la presentación de una tesis doctoral. Era el único científico que sostenía que el asunto central del debate alrededor de una tesis no era el significado del trabajo presentado sino su nivel y su calidad.

«Si discutiésemos el significado, Einstein jamás habría conseguido doctorarse ante nuestro consejo porque todos habríamos declarado con unanimidad que estaba equivocado. El doctorando no necesita que todos le demos la razón al unísono, ya que si sólo concediéramos títulos académicos a aquellos cuyas ideas nos pareciesen correctas, la ciencia no avanzaría nunca. No surgiría ninguna escuela científica nueva. Nadie podría plantear una tesis científica innovadora, pues innovar supone derrocar lo antiguo. Al valorar una tesis doctoral, debemos ceñirnos a las respuestas de estas preguntas: ¿posee el doctorando una cultura científica suficiente?, ¿analiza los resultados de sus experimentos a conciencia?, ¿tienen lógica sus razonamientos?, ¿es capaz de inventar algo original? Dicho de forma lapidaria, la presentación de una tesis debe darnos pie para decidir si tiene cerebro o no. Eso es todo. Y yo en mi calidad de oponente oficial no trataré otras cuestiones. Si no les gusta, no me inviten a hacer de oponente», acostumbraba declarar el profesor Lozovsky en actitud tajante.

Esa actitud encantaba a los doctorandos, que siempre pedían que les pusieran a Lozovsky de primer oponente. Sin embargo, se conocían algunos casos, presentes en la memoria de todos, en los que el tozudo profesor, tras leer una tesis perfectamente correcta y sólida, al acudir a su presentación manifestaba:

– No tengo nada que objetar contra una sola palabra de este trabajo. Todo es correcto. Todo, desde la primera mayúscula hasta el punto final. Y por eso me ha resultado aburrido. Esta tesis es una buena tesina estudiantil pero nada más que esto. No he podido observar la menor presencia de pensamiento. No he apreciado una sombra del gusto por el experimento. Mi opinión es ésta: el doctorando no está preparado para desarrollar la labor científica por cuenta propia, concederle el grado de doctor sería prematuro.

Algunos iban a escuchar a Lozovsky como otros van al circo. Se enteraban de si hacía su discurso de oponente durante la primera o segunda presentación, entraban en la sala del consejo en el momento justo, cuando Mijaíl Solomónovich subía al estrado, y se marchaban en cuanto bajaba.

– Siento un profundo respeto por el monitor científico de nuestro doctorando, el profesor Borozdín -continuaba perorando Lozovsky-. Y dado que estoy familiarizado con el estilo científico de Pável Nikoláyevich, leí con especial atención el texto de la tesis presentada tratando de reconocer la influencia del monitor científico y, cosa que nunca se debe descartar, la ausencia de la solvencia científica de Valeri Iósefovich Jarlámov. ¡Pues no! -Al pronunciar estas palabras, Lozovsky blandió el dedo índice deformado por la artritis-. No he observado en la tesis ni rastro de la participación de Pável Nikoláyevich. Tengo la impresión de que el profesor Borozdín simplemente ha cometido un atraco a nuestro estado al cobrar por la supervisión científica del trabajo de un hombre de ciencias totalmente maduro, de un sabio varón a quien la mencionada supervisión no le hacía ninguna falta.

La sala se animó. Todo el mundo comprendía que Mijaíl Solomónovich estaba bromeando y que en realidad sus palabras encerraban un máximo elogio al doctorando. Pero una vez ya ocurrió algo parecido… Y terminó con que el profesor encargado de realizar la supervisión científica del doctorando fue despojado del grado académico, ya que justo después de una intervención similar de Lozovsky se descubrió que en realidad nunca había actuado como monitor con ninguno de los doctorandos, pues hacía muchísimos años que había perdido el tren de la ciencia y había dejado de entenderla. Se limitaba a pasar los capítulos y apartados que le mandaban los doctorandos a su hijo, un físico joven y brillante, que se encargaba de escribir comentarios sobre cada página y de explicarle a su papi querido el significado de sus observaciones. Luego el papi querido contaba todo esto a sus doctorandos poniendo gesto de superioridad intelectual. Quería mantener su reputación científica, le gustaba lucir el título de profesor y guardaba celosamente su secreto, que consistía en que hacía mucho tiempo que había dejado de ser profesor. El escándalo fue sonado, y desde entonces la gente empezó a frecuentar la sala del consejo para «ver a Lozovsky», como en otras épocas la gente acudía al circo para ver a los equilibristas que hacían sus acrobacias sin red. No se perdían ni una presentación esperando que un día volviese a suceder algo por el estilo.

– Confío en que el monitor científico del doctorando nos explique en su discurso a quién ha estado supervisando durante todos estos años y en qué consistía tal supervisión -seguía guaseándose Lozovsky.

– Así lo haré, Mijaíl Solomónovich -contestó Borozdín desde su asiento.

Los miembros del consejo empezaron a reírse por lo bajo. Habían comprendido que justo antes de empezar la sesión alguien había invitado al viejo Lozovsky a unas copichuelas de coñac.

La puerta de la sala se abrió silenciosamente, entró Lysakov y, procurando pasar desapercibido, se sentó en la primera silla libre que vio, al lado de Inna Litvínova.

– Oye, ¿qué es lo que pasa? -preguntó en un susurro.

– Lozovsky y sus bufonadas de siempre -contestó Inna Fiódorovna susurrando también-. ¿Qué haces tú aquí? ¿También quieres escuchar a nuestro Solomónovich?

– Claro que sí. Es una pena, llego tarde, he calculado mal el tiempo. ¿Qué tal nuestro Jarlámov? ¿Se ha puesto nervioso?

– Cómo no. Mira tú mismo, está blanco como la pared.

– ¿Cómo es que está tan afectado? ¿Son desfavorables las reseñas?

– No, no creo. En alguna ocasión, Gúsev mencionó que todas las reseñas de su resumen eran positivas y que Valen había ido personalmente a la empresa patrocinadora a llevárselas porque no se fiaba de Correos.

– ¿Entonces por qué está tan nervioso? Si fuera un primerizo que nunca ha visto este numerito… Pero Jarlámov ya ha visto tantas presentaciones de tesis que debe saberse de memoria todo el guión.

– No digas tonterías, Guennadi -replicó Litvínova con enfado-. Es fácil decirlo desde este asiento de la sala. Recuerda tu propia presentación. Seguro que te pusiste de todos los colores a causa de los nervios.

– ¡Esta comparación no vale! -rebatió Lysakov sacudiéndose en mudas carcajadas-. En aquel entonces yo tenía veintiséis años, me ponía de los nervios por cualquier tontería, desfallecía sólo con ver a Solomónovich, piensa que había estudiado la carrera con sus libros, para mí era algo así como un monumento erigido en honor a la biofísica, y de repente, helo aquí, vivito y coleando, en persona. Dicho sea de paso, Jarlámov tiene unos veinte años más de los que yo tenía entonces. Así que no es lo mismo.

Lozovsky concluyó su discurso y descendió lentamente del estrado. Tomó la palabra el segundo oponente oficial. Guennadi Ivánovich miró el reloj.

– ¿Qué pasa, se habrá parado? -murmuró cejijunto clavando la mirada en la esfera del reloj-. ¿Qué hora es?

– Las cuatro menos cuarto -contestó Litvínova.

– Pues marca las tres y diez. Ahora entiendo por qué he llegado tarde para ver a Lozovsky aunque había calculado bien el tiempo. Oye, ¿sabes si Solomónovich también hace de oponente en la otra presentación?

– Por supuesto que sí. Aquella tesis es muy polémica, el propio monitor científico ha puesto al doctorando de vuelta y media, dice que no le obedece, que lo hace todo a su manera y que por eso él, como su monitor, no puede asumir la responsabilidad del lado científico de la cuestión. A Lozovsky estas cosas le chiflan. La que se va a armar. Ojalá que no lleguen a las manos. Todo el instituto estará aquí.

– ¡Magnífico! -dijo Lysakov frotándose las manos-. En este caso, tengo una proposición que hacerte. Subamos ahora a mi despacho, te enseño algunos de los últimos resultados, me dices rápidamente qué te parecen, de paso nos tomamos un té y volvemos aquí para no perdernos la segunda presentación. ¿Te parece?

– Pero ¿qué dices, Guennadi? ¿Estás loco? Si he venido adrede para prestarle a Valeri apoyo moral. ¿Cómo quieres que me vaya y le abandone a su suerte? No, no puedo. Mira, aquí soy la única de nuestro laboratorio, imagínate cómo se sentiría.

– ¿Cómo que la única? ¿Y Borozdín?

– Ése no cuenta. Es su monitor y miembro del consejo. Supon por un momento que Jarlámov mira a la sala y aquí no hay nadie, ni una cara que le sonría para darle ánimos. Lo peor será cuando los miembros del consejo salgan para votar. Recuerdo el terror que se siente. Te quedas en el pasillo más solo que la una y piensas que allí, detrás de aquella puerta, se decide tu destino, que allí se han reunido todos esos sabios varones a los que tú les importas un comino, que no te ven te pongas como te pongas, y que para esos hombres simplemente no existes. Lo único que les interesa es fumarse un pitillo, tomarse un té, chismorrear, llamar por teléfono. Porque para rellenar el boletín y echarlo en la urna, con medio minuto tienen de sobra. Pero tardan media hora porque no les apetece volver a la sala, así que pasean por todo el instituto, van a ver a los amigos, resuelven sus asuntos personales. Y durante todo ese tiempo, tú te quedas en el pasillo, entre la sala y el salón de votaciones, y te vas muriendo lentamente. No le haces falta a nadie. Y tampoco hace falta tu tesis, que te ha costado sangre, sudor y noches de insomnio. No se debe abandonar a Valeri a su suerte en un momento así. Por mi propia experiencia sé muy bien lo duro que es.

– Entonces, ¿tú estuviste sola?

– Sola. Lo que viví en aquella media hora, no se lo deseo ni a mi peor enemigo. Cuando presenté mi doctorado, ya tenía treinta y seis años, es muy distinto de tener veintiséis.

– ¡No me digas! ¿Por qué?

– Porque cuanto mayor eres, más sacrificios te cuesta escribir esa maldita tesis. Cuando uno la escribe durante el posgrado, como fue tu caso, empieza a los veintitrés y acaba a los veintiséis, no pierde nada si recibe malas reseñas o incluso si su tesis no va a ninguna parte. Lo tenía todo por delante, y sigue teniéndolo igual. Pero cuando uno combina la tesis con un empleo, cuando no la escribe durante el posgrado, cuando uno tarda no tres sino diez años en prepararla, y esos diez años empiezan a los treinta y terminan a los cuarenta o incluso más tarde, a menudo tiene que decidir sobre el orden de sus prioridades. Si ha de anteponer la ciencia a la familia. Si ha de anteponerla a sus hijos. A su salud. A sus padres, que se van haciendo viejos. A cada paso tropieza con el peso del deber moral respecto a uno de los suyos o respecto a sí mismo. Y debe hacer la elección, al precio de nuevas canas, al precio de cicatrices en su conciencia. Por eso, mi querido Guennadi, cuando estás allí en medio del pasillo esperando los resultados de la votación, sólo piensas en una cosa. Estás recordando todos los sacrificios realizados en aras de tu, y perdona la expresión, jodida tesis, y te preguntas si valía la pena, si tu tesis se merece tanto sacrificio. Entonces te das cuenta de que, si los miembros del consejo vuelven a la sala, y el presidente de la comisión del cómputo anuncia que has sacado demasiadas bolas negras, resultará que todos tus sacrificios han sido en vano. Recordarás a la mujer, tal vez, la mejor de toda tu vida, a cuyo amor has renunciado. Recordarás las graves enfermedades de tus padres, y que no pudiste acompañarles entonces. Recordarás muchas cosas. Y al saber que tu tesis ha sido rechazada, te darás cuenta de que tu vida ha sido un error, de que has apostado a un caballo equivocado y como resultado lo has perdido todo, porque has hecho demasiados sacrificios.

– Vale, vale, vale, me rindo -dijo Lysakov levantando las manos-. Me has convencido de que soy un monstruo del egoísmo. En gesto de solidaridad me quedaré aquí contigo hasta el final y luego procuraré prestar apoyo moral a Valeri Iósefovich, cuando salga al pasillo a pasárselas canutas. Pero dime una cosa, ¿cuándo vamos a hacer por fin alguna cosa de provecho, eh? Tenemos todo el trabajo parado, ¿quién crees que va a hacerlo?

– Guennadi, te doy mi palabra de honor, mañana a primera hora de la mañana nos meteremos de pleno en la harina. Por cierto, ¿piensas terminar tu segunda tesis, la académica, o la has abandonado definitivamente?

– Déjame en paz, Inna. Tengo suficiente con Borozdín, que no deja de darme la tabarra a propósito de la dichosa tesis de la academia, sólo me falta que también tú te me pongas pesada.

– De acuerdo, no he dicho nada. Vamos a escuchar, ahora Borozdín va a contestarle a Lozovsky.

Lysakov y Litvínova se callaron mirando al profesor Borozdín acercarse sin prisas al estrado.

4

Estaba mirando a Lozovsky, radiante y satisfecho de sí mismo, y sentía cómo el odio empezaba a corroerle las entrañas. Ese viejo mequetrefe. Ese payaso de feria. Ese tarambana senil, con su asquerosa voz rechinante y sus ralos pelillos blancos. Dios, cuánto odiaba a todos los que se habían reunido en esa sala, cuánto le irritaban su necedad, su simplonería, sus chismorreos. Ojalá que todo se resolviese pronto, que terminasen el aparato y cobrasen los honorarios. Para no ver nunca más esas jetas repugnantes ni oír esas voces que pomposamente soltaban una tontería tras otra.

La primera vez, Merjánov había dado un patinazo. Le gustaría saber si hoy iba a conseguir por fin lo que pretendía. Para hoy le había concedido el intervalo desde las tres hasta las siete de la tarde. Podría haberle dado más tiempo si hubiese sabido que Lozovsky iba a ponerse tan belicoso. Lo normal era que la presentación de una tesis doctoral se prolongase una hora y cuarto, una hora y media como mucho, incluyendo la votación y el anuncio de los resultados. Pero hoy ya llevaban una hora y veinte minutos de sesión, y los miembros del consejo aún no se habían retirado a votar.

Parecía que últimamente Kaménskaya estaba más quietecita. Después de su visita a Tomilin no se la había vuelto a ver por el instituto, y el propio Korotkov sólo se dejaba caer por aquí de vez en cuando. Por supuesto, en aquel momento la situación era peliaguda: había salido de no se sabía dónde aquel mapa que señalaba nítidamente la zona de la acción de la antena. Si la chica tuviera redaños, se habría agarrado de aquel mapa con los dientes y no lo habría soltado hasta alcanzar el final victorioso, hasta llegar al fondo de la cuestión, a saber, hasta la antena y el aparato. Pero la muchachita se echó atrás. Así que era perfectamente posible que esas medidas radicales no fueran necesarias y pudieran continuar trabajando en el aparato con total normalidad. No cabía duda de que sin Kaménskaya la normalidad sería aún mayor. Fuese como fuese, habría que esperar una semanita más. Si durante ese plazo Merjánov conseguía deshacerse de ella, miel sobre hojuelas. Pero aun cuando no lo consiguiese, podrían reanudar el trabajo de todas formas.

Estos últimos días a Inna se la veía muy nerviosa. Cuando le dijo que se tenía que suspender el trabajo se dejó llevar por el pánico, le repitió una y otra vez lo mucho que necesitaba el dinero que él le había prometido como pago por su participación en la fabricación del aparato. ¿Para qué querría tanto dinero esa triste solterona? Tal como se arreglaba y vestía, se diría que vivía de limosnas. Seguro que incluso el sueldo de hambre que cobraba le sobraba para pasar el mes. ¿Sería una millonaria clandestina como aquel famoso mendigo? Iba ahorrando, metía los billetes en el calcetín. Pues ¿qué falta le hacía el dinero? Vivía sola, tenía piso propio, ¿qué más quería? Cielos, ¡ojalá pudiese vivir solo, sin ver a nadie! La soledad era la dicha suprema. Sólo la muerte estaba por encima de la soledad.

5

Esa noche todo transcurría como de costumbre. Como siempre, Nastia regresó a casa tarde, de nuevo le dio pereza preparar la cena, a consecuencia de lo cual se contentó con el insípido bocadillo de rigor que regó con el ineludible té. Habló por teléfono con su padrastro, luego llamó a Liosa. Se duchó. Miró la televisión un rato. Permaneció mucho tiempo tumbada a oscuras, con los ojos cerrados, pensando. Luego, cuando ya eran casi las dos de la madrugada, por fin pudo conciliar el sueño.

Una noche común y corriente. Noches así tenía trescientas cada año.

Una vez más, había pasado a dos milímetros de la muerte. Y una vez más, ni se dio cuenta.