174550.fb2
Nastia Kaménskaya estaba sentada delante del coronel Gordéyev, adoptando una pose entre la desdicha y el abatimiento.
– ¡No lo entiendo! -gritaba el Buñuelo furioso rebotando como una pelota de goma por el despacho y dando vueltas alrededor de la larga mesa de conferencias-. ¡Cómo has podido cometer semejante tontería! Pero si eres una mujer inteligente, al menos, siempre te he tenido por tal. ¿Te das cuenta por lo menos de la envergadura del problema? ¡No quería despertarme, hay que ver eso! ¿Y si aquel chisme hubiese explotado? ¿Entonces, qué? ¿Comprendes la diferencia entre la molestia y la muerte, o no la comprendes? Pero tú, en vez de llamar a uno de nuestros expertos y ordenarle que fuera a examinar tu puerta, coges y llamas a ese Vadim y te metes en la boca del lobo. Dime, ¿tienes cerebro o no? ¡Contesta!
– Me asusté mucho, Víctor Alexéyevich -murmuró Nastia contrita-. No sabe lo asustada que estaba. Sola en casa, noche cerrada, acababan de intentar matarme disparando desde un coche, y encima, esa puerta… Casi me vuelvo loca de miedo.
– Sin casi, te volviste loca -gruñó Gordéyev algo menos furioso.
Había dejado de dar vueltas por el despacho y se sentó a la mesa. Entrelazó las regordetas manos, apoyó en ellas la barbilla y se quedó mirando a Nastia como esperando que le dijese algo extraordinariamente inteligente.
– ¿Has comprobado el número de teléfono de ese Vadim?, ¿le has identificado? -preguntó al fin.
– Sí. Información no disponible.
– Cómo no -murmuró Gordéyev-. Sea como sea, es de los nuestros. Dame el número, pediré autorización al ministerio. ¿Por qué callas, Nastasia? Veo en tus ojos que tienes alguna idea. Cuenta, cuenta, no te cortes. Ya te he dicho todo lo que pienso de ti, así que pierde cuidado, lo peor ha pasado.
– Verá, Víctor Alexéyevich, todo se complicó a raíz de nuestra visita al Ministerio de las Ciencias. No se lo dije pero Tomilin nos ha mentido.
– ¿Cómo que mentido? -aulló el Buñuelo presa de un nuevo ataque de furia-. ¿Por qué no me lo has dicho antes? No, si ya veo que todavía no te he dicho todo lo que debo decir, no te he reñido lo suficiente.
– Espere, Víctor Alexéyevich, no me riña, si no, me echaré a llorar, y ya tengo bastantes disgustos. En cuanto volví del ministerio le pregunté a Liosa sobre toda aquella mandanga del efecto de inversión y Meyerstranz, y me dijo que eran desvarios de un indocumentado y una memez como una casa. Entonces pensé que Tomilin se había comportado de esa manera sin mala intención, sólo a causa de su ignorancia. Liosa me dijo que si Tomilin entendiese de física se habría dedicado a la ciencia y no a la administración. En una palabra, creí que…
– Ya sé lo que creíste -la cortó Gordéyev impaciente-. ¿Qué pasó luego?
– Luego intentaron atacarme a altas horas de la noche justo al lado de mi casa pero afortunadamente aquello se frustró. Alguien dio un tiro al aire, luego se disparó la alarma de un coche, mis agresores salieron pitando y un minuto más tarde, pasó por allí un coche patrulla. Entonces pensé que había tenido suerte, nada más, pero después de lo de ayer comprendí que alguien me había salvado la vida. Tal vez podríamos abordar el asunto por este lado…
– Podemos intentarlo -respondió el coronel pensativo-. Aunque tenemos poca gente, estos días todo el mundo está trabajando en el caso de aquel periodista. Pero vamos a intentarlo, igual sacamos algo en claro. Hay que mandar a Dotsenko al ministerio, que se entere de qué le pasa a Tomilin, y entretanto, que Korotkov compruebe las coartadas de los cinco sospechosos del instituto. Aunque es un mal momento, hoy es sábado, mañana domingo, todo lo que nos queda es el lunes y la mitad de martes.
– ¿Por qué la mitad? -preguntó Nastia sorprendida.
– El martes es el 7 de marzo, la víspera de la fiesta, el día de la Mujer Trabajadora. ¿Es que se te ha olvidado?
– Se me ha olvidado -confesó Nastia-. Odio las fiestas. Me estorban en el trabajo.
– ¿Y los criminales no te estorban? -inquirió Gordéyev con sorna-. No digas bobadas, querida. Por cierto, mis espías me informan de que al fin tú y Chistiakov os casáis. ¿Es cierto?
– Sí -asintió ella-. ¿También de esto se va a guasear?
– ¿Por qué iba a guasearme? Voy a alabarte. Bien hecho, pequeña, parece que estás entrando en razón, empiezas a parecer un ser humano.
– Ya lo ve, he dicho que iba a hacer guasa. No sé por qué todos tienen que meterse con esa boda. ¿En qué les molesta mi soltería? ¿Acaso trabajo peor porque no estoy casada?
– ¡Pero si no entiendes nada! -dijo Gordéyev riéndose-. No molestas sino que les das envidia a todos los compañeros. Mirad todo el mundo qué bien me las arreglo sin una familia y sin hijos, y encima trabajo mejor que nadie. Y ellos te miran y piensan: nosotros las pasamos moradas, tenemos problemas a manta, padecemos apuros de dinero, apuros de vivienda, vivimos apiñados, en el trabajo no nos da nunca tiempo de hacer nada, así que ¿nos habremos equivocado al organizar nuestras vidas? ¿Crees que a la gente le gusta esto, reconocer que vive una vida equivocada? Reflexiona un poco tú misma, con esa cabecita tuya tan inteligente: ¿a quién le hace gracia reconocer que ha errado toda su vida? En cambio, cuando te cases, todo el mundo suspirará con alivio: no, sí que estábamos en lo cierto, cada ser humano tiene que vivir en familia, incluso nuestra Kaménskaya, que tanto se resistía, que se las daba de feminista emancipada, al final también ha claudicado y nos ha dado la razón.
Después de hablar con el jefe, Nastia se animó un poco. Había hecho bien en reprenderla, le sobraban motivos, eso era indiscutible. Pero a pesar de todo había apoyado su proposición y había prometido ayudarla. Tenía que darse prisa por encontrar a Korotkov y Dotsenko aunque difícilmente iban a poder hacer algo antes del lunes. Ay, Señor, ¡para qué habría inventado la gente las fiestas!
Oleg Zúbov, experto forense permanentemente huraño y descontento con la vida, se inclinó hacia el desgarrón del forro de la puerta, se irguió, abrió su maletín y extrajo un potente foco de pie plegable.
– Enchúfalo -le pidió a Nastia mientras desenrollaba el cable de unos diez metros de longitud-. De paso, tráeme algún periódico viejo para ponerlo sobre el suelo, voy a arrodillarme. Ya soy viejo, me cuesta estar mucho rato en cuclillas.
Era el peculiar hobby de Zúbov: siempre se estaba quejando de su edad y de enfermedades aunque no había cumplido los cuarenta y tampoco tenía problemas de salud. Todos lo sabían pero todos ponían cara de compasión y asentían a los lamentos del experto, pues de otro modo tendrían que esperar el triple del plazo reglamentario para tener las conclusiones forenses. Cuando alguien ponía en duda las enfermedades incurables de Zúbov, éste le declaraba que tenía dolor de cabeza y que se le empezaban a desprender las retinas, por lo que los médicos le habían prohibido forzar la vista y le habían prescrito un colirio especial, de manera que las conclusiones peritales tardarían en estar listas. O se inventaba algún otro cuento lastimero. Nadie acababa de entender por qué lo hacía, pero como Oleg era un experto, por así decirlo, por la gracia de Dios, todos le consentían sus manías y el mal humor crónico.
Nastia le trajo una vieja manta doblada que solía poner en el suelo cuando le daba el dolor de espalda y no podía acostarse en el mullido sofá.
– Ay, qué bien -se alegró Oleg-. Así hasta podré sentarme.
Se acomodó a gusto, colocó el foco de manera que la luz se proyectase sobre el umbral y la parte inferior de la puerta, y sacó su instrumental.
– Apártate -ordenó.
– ¿Por qué? ¿Te estorbo? -preguntó Nastia sorprendida-. Me interesa ver cómo lo haces.
– Le interesa -gruñó Zúbov sin levantar la vista-. ¿Y si ese trasto funciona?
– Pero si allí no hay nada.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Alguien te lo ha dicho y tú te lo has creído? ¿Y si quería engañarte? Vamos, vamos, quita de aquí, ve a la cocina y prepárame un té.
Nastia se retiró a la cocina dócilmente, aguzando el oído para escuchar con estremecimiento los sonidos que llegaban desde el rellano. ¿Y si era cierto y Vadim le había mentido? ¿Y si ese cacharro explotaba?… No quiso terminar de pensarlo, resultaba demasiado desagradable.
Hirvió el agua, preparó un té bien cargado, hizo unos bocadillos de jamón dulce y queso, y los colocó sobre una gran fuente. Luego decidió que no estaría de más adornarlos. Examinó el exiguo contenido de la nevera cogió dos huevos, los metió en un cazo lleno de agua y encendió el fuego. Abrió un tarro de pepinillos marinados, cortó unos cuantos en finas rodajas de fantasiosos contornos. Encontró en el congelador una bolsa de grosellas rojas congeladas de cuya existencia ni se acordaba. Le venía de perlas, sabía cómo iba a aprovecharla.
Cuando los huevos estuvieron hechos, Nastia los enfrió sumergiéndolos en el agua fría, les quitó la cáscara y los cortó en rodajas blanquiamarillas. Colocó dos rodajas sobre cada bocadillo, encima dispuso unos trocitos verdes de los pepinillos y remató la complicada decoración con unas cuantas grosellas de color rojo encendido. Resultó muy bonito, Nastia no quedaría mal al ofrecer el refrigerio a su invitado.
Puso encima de la mesa las tazas con sus platillos, el azucarero, la tetera y un bote de café instantáneo, colocó en el centro la fuente de los bocadillos, se armó de paciencia y se sentó a esperar. ¿Explotaría o no explotaría? ¿Llegarían ella y Zúbov a comer estos hermosos bocadillos o de un momento a otro saltarían en pedazos? La tensión era tan grande que, si hubiese podido, se hubiese puesto a aullar.
– ¡Nastasia! -llamó Oleg-. Desenchufa el foco, ya he terminado.
Irrumpió en la cocina como un oso enorme y torpe, y se dejó caer pesadamente sobre un taburete.
– ¡Huy, qué hermosura! -exclamó con admiración acompañando sus palabras con un silbido, y acto seguido cogió un bocadillo de la fuente-. Se nota que vas a casarte, que te estás preparando para la vida familiar.
– Una palabra más y te tiro el agua hirviendo encima -le advirtió Nastia.
– ¿Qué te pasa, Kaménskaya? ¿Estás loca? -preguntó el hombre con la boca llena-. ¿A qué viene esto? No se te puede decir nada.
– Perdona. Es que ya estoy hasta el gorro de esa boda. Una palabra más, y la cancelo. ¿Has encontrado algo?
– Sí. En efecto, te habían metido algo allí. Mira, aquí tienes, un pedacito del cable. Y aquí otro. Quien desactivó el artefacto sabía qué y cómo tenía que actuar, pero parece ser que iba apurado de tiempo. O no disponía de las herramientas necesarias.
– ¿Es posible determinar cuándo me lo colocaron?
– ¿Que cuándo te lo colocaron? Pues no, no es posible. Pero cuándo te lo quitaron, eso sí podemos saberlo. Los cables sin recubrimiento se oxidan por la acción del aire, por lo que es posible conocer con cierta precisión el tiempo en que fueron cortados. ¿Te corre mucha prisa?
– Oleg, querido… -susurró Nastia poniendo cara de súplica-. Cuanto antes lo sepa, mejor; ten en cuenta que se trata de mi propia seguridad. Antes de hablar con el hombre que me contó lo del explosivo, quiero saber si miente o dice la verdad. Y tengo que hablar con él cuanto antes.
– Ya entiendo, ¿me estás diciendo que en vez de ir a casa tengo que volver al trabajo? ¡Tienes una cara, amiga…! Me has pedido que pasara por aquí, le echara un vistazo al desgarrón en la puerta y… ¡mírenla!
– ¡Pero, Oleg, querido!
– Vale, vale, no llores, lo haré. Por si te ocurre algo, porque entonces sería el principal culpable. ¿Puedo coger otro bocadillo? Están muy ricos. Échame un poco más de té.
Tendió su taza a Nastia.
– Come, Oleg, querido, que te aproveche, voy a envolverte unos cuantos bocadillos más, así no te aburrirás trabajando -bromeó Nastia sin alegría-. Pero dame la respuesta lo más pronto que puedas.
Acompañó a Zúbov hasta la puerta, regresó a la cocina y empezó a quitar la mesa. De repente, sus manos perdieron fuerza, los dedos se abrieron solos, y las tazas y los platillos que iba a dejar en el fregadero fueron a parar con estrépito a sus pies. Tardó en comprender lo que había ocurrido y se inclinó para recoger los trozos. Parecía que las esquirlas de la porcelana rota habían cobrado vida propia y se le escurrían entre los dedos, deslizándose de un lado a otro, parecían burlarse de ella mostrándose cercanas y accesibles pero enseguida se escapaban de sus dedos, que de pronto se habían vuelto extrañamente torpes y rígidos. La cabeza empezó a darle vueltas, y Nastia tuvo que erguirse y sentarse. Y entonces empezó a tiritar.
Habían pasado dieciocho horas desde el momento en que se dio cuenta de que alguien quería matarla. Durante todo ese tiempo se había comportado como una persona perfectamente normal que se encuentra en pleno dominio de sus facultades. Había sabido dar explicaciones a su jefe, encontrar a Korotkov y a Dotsenko y exponerles de forma inteligible su nueva misión. Había traído a Oleg Zúbov a casa y se había superado preparándole los bocadillos. Durante todo ese tiempo, su psique hacía alardes de valor desterrando de su conciencia la idea de que había pasado toda una semana caminando al borde del precipicio y no se había despeñado de puro milagro. Durante aquella semana pudo haber muerto tres veces. Tres veces. La muerte se le había acercado tanto que ahora Nastia tenía la impresión de haberse familiarizado con su olor. La muerte olía a goma de mascar con sabor a fresa y estaba impregnada del perfume fuerte y agrio de una colonia cara. Ese olor agrio había rozado su olfato en aquel callejón, junto al aparcamiento privado, pero ayer, cuando un desconocido la derribó y cayó encima de ella, la tibia acritud de ajenjo, la mezcla de los olores de esencias de perfume y de la piel caliente, literalmente, le golpearon la nariz. A lo largo de las últimas dieciocho horas, Nastia había conseguido comportarse de forma más o menos racional y consciente, pero ahora las fuerzas la habían abandonado, el mecanismo de bloqueo psíquico se había calado y se había parado definitivamente, y la terrible idea de la muerte le atravesaba el alma causándole un dolor insoportable.
Al principio le temblaron las manos, luego los escalofríos hicieron castañetear sus clientes. Nastia empezó a dar vueltas por el piso, sin saber lo que estaba buscando, deambulando sin sentido por las habitaciones. De vez en cuando se sorprendía buscando con la mirada la nevera y el fregadero al entrar en la habitación, o asustándose al no ver el ordenador cuando abría la puerta de la cocina. Perdía el control sobre sus pensamientos y ni se daba cuenta cuando salía de un sitio y entraba en otro. Miraba el reloj repitiendo para sus adentros la hora, pero al cabo de unos segundos se olvidaba de la hora que era y volvía a escudriñar la esfera del reloj. Tuvo la sensación de que si pudiera dar un alarido, aunque no muy alto, se sentiría mejor, pero se le había trabado un nudo en la garganta y no consiguió emitir un solo sonido.
Su estado fue empeorando por momentos, a los escalofríos y temblores se les había sumado el dolor de cabeza, luego sintió pinchazos en el corazón y se le entumeció el brazo izquierdo. Quiso llamar a Liosa para pedirle que viniera pero por algún motivo no conseguía marcar correctamente su número. Era como una pesadilla, necesitaba con urgencia llamar por teléfono pero el disco de pronto no tenía los dígitos precisos, o resultaba que el teléfono funcionaba de un modo incomprensible y no había manera de aclararse en su embrollada mecánica. Nastia marcó varios números equivocados y, desesperada, abandonó sus intentos infructuosos de hablar con Chistiakov. Tuvo la impresión de que sencillamente había olvidado su número de teléfono, lo que acabó de desanimarla. Desde siempre, su memoria era su herramienta infalible, y si no conseguía recordar un número al que llevaba muchos años llamando, entonces, en efecto, no estaba bien de la cabeza.
Nastia había perdido el control no sólo sobre sus pensamientos sino también sobre el tiempo. Cuando Zúbov llamó, creyó que acababa de marcharse aunque en realidad ya habían transcurrido como mínimo tres horas.
– Ya lo tengo todo -le comunicó el experto forense-. Los cables fueron cortados hace unas setenta y cinco o setenta y ocho horas. Es decir, ocurrió el miércoles, el 1 de marzo, entre las tres y las seis de la tarde.
Después de hablar con él, Nastia se sintió un poco mejor. Hizo un esfuerzo y pensó en el asesinato de Galaktiónov, en el suicidio de Voitóvich y en los tres atentados contra su propia vida no como muertes, que traían a la gente el dolor de la pérdida, sino como acontecimientos que debía unir para formar con ellos un solo cuadro coherente. Menos emociones, menos valoraciones morales. Ahora había que operar exclusivamente con los hechos escuetos para calmar el cerebro ocupándolo con el trabajo analítico habitual, con las elucubraciones lógicas, impedir que el miedo se saliera con la suya y la privara de capacidad de trabajar. No había más remedio, ella, Nastia, tenía que dominarse y llamar a Vadim. Le había prometido explicarle cierto asunto delicado. Claro que sería mejor hablarle disponiendo de las informaciones que debían proporcionarle Korotkov y Dotsenko, pero no podía seguir aplazando esa llamada por más tiempo.
Marcó el número correctamente a la primera, respiró hondo y esbozó una sonrisa apenas perceptible. Parecía que empezaba a recuperar el control.
– ¿Qué tal, ha recibido las instrucciones? -le preguntó sin molestarse siquiera en saludarle-. ¿Podré por fin escuchar sus explicaciones?
– Sí -contestó Vadim con firmeza-. ¿Dónde podríamos vernos?
Nastia miró el reloj. Las nueve y media de la noche. Una hora algo tardía para la cita con un hombre casi desconocido que, además, no le inspiraba confianza.
– ¿No podemos hablar por teléfono? -le preguntó.
– No es lo más indicado. No es una historia para contarla por teléfono.
– Me lo está poniendo difícil, Vadim. ¿Se da cuenta de que después de la comedia que me montó ayer, con el encuentro accidental y el autobús que pasa raras veces, usted no me merece especial confianza? Y, aunque comprendo que hasta cierto punto es un compañero y que actuó como un profesional, sus engaños me han dado qué pensar. Si fuera una mujer cualquiera de la calle que sin comerlo ni beberlo se hubiese encontrado en medio de una situación criminal, su comportamiento sería calificado de estratagema, y sus cuentos sobre el autobús, de leyenda operativa.
Pero como no soy una mujer de la calle que se ha cruzado en su camino por casualidad sino que me ocupo de la situación criminal de marras por deber profesional, sólo puedo calificar las tácticas operativas que ha empleado conmigo como trampas. Dicho groseramente, me parecen una sarta de mentiras, y dicho con suavidad, un juego sucio que mis colegas, aunque no sé de qué departamento, llevan en dicha situación criminal contra mí y contra mis intereses. ¿Me explico? ¿Y usted pretende que vaya a verle a esta hora? ¿Dónde quiere que nos encontremos? ¿En la calle? ¿En su casa? ¿En la mía? Tiene que comprender que ninguna de estas variantes me resulta aceptable. No me fío de usted y le tengo miedo.
– No sé qué proponerle -dijo Vadim desconcertado-. Estoy dispuesto a cumplir cualquier condición que me ponga excepto hablar por teléfono.
– Y yo, por mi parte, no puedo ofrecerle nada salvo hablar por teléfono. ¿Cómo podemos resolver esta situación?
– No lo sé. ¿Quiere que vaya a verla a su trabajo? ¿Le parece conveniente?
– Me parece conveniente desde el punto de vista de mi seguridad pero no desde el punto de vista del tiempo. No puedo esperar hasta mañana, quiero oír sus explicaciones hoy mismo. Mejor, ahora mismo.
– ¡En este caso, no puedo hacer nada! -exclamó Vadim con encono-. Usted misma no sabe qué es lo que quiere. Le acabo de decir que estoy dispuesto a todo menos a hablar por teléfono. Cuando se le ocurra alguna variante que me pueda parecer conveniente, llámeme.
Al oír los pitidos cortos, Nastia miró el auricular con perplejidad. ¡Menuda película! Anoche iba de coronilla por complacerla, casi se echó a llorar porque no quería separarse de ella, había arriesgado su propia vida para salvar la de Nastia, la miraba con arrobo. Y hoy le hablaba como si ella le estuviera pidiendo limosna. Era del todo evidente que no pensaba discutir nada por teléfono. Esto sólo podía deberse a dos causas: o bien lo que iba a decirle era, en efecto, un secreto de estado increíblemente importante, y tenía motivos para pensar que su teléfono estaba pinchado; o bien buscaba un pretexto para verla y tenía una necesidad perentoria de verla en persona. La pregunta volvía a ser la misma, ¿por qué? Y las causas volvían a ser varias. Quería matarla. Algo había cambiado desde el día anterior si ayer impidió el atentado pero hoy consideraba que había llegado la hora de llevarlo a cabo. O quería mostrársela, a Nastia, a alguien más. Tal vez a los mismos asesinos que la despacharían más tarde, en otro lugar y en otro momento. O bien quería grabar su voz para utilizarla en algún astuto montaje. O fotografiarla y luego trucar las fotos. En cualquier caso, una cosa estaba clara: para él era imprescindible verla en persona, tal vez no se trataba de una necesidad inaplazable pero sí apremiante, y cuyo objetivo era una nueva estratagema. No le quedaba más remedio que invitarle a venir a su casa, así al menos tendría la seguridad de que no la iban a fotografiar ni mostrar a nadie.
Volvió a marcar el número de Vadim.
– Puede venir a mi casa -le anunció con sequedad-. Pero hay una condición: cumplirá con todas mis exigencias. Y tenga en cuenta una cosa: si lo acepta, ahora mismo informaré de su visita a mi jefe. Me llamará cada diez minutos hasta que se marche. Si no contesto al teléfono, en mi domicilio y en el suyo se presentarán enseguida grupos operativos. ¿Se apellida usted Boitsov?
– Sí.
– ¿Vive en el bulevar Oréjov, número 17, apartamento 532?
– Sí, así es.
– Como ve, estoy hablando en serio. ¿Qué me dice pues, Vadim, acepta mis condiciones? -Voy para allá -contestó lacónico.
Aparcó en el mismo sitio donde tres días atrás estuvo esperando a que los mercenarios saliesen del inmueble. Activó la alarma, cerró el coche y por costumbre comprobó las puertas. Al subir en ascensor al octavo piso sintió los latidos sordos del corazón. Esa mujer era imprevisible. Su principal artimaña era la ausencia de artimañas, algo a lo que no estaba acostumbrado. Se pasaba la vida perfeccionando su habilidad para adivinar complicadas jugadas y embrollos descomunales, era un terreno en que se sentía seguro. Pero resultaba que la sencillez y la rectitud también requerían costumbre cuando uno no estaba hecho a ellas. Una cosa eran las medias palabras, alusiones, subterfugios, la rivalidad con el adversario por ser el primero en mover la pieza, y otra muy distinta, cuando a uno le decían: como una vez ya me has engañado, ahora ya no te creo y te tengo miedo. Entonces uno se encontraba en una situación absurda, se veía obligado a jurar y perjurar que no estaba mintiendo y al mismo tiempo comprender que, primero, sí seguía mintiendo y, segundo, que de todas formas, ya no le creían ni una palabra.
Vadim se acercó a la puerta que ya le era familiar, de la que hacía tres días había extraído un artefacto explosivo, y pulsó el timbre.
– ¡Está abierto! -gritó la voz de Nastia desde las profundidades del piso-. ¡Adelante!
Abrió la puerta con cautela y entró en el recibidor. La luz estaba encendida.
– Anastasia -llamó sin levantar la voz.
– Estoy aquí, en la cocina. Quítese el abrigo, enseguida estoy con usted.
Boitsov se quitó la delgada chaqueta de piel. Prefería llevar ropa ligera cuando tenía que conducir. La colgó en la percha y echó un vistazo al espejo. Las mujeres le veían atractivo, los hombres decían que «tenía categoría», que le faltaba «un punto de dulce» pero que en cambio se dejaba notar el pedigrí.
– ¿Tengo que quitarme los zapatos? -preguntó en voz alta.
– Por supuestísimo. Si lleva jersey o americana, quíteselos también.
– ¿Para qué? -dijo sorprendido, despojándose de los pesados zapatones que colocó sobre la alfombrilla de modo que el húmedo barro no manchase el parquet.
– He dicho que se los quite -respondió la fría voz de Kaménskaya-. Habíamos quedado en que iba a cumplir con todas mis exigencias. Serán bastante rígidas, teniendo en cuenta el grado de desconfianza que me inspira. Así que prepárese.
Boitsov se quitó dócilmente el jersey y lo echó encima de la silla que había en un rincón del recibidor.
– ¿Puedo entrar en la cocina ahora?
– Puede, pero muévase despacio. Deténgase en el umbral para que le vea.
Vadim dio dos pasos hacia la cocina y se inmovilizó en el vano de la puerta. Kaménskaya estaba justo delante de él. En una mano tenía un pantalón deportivo y una especie de camiseta de punto, con la otra asía una pistola que apuntaba exactamente al vientre de Boitsov.
– Tome -dijo tendiéndole el pantalón y la camiseta-. Cámbiese.
– ¿Dónde? -preguntó Vadim estúpidamente.
– Aquí mismo, donde pueda verle.
– Pero ¿para qué?
– ¿Es que no lo entiende? Quiero estar segura de que no oculta nada en los bolsillos y de que no lleva ningún chirimbolo de esos que no me gustan nada pegado al cuerpo con celo. No pienso cachearle, rae resulta más fácil hacerle cambiarse de ropa. Y no me venga con el cuento de que le da vergüenza, no sea ridículo.
Boitsov aflojó el nudo de la corbata en silencio y de un movimiento brusco se la arrancó sin desatarla por completo, se desabrochó la camisa, se la quitó y la arrojó sobre la misma silla donde había dejado el jersey. Se puso la camiseta que Nastia le tendía e, indeciso, se llevó la mano al cinturón del pantalón.
– Deprisa, Vadim, no se haga el remolón, ya son casi las once. A esta hora, la gente de bien se va a la cama, no me dé la lata con sus delicados secretos.
Se desabrochó el cinturón con sumisión y se quitó el pantalón dando gracias para sus adentros a la suerte porque nunca había tenido motivo de avergonzarse de su cuerpo, musculoso y bien proporcionado. El pantalón deportivo que le había preparado su anfitriona le venía algo corto pero, dada la situación, eso carecía de importancia. Estaba en el umbral de la cocina ataviado con calcetines, un pantalón corto y una camiseta estrecha y extraña, frente a una pistola que le apuntaba a la barriga, una pistola que sin duda estaba cargada. Era lo único que tenía importancia en ese momento.
– Adelante, entre y siéntese -dijo Nastia retrocediendo para dejarle pasar-. No, aquí no, vaya allá, haga el favor, siéntese de espaldas a la ventana.
Cuando se sentó, Kaménskaya tomó asiento frente a él, es decir, junto a la puerta. «Es toda una profesional -apreció Boitsov-. Ahora no podré salir de aquí si ella no quiere que salga.»
Sin soltar el arma, descolgó el auricular del teléfono situado en la mesa de la cocina y marcó un número.
– Soy yo -dijo-. Boitsov está aquí. Sí, de acuerdo, cada cinco minutos.
– Había dicho que cada diez -observó Vadim cuando Nastia colgó.
– He cambiado de idea -contestó Kaménskaya sin inmutarse-. Bueno, le escucho.
– Hemos sabido -comenzó Vadim- que está reconstruyendo el sumario de la causa penal de Grigori Voitóvich que se perdió en el incendio. Y que se ha encontrado con la pregunta sobre la identidad del autor de la solicitud que condujo a su excarcelación. Estoy autorizado a comunicarle que fuimos nosotros los que la cursamos, los que pedimos que le concediesen la libertad provisional. Obviamente, no se conservan documentos que lo confirmen. Sin embargo, quisiéramos evitar que el fiscal que dio su visto bueno tuviese algún disgusto por este motivo. Le aseguro que al principio se negó a satisfacerla pero los intereses de la seguridad nacional hacen palidecer todas las demás razones. ¿Está de acuerdo?
– De momento, no. ¿De qué clase de intereses de la seguridad nacional se trata?
– Verá, Voitóvich estaba haciendo un trabajo para nosotros, desarrollaba un proyecto ultrasecreto y perpetró el asesinato de su mujer en un momento crucial para esa tarea. Continuar con el proyecto sin contar con su colaboración hubiera sido imposible; Voitóvich era el generador de ideas, sin él todo el trabajo quedaría atascado. Naturalmente, tocamos todas las teclas para que dejasen que Grigori Ilich se fuese a su casa. Comprenderá que no se trataba de liberarle de la responsabilidad penal, puesto que había cometido un crimen grave y debía ser castigado. Se trataba sólo de que durante el período de la instrucción preliminar y vista de la causa, Voitóvich permaneciera en su domicilio comprometiéndose a no abandonar la ciudad, y pudiera continuar su labor científica. Eso es todo. No tenía la menor intención de fugarse, no negaba su culpa, y su liberación de ningún modo supondría una obstrucción de la justicia. Estaba interesado en llevar el proyecto a su término puesto que iba a cobrar unos honorarios muy sustanciosos, que permitirían a su madre criar a su hijo pequeño sin pasar apuros mientras cumplía la condena por el asesinato. Es decir, que no se fugaría, eso seguro, era un hombre honrado y cabal.
– ¿Tan cabal que mató a su mujer? -puntualizó Kaménskaya sin disimular el sarcasmo-. ¿Puedo saber de qué proyecto se trata?
– No. Nos está terminantemente prohibido discutirlo. Ni yo mismo lo sé. Sólo sé lo que acabo de contarle.
– ¿Estaba enterado alguien del instituto de que Voitóvich trabajaba para ustedes?
– Nadie. Firmamos un contrato donde una parte era él y la otra, cierta empresa privada.
– ¿Cuál?
– No lo sé. Palabra de honor, no lo sé. No tengo acceso a proyectos estratégicos, sólo soy agente operativo, lo mismo que usted.
– Entonces, ¿en el instituto no lo sabe nadie?
– Espero que no, siempre que el propio Voitóvich no se lo hubiera contado a alguien. Pero espero que no haya ocurrido. No era la primera vez que nuestro departamento recurría a los servicios de Grígorí Ilich, y le conocíamos como un hombre muy responsable, que no tomaba a la ligera la divulgación de secretos. Por cierto, lo confirma también el hecho de que sus compañeros llevan un mes trabajando en el instituto y hasta ahora no han conseguido averiguar quién intercedió a favor de Voitóvich. Si se lo hubiese contado a alguien, el hecho de que estaba trabajando para nosotros, habría salido a la luz hace tiempo, y ustedes se habrían enterado.
»Creo que de momento todo va bien. Lo que le estoy contando corresponde a la realidad en gran medida. Es cierto que pedimos que pusieran en libertad a Voitóvich porque teníamos mucho interés en que continuase trabajando en el proyecto. Es la pura verdad. Con una pequeña excepción: Voitóvich no firmó con nosotros ningún contrato y en general, no tenía ni idea de que estaba trabajando para nosotros. Trabajaba para cierto cliente "civil" anónimo al que se le había metido en la cabeza que debía tener una antena idéntica a la que acababa de instalar el instituto para sus propios usos. Incluso el director científico del proyecto ignora que en realidad está trabajando para nosotros, está seguro de que el destinatario del aparato es Merjánov. Es más, también Merjánov está convencido de serlo. Menudo chasco se va a llevar… Es una suerte que el equipo cuente con Litvínova, gracias a sus problemas sexuales y una amenaza de darlos a conocer pudimos ficharla en un momento y sin esfuerzo. Como sustituía de Voitóvich, ha resultado perfecta. Aunque claro está, el hombre tenía un talento excepcional pero colaboraba con el proyecto "a ciegas", le contábamos mentiras y le ocultábamos la verdadera finalidad de la antena. Su jefe demostró ser suficientemente prudente y no compartió con nadie su monstruosa idea. No podía ignorar que, si Voitóvich hubiese conocido la verdad, habría diseñado el aparato en dos semanas. Pero no se debía saber la verdad, por lo que llevan enfrascados casi tres meses. A Litvínova sí tuvieron que explicarle cómo son las cosas. No llega ni a la suela de los zapatos de Voitóvich, no tiene ni una décima parte de su talento pero, al estar enterada del verdadero destino del aparato y disponer de todos los apuntes de Voitóvich, va avanzando de forma satisfactoria. Aunque el hombre que le ha confiado nuestra "chapuza" no sospecha siquiera que Inna Fiódorovna está al corriente de todo. Gracias a Dios, en nuestro país, las minorías sexuales siguen siendo consideradas todavía algo así como un atajo de degenerados o disminuidos mentales. Esto es, de hecho, todo lo que tenía que contarle.
– Pero en lugar de hacerlo anduvo pisándome los talones durante una semana entera -contestó Kaménskaya colérica-. ¿Por qué? ¿Por qué no me lo dijo desde el principio? ¿Y por qué ha decidido contármelo a mí y no a Korotkov, que se pasa todo el tiempo en el instituto, o a mi jefe?
– Me correspondía a mí tomar la decisión de a cuál de ustedes podía contarle todo esto. Comprenda que se trata de una materia de veras sumamente reservada, que no se podía confiar a cualquiera. Ni a usted ni a Korotkov ni al coronel Gordéyev no les conocía de nada, y para empezar quise investigarlos a todos para decidir quién sería el primero en ser informado. Era consciente de que tal información debía revestir cierto… digamos que carácter oficial. Es decir, el juez que instruía el caso tenía que disponer de una razón de mucho peso para excarcelar a Voitóvich, y esa razón no debía constar en ninguna parte excepto en la resolución redactada por el propio juez instructor. De aquí que era muy importante escoger correctamente a quién iba a decírselo primero, para entablar con esa persona un diálogo, para alcanzar un entendimiento mutuo y juntos elaborar una política de comportamiento que más adelante nos evitase, por un lado, revelar secretos de Estado y, por otro, comprometer a terceros.
– Entonces, usted se dedicaba a investigarme y, entretanto, alguien trataba de matarme. ¿Es correcto?
– Correcto -corroboró Vadim.
Había fijado en Nastia sus expresivos ojos grises y se esforzaba por hacer su mirada lo más cálida y cariñosa posible. Pero resultaba que conseguirlo no era nada fácil cuando a uno le encañonaban con una pistola. Kaménskaya estaba sentada frente a él, ni una sombra de sonrisa distendía sus labios; sus ojos, tan claros, semejaban agujas y eran penetrantes; pero Vadim se daba cuenta de que era el efecto que producían casi todos los ojos claros, cuando aquel que los poseía se enfadaba, aunque por su naturaleza la persona en cuestión no fuese nada perspicaz.
– ¿Quién intenta matarme? -prosiguió Nastia su interrogatorio.
– No lo sé. -Boitsov trató de asumir la expresión de total sinceridad-. Yo mismo me estoy perdiendo en suposiciones.
– No le creo -dijo Kaménskaya con calma clavando la vista en un punto situado más o menos en el entrecejo de Boitsov y que sólo ella podía ver.
– ¡Le digo la verdad, no lo sé! -exclamó él comprobando con terror que en su interior no se encendía aquella llama de actor dramático que solía acompañarle en los momentos en que le tocaba representar un papel y que le ayudaba a ser sumamente convincente.
Ese día, el estupor parecía haberse apoderado de él, y era evidente que su actuación empezaba a ser un fracaso. Tal vez eran los nervios, tal vez el efecto que le producía esa mujer. El arte de ganarse la confianza de otros requería interpretar el papel de un personaje que caía especialmente bien al interlocutor. Qué clase de gente despertaba simpatía en Kaménskaya, no lo sabía. La intuición no podía ayudarle porque Anastasia no se parecía a ninguna de las mujeres que conocía, a las que se había entretenido en catalogar y tipificar, y que le habían dado pie para componer los retratos robot de los hombres con los que cautivaba con especial facilidad a las representantes de cada grupo. Esa mujer no se dejaba incluir en ninguno de los tipos que le eran familiares, ni femeninos ni masculinos, y Vadim no acababa de concebir una línea de conducta que le permitiese obtener el resultado deseado. O tal vez le estorbaban las llamadas telefónicas, que se producían con puntualidad cada cinco minutos.
– No le creo -le repitió Nastia con cansancio-. Y usted no se marchará de aquí hasta que aclaremos esta cuestión. O bien me proporciona pruebas fehacientes de que, en efecto, no lo sabe, o bien me dice de quién se trata. Tertium non datur, como dirían en la Roma antigua. ¿Quiere tomar algo, té o café?
– Sí quiero -respondió agradecido consiguiendo disimular la sorpresa que le causaba el cambio repentino del humor de su anfitriona.
Le estaba demostrando una desconfianza total y al mismo tiempo le ofrecía té. ¡Era increíble!
– Entonces, levántese, encienda el fuego y ponga el agua a hervir. No puedo arriesgarme a dejar de apuntarle.
– Pero si no estoy armado -replicó Boitsov colocando la tetera llena de agua sobre la cocina-. ¿Qué es lo que teme?
– Usted es fuerte y está bien entrenado, y yo no sé pelear, no domino la defensa personal y no podré reducirle. Si dejo de apuntarle, podrá conmigo sin mover más que un meñique.
– ¡Pero por qué piensa que quiero atacarla, Anastasia! Si quisiera hacerle daño, no le habría salvado la vida en tres ocasiones. ¿Es que no le parece evidente?
– Nooo -musitó cabeceando y luego, de pronto, le sonrió con picardía-. Esto es, precisamente, lo que más rae intriga. Bien, pues, Vadim Boitsov, año de nacimiento 1962, titulado superior, soltero sin hijos, sin antecedentes penales, exento, no susceptible, dos viajes al extranjero, ¿me dirá al fin quién es el que intenta cazarme o no?
Estaba escuchando a Boitsov, que tanto se esforzaba por convencerla de que no tenía ni idea de quién se empeñaba en matarla. El hombre le formulaba conjeturas de toda índole, le hablaba de extremistas vesánicos que pretendían demostrar a la población, pegando tiros a los funcionarios de policía, lo poco fiables que eran los organismos responsables del orden público. Le pedía que recordara si últimamente había investigado algún crimen peligroso cuya solución pudo haber despertado en alguien el afán de venganza. Le preguntaba si tenía un amante celoso o un deudor insolvente al que hubiera prestado dinero y que ahora no quería devolvérselo. Se estaba empleando a fondo.
Nastia participaba en la conversación con apatía, sorbía el té y esperaba con paciencia el momento en que «el cliente alcanzase el punto de caramelo» y se cansase de sus propios ajetreos. Gordéyev llamaba cada cinco minutos, Nastia le decía unas palabras, algo así como «de momento sigo viva», y continuaba escuchando a Boitsov. «Lo sabe -pulsaba el pensamiento en su cabeza-. Sabe quién ha querido matarme. ¿Por qué se habrá molestado en salvarme la vida?
Tal vez, sin proponérmelo, me he metido en algún juego que llevan entre sí. Tal vez, Vadim está en el bando contrario de los que quieren matarme y por eso me protege. Cualquiera sabe por qué hueso se pelean… Vadim quiere perjudicarles, tiene un motivo para desbaratar sus planes. Está claro que no me dirá sus nombres porque al hacerlo firmaría su propia sentencia de muerte. Ellos no le perdonarían haberse ido de la lengua. Pero si mis asesinos no son sus colegas, y a pesar de esto quiere encubrirlos, entonces no tengo salvación. Entonces, me he metido en una historia en la que su departamento tiene intereses comunes con los criminales. Si es así, puedo dar por sentado que no saldré de ésta. Cómo voy a poder con todos ellos…»
– ¡Pero por qué no quiere creerme! -imploró Boitsov desesperado-. Es la pura verdad, no sé quién está detrás de los atentados contra su vida. ¡No lo sé, no lo sé! Le he contado todo cuanto sé.
– Vale -dijo Nastia en tono reconciliador-. Ahora me toca a mí contarle todo lo que sé, para que no se sienta en desigualdad de condiciones. ¿Le parece? Pues escuche.
»Érase una vez un físico de talento, Grigori Voitóvich, vecino de la ciudad de Moscú. Había tardado en casarse, no lograba dar con una mujer a su gusto pero al final encontró a su elegida, una joven de belleza deslumbrante, Yevguéniya. Mire, aquí tiene su foto de aquella época, cuando conoció a Voitóvich. Se casaron, tuvieron una hija. Todos los hombres envidiaban al bajito y calvo Grisa Voitóvich que había sabido procurarse un bocado tan goloso. Yevguéniya amaba a su marido y le era fiel, en la familia reinaban la paz y la tranquilidad.
»Unos meses atrás, mientras estaba trabajando en un proyecto, Voitóvich se dio cuenta de que el ingenio que estaban creando producía el así llamado efecto de inversión. Los animales utilizados en los experimentos manifestaban reacciones extremadamente agresivas, hasta el punto de devorarse unos a otros, cosa que en condiciones normales no les era propia. Ya que el aparato en cuestión estaba destinado a ser usado en un medio urbano, Grigori Ilich empezó a insistir en incluir en el informe final los resultados de la observación de los animales utilizados en el experimento. De hacerlo, saldría a la luz el hecho de que una antena creada con fines enteramente pacíficos, producía también un efecto inverso, consistente en un incremento brusco de la agresividad de los seres vivos que se encontraban en el campo de la acción del bucle invertido. Pero a alguien la idea no le gustó en absoluto. Ese alguien quiso disuadir a Voitóvich de presentar los verdaderos resultados del experimento. Ignoro a qué argumentos recurrió, cómo pudo convencerle, no descarto que le ofreciese dinero, el caso es que consiguió lo que pretendía. El informe fue falsificado, no decía ni una palabra de que en el campo de la acción directa de la antena se observaba un efecto secundario de la reducción de la agresividad pero que en el de la acción invertida la agresividad subía de un modo bestial. Los creadores de la antena habían ocultado esos datos. ¿Con qué fin? Esto es lo que quisiera averiguar. De obtener la respuesta a esta pregunta, sabría las respuestas a todas las demás. Usted, Vadim, ¿no podría decirme por casualidad para qué han ocultado los datos y falseado el informe? ¿No? Lástima, confiaba tanto en que me lo explicase. De acuerdo, voy a continuar. Grigori Ilich Voitóvich, junto con su hermosa mujer y la pequeña y encantadora hija, viven al lado del instituto, precisamente en el territorio afectado por aquel mismo «bucle inverso». Pasado cierto tiempo, Voitóvich empieza a sentir los efectos de la antena en su propia piel. La belleza y la juventud de su mujer, que hasta entonces eran para él objeto de orgullo y adoración, se convierten de pronto en una fuente constante de celos. Los celos van en aumento, prácticamente cada día hay peleas familiares que antes simplemente no existían, y que son cada vez más violentas, hay gritos, platos rotos y amenazas. Voitóvich trabaja mucho, se queda en el instituto hasta las tantas, va allí en sus días libres, en los festivos, de hecho, los únicos sitios donde pasa su tiempo son la casa y el laboratorio. Dicho de otro modo, durante varios meses se encuentra bajo la influencia constante de la antena. No puede menos de darse cuenta de lo que le está ocurriendo, y habla en varias ocasiones con el hombre que hace un tiempo colaboró con él en la creación de la antena. Le pide que dé a conocer los verdaderos resultados de los experimentos. Pero una vez más, ese hombre consigue persuadir a Voitóvich. ¿Cómo? ¿Con qué argumentos? No lo sé pero me gustaría mucho saberlo. Al final, sucede lo peor: Voitóvich asesina a la mujer que con tanta pasión ama. La antena tiene sobre la gente efectos diferentes, que dependen de la duración de la exposición del individuo, de su presencia dentro del campo de su acción y de las particularidades del sistema nervioso y de la psique de cada uno. Voitóvich tiene la mala suerte de que su psique responda a la acción del efecto inverso con una vehemencia extraordinaria, además, se da la circunstancia de que ha permanecido expuesto a sus radiaciones de forma prácticamente ininterrumpida a lo largo de seis meses. Ni siquiera se percata de que ha matado a su mujer, no acaba de creérselo, en el momento de la llegada de la policía está medio enloquecido. Le detienen y se lo llevan al centro de detención preventiva situado a cierta distancia del instituto y de la antena. Entonces empieza a recobrar el sentido de la realidad, a asimilar lo ocurrido, a recordar cómo y por qué ha perpetrado el asesinato. Y cae en la cuenta de que tiene la culpa de todo. Se dejó convencer, fue débil, cedió a la tentación… ¿No sabrá usted, Vadim, cuál era esa tentación a la que el científico cedió? ¿No? Lástima. Pues bien, Voitóvich comprende que es el único culpable. Ustedes solicitan que le dejen marcharse a casa. Tres días más tarde se quita de en medio después de escribir una nota de despedida en la que dice: "Las raíces de nuestra culpa se ocultan en lo infinito". Vadim, ¿entiende usted el sentido de esta frase? ¿Otra vez no? Bueno, se lo voy a explicar. Para empezar, eche un vistazo a esto. Abra la carpeta y mire lo que hay dentro. Adelante, ábrala, no se corte. Son las fotografías de Yevguéniya Voitóvich brutalmente asesinada. Y aquí tiene a las víctimas de otros crímenes cometidos en el territorio de ese mismo "bucle inverso". Ese muchacho de allí murió de la paliza que le dieron unos colegiales, alumnos de octavo. ¿Sabe por qué se la dieron? Estaba paseando al perro junto al campo de fútbol. El perro vio el balón, se soltó y corrió hacia el campo. A los jóvenes futbolistas les molestó mucho ver al perro en medio del campo, y mataron a su dueño de ocho años de edad. Mire cómo le han dejado. Mírelo, Vadim, mírelo bien, necesita saberlo. Y aquí tiene a dos chicas, alumnas de sexto, de once años de edad. Las violaron y asesinaron los alumnos de una escuela de Formación Profesional, catorce jóvenes de dieciséis y diecisiete años. Mire a este hombre, se encontró en aquella calle por casualidad, regresaba a casa después de pasar una velada con unos amigos, quiso encender un pitillo pero se le habían acabado las cerillas y tuvo la desafortunada idea de pedir fuego a un grupo de muchachos que estaban discutiendo algo en ese jardincillo. Les pareció que el transeúnte no les demostró suficiente consideración al preguntarles: "¿Tenéis fuego, chicos?". En su opinión, primero tenía que haberles saludado. Tardaron en identificarle porque cuando se fue a ver a sus amigos no llevaba encima documentación alguna, y los muchachos habían reducido su cara a una masa deforme. Aquí tiene a una anciana parapléjica a la que mató su propia hija. La anciana estaba completamente inmovilizada pero conservaba el habla y, como cualquier enfermo, sobre todo entrado en años, era insoportable. Era difícil de complacer, le ponía peros a todo, se quejaba continuamente, su presencia impedía que su hija tuviese al menos algo parecido a una vida privada. Pero ¿es bastante para asesinar a nadie? Además, con esa crueldad. Mire, Vadim, preste atención, es todo lo que he podido reunir pero no disponía de mucho tiempo. Sólo es una pequeña parte de la pesadilla que vive el distrito Este de nuestra ciudad. Pero aun así resulta suficiente para comprender cuál era el precio pagado para que alguien consiguiese convencer a Voitóvich de que guardara silencio. Tal vez usted podría decirme por qué calló. Por qué obligó a esa gente a pagar un precio tan monstruoso. ¿Otra vez no? De acuerdo, traiga aquí la carpeta de las fotos, y ahora mire ese mapa. Aquí tiene el distrito Este, aquí, el instituto. ¿Ve ese ocho de contorno irregular? El lazo mayor coincide con el campo de la acción directa de la antena y, por tanto, con la zona donde se manifiesta el efecto secundario de la disminución de la agresividad. Como ve, aquí hay muy pocos puntitos. Los puntitos marcan lugares donde se han cometido asesinatos y violaciones. Además, entre los puntitos, que como ve, son de diferentes colores, no hay apenas ninguno negro o violeta. Esto significa que, aunque aquí ocurren homicidios, en su mayoría no se deben ni a alteraciones de conducta ni a discusiones familiares o de vecinos, sino a la codicia, la venganza, los ajustes de cuentas mafiosos, o bien se derivan de la necesidad de encubrir otro crimen como, por ejemplo, una violación. Aun así, aquí se cometen muchos menos asesinatos que en cualquier otro distrito de la ciudad. Ahora mire aquí, es el lazo menor y está compuesto casi íntegramente de puntitos negros y violeta, que marcan los asesinatos perpetrados como acto de conducta antisocial o por causa de conflictos de convivencia. ¿Sabe qué es un asesinato consecuente de la conducta antisocial? Es cuando el asesino mata a alguien con quien no le une relación alguna, cuando le mata sin motivo, simplemente porque no le gusta su color de pelo o porque le ha pedido fuego sin decir primero "Buenas tardes, señores", o sólo porque está de mal humor y le apetece matar. ¿Por qué me mira de este modo, Vadim? ¿No sabía que asesinan por esas nimiedades? Claro, claro, lo suyo son los intereses de Estado, qué importancia pueden tener nuestras aburridas preocupaciones policiales, cómo va a saber por qué unos seres corrientes matan a otros seres corrientes si lo que tiene en la cabeza son las pasiones de contraespionaje…
Retiró el mapa con una mano mientras con la otra seguía sosteniendo la pistola con firmeza. El rostro de Vadim permanecía impasible, tal vez sólo había asumido una expresión un poco más rígida y algo así como seca, los ojos grises ya no irradiaban calidez sino que se habían vuelto fríos y duros. No había interrumpido su penoso relato con una sola palabra, ni siquiera cuando su triste crónica quedaba suspendida, con irritante regularidad, a causa de la llamada telefónica de turno.
– ¿Qué me dice pues, Vadim Boitsov, soltero y sin antecedentes penales? ¿Va a responder a mis preguntas? ¿En nombre de qué se ha hecho todo esto? ¿Para qué se ha hecho? ¿A quién se le ha pagado con esa moneda abominable? ¿Y quién fue el que persuadió a Voitóvich a guardar silencio?
El hombre seguía en silencio. Nastia se levantó con resolución y movió la pistola expresivamente hacia arriba.
– En este caso, largo de aquí. Cambíese y vayase. No puedo hablar con alguien que no tiene nada que decir después de ver y oír todo lo que usted acaba de ver y oír aquí. Gracias por la información sobre la solicitud cursada al fiscal. Y gracias por no haber dejado que me maten. Pero mi gratitud abulta poco al lado del asco que me causa su indiferencia. ¿Le preocupa la seguridad del Estado? Pues a mí no me preocupa lo más mínimo un Estado al que sus ciudadanos le traen al fresco. Y por mi parte, a mí me trae sin cuidado la seguridad de ese Estado. Estoy dispuesta a aceptar que ese Estado deje de existir porque a un Estado así le estorban sus propios ciudadanos lo mismo que a un dependiente grosero le estorban los clientes y a un mal médico no le dejan vivir tranquilo los pacientes con sus tontas enfermedades y sus aburridos lamentos. Si usted, Boitsov, actúa en nombre de un Estado ASÍ, los odio, a ese Estado, a usted y a sus colegas. Y haré todo cuanto esté en mi mano para poner fin a la pesadilla que se ha instalado en el distrito Este. Sobre el tejado del instituto hay medio centenar de antenas y no sé cuál es la que me interesa. Pero si no lo averiguo, volaré el propio instituto. Colocaré una bomba y la detonaré, haré cualquier cosa con tal de acabar con este horror. Y luego que me metan en la cárcel.
Boitsov escuchaba su voz queda y monótona y no daba crédito a sus oídos. Cuando se pronunciaban esas palabras, lo normal era que el orador se excitara, que se enardeciera, pues estaba hablando del principio clave de su vida, de su credo, de aquello que le salía del corazón. Había oído un buen puñado de monólogos y confesiones similares y sabía cómo sonaban. Pero Kaménskaya le hablaba como si su desesperación hubiera alcanzado un límite tras el cual ya no había nada, ni siquiera el miedo por la propia vida, ni siquiera el instinto de conservación común a cualquier persona en su sano juicio.
Se puso su ropa sin decir palabra, recogió su chaqueta y salió del piso en silencio. Al pisar el umbral se detuvo luchando con el fuerte deseo de darse la vuelta y mirarla a los ojos. Pero sabía que el cañón de la pistola atraería su mirada como un imán y que ya no la soltaría, y le faltaría, sencillamente, el valor para mirarla a la cara. Vadim Boitsov poseía un instinto de conservación bien desarrollado. Cuando se encontraba frente a un adversario que empuñaba un arma, esa arma se convertía en el factor decisivo y anulaba todos los demás.
Salió del piso de Anastasia Kaménskaya sin volver la cabeza.