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Morir por morir - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

Capítulo 2

1

Dima Krásnikov nació en 1979 en la ciudad de Sarátov. Su madre, Vera Borísovna Bobrova, nunca se casó. No obstante, a los cuarenta y tres años de edad, tras doctorarse y comprar un piso, pensó que ya era hora de conocer los placeres de la maternidad. Sus padres ya estaban viejos y la perspectiva de quedarse completamente sola en este mundo le parecía espantosa.

Fue «a por el embarazo» a un balneario del sur pero la primera vez no hubo suerte. Al año siguiente repitió el intento y tampoco tuvo éxito. Vera quería concebir un hijo de un hombre sano y abstemio; le encontró sólo al final de su estancia en el balneario y, aunque consiguió meterle en su cama, no se quedó embarazada. El tercer viaje sí aportó el resultado deseado pero el médico le advirtió que parir por primera vez a los cuarenta y cinco años de edad era arriesgado. El padre de Vera ya había fallecido, su madre había rebasado los setenta y su salud dejaba que desear. La perspectiva de quedar más sola que la una se le estaba echando encima, y Vera decidió desoír las recomendaciones del médico, quien insistía en que reflexionase, le mostraba los resultados de los análisis y el cardiograma y le hablaba de la alta probabilidad de un desenlace fatal.

Los pronósticos del médico se cumplieron de pleno. La prima de Vera Borísovna, Olia Bobrova, moscovita de pura cepa que por aquel entonces trabajaba como maestra de lengua y literatura rusas en Kursk -destino que le fue asignado al terminar el Instituto Pedagógico y donde el contrato de licenciatura la obligaba a permanecer por un plazo de tres años-, fue a Sarátov nada más enterarse de su muerte.

– Tía Liuba, permítame que me lleve al niño conmigo -le propuso a su tía-. Usted sola no podrá criarle, y mandarle al orfanato cuando tiene parientes vivos sería un cargo de conciencia.

La madre de Vera Borísovna reconoció que las palabras de su sobrina estaban cargadas de razón. Olga le puso al niño Dmitri y realizó todas las gestiones con rapidez y facilidad gracias a que la difunta prima y Olga tenían el mismo apellido: ambas llevaban el de sus padres, que eran hermanos de sangre. Gracias a esto, en la mayor parte de instancias, el hecho de que Olga Bobrova tramitara documentos para Dmitri Bobrov no provocó ni preguntas ni dudas.

En el momento en que tenían lugar estos tristes acontecimientos, el contrato de Olga estaba tocando a su fin. Dentro de dos meses y medio volvería a Moscú, a casa de sus padres, y un mes más tarde se celebraría su boda con Pável Krásnikov, maestro de historia que trabajaba en el mismo colegio que Olga.

– ¿Podrás dejar al niño en Sarátov durante una temporada? -le preguntó Pável cuando Olga le llamó entusiasmada a Kursk para informarle del paso que acababa de dar.

– ¿Para qué? -inquirió Olga, poniéndose en guardia.

– Nos casaremos aquí, en Kursk, luego iremos a Sarátov y tramitaremos el cambio del apellido del niño. Después escribirás una carta a tus padres diciéndoles que lo lamentas muchísimo, que has dado a luz un mes antes de la boda, que tenías vergüenza de contarles que estabas embarazada. Dirás: «En breve, queridos míos, volveré junto con mi marido e hijo para instalarnos definitivamente en la capital de nuestra patria, la Ciudad-Héroe [1] de Moscú».

– ¿Y para qué quieres que lo hagamos? -preguntó Olia desconcertada-. ¿A qué vienen esos enredos?

– No soy partidario de la publicidad innecesaria -le explicó el novio-. Cuanta menos gente esté enterada de la adopción, más tranquila será nuestra vida en el futuro. Si traes al niño a Kursk ahora, todos comprenderán qué ha pasado, ya que aquí nadie te ha visto embarazada. Si lo hacemos como te he dicho, saldrás de aquí simplemente casada pero llegarás a Moscú como una flamante madre feliz. Todos los que están al corriente de la adopción, se quedarán en Sarátov. ¿Entiendes?

– ¿Quieres decir que incluso tengo que ocultárselo a mis padres? Pues no servirá de nada, porque la tía Liuba les contará la verdad. Además, saben que Vera murió en el posparto.

– Entonces, habla con la tía Liuba. Te lo aconsejo en serio, Olia, haz lo posible por convencerla. Eres una chica lista, sabrás encontrar las palabras apropiadas. Todo esto que te digo sólo es en beneficio del pequeño. Cuanta menos gente esté enterada, mejor, créeme, cariño -insistió Pável con suavidad-. Trata de explicárselo a tu tía. Si no da resultado, bueno pues, qué remedio, pero merece la pena intentarlo. No sabemos quién es el padre del niño ni en qué circunstancias se quedó embarazada tu prima. ¿Y si mantuvo relaciones con ese hombre hasta el mismo día del parto? ¿Y si ese hombre sabe que tiene que existir un hijo suyo? ¿Puedes garantizar que un buen día no irrumpirá en nuestra vida con sabe Dios qué aviesas intenciones?

Olia tuvo que darle la razón. Siguió sus consejos a rajatabla, y tres meses más tarde los recién casados, con un niño de pecho en brazos, franquearon el umbral del piso de los Bobrov en Moscú. La tía Liuba hizo caso de los argumentos de Olga y juró no contarles nada al hermano de su difunto marido ni a su cuñada. Cinco meses más tarde falleció.

De este modo, en todo Moscú los únicos que conocían el secreto de la adopción eran los propios padres adoptivos, los Krasnikov. En cuanto a los habitantes de Sarátov que podían estar al tanto de la muerte de Vera Borísovna Bobrova, nadie sabía que el pequeño Dima había cambiado de apellido a los tres meses de nacer; mientras que aquellos que estaban enterados de que Dima Bobrov se había convertido en Dima Krasnikov no tenían ni idea de que su verdadera madre había fallecido.

Por más vueltas que Konstantín Mijáilovich Olshanski le daba a esta información, no conseguía más que aumentar su desasosiego. Claro que reconstruir el camino de Dima Krasnikov desde el momento de su nacimiento hasta la fecha era posible, pero para hacerlo había que ser funcionario de la policía y tener acceso sin restricciones a los archivos, poder hacer preguntas a muchísima gente, a la que previamente sería preciso encontrar, porque en los últimos quince años casi nadie permanecía en el mismo puesto que ocupaba en 1979. Unos se habían jubilado, otros habían muerto, algunos más se habían trasladado a otra ciudad… Y por si fuera poco, había que localizar a los propios Krasnikov. Qué más daba que en Sarátov algún charlatán hubiera contado: «Sabe usted, en 1979 tramité el cambio de apellido de un niño que se llamaba Bobrov y luego se convirtió en Krasnikov. Sé a ciencia cierta que, aunque en sus papeles pone que la madre es Olga Bobrova, ella no le ha parido». En aquel momento, Krásnikova estaba empadronada en Kursk, se marchó de allí para instalarse en Moscú, y actualmente, quince años más tarde, ya no residía en el piso adonde había llevado al recién nacido Dima, y tampoco trabajaba en el colegio donde había estado impartiendo clases después de regresar a la capital. Sin duda, encontrar a los Krásnikov era posible pero, de nuevo, sólo un funcionario de la policía o de la Fiscalía disponía de los recursos necesarios para hacerlo. Un ciudadano de a pie nunca habría sido capaz de dar con ellos.

«¿Qué cabe deducir de todo esto?», se preguntaba Konstantín Mijáilovich, sentado en su despacho ante la carpeta del sumario del caso de los Krásnikov y Leonid Líkov. Había sólo dos variantes posibles: o bien los Krásnikov, a pesar de todo, se fueron de la lengua y confiaron su historia a un extraño; o bien en el asunto estaba implicado un funcionario de la policía o la Fiscalía que se enteró del secreto de los Bobrov y por algún motivo se lo contó a alguien. Pero ¿a quién? ¿A Líkov? Entonces, Líkov mentía para cubrirle las espaldas a ese funcionario, al echarle toda la culpa a Galaktiónov. ¿O realmente se lo había contado Galaktiónov? Si así era, Líkov decía la verdad, y entre las amistades de Galaktiónov había un representante poco escrupuloso del sistema judicial a quien, por no se sabía qué motivo, no había nombrado ni mencionado ni uno solo de los casi ochenta testigos. Si Galaktiónov de veras hubiera disfrutado de esa amistad, la habría cultivado celosa y cautelosamente, sin compartir su secreto con nadie. En este caso, ¿por qué y cómo había entablado esa relación?

Pero si, a pesar de los pesares, Líkov mentía, entonces resultaba que el amigo en cuestión era suyo. Lo malo era que Leonid Líkov trabajaba en un taller de reparación de automóviles y no se podía ni hablar de intentar comprobar sus contactos, pues para hacerlo tendría que solicitar que le asignasen la mitad de todos los detectives de Petrovka y la mitad de todos los jueces de la Fiscalía Municipal. Sin embargo, era imprescindible comprobar esos contactos de Líkov, por supuesto, no le quedaba más remedio.

En lo que a Sarátov se refería, Olga Krásnikova fue incapaz de recordar un solo nombre de los que hacía quince años tuvieron algún conocimiento de lo sucedido. Por tanto, tendría que recurrir a la policía para identificarlos y poner a prueba su propensión a irse de la lengua. Mientras rellenaba diligentemente los numerosos impresos de toda clase de órdenes y oficios, Konstantín Mijáilovich Olshanski mantenía, en su fuero interno, la certidumbre de que todo eso no le iba a servir de nada. Pero se le había pedido instruir un caso modélico, y en un caso modélico sobre la violación del secreto de adopción no podía faltar la información acerca de todos los relacionados con dicho secreto. Así que las órdenes y los oficios pertinentes también debían ser modélicos.

2

Abrió la puerta de un manotazo y entró en uno de los cubículos del bloque de laboratorios. El hombre sentado delante del ordenador se dio la vuelta y le saludó sonriendo:

– Buenos días.

– Muy buenos -respondió con entusiasmo-. ¿Cómo va eso? ¿Cuándo presentas tu tesis ante el Consejo?

– No llegaré a tiempo al próximo Consejo, el siguiente se reúne el 1 de marzo, espero tenerlo todo listo para entonces.

– ¿Por qué dices que no llegarás a tiempo para el próximo?

– Tengo problemas con la impresión. La mecanógrafa ha estado enferma pero promete tener acabado todo el trabajo, el resumen incluido, dentro de diez días. Si no me falla, tardaré esos diez días más otro, que necesito para revisar el texto y las fórmulas, más uno más, para las correcciones de última hora… ya son doce. Hay que entregárselo al secretario académico como mínimo una semana antes de la reunión del Consejo. En total, cuenta veinte días. Y la próxima sesión está convocada para dentro de dos semanas.

– ¿Y seguro que llegarás a tiempo para la siguiente? ¿No se te olvida que el instituto cuenta con que estés doctorado antes de finalizar el segundo trimestre? Para que te convaliden la tesis antes de finales de junio, es preciso que el Consejo dé su visto bueno, como más tarde, el 1 de marzo. Mientras hacen copias del resumen, pasará un mes. Mientras las distribuyen, mientras recogen las reseñas… ¿Qué organización te presenta?

– El Instituto de Novosibirsk.

– ¡Anda! Necesitas tramitar un viaje a Novosibirsk en comisión de servicio, debes entregar la tesis allí en mano; si no, esperarás a que te redacten la presentación oficial hasta el día del Juicio Final. Si la envías por correo, tardará un mes, y eso será en el mejor de los casos, si es que no se pierde por el camino; luego esperarás la respuesta otro tanto o más. Vamos, espabila, coge el teléfono y llama a Novosibirsk, di a Contabilidad que necesitas que te preparen los documentos del viaje para el segundo trimestre, a primeros de abril te das una vuelta por allí y te traes la presentación redactada, firmada y rubricada.

– Gracias -dijo el doctorando con sinceridad-. Ojalá que no haya problemas.

– A ver, a ver, ¿qué clase de problemas crees que puede haber? -preguntó su interlocutor con una sonrisa ominosa.

– Bueno, todo es posible. La mecanógrafa se romperá el brazo. El secretario académico sufrirá un coma insulínico y le ingresarán en el hospital. El avión que cogeré para ir a Novosibirsk se caerá. Uno lo programa todo pero ¿cómo saber dónde tropezará, dónde le pondrá la zancadilla la suerte?

– ¡No seas pesimista! -exclamó el otro hombre con tono de reproche-. Una bomba no explota dos veces, quién lo sabrá mejor que tú. Y, por cierto, no le des más vueltas a aquella carta, no decía nada, lo he comprobado. Así que haz el favor de calmarte y de no preocuparte de nada.

Abandonó el laboratorio a paso rápido y se felicitó para sus adentros por haberse impuesto la norma de evitar recibir a sus subordinados en el despacho y procurar, en cambio, hablar con ellos en sus lugares de trabajo. Quería reservarse la libertad de maniobra y la posibilidad de interrumpir la conversación en cualquier momento y marcharse. Si recibiera a sus empleados en el despacho, nunca tendría esa libertad, ya que no iba a echarles del despacho. Y tampoco podría taparles la boca si le venían con quejas o reivindicaciones o, mucho peor, con chismes. Lo detestaba. Por lo demás, en honor a la verdad había que señalar que detestaba a la gente en general. La gente le sacaba de quicio. Todos le parecían mentecatos, mezquinos, gruñones, repugnantes en su debilidad y codicia, asquerosamente ridículos con sus tontas emociones. Si le hubiesen preguntado qué era lo que más le apetecía en esta vida, hubiese dicho que ansiaba vivir en la soledad más completa, sin ver ni hablar a nadie. Lo hubiese dicho con la más absoluta sinceridad.

3

El timbre del teléfono sacó a Nastia Kaménskaya de sus cavilaciones.

– Aska, ¿no se te habrá olvidado que para esta noche te tengo programada una cena especial?

Era Alexei Chistiakov, amigo de Nastia desde tiempos inmemoriales y, en los últimos catorce años, su amante y novio en potencia. Durante todos esos años, Nastia se había negado a casarse con él, con una obstinación incomprensible pero envidiable. Con regularidad, una vez al año aproximadamente, Liosa volvía a preguntarle, por si acaso, si había cambiado de opinión, aunque sabía de sobra que iba a recibir la misma respuesta de siempre:

– No, Liósik de mi alma, no he cambiado de opinión. Oye, ¿qué falta nos hace casarnos? ¿Acaso estamos mal como estamos? Pasamos juntos todo el tiempo que nos apetece. El matrimonio no cambiará nada, tú seguirás dedicándote a tu trabajo en tu centro de Zhukóvskoye, yo seguiré con el mío. Y para fundirnos en éxtasis no tendremos más que los domingos, lo mismo que ahora.

A Alexei estos argumentos no le parecían convincentes pero se abstenía de insistir. Simplemente, había decidido ganarse la voluntad de su amiga a fuerza de asedio permanente. Desde que se compró el coche, iba a verla no sólo en las jornadas de asueto, sino también en las laborables, para quedarse en su apartamento varios días seguidos. A Nastia no le molestaba, ya que volvía tarde a casa; además, ¡Liosa cocinaba como Dios!

Al oír su voz en el auricular, hizo un leve esfuerzo de la memoria y recordó que, en efecto, el día anterior Liosa le había mencionado una cena especial pero, por más que se esforzaba, el motivo seguía escapándosele.

– Ya he comprado todo lo que hace falta y ahora, si te parece, pasaré a recoger la llave -dijo contento-. Así lo tendré todo listo para cuando vuelvas a casa.

Nastia dedicó el resto del día a revisar las numerosas hojas de papel y las libretas que se habían acumulado sobre su mesa, apartando todo aquello que iba a llevarse a casa para trabajar el domingo. Por la mañana Olshanski le había llamado para pedirle que analizara los datos sobre la vida y el carácter de Galaktiónov con el fin de intentar establecer si éste habría sido capaz, en un principio, de un acto tan reprobable como revelar el secreto de una adopción a algún amiguete, en concreto, al mecánico de un taller de reparación de automóviles, en vez de prestarle dinero o denegarle el préstamo. En esos momentos, el juez instructor aún albergaba vehementes sospechas de que Líkov estaba mintiendo y que no se había enterado de la adopción por Galaktiónov.

Durante todo el año anterior, ver y hablar a Olshanski le había producido reparo hasta este momento. Hacía un año habían vivido una terrible tragedia. Un compañero de Nastia, Vladímir Lártsev, que había quedado viudo y a cargo de una hija de once años, cedió al chantaje y a las amenazas de matar a la pequeña y aceptó colaborar con cierta banda criminal. Mientras trabajaba junto con Lártsev en un caso de asesinato, Nastia sospechó que algo raro le estaba sucediendo y se lo dijo a Olshanski, quien tenía amistad con Lártsev. También Gordéyev se enteró de que Lártsev jugaba a dos barajas. A los tres les daba lástima su compañero, los tres querían quitarle hierro a la situación, ayudarle, protegerle y, lo más importante, evitar que algo le ocurriese a la niña, a la que en el momento de máxima tensión los criminales secuestraron para plantearle al desafortunado Lártsev el ultimátum: obligar a la díscola Kaménskaya a obedecer sus órdenes o decirle adiós a su hija para siempre. No le explicaron por qué medios debía inducir a Nastia a obedecerles, sino que le concedieron la libertad total de actuación sin descartar que tal vez tendría que matarla. No obstante, incluso en esa situación extrema, los tres continuaron compadeciéndose de Lártsev y tratándole con suma delicadeza. Para Lártsev todo terminó con una grave herida en la cabeza; salvó la vida milagrosamente, obtuvo la baja del cuerpo de la policía por minusvalía y actualmente estaba en casa. De vez en cuando se ganaba un suplemento a la pensión como asesor jurídico, pero principalmente pasaba los días tumbado en el sofá y retorciéndose por los calambres que le atacaban la mitad derecha del cuerpo. Por algún motivo, Nastia tenía la sensación de que Olshanski la culpaba de lo ocurrido. Además, a veces creía que podría haber evitado la tragedia si hubiera mandado aquel caso de asesinato al infierno y no se hubiera metido donde no la llamaban. Qué importaría un caso sin resolver más o menos si, a cambio, Vladímir estuviera bien ahora.

A veces tenía la impresión de que el propio Olshanski la evitaba. Había sido el primero en darse cuenta de que algo le estaba pasando a su amigo, pues la propia Nastia no empezó a trabajar en el caso hasta mucho más tarde. Entonces, también él tenía su parte de responsabilidad. Tal vez Yura Korotkov tenía razón y no debía reconcomerse, puesto que no se podía culpar a nadie de lo ocurrido.

Fuese como fuese, Nastia quería evitar por todos los medios que sus relaciones con el juez de instrucción Olshanski empeorasen. Reduciría sus encuentros al mínimo y procuraría cumplir todos sus encargos lo mejor que pudiera. Sobre todo porque, quién sabía, tal vez esa historia de la adopción arrojase algo de luz sobre el asesinato de Galaktiónov.

Metió todo el montón de carpetas y libretas en la enorme bolsa de deporte y llamó a Liosa para decirle que se iba a casa.

Al bajar del autobús, vio con sorpresa a Chistiakov esperándola en la parada.

– ¿Qué haces aquí? -le preguntó entregándole con alivio la pesada bolsa.

A raíz de una desdichada caída, levantar cosas pesadas le producía dolores de espalda inaguantables. Lo cierto era que la espalda le dolía casi siempre pero ese dolor, por engorroso que fuera, lo podía soportar. En cambio, la práctica de la gimnasia con las bolsas tenía como resultado el que Nastia se derrumbara luego sobre el suelo y se pusiera a morir poquito a poco, sin la menor posibilidad ni de sentarse ni de ponerse de pie ni de colocarse boca abajo sin ayuda ajena.

– He venido a esperarte. Necesito discutir contigo un asunto.

– ¿Tanto te urge? ¿No podías aguantar diez minutos hasta que llegase a casa?

– No, no podía.

Liosa la agarró con fuerza del brazo y la condujo despacio hacia la casa, rodeando con cuidado los charcos profundos y sucios y los resbaladizos socavones.

– He cobrado unos honorarios, unos honorarios de no te menees. Por el libro de texto que han traducido en Estados Unidos.

– Felicidades -dijo Nastia con indiferencia.

Galaktiónov ocupaba todos sus pensamientos y no entendía muy bien por qué la buena nueva sobre unos pingües honorarios no podía esperar hasta la cena.

– Quiero enviarte de vacaciones. Tienes mal aspecto, Ásenka, debes cuidarte más pero no te apetece, y por eso he decidido que te conviene marcharte una temporada a un lugar bonito, junto al mar, donde haya sol, aire limpio, comida buena y natural, y no esas porquerías que tenemos que tragarnos aquí en Moscú, o el aire ponzoñoso y contaminado que nos vemos obligados a respirar.

– ¿«Enviarme»? ¿Qué quieres decir con eso? -le espetó Nastia-. ¿Y tú? ¿Acaso piensas que voy a ir sola?

– Bueno, si no tienes nada en contra, con mucho gusto iré contigo. Sencillamente, no me he atrevido a proponértelo. Si no quieres que nos casemos, tal vez tampoco quieras que nos vayamos de vacaciones juntos -bromeó el hombre-. Bien, pues, ¿qué me dices? ¿Qué te parece mi proposición?

– Me parece interesante -respondió Nastia sobriamente-. Pero mejor será que te compres un coche nuevo. Me parte el alma ver lo que estás pasando cada vez que tienes que meter tu corpachón de dos metros de largo en esa caja de cerillas que es tu Moskvich.

– De modo que mi proposición no te gusta -constató Liosa.

Automáticamente, Nastia percibió que, por algún motivo, la decepción no le empañaba la voz pero, absorta en sus reflexiones sobre Galaktiónov, no otorgó a este detalle la menor importancia. Mal hecho.

– Tengo otra variante -continuaba su amigo imperturbable-. Tú no te vas de vacaciones y destinamos ese dinero a comprarte el ordenador. Un buen ordenador, potente, con muchos periféricos y un paquete de programas. Impresoras, escáneres, en una palabra, todo lo que puedas necesitar para tu trabajo.

Nastia dio un traspié y se paró en seco. La alegría le cortó el aliento.

– Liosa, querido, ¿de verdad vas a comprarme un ordenador? Liosa, ¡si quieres, me casaré contigo! ¡Eres el mejor!

– Calla -ordenó él afectando severidad-. Si mal no recuerdo, nada más hace dos meses me prometiste casarte conmigo a condición de que te hiciera cierto favor. ¿Es cierto esto?

– Es cierto -concedió Nastia con aire contrito.

– De modo que, antes que ir a las Hawai o las Canarias, prefieres que te regalen un ordenador. ¿Lo he entendido bien?

– ¡Sí! -exhaló ella con entusiasmo al tiempo que pulsaba el botón del ascensor.

– ¿Es tu última palabra?

– Es mi última palabra -confirmó Nastia con rotundidad.

– ¿No vas a cambiar de idea?

– ¡Pero qué dices! -protestó ella-. Pero si tú me conoces. Es pura verdad, el trabajo me importa y me interesa mucho más que las vacaciones.

– Entonces, de acuerdo -dijo Liosa con voz repentinamente cansada e inexpresiva-. Me temo que el asado ya lleva demasiado tiempo en el horno. Sería una lástima. He metido en aquella cazuela tantas cosas buenas.

Abrió la puerta del piso y se apartó para dejar pasar a Nastia. Ésta se dejó caer en la silla del recibidor nada más entrar, intentó agacharse para quitarse las botas y se llevó las manos al costado lanzando un gemido.

– Hay que jorobarse, vuelve a darme la lata. Nada de extrañar, sabía perfectamente que la bolsa pesaba demasiado pero confié en la buena suerte, pensé que por una vez no iba a pasar nada.

– Deja que te ayude.

Liosa se inclinó hacia Nastia y con una gran delicadeza liberó de las botas sus pies, que por las noches se hinchaban.

– ¿Podrás levantarte sola o quieres que te ayude?

– Intentaré levantarme sola.

Nastia hizo acopio de fuerzas y se puso en pie lentamente apoyando las manos sobre sus propias rodillas. Consiguió separarse de la silla e incluso, unos instantes más tarde, adoptar una postura erguida.

– No es nada, mañana por la mañana estaré como nueva. Liósik, ¿me pondrás una inyección antes de acostarte?

– Por supuesto. Vamos a cenar; mientras estaba guisando, con todos esos olores y colores se me hacía la boca agua. Ya no aguanto más.

– Enseguida, espera un segundo, voy a quitarme el jersey.

Abrió la puerta de la habitación, encendió la luz y se quedó de una pieza.

– ¿Qué es eso? -preguntó de repente con voz ronca.

– El objeto de tus deseos. Tú misma me has dicho que no ibas a cambiar de opinión -gritó Chistiakov desde la cocina al tiempo que trasegaba ruidosamente los platos.

Por unos segundos se instaló el silencio, sólo interrumpido por los ruidos que llegaban desde la cocina. Luego Nastia apareció en el umbral de la puerta. Sujetándose la espalda con una mano y apoyándose con la otra en un extremo de la mesa, se acomodó como pudo en la silla y fijó la vista en Liosa.

– ¿Qué te pasa? -preguntó éste sin dejar de cortar el pan-. No pareces contenta. ¿No te gusta?

– Liosa, ¿cómo sabías que el ordenador era lo que yo quería más que nada en el mundo, más incluso que unas vacaciones en las Hawai?

– Vamos, vamos, Ásenka -dijo Liosa riéndose-. ¿Te das cuenta de que hace la tira de años que te conozco, de que llevamos juntos un montón de tiempo? Sería una vergüenza si no acertase.

Nastia volvió a sumirse en el silencio. Liosa terminó de poner la mesa, escrutó con un gesto de gran chef la disposición de los cubiertos y por fin se sentó.

– ¿Qué te apetece para beber? ¿Vino? O si quieres, descorcharé champán. Todavía quedan unas botellas de la Nochevieja.

– Champán -contestó Nastia con resolución, lo que no dejó de sorprender a su amigo.

Liosa sabía que el champán no le gustaba y lo tomaba sólo en casos de extrema necesidad, cuando negarse significaba quedar irremediablemente mal.

– Liósik -dijo Nastia en voz baja, aceptando la copa llena de líquido dorado-. Te lo digo de verdad, eres el mejor. Hazme la proposición, ¿quieres?

– ¿Cómo dices? -preguntó Chistiakov poniendo los ojos como platos.

La sorpresa le hizo retirar bruscamente la mano y su codo tropezó con una copa vacía.

– Ay, qué pena, la he roto.

– Al diablo, no importa -dijo Nastia con la misma voz susurrante-. Si me conoces tan bien que puedes adivinar con los ojos cerrados qué haría yo con tres mil dólares, seré una completa idiota si me niego a casarme contigo. Liósik, lo he comprendido por fin. Nunca nadie llegará a conocerme tanto como tú. Y nunca nadie me aceptará tal como soy. Si me haces la proposición ahora mismo, la aceptaré.

– ¿Y si la hago mañana? -replicó Liosa sonriendo-. ¿Temes que para mañana hayas cambiado de opinión? No quiero decisiones improvisadas, que serías la primera en lamentar al día siguiente. Si quieres saberlo, no te he comprado el ordenador por esto.

– Temo que seas TÚ quien mañana cambie de opinión -apuntó Nastia muy seria-. Hoy mi objetivo es tomarte la palabra para que no desaparezcas mañana.

– Escucha, ¿lo dices en serio? ¿Quieres casarte conmigo? Oye, tenemos que tomar este champán, está perdiendo gas.

– No -repitió Nastia obstinadamente-, hazme la proposición y luego tomaremos el champán.

– ¡Estás como una cabra! ¿Tanto te apetece que te lo vuelva a pedir y decirme otra vez que no?

– No te diré que no, Liósenka, palabra de honor. Vamos a casarnos, ¿eh? -dijo Nastia con un extraño tono quejumbroso-. Acabo de comprender lo tonta que he sido al negarme a casarme contigo.

– Vale, has ganado -contestó el hombre riéndose, aunque sus ojos permanecían serios.

4

El domingo, a primera hora de la mañana, Nastia se puso manos a la obra. Para su disgusto, casi todo el material que había traído del despacho estaba escrito a lápiz, por lo que no pudo utilizarlo con el flamante ordenador. Colocó en el suelo las libretas y las hojas sueltas, se tumbó boca abajo y empezó a clasificar la información recopilada arrastrándose por el suelo de una pila de papeles a otra y cambiando las hojas de sitio.

La viuda de Galaktiónov contaba:

– Se casaron muy jóvenes, cuando ambos eran aún estudiantes de la Facultad de Letras de la Universidad de Moscú. Entre los regalos de boda había una cámara fotográfica carísima, traída del extranjero. En aquellos años -a principios de la década de los setenta- cámaras como aquélla sólo podían adquirirse en el extranjero o, con muchísima suerte, en un mercadillo de objetos de segunda mano. En los comercios normales no se vendían. En la caja, grande y hermosa, había dos estuches con rótulos idénticos. Uno contenía la cámara, dentro del otro había un objetivo de repuesto, filtros y otros accesorios.

– Deprisa, vámonos -le dijo entusiasmado Sasha Galaktiónov a su flamante esposa.

– ¿Adónde? -preguntó ella extrañada.

– Vamos, vamos, vamos, ya verás qué risa.

Se acercaron a una gran tienda de compraventa de objetos de segunda mano. La chica se quedó en la calle. Sasha entró, pocos minutos después salió y le enseñó un fajo de billetes.

– ¿Has vendido la cámara? ¿Cómo has podido? -exclamó la joven-. ¿Cómo se te ha ocurrido? ¡Pero si era nuestro regalo de boda!

– ¿Me tomas por imbécil? -respondió Sasha riéndose-. Tranquila, aquí tienes tu preciosa cámara. Sólo la necesitaba para enseñarla. En el otro estuche, todo lo que hay ahora es una vieja cerradura.

– ¿Por qué lo has hecho, Sasha? Dinero no nos falta.

– Calla, qué importa eso -contestó el joven-. Piénsalo, dos estuches absolutamente idénticos, con rótulos idénticos. ¡Cómo iba a desperdiciar una ocasión así! Me habría perdido todo respeto a mí mismo…

– …En uno de los exámenes del primer semestre le tocó un profesor que suspendía a todas las estudiantes que llevaban joyas. Una sortija -excepción hecha de la alianza- que adornaba la mano de la examinando era garantía de «cate» seguro. La joven llegó a la universidad, dejó en el guardarropa su lujoso y carísimo abrigo de pieles y se quitó las sortijas, una con un diamante y otra con diamantes y esmeraldas, para guardarlas en el bolso. De pronto vio que a su lado estaba aquel mismo profesor y se asustó al pensar que podía haberla visto despojarse de las alhajas y que ahora la vería ocultarlas en el bolso, por lo que las metió en el bolsillo del abrigo.

Antes de entrar en el aula donde se celebraba el examen, sacó el bolígrafo, una hoja de papel y el carnet de las notas, y le dejó el bolso a su marido, que había insistido en acompañarla para darle ánimos y consolarla en caso de suspenso. El grupo de Sasha se había examinado de esa asignatura hacía dos días.

La chica obtuvo un notable y salió del aula feliz y contenta. Su marido la cogió en brazos y se puso a dar vueltas por el pasillo.

– ¡Vamos a celebrarlo!

Bajaron corriendo al guardarropa. Pero una vez allí, la joven no pudo encontrar la ficha del abrigo en el bolso.

– No te pongas nerviosa. Vamos a aquel rincón, sacarás todo lo que hay dentro y ya verás como aparece. ¿Dónde va a estar si no? -le decía el marido para tranquilizarla.

Pero por más que miraba y remiraba el contenido del bolso no daba con la ficha. Parecía que se hubiera disuelto en el aire. Quizás, antes del examen, con los nervios y asustada como estaba por la proximidad de aquel hueso de profesor, había olvidado coger la ficha o la había dejado caer fuera del bolso.

– ¿Y yo qué quieres que haga? -manifestó tajante la malhumorada encargada del guardarropa-. Si no me traes la ficha, ¿cómo te crees que voy a darte tu abrigo? Tienes que esperar hasta la noche, es lo que dice el reglamento. Cuando todos se vayan, cuando todos recojan sus abrigos, entonces veremos si nos queda por aquí alguno de pieles. Luego redactarás una instancia, llamaremos al jefe de intendencia y él te entregará la prenda.

– ¡Tenía que pasarme a mí! ¡Ay, qué fastidio! -se quejaba la chica, a punto de echarse a llorar-. ¡Esperar hasta la noche! Sólo es la una, podríamos haber ido a alguna cafetería a celebrar…

– Ánimo, bonita -dijo Sasha queriendo consolarla-. Voy a coger un taxi, iré en una escapada a casa, te traeré otro abrigo, buscaremos algún sitio donde mojar el aprobado y por la noche volveremos aquí.

En aquel entonces, todos los problemas tenían fácil solución. Eran jóvenes, vivían en el piso de los padres de ella, gente más que acaudalada para aquellos tiempos. Media hora más tarde, Sasha estaba de vuelta con un largo abrigo de piel de color marrón chocolate en las manos. Metió a su mujer en el mismo taxi que le había llevado a casa y se fueron a Adriática, donde tomaron Champagne Cobler y Aurora Boreal. Pero por la noche, cuando regresaron a la universidad, el abrigo de piel de la chica no estaba en el guardarropa.

– Si no está, alguien lo habrá cogido con tu ficha -explicó la mujer del guardarropa encogiéndose de hombros.

Para entonces ya tenía la absoluta certeza de que había guardado la ficha en el bolso porque al hacerlo, al introducirla en un pequeño compartimento interior y cerrar la cremallera, notó que el profesor que iba a examinarla la miraba con fijeza, y pensó: «Qué mal habría quedado si estuviera metiendo aquí mis diamantes. He hecho bien en dejarlos en el abrigo». También recordó que no se había separado del bolso en todo el día. Excepto cuando se lo dejó a Sasha, durante el examen. Pero Sasha juraba que no lo había soltado de las manos…

Pregunta: ¿No se le ocurrió pensar que había sido su marido quien robó su abrigo y las sortijas?

Respuesta: Ay, por Dios, claro que se me ocurrió. Estaba completamente segura que esto era lo que había pasado.

Pregunta: ¿Ha intentado hablar con él de eso?

Respuesta: De ninguna de las maneras. Me habría dado una paliza, y eso sería todo.

Pregunta: ¿Hasta este extremo habían llegado las cosas? ¿Por qué continuaba conviviendo con él entonces?

Respuesta: En primer lugar, estaba embarazada, a principios de los setenta era una razón de mucho peso. Segundo, mis padres se habían opuesto a nuestro matrimonio pero yo insistí, les monté escenas, les dije que ya era mayorcita para saber de quién me podía fiar y de quién no, que Sasha era una maravilla de inteligencia y bondad. Era una niña todavía, y reconocer mis errores habría herido mi amor propio. Luego creo que me acostumbré. Nació mi hijo, después llegó la niña, y entonces Alexandr simplemente me dejó en paz. Ni siquiera teníamos peleas.

Pregunta: ¿Por qué?

Respuesta: Porque no hablábamos casi nunca…

La empleada del Departamento de Préstamos del banco donde había trabajado Galaktiónov contaba:

– Alexandr Vladímirovich era siempre tan amable, ¡no se lo puede imaginar! ¿Sabe usted?, existe una fundación especial para la ayuda a niños afectados por enfermedades graves. Tienen una clínica aquí en Moscú, allí los médicos examinan al niño, deciden sobre la gravedad de la enfermedad, expiden un volante para la fundación, y la fundación selecciona a los niños para enviarles allí donde podrán administrarles el tratamiento adecuado. Alexandr Vladímirovich, en su calidad de representante de nuestro banco, hacía de intermediario para los empleados que deseaban solicitar la ayuda de la fundación. Nuestro banco tiene sucursales en toda Rusia, ¿se imagina cuántos empleados son? Alexandr Vladímirovich dominaba a la perfección idiomas extranjeros y se encargaba de acompañar a los empleados y a sus hijos a consultorios médicos, a representaciones comerciales, a embajadas, y allí les hacía de traductor. Había que hablar inglés y alemán. No le importaba sacrificar sus horas libres, y si venía al caso, los acompañaba en su coche. ¡Tenía un corazón de oro!…

Nadezhda Sitova, la amante de Galaktiónov, contaba:

– Era imposible enfadarse con él, aun cuando se comportase de forma totalmente detestable. Poseía un encanto arrollador, un natural alegre, le gustaba reír y bromear. Tenía sentido del humor y una lengua afilada. Aunque, a veces, sus bromas no me hacían gracia y podían llegar a ser muy crueles.

… Un día citó a un amigo en el piso de Sitova. El amigo en cuestión tenía que devolverle un préstamo. El deudor acudió a la cita con puntualidad y le entregó un fajo de dólares. Alexandr le ofreció café y empezaron a charlar sobre nada en particular.

En ese momento llamaron a la puerta y apareció un vecino con un libro grande y grueso en las manos.

– Alexandr Vladímirovich, aquí tiene, se lo he comprado, tal como me había pedido.

– Gracias -dijo Galaktiónov animado-. Mira, Nadiusa, qué libro tan estupendo: Características técnicas y los métodos de detección de billetes falsos. Vamos a ver, ¿cómo está por dentro? Fíjate, ¿te das cuenta?, mira qué ilustraciones, y aquí, todas las explicaciones que hacen falta. Espera, espera, ¿y esto qué es? Vaya, esta tabla puede ser muy útil. Vamos a ver cómo hay que utilizarla. Hummm…, buscamos el número… en la primera columna… No hay Dios que lo entienda. Ven aquí, Vitiok, trae esos billetes, vamos a practicar un poco. Aquí está… número… columna… eso es… si coincide, localice la letra en la segunda columna… eso es…

Leyó atentamente los comentarios y aclaraciones de la enigmática tabla, comparando los números de uno de los billetes que le había entregado el deudor con los de la tabla de los dólares falsos.

– Si coinciden los seis indicadores, el billete es falso. ¡Madre mía, Vitiok! ¡Pero si este billete es falso!

– No puede ser, Alexandr Vladímirovich -protestó el deudor ansioso-. ¿Cómo va a ser falso?

– Y yo qué sé -contestó Galaktiónov encogiéndose de hombros-. Míralo tú mismo, es lo que pone aquí, negro sobre blanco. ¿Sabes qué? Siéntate y comprueba todos los billetes, uno a uno, yo ya tengo suficientes dolores de cabeza.

Vitiok, pálido, se puso a estudiar la tabla y a comparar los dólares que había traído. El resultado superó sus expectativas más pesimistas. Los únicos billetes legales fueron los de uno y cinco dólares, mientras que los treinta billetes de cien, según la tabla, resultaron ser falsos.

– ¿De dónde los has sacado? -inquirió Galaktiónov con enojo.

– Los he comprado en la calle… -balbuceó Vitiok totalmente destrozado.

– ¿Por qué no en un banco? Te lo he advertido mil veces, te dije que un día te la meterían.

– En el banco, el cambio estaba más alto -susurró el deudor justificándose.

– Menos mal que se me ha ocurrido comprobarlo, si no, en buen lío me habría metido, ¿qué haría yo luego? Vete y tráeme billetes fetén. Bueno, en vista de lo extraordinario de las circunstancias, te concedo dos días de prórroga.

Esta historia podría dar una idea de un Alexandr Galaktiónov cauteloso, previsor y, en el fondo, bondadoso, dispuesto a hacer concesiones en vista de la adversidad ajena. Podría dar esa idea excepto por un «pero». El grueso libro blanco titulado Características técnicas y los métodos de detección de billetes falsos llevaba ya una semana en el piso de Sito va cuando tuvo lugar aquel episodio, y Alexandr Vladímirovich lo había leído con mucho detenimiento. Pero dos días antes de la visita del deudor, el libro desapareció. Nadezhda Andréyevna creyó que Galaktiónov se lo había llevado a casa, puesto que era suyo…

«Curioso elemento era ese Galaktiónov», pensó Nastia revisando los apuntes tumbada en el suelo. Un pájaro de cuentas que no tenía inconveniente en robar a la propia mujer y luego consolarla con toda la sinceridad de la que era capaz. Y si la infeliz hubiese intentado cogerle en la mentira, le habría dado una paliza con el mismo entusiasmo. A todo esto, no se avergonzaba de sus inclinaciones; por ejemplo, consideraba de lo más natural hacerse acompañar por su mujer cuando iba a vender una vieja cerradura embalada en la caja de una cara cámara fotográfica de importación. En cuanto llegó a sus manos un libro sobre los billetes falsos, ideó una estafa al instante y escogió a la víctima, que no fue un desconocido sino un amigo suyo, encontró a un falsificador de moneda y le encargó fabricar los billetes con los que ágilmente sustituyó el dinero de su confiado deudor; de este modo, le obligó a pagarle la deuda dos veces. Apasionado, convencido de ser un favorito de la fortuna, alegre, ocurrente, un hombre con suerte. Veinte años de ejercicio intenso de trastadas pequeñas y grandes, y ni un solo patinazo. En los archivos policiales no había ni una mención de su nombre, ni siquiera tenía multas de tráfico. Quizás era un conductor prudente, quizá tenía una sonrisa encantadora, sobre todo si esa sonrisa dejaba a la vista unos dientes cerrados sobre un billete verde.

Si daba credibilidad a los testigos, en los últimos tiempos la suerte parecía haberle dado la espalda a Alexandr Vladímirovich. Unos cuatro meses antes de morir, se le frustró un negocio de cierto bulto. Aquél fue el primer chasco serio que se llevó en muchos años y Alexandr se lo tomó con filosofía: de acuerdo, la buena racha no tenía por qué ser permanente, la rueda de la fortuna debía dar alguna vuelta de vez en cuando, ¿no? Pero cuando, aquella misma semana, tropezó con otro revés, se preocupó en serio. ¿Sería posible que Sasha el Whist estuviera quemado? Nunca le había ocurrido nada semejante, nunca había perdido al póquer cantidades tan enormes. En realidad, no perdía prácticamente nunca, se las ingeniaba para confundir a otros jugadores aun cuando el naipe se negaba a acudir. Para conseguirlo, hacía falta ser capaz de mantener la concentración durante muchas y largas horas, una capacidad de la que el Whist siempre había alardeado. Lo normal era que sus adversarios se cansasen, empezasen a cometer errores, se olvidasen de los naipes descartados. En cambio, el Whist era infatigable y después de cinco horas de juego memorizaba las combinaciones y contaba los naipes con la misma facilidad que al comienzo de la mano. ¿Sería posible que su primera gran pérdida en el juego augurase su envejecimiento, el decaimiento de la memoria y de la atención? Pero sólo tenía cuarenta y tres años, estaba en la flor de la vida. Necesitaba demostrar que la suerte seguía favoreciéndole, que todo lo ocurrido no había sido más que un disgusto pasajero que no tenía la menor relevancia.

Se asió con vehemencia a cualquier negocio que un juez mínimamente objetivo no hubiese dudado en calificar de estafa, y se sentó ante el tapete verde más a menudo que de costumbre. Al principio todo iba bien, y ya empezaba a animarse cuando volvieron a lloverle los infortunios. Galaktiónov amansó el trote, según indicaban algunas frases suyas citadas por los testigos. Decidió hacer un balance y analizar las causas de sus desdichas. Todos los testigos afirmaban que no estaba deprimido ni daba señales de abatimiento sino que, por el contrario, parecía intrigado, como lo estaría un científico, un entomólogo, al tropezar en el Polo Norte con una mariposa del trópico. Galaktiónov seguía mostrándose ocurrente y encantador, y obviamente no se había dejado marcar por el sello indeleble de perdedor.

Hasta el mismo día de su asesinato no conoció nuevos fracasos. Había testimonios de que unos días antes de morir había recuperado de pronto toda su vitalidad y en una ocasión su mujer le oyó decir:

– Bueno, no pasa nada, incluso si la diosa Fortuna se ha echado a dormir, el talento sigue despierto, no es nada fácil mandar el talento al garete. Pero cuando, encima, se despierte también la fortuna, ¡ya veréis la que armaremos entonces!

Tal vez había vuelto a tentar la suerte y, aparentemente, le salió bien. Pero una cosa quedaba sin explicar. Todos sus turbios negocios y tejemanejes siempre tenían un testigo, alguien que estaba al corriente de la trama de turno, ya fuese su mujer, su amante o sus compañeros de trabajo. Aunque no comprendiesen todo lo repugnante e ilegal de su actuación. El propio Galaktiónov no se avergonzaba de sus proezas y declaraba sin cohibirse que sería un tonto si no se aprovechase de la necedad o simplicidad ajena, y que se perdería el respeto a sí mismo si no lo hiciera. Sin embargo, por alguna razón, de aquel último éxito -si es que había sido real y no un fruto de la mente calenturienta de Anastasia Kaménskaya- no se había enterado nunca nadie.

Le gustaría saber por qué. ¿Qué tenía de particular?

5

Miró a su interlocutor sin ocultar su aversión. Cierto, la gente le irritaba, pero dicho así resultaba demasiado general. Le irritaba la gente de estirpe eslava. Todos los demás -por ejemplo, los asiáticos, los negros, los caucasianos- le hacían estremecerse de la repugnancia que le producían. No soportaba oír su lenguaje macarrónico, le repateaba el menor atisbo de acento foráneo. Le revolvía las tripas ver una cara no eslava. Cielo santo, ¡cuánto los odiaba a todos!

– ¿Cuántas pruebas necesita realizar? -le preguntó su interlocutor.

– Tres como mucho -respondió esforzándose por controlar la voz, para ocultar la violencia con que le bullía la sangre-. Después de cada prueba tendrán que pasar dos semanas, más o menos, durante las cuales haremos los ajustes pertinentes; luego se efectuará la prueba siguiente, etcétera. En total, cuente con unas seis o siete semanas. Todo dependerá en gran medida de las existencias del material de las pruebas, a veces es difícil reunir la cantidad precisa en un plazo breve.

– A lo mejor podemos echarle una mano con esto -sugirió el hombre del Cáucaso.

– No hace falta -atajó secamente-. Nosotros nos encargamos del aparato, ustedes ocúpense del dinero. Preparen la cantidad acordada, y dentro de un mes y medio tendrán el aparato.

– ¿A qué banco tenemos que hacer la transferencia?

– Será preferible que lo abonen en efectivo.

– Esto nos complicaría mucho las cosas -declaró el caucasiano-. Transportar esa cantidad al otro lado de la zona de combates… El riesgo es considerable.

– Ése no es mi problema -respondió con frialdad-. Yo les proporciono el aparato, ustedes me entregan el importe íntegro en efectivo. ¿Me ha comprendido? El-importe-ín-tegro-en-efectivo -repitió recalcando cada palabra.

– Pero ¿por qué? -preguntó el caucasiano, que no se daba por vencido-. Le resultará mucho más difícil sacarlo fuera del país. En cambio, si lo hacemos de otra forma, el dinero estará a buen recaudo, en un banco suizo, esperándole. ¿Qué es lo que no le gusta?

– Esto no le concierne -contestó con ira-. No pienso marcharme al extranjero y no necesito su patatero banco suizo para nada. Lo que necesito es dinero contante y sonante, y lo necesito aquí. Si no, no hay aparato.

– Bueno, de acuerdo, el que pone las condiciones es usted -reconoció el caucasiano con un suspiro-. Las tropas rusas aún seguirán ocupando nuestro territorio durante mucho tiempo. Hemos perdido la primera vuelta pero queremos ganar la segunda. Y para conseguirlo estamos dispuestos a todo. Su aparato nos hace muchísima falta, y por esa razón cobrará usted en efectivo, descuide.

– Estupendo -dijo con sonrisa reconciliadora, luchando por contener las ganas de agarrar a su interlocutor por el cuello y estrangularle.


  1. <a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Título que al terminar la Segunda Guerra Mundial se otorgó a nueve ciudades de la URSS donde se desarrollaron los combates más duros. (N. de la T.)