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Definitivamente, la vida de Anastasia Kaménskaya había entrado en una racha de mal humor. Ya el sábado se angustió porque tenía que sacrificar el domingo para atender al amigo de mamá, y el lunes acudió al trabajo ceñuda. Un nuevo disgusto no se hizo esperar.
Al subir la escalera del edificio de la DGI tropezó con Katia, de Contabilidad.
– Kaménskaya, ¿por qué no vas a cobrar la prima? ¿Es que necesitas una invitación personal?
– ¿De qué prima me hablas? -preguntó Nastia agradablemente sorprendida.
– La que se concede por los resultados del año. Todo el mundo ha cobrado ya, y por tu culpa no podemos cerrar el balance.
– Vaya, no tenía ni idea de que me habían incluido. Pasaré tan pronto como pueda.
– Hay que ver ¡no tenía ni idea! -gruñó Katia áridamente-. ¿Hubo acaso un solo año en que no te la dieran? Como si no fueras la chica favorita del coronel Gordéyev.
Tras lanzar este dardo envenenado, Katia prosiguió su camino, reclamada por algún urgente menester. Nastia sintió cómo le subían los colores a la cara. Hacía mucho que no oía las feas alusiones a su supuesta relación con el jefe. «No estoy en forma -pensó-. Antes era imposible pillarme con la guardia baja. Aunque no supiera qué contestar a esas barbaridades, al menos no me sonrojaba y no me callaba.»
Con los brazos caídos, apenas arrastrando los pies, llegó a su despacho, dejó caer la cazadora sobre la silla y enchufó el infiernillo. ¿Cuándo terminaría todo esto? Cuando empezó a trabajar en Petrovka, a menudo sorprendía miradas de perplejidad o de indisimulada malicia, oía a sus espaldas repugnantes cuchicheos cargados de mala intención: ¿cómo se le habría ocurrido a Gordéyev sacar de una comisaría de distrito a esa mocosa que se pasaba los días de brazos cruzados encerrada en su despacho (¡un despacho personal!, ¡véase la sinvergonzonería!, ¡mientras los detectives que llevaban veinte años trabajando compartían despachos con dos compañeros!) y se daba postín de estar pensando mucho? Tuvo que pasar mucho tiempo para acallar las voces de protesta de la mayoría de los chismosos, puesto que los agentes operativos del Departamento de la Lucha Contra los Crímenes Violentos Graves fueron los primeros en salirles al paso cuando comprendieron que la muchacha que el Buñuelo había traído poseía muchísimos conocimientos necesarios y útiles. Cierto, no sabía correr ni disparar, no tomaba parte en las emboscadas, no gastaba zapatos buscando testigos de puerta en puerta, no acudía a los lugares de los hechos y no combatía las náuseas al ver cadáveres mutilados y a veces medio descompuestos. Pero en cambio sabía pensar, analizar, generalizar, poseía una imaginación rica y libre de ataduras, combinada con la precisión de una mente fría y una memoria prodigiosa, que le permitía guardar en la cabeza simultáneamente gran cantidad de hechos, circunstancias, nombres, fechas y direcciones, todos los datos sueltos y dilatados en el tiempo. Y nada le importaba ni interesaba más que el trabajo que estaba haciendo. Pero tenía que pasar, las habladurías estaban aquí de nuevo…
Nastia se preparó el café con movimientos mecánicos tratando de reprimir la rabia, echó en la taza dos terrones de azúcar sin mirar y se sentó a la mesa. Al diablo, pensó, que se pudrieran Katia y sus indirectas, no iba a consentir que las malas lenguas le impidiesen hacer su trabajo.
Apuró el café abrasadoramente caliente de un sorbo y fue a ver a Misha Dotsenko.
– Aquí tiene -dijo el joven tendiéndole una larguísima lista de llamadas recibidas en el centro de ambulancias desde septiembre hasta la Nochevieja -. Sitova ingresó en el hospital el 22 de diciembre. He marcado todas las salidas relacionadas con un posible embarazo extrauterino.
Nastia asintió con un movimiento aprobador. Tan sólo dos años atrás, Misha, confiado y educado, habría pedido únicamente los datos de las salidas de ambulancias que le interesaban, la lista habría sido varias veces más corta pero habría dejado a Nastia con la corrosiva duda sobre un posible error por parte de los que la habían compuesto. Los seres humanos no eran máquinas, a veces se cansaban, se equivocaban, sobre todo cuando se trataba de seleccionar, entre una gran cantidad de datos, sólo aquellos que reunían ciertos requisitos. Eran capaces de pasarlos por alto, distraerse y, al fin y al cabo, simplemente hacer una chapuza. Misha había tardado en acostumbrarse a las exigencias de Nastia, creía que hacía mal en sospechar negligencias por adelantado, y sólo tras pegar un par de patinazos le dio la razón. Por eso esta vez había solicitado la información sobre todas las salidas de las ambulancias para luego hacer la selección él mismo y dar a Nastia la posibilidad de comprobarla.
Nastia llevó la lista a su despacho y cerró la puerta con llave. Nada debía interferir en su trabajo, que requería atención y concentración. Para la reunión operativa faltaba media hora todavía, y confiaba en poder revisar al menos una parte de la lista. Se impacientaba por intentar identificar al misterioso visitante al que Galaktiónov había citado en el piso de su amante a una hora en que ésta no debía encontrarse en casa. De creer lo que contaban los testigos, no era en absoluto habitual en él, lo que significaba que no se trataba de un visitante cualquiera sino de alguien especial. Y dos días después de aquel encuentro, Galaktiónov moría por intoxicación con cianuro potásico… No existía el menor motivo para suponer un suicidio. La ampolla que contenía el polvo venenoso fue encontrada, abierta, allí mismo, en el lugar de los hechos. La taza con los posos de café secos y unos rastros débiles de cianuro estaba encima de la mesa del salón, y junto a la ventana, en el sillón, yacía el cuerpo yerto de Galaktiónov, que falleció al instante. Sus huellas dactilares eran las únicas que había sobre la ampolla. Pero los peritos que examinaron palmo a palmo todo el piso fueron tajantes al afirmar que alguien había frotado con un trapo algunos objetos. Justamente los que era inevitable que tocase cualquier persona que pasara en el piso al menos unos minutos. Sería difícil suponer que Galaktiónov, al decidir quitarse la vida, se dedicara a limpiar escrupulosamente el piso, máxime cuando la cafetera turca en que se había preparado el café seguía sucia encima de la cocina. Desde el principio a nadie le cabía la menor duda de que se trataba de un asesinato. Lo único era que la ampolla…
Si Sitova no lo había soñado y el misterioso visitante dijo la verdad, una de las llamadas de la lista del centro de ambulancias debía ser la realizada desde su lugar de trabajo. Pero ¿cuál de ellas? Además, ¿qué entendía aquel hombre por «hace poco»? ¿La semana anterior? ¿El mes anterior? Para empezar, Nastia decidió limitar la búsqueda a cuatro meses pero era consciente de que probablemente debería ampliarla. Además, ¿cuál sería el indicio para reconocer entre todas las llamadas precisamente aquélla, la única?
Una vez finalizada la reunión, Nastia retomó su escrutinio de la lista. Al cabo de una hora encontró lo que buscaba. Había resultado tan sencillo que al principio se resistió a creer en su buena fortuna.
Miraba al hombre obeso y jadeante sentado a la enorme mesa del espacioso despacho y luchaba por disimular la repugnancia que le inspiraba.
– Me temo que tiene un problema -declaró ominosamente el gordinflón extrayendo de la carpeta un papel-. El ministerio ha recibido un anónimo con una denuncia contra el instituto. La ha pifiado usted.
– ¿Con una denuncia de qué? -inquirió el otro parcamente, aunque por un momento se le heló el corazón.
– De su instalación. Dígame, ¿controla alguien su funcionamiento o una vez montada la han abandonado a su suerte?
– La controlamos constantemente, no podría ser de otro modo puesto que se trata de un experimento.
– ¿Y no han observado ningún fenómeno colateral?
– Ninguno -contestó con firmeza notando cómo se le humedecían las palmas de las manos.
– En este caso, ¿cómo debo interpretar esto?
El gordinflón agitó en el aire la hoja de papel que había extraído de la carpeta y su cara expresó un grado superlativo de indignación. Dejó caer el papel en la mesa bruscamente, sacó de un cajón un aerosol para asmáticos y pulsó varias veces el pulverizador dirigiendo el chorro hacia la boca abierta. Los jadeos cesaron.
– Aquí pone que su instalación produce el efecto de «bucle inverso». El anónimo pasó por todas las instancias, estuvo en todas las mesas, y al fin ha venido a parar aquí, a la mía, puesto que soy el monitor de su instituto. Lleva adjunta la orden de comprobar la denuncia y redactar la conclusión. ¿Qué cree que tengo que escribir en esa conclusión, eh?
– Puede escribir con toda tranquilidad que los materiales científicos que le han sido presentados prueban la total ausencia de cualquier efecto negativo derivado del funcionamiento de nuestra instalación -respondió con aplomo.
Sentía una desagradable sequedad en la boca. ¡Así que el hijo de puta de Voitóvich, a pesar de todo, había escrito al ministerio aunque no firmó la carta!
– De momento no he visto esos materiales científicos a los que se refiere -rebatió el gordinflón aún más colérico.
Su respiración volvía a producir silbidos y su gruesa cara con la triple papada fue cobrando poco a poco un tono alarmantemente rojizo.
– En cambio, recuerdo muy bien con qué ahínco nos aseguró usted, a mí y a todos los miembros de la comisión, que su antena no tenía efectos dañinos para el medio ambiente. Justamente por eso se autorizó su instalación en la ciudad y no en el polígono, como está previsto en estos casos. Yo, en mi calidad de presidente de la comisión, tengo la responsabilidad personal de aquella resolución, ¿y ahora resulta que usted me ha engañado? ¿Es así o no? ¡Conteste!
– Escúcheme, Nicolai Adámovich -respondió con tono tranquilizador; había conseguido vencer el miedo y ahora se sentía más seguro-. La comisión tuvo acceso a todos los informes científicos sobre el asunto, no fue usted solo quien los leyó. Los informes explican que el efecto que menciona el anónimo no se produce. No se produce, ¿me entiende? La resolución fue adoptada por todos los miembros de la comisión de forma colegiada. Esto es lo primero. Ahora, lo segundo. ¿Quién le ha remitido el anónimo? ¿Quién ha escrito «comprobar»?
– El subsecretario del ministerio, Yákubov. ¿Tiene alguna importancia?
– Claro que la tiene, Nicolai Adámovich. De todos es sabido que Yákubov está a punto de jubilarse. Hay dos pretendientes a su puesto: Starostin y usted. Starostin es un viejo amigúete de Yákubov. Al remitirle el anónimo, Yákubov crea la apariencia de objetividad pero lo que hace en realidad es avivar el escándalo, impedir que se extinga por sí solo. Porque, mire usted, ¿acaso no podría haberlo tirado a la papelera? Claro que sí. Desde tiempos inmemoriales existe una regla: no perder tiempo con los anónimos. Nadie se lo habría reprochado. También podría haberle llamado a su despacho y preguntar si había algo de cierto en lo que decía el anónimo. Usted le habría contestado que no. Y eso sería todo, Nicolai Adámovich, no habría más que hablar. Es lo que habría hecho si confiara en usted y le tuviera simpatía. Pero, en lugar de esto, le remite el papel escribiendo encima su orden, y lo hace a través de la Secretaría, para que otros cinco pares de ojos lo vean y lo recuerden, y para que dos días más tarde todo el ministerio se entere de que en el instituto que usted supervisa se ha producido un escándalo. Y lo que se me ocurre pensar, Nicolai Adámovich, es lo siguiente: ¿no será que detrás de toda esta historia del anónimo está Starostin?
– No me extrañaría -ronqueó el gordinflón volviendo a agarrar el aerosol-. Ese cabroncete es capaz de cualquier cosa. Con ése hay que andarse con mucho ojo. Tal vez tenga razón. Sin embargo, dígame de una vez: ¿existe ese dichoso «bucle inverso» o no?
– No. No, no y, una vez más, no. Y quíteselo de la cabeza.
Al salir del despacho del director pensó: «El efecto existe, claro que existe. ¡Un efecto de un par de narices! Pero tú, trepa gordo e ignorante, no tienes por qué saberlo. Te quitaría el sueño».
– ¡No fastidies! -exclamó Yuri Korotkov emitiendo un silbido cuando Nastia le enseñó la lista de los avisos a ambulancias-. Resulta que una mujer con probable embarazo extrauterino fue recogida en aquel mismo instituto donde trabajaba el suicida Grigori Voitóvich. Tenemos una situación entretenida.
– Y que lo digas -gruñó Nastia cejijunta, pues todavía no había superado el disgusto causado por el encontronazo con la muchacha de Contabilidad ocurrido aquella mañana-. Ahora presta atención, Yura, voy a contarte cómo me imagino que ocurrió aquello, y tú harás de oponente. Espera, llama a Misha y dile que venga, actuará de árbitro.
Se sentaron los tres en el despacho de Nastia; ella, delante de su mesa, Korotkov ocupó la de al lado, que no tenía dueño fijo, y Dotsenko se acomodó en una silla que colocó junto a la ventana.
– Empezamos -anunció Nastia asintiendo con la cabeza como para coger impulso-. El 7 de diciembre uno de los científicos del instituto, Grigori Voitóvich, es detenido delante del cadáver de su mujer. El 10 de diciembre le ponen en libertad provisional para que pueda terminar, trabajando en casa, un importante proyecto científico. El 13 de diciembre Voitóvich se suicida. El 21 de diciembre alguien roba el sumario del caso de Voitóvich. Junto con este sumario, el ladrón se lleva otros tres, uno de los cuales contiene la inculpación de Dima Krásnikov en el robo de los téjanos, así como los datos de su adopción. Al día siguiente, el 22 de diciembre, un tal Galaktiónov visita cierto taller de reparación de automóviles y hablando con uno de los mecánicos le menciona dichos datos. Ese mismo día recibe en el piso de Nadezhda Sitova a un hombre que, a juzgar por todo, trabaja en el mismo instituto que Voitóvich. ¿Encaja todo de momento?
– Por ahora, sí -convino Korotkov-. Siempre que asumamos que Líkov, el mecánico de aquel taller, dijo la verdad en sus declaraciones.
– Acepto la rectificación -declaró Nastia-, pero no nos queda más remedio que creer que Líkov dice la verdad. Sigamos. Dos días más tarde, Galaktiónov vuelve al piso de Sitova y allí muere por intoxicación con cianuro disuelto en su café. Éstos son los hechos. Ahora despega la imaginación. Chicos, voy a soltar una sarta de disparates pero no os riáis, os lo ruego, sólo corregidme cuando diga alguna incongruencia. ¿De acuerdo?
Korotkov y Dotsenko asintieron, asumiendo posturas más cómodas.
– Voitóvich, acusado de haber asesinado a su mujer, ingresa en el calabozo. Alguien quiere sacarle de allí a toda costa, se producen llamadas y peticiones de dejarle volver a su casa aunque sólo sea por unos días, supuestamente para terminar un proyecto científico de gran importancia estratégica. Voitóvich trabaja en un centro de investigaciones dedicado al estudio de la difusión de las ondas electromagnéticas en distintos medios, de modo que todas las explicaciones tienen visos de verosimilitud. Pero yo no me las creo. Tengo la impresión de que, en efecto, alguien se empeñó en evitar a cualquier precio que Voitóvich permaneciera encerrado. ¿Por qué? No lo sé. Ésta es la pregunta a la que quiero obtener respuesta. En el momento de su detención, Voitóvich se encontraba en… por decirlo suavemente, en un estado psíquico alterado que, a medida que pasaban los días y su reclusión se prolongaba, empezaba a remitir. Sus declaraciones se volvían cada vez más precisas y detalladas, y coincidían de pleno con lo descubierto en el lugar de los hechos. Los médicos no detectaron en él el menor indicio de enfermedad mental, por lo que no queda claro qué clase de amnesia padeció ni qué le provocó la pérdida de memoria. Tras comprender toda la gravedad de lo ocurrido, Voitóvich se ahorcó. Y dejó una nota de despedida que, lógicamente, fue incluida en el sumario. Y una vez más, alguien muestra un interés malsano en ese sumario. El sumario de la causa penal desaparece del despacho del juez instructor, que en un momento dado sale y, como es su costumbre, deja abierta no sólo la puerta sino también la caja fuerte donde guardaba los sumarios. Al parecer, uno de los empleados del instituto contrató a Galaktiónov para que perpetrase el robo. Podía ser un viejo amigo al que Galaktiónov llevaba muchos años sin ver o, por el contrario, alguien a quien conoció casualmente. Pero su primer encuentro debió de haberse producido en unas circunstancias que permitiesen al hombre del instituto comprender que podía dirigirse a Galaktiónov con una proposición de este tipo. De manera que el hombre del instituto le pide a Galaktiónov que le consiga el sumario de Voitóvich. El nombre del juez de instrucción y la situación de su despacho no eran ningún secreto para nadie del instituto, puesto que muchos empleados habían sido llamados a prestar declaración como testigos en el caso del asesinato de la mujer de Voitóvich. ¿Os parece que estas elucubraciones se mantienen en pie?
– Más o menos -dijo Korotkov.
– Y usted, Misha, ¿qué opina?
– No estoy seguro de que Galaktiónov hubiera aceptado ese trabajo -respondió Dotsenko dubitativo-. Era un estafador redomado, un aventurero, pero difícilmente, un ladrón. Es un poco distinto.
– Estoy de acuerdo. Para contestar a la pregunta de si Galaktiónov aceptó semejante trabajo, hay que intentar comprenderle. ¿Qué sabemos de él? Que en su juventud cometió al menos un robo. Estoy hablando del robo del abrigo de piel y de las sortijas de su propia mujer. Este hecho demuestra también que ya en aquel entonces era un pájaro de mucho cuidado. Pero aquello ocurrió hace muchos años, y podría haber cambiado desde entonces. De aquí surge mi segunda pregunta a la que tenemos que encontrar respuesta; lo que quiero saber es si a los cuarenta y tres años de edad continuaba siendo tan ruin como lo era a los veintitrés. Aquí hay que considerar dos circunstancias. Primero, según afirman sus amigos, llevaba una racha de mala suerte y hacía lo imposible por dejarla atrás. ¿Existe la posibilidad de que pensara que un robo audaz, coronado por el éxito y tan incuestionablemente aventurero, un robo de sumarios del despacho de un juez de instrucción, le confirmaría que la suerte volvía a estar de su lado?
– En un principio, sí -convino Dotsenko pensativo-. Cuando las circunstancias aprietan, todos los medios son buenos.
– Segundo, resulta que, una vez robados los sumarios, lo primero que hace es leerlos. En uno de ellos encuentra y. memoriza, o tal vez anota, los datos que quizás un día podría utilizar para conseguir dinero. Me refiero al caso de los Krásnikov. El chantaje basado en la divulgación del secreto de adopción es una vileza. Pero, al parecer, Galaktiónov no lo cree así. Y no tiene inconveniente en entregar esos datos al primero que encuentra, a un amigo que le ha pedido prestado. Convendrán conmigo que es bastante feo.
– Pero, Anastasia Pávlovna, no podemos estar seguros -objetó Misha-. ¿Y si Líkov miente?
– Y si Líkov miente, y si Líkov miente… -repitió Nastia pensativa-. Lo que necesitamos comprender es cómo era Galaktiónov por dentro. Míshenka, ¿recuerda las declaraciones de su compañera del banco, cuando dijo que Galaktiónov ayudaba a organizar viajes a clínicas extranjeras para niños enfermos? ¿Que dedicaba su tiempo libre a acompañarlos en su coche a consultas médicas? Vaya hoy mismo al banco y procure averiguar algo más sobre esto. Excepto aquella mujer, nadie más ha notado que fuese particularmente bondadoso y desinteresado. ¿Lo conocía ella mejor que los demás? Tal vez Galaktiónov se dedicaba en secreto a la beneficencia, como el famoso Yuri Détochkin; tal vez, como él, engañaba a los tiburones del mundo de los negocios y bajo mano mandaba dinero a orfanatos y hospitales. Tenemos que hacernos una buena idea de su carácter y a partir de eso construir una hipótesis, pero de momento trabajaremos con lo que hay. Sigamos. Galaktiónov recibe al hombre del instituto en el piso de su querida cuando ésta no se encuentra en casa, es decir, lo hace en horario laboral. Su primer encuentro tiene lugar entre el 15 y el 19 de diciembre, es decir, después del suicidio de Voitóvich y unos días antes del robo de los sumarios. Si Galaktiónov se había brindado a colaborar, necesitaba tiempo para los preparativos. Ver el sitio, etcétera. El 21 de diciembre realiza con éxito lo que se propone, el 22 de diciembre se encuentra con el hombre del instituto en el piso de Sitova otra vez y, a todas luces, le entrega los sumarios y recibe a cambio los honorarios previamente estipulados. O no, no los recibe.
Lo más probable es que cobre el trabajo más tarde. Desgraciadamente, Sitova se siente mal y se va a casa. Galaktiónov le pide que no entre en el salón y no les moleste porque necesitan discutir un asunto serio. Cómo se desarrollaron los acontecimientos a continuación, lo sabemos por lo que nos ha contado Sitova. Dos días más tarde, Galaktiónov vuelve a encontrarse con su nuevo amigo. Por última vez. El hombre del instituto envenena a Galaktiónov, borra las huellas de su presencia en el piso y se marcha. Si no fuera porque se le escapó la mención de una compañera de trabajo para la que se tuvo que llamar una ambulancia, no nos habría quedado más remedio que despedirnos de él agitando pañuelos, y decirle adiós a la esperanza de encontrarlo algún día. Sitova prácticamente no le recuerda y no puede describirle. Es natural, puesto que estaba casi inconsciente. De todo lo cual se deduce que la clave de todo es Voitóvich, y que tenemos que buscar al asesino de Galaktiónov en el instituto.
– No está mal -observó Yura escéptico-. Excepto que la relación de Galaktiónov con los sumarios robados que has trazado es algo floja. Pero aparte de esto, parece aceptable.
– Por eso tenemos que averiguar si Galaktiónov era capaz de comportarse de la manera en que supongo se comportó. Misha, ésta será su tarea. Yura y yo nos ocuparemos del instituto. Allí buscaremos a nuestro hombre sin señas particulares.
– Y sin acento particular -recordó Korotkov.
El ordenador no paraba de bloquearse, e Inna empezaba a perder la paciencia. Ese día ya había hecho venir dos veces a los técnicos pero cada vez, nada más marcharse ellos, la caprichosa máquina funcionaba media hora como mucho, después de lo cual en la pantalla volvía a dibujarse el odioso rectángulo verde. Apagó el ordenador furiosa y fue a ver al jefe del laboratorio para preguntarle cuándo, por fin, el reparto de los equipos se realizaría con un mínimo de orden.
Litvínova irrumpió en el despacho del jefe como un torbellino, sin hacer el menor caso de las visitas.
– ¡Pável Nikoláyevich! -dijo con indignación-. No hay quien lo aguante, no puedo seguir trabajando con Istra, esa máquina tiene más años que yo. Todo el mundo sabe que en el almacén hay seis equipos nuevos, ¿por qué no los reparten entre los laboratorios?
– Permítanme que les presente -repuso fríamente Borozdín-. Jefa de uno de nuestros equipos científicos, Litvínova Inna Fiódorovna. Estos camaradas son policías. Han venido para hablar de Voitóvich.
– Para… ¿Cómo…? -tartamudeó Litvínova desconcertada-. Pero si ha muerto.
Sólo entonces se fijó en las visitas de su jefe. Evidentemente, el que mandaba era el hombre robusto, ancho de hombros, de unos cuarenta años de edad, cara bonachona y ojos risueños. A su lado se sentaba una joven, casi una niña, ataviada con téjanos y un jersey, de pelo largo recogido en la nuca en una coleta. Era anodina, corriente, delgadita pero, al parecer, alta, e iba sin maquillar. «No parece de este siglo», pensó Inna, y enseguida recordó a su adorable Yúlechka, que se peinaba en peluquerías caras y pasaba unos cuarenta minutos delante del espejo maquillándose.
– Verá usted, Inna Fiódorovna -dijo el policía-, ha ocurrido un imprevisto. En el edificio de la Dirección Regional del Interior ha habido un incendio. La verdad es que sólo ha afectado a una planta y ha sido sofocado inmediatamente pero el despacho del juez de instrucción Baklánov ha sufrido graves daños. Se han quemado varios sumarios de causas penales, entre otros, el de su difunto empleado, Grigori Voitóvich. Estamos intentando reconstruir los materiales del sumario, por lo que nos hemos visto obligados a molestarles una vez más. Le ruego que nos perdone, comprendo que no les dejamos trabajar pero no nos queda otro remedio… -Sonrió encantadoramente, se encogió de hombros y añadió-: Nos encontramos ante una situación de fuerza mayor.
– Por supuesto, por supuesto -respondió Inna asintiendo con la cabeza-. Lo entiendo perfectamente. ¿Necesitan mi ayuda?
– Sólo que nos conteste a algunas preguntas. Espero no robarle mucho tiempo, sobre todo teniendo en cuenta que, al parecer, su ordenador está estropeado -contestó el hombre, y volvió a sonreír, esta vez con picardía-. Mientras lo reparan, podemos charlar un rato, si no tiene nada en contra.
– Síganme -les pidió Inna abriendo la puerta y saliendo del despacho de Borozdín.
– Soy Korotkov -se presentó el policía cuando Inna le condujo a su despacho y le ofreció el asiento-, Yuri Víctorovich. Así que, ¿empezamos?
– Cuando quiera -dijo Litvínova poniendo cara de atención y de disposición a emplearse a fondo.
– ¿Conocía usted bien a Grigori Voitóvich?
– Muy bien -contestó sin dudarlo un instante-. Trabajamos juntos muchos años y juntos también preparamos nuestros doctorados.
– En este caso, hábleme de su vida familiar. Cómo se casó, cómo se llevaba con su mujer, si tenían problemas, etcétera.
– Los tenían -respondió Litvínova con la misma presteza-. Tenían problemas, y muy serios. Grisa no hablaba de sus peleas con nadie, sólo conmigo, tal vez porque éramos viejos amigos. En realidad, era bastante reservado, aquí en el instituto no se sinceraba con nadie. Pero a mí sí me contaba cosas.
– ¿Por qué motivo se peleaban?
– No es fácil nombrar un motivo en concreto, se habían juntado muchas cosas.
Se calló reflexionando.
– Zhenia era mucho más joven, como probablemente ya lo sabe. Grisa se casó a una edad tardía, no acababa de encontrar a su princesa. Cuando conoció a Zhenia se enamoró como un cadete, y luego, como había pasado tanto tiempo esperando y escogiéndola, también empezó a exigirle mucho a la flamante esposa. Se angustiaba un horror si le parecía que Zhenia no correspondía a su «estándar ideal». Pero no ocurría a menudo, era muy buena chica. Y muy guapa.
– ¿Cree usted que ella quería a su marido?
– ¡Con locura! -exclamó Inna efusivamente, pero acto seguido se moderó-. Bueno, ya sabe, nadie puede leer en el alma ajena, tal vez…
– Continúe, por favor -dijo Korotkov animándola.
Inna vaciló.
«Tonta -se reprochó mentalmente-. Quién te manda hablar. Si Grisa la mató, por algo sería. Y ese algo debe ser perfectamente tangible, concreto, para que le parezca convincente a un policía. Los celos, el dinero, cualquier cosa, pero tiene que ser sencillo y fácil de comprender.»
– Verá, Zhenia era una auténtica belleza y trabajaba en la televisión, hacía cortos publicitarios. Por supuesto, los hombres la asediaban, la cortejaban. Tenía muchos admiradores y era muy joven, le apetecía divertirse, flirtear, coquetear. Es fácil de comprender, no se lo reprocho de ninguna de las maneras, incluso intenté convencer a Grisa de que no tenía por qué tomárselo tan a pecho. Pero no me hizo caso.
– De modo que usted cree que el motivo del asesinato fueron los celos, ¿no es así?
– Sí, es lo que creo.
– Dígame, Inna Fiódorovna, ¿advirtió últimamente si el carácter de Voitóvich había cambiado? ¿Empezó quizás a padecer de fallos de memoria, se volvió distraído, irritable?
– Sí, sí, tiene toda la razón, en efecto, Grisa se había vuelto más… agresivo, tal vez.
– ¿En qué se notaba? ¿Se peleaba con sus compañeros?
– No, no creo que nadie más que yo se diera cuenta.
– ¿En qué se manifestaba ese cambio?
– En cómo hablaba de Zhenia. En sus ojos se leía un odio tan grande, ¿sabe?, la rabia le empañaba la voz, le temblaban las manos. A veces no sabía dónde meterme. En cambio, con otros compañeros siempre se mostró agradable y educado, nunca le levantó la voz a nadie.
– ¿Y los olvidos, las distracciones? ¿No hubo nada de eso?
– No vi que le pasara nada semejante, para qué voy a engañarle.
– Una pregunta más, Inna Fiódorovna. ¿Le contó todo esto al juez de instrucción Baklánov?
– ¿A Oleg Nikoláyevich? No, no se lo he contado.
– ¿Puedo preguntarle por qué?
Litvínova volvió a titubear. «Por qué, por qué -pensó con ira-. Porque entonces Grisa todavía estaba vivo y hubiese dicho inmediatamente que era mentira. Y ahora ya no puede decirlo.»
– Verá usted… Fue sólo después de que Grisa se suicidó que acabé por aceptar que había matado a Zhenia. Pero en aquel entonces no me lo creía. No quería creérmelo. Hacía tantos años que le conocía, éramos amigos… Quería protegerle. Reconozco que no tenía razón, y les ruego que me perdonen.
– Bueno, debería pedirle perdón a Baklánov, no a mí. No está bien dar falsos testimonios, Inna Fiodorovna, está tipificado como delito. ¿Lo sabía?
Litvínova suspiró con aire contrito.
– Pero con esto no he perjudicado a nadie, ¿verdad? Si por culpa de mis declaraciones hubiesen condenado a un inocente o absuelto a un criminal, entonces, sí, claro está, deberían procesarme. Pero así… Grisa dictó su propia sentencia.
– Por cierto, se me olvidaba… -dijo Korotkov-. ¿Recuerda en qué proyecto estaba trabajando Voitóvich cuando ocurrió todo aquello?
Esto era una puñalada trapera. Korotkov la estaba mirando con unos ojos límpidos y serenos, mientras Inna le soltaba términos científicos, le nombraba apartados del programa de trabajos del instituto y sentía cómo el terror le helaba las entrañas.
Mientras Korotkov interrogaba a los empleados del laboratorio donde había trabajado Grigori Voitóvich, Nastia Kaménskaya estaba sentada a una mesa del Departamento de Personal del instituto revisando las fichas de sus trabajadores. Para empezar, apartó todas las de los hombres; luego seleccionó a los que tenían de cuarenta a cincuenta y cinco años. Según Sitova, la edad del misterioso visitante se situaba entre los cuarenta y cinco y cincuenta años, pero Nastia, por precaución, amplió este margen añadiendo cinco años a sus límites superior e inferior. El aspecto de un hombre podía variar dependiendo de si se cuidaba o, por el contrario, padecía de alguna enfermedad o llevaba una vida poco sana. Además, Sitova no era una testigo demasiado fiable, teniendo en cuenta el estado en que se encontraba en aquel momento.
Tuvo que hacer una nueva criba de esos empleados de cuarenta a cincuenta y cinco años, basándose en las fotografías de las fichas. Los morenos llamativos y los académicos canosos: descartados. Los calvos y aquellos cuyas facciones no se dejaban, de ninguna manera, definir como «típicas europeas»: ídem. Apartó en una pila las fichas de hombres con bigote o barba: también las fotografías tenían su edad, y actualmente esos hombres podían ir perfectamente afeitados. Colocó en otra pila a todos los que habían nacido y se habían criado en regiones que no pertenecían a la Rusia central. La gente de esa procedencia a menudo hablaba con acento, su hablar era más abierto o aspiraban las ges, aunque, de nuevo, el acento podía haber desaparecido tras largos años de vida en Moscú. También a ellos era preciso comprobarlos, lo mismo que a los bigotudos y barbudos. Al final, quedaron sólo aquellos a los que Nastia calificó de «especímenes puros»: cabellos rubios, sin señas particulares, nacidos en Moscú o en San Petersburgo, y rasurados.
Había pedido que el instituto le organizase la visita de modo que una secretaria muy sociable le enseñase el centro científico parándose por el camino a charlar con todo quisque y trayendo a colación ciertos asuntos previamente «encargados» por Nastia. Juntas recorrieron largos pasillos, laberínticos pasajes que comunicaban varios edificios, bajaron al sótano, se elevaron casi volando en el ascensor ultrarrápido a la planta más alta, donde admiraron las macizas puertas metálicas provistas de imponentes candados que protegían los accesos a las escaleras por las que uno podría introducirse en el tejado. En el tejado, según le explicó la secretaria, se encontraban numerosos aparatos específicos para «el perfil del instituto», indispensables para que éste pudiera desarrollar su labor científica.
Hacia el final del paseo, Nastia tenía agujetas, la espalda la atormentaba y soñaba con volver a casa y acostarse. Pero se había enterado de muchos detalles útiles. Ninguno de los hombres que llevaban bigote había cambiado de aspecto, todos continuaban luciendo el mostacho, pero dos barbudos sí se habían afeitado. Uno de los dos, según supo, se había roto una pierna a primeros de diciembre y seguía con la escayola, al otro Nastia le incluyó de inmediato en el grupo de «especímenes puros». Entre los empleados que presuntamente tenían aunque sólo fuera un atisbo de acento o particularidades de dicción perceptibles para el oído de un moscovita, dos habían llamado su atención. Uno era originario de Oriol, el otro había nacido en Riazán, los habitantes de ambas regiones hablaban un ruso reconocidamente correcto. Cuando esta suposición suya se vio confirmada, también estos dos fueron trasladados al grupo de «puros». Por último, Nastia excluyó de la lista inicial de dicho grupo a tres. Uno era un gangoso irrecuperable, tenía dificultades, como mínimo, con la mitad de las consonantes del alfabeto. El segundo padecía un marcado tartamudeo. El tercero había pasado todo el mes de diciembre en el extranjero haciendo prácticas.
Nastia regresó al Departamento de Personal, cambió de sitio algunas fichas más moviéndolas de un montón a otro y revisó los resultados de sus pesquisas. Quedaban cinco candidatos a sospechoso:
El director del instituto, Aljimenko, doctor en Ciencias Técnicas, catedrático de la universidad.
El secretario académico del instituto, Gúsev, doctor en Física y Matemáticas, profesor universitario.
El jefe del laboratorio Borozdín, doctor en Ciencias Técnicas, catedrático de la universidad.
El colaborador científico superior Lysakov, doctor en Medicina.
El colaborador científico Jarlámov, sin grado académico.
«Empecemos por éstos -decidió Nastia sacando una diminuta cámara fotográfica-. Vamos a enseñárselos a Sitova, y si no identifica a ninguno, nos ocuparemos de los demás.»
Hizo diez fotos con rapidez, dos por candidato a sospechoso, luego tomó algunas notas, devolvió las fichas al empleado del Departamento de Personal y salió en busca de Korotkov.
Litvínova corría hacia su casa tan rápido como podía. El corazón le latía con frenesí, incluso había empezado a jadear, aunque solía aguantar velocidades superiores a ésta y de joven había practicado deportes largamente y con buenos resultados. Al irrumpir en el piso, comprobó que Yula no estaba en casa y se precipitó hacia el teléfono.
– La policía está en el instituto -comunicó con la respiración entrecortada por la reciente carrera.
– ¿Por qué motivo? -le preguntaron.
– De momento, no por ESE, pero pueden desenterrar ESE motivo también. Hago todo cuanto está en mi mano pero…
– ¿Cuándo terminará el trabajo?
– Ayer mismo le hubiera garantizado que dentro de un mes y medio todo estaría listo. Pero ahora no lo sé. No se puede descartar la posibilidad de que tengamos que parar los trabajos por un tiempo indefinido. O cancelarlos.
– Para nosotros resulta inaceptable -le contestaron-. Los trabajos deben llevarse a término y suministrar el aparato al cliente. Su cometido será informarnos en el momento en que el aparato abandone el recinto del instituto. Nosotros nos encargaremos del resto. Debe hacer todo lo posible e imposible para impedir que la policía se entere de su existencia. Se le pagará en correspondencia.
– ¿Cuánto? -preguntó enseguida Inna, que empezaba a recuperar el aliento.
– Cuarenta por ciento de la cantidad inicial.
– Hay cosas que no dependen de mí. Pero haré todo lo que pueda -prometió la mujer.
Necesitaba el dinero con apremio. Necesitaba mucho, muchísimo dinero.
El hombre que acababa de hablar con Inna Litvínova por teléfono colgó y miró pensativo el cuadro expuesto en la pared. Representaba un ramo de graciosas flores exóticas en un florero alto y estrecho de cristal de roca. Le gustaba mirar ese cuadro, por algún motivo le producía un efecto tranquilizador.
¡Cuánta razón había tenido al insistir en que debían abstenerse de establecer contactos directos con el instituto! Ni que se hubiera olido el peligro. Tenía gente propia en el entorno de Merjánov, y fue esa gente la que le comunicó que
Merjánov estaba esperando cierto aparato. Lo que siguió a continuación fue cuestión de técnica de espionaje altamente profesional: averiguar de qué aparato se trataba, de dónde esperaba recibirlo Merjánov e incluso cuánto había prometido pagar por el aparato de marras. Podría haber actuado sin tantos rodeos: interceptar el pedido ofreciendo una suculenta gratificación, o simplemente dar la orden correspondiente, la hubieran obedecido, qué remedio. Pero ¿por qué iba a pagar más si podía pagar menos? Una pregunta ridicula. Además, tampoco convenía «dar la nota».
Le consiguieron a Inna, una de los implicados en la fabricación del aparato. Desdichada en su vida personal, tenía una necesidad acuciante de conseguir dinero para retener a su lado a su amiguita lesbiana, la única luz en su ventana. Resultó que no tenía ni idea de QUÉ CLASE de aparato estaban fabricando. Le habían propuesto una chapucilla, confeccionar un dispositivo de alimentación de antena a partir de los materiales registrados como desechados para venderlo luego por un buen fajo de billetes al cliente, una empresa extranjera que por algún motivo tenía una necesidad perentoria de hacerse con el ingenio en cuestión. Bueno, si tanta falta les hacía, se lo harían, no había más que hablar, fabricárselo era la cosa más sencilla del mundo. Había cuatro personas montando el aparato, todos cobraban más o menos lo mismo. Más o menos, porque el que había encontrado al cliente y había diseñado el esquema, ajustado a los deseos de éste, cobraría más. A Inna le pareció justo.
Así estaban las cosas en el momento en que ficharon a Litvínova. Le explicaron a qué usos estaba destinado el aparato, y se horrorizó. Pero sólo por un instante. En cuanto se enteró del dineral que cobraría, su horror se disipó con pasmosa rapidez. Su misión consistía en mantenerlos informados sobre la marcha del proyecto y avisarles en cuanto estuviese terminado. Tras recibir su aviso, seguirían a los hombres de Merjánov que irían a recoger el ingenio. El resto sería coser y cantar. Un pequeño esfuerzo más, un esfuerzo que, la verdad sea dicha, suponía el uso de armas de fuego, y el aparato se encontraría en su poder. Inna cobraría su parte del dinero abonado por Merjánov y, además, un plus, que le pagarían ellos. Esto les iba a salir más barato que sobornar a los que fabricaban el aparato para que se lo revendieran. Merjánov no presentaría denuncia. Quien roba a un ladrón…
No estaría de más averiguar qué andaba buscando la policía en el instituto. Quizá debería tomar precauciones contra posibles complicaciones.
«No nos apresuremos -decidió-, las prisas son muy buenas para cazar las pulgas pero a la hora de resolver problemas estratégicos no valen. No se deben tomar decisiones a la ligera. Consultémoslo antes con la almohada.»
Se quedó mirando embelesado las graciosas flores de tallos largos, que tan hermosamente resplandecían sobre el color gris claro del fondo del cuadro. Qué pintura tan maravillosa, cuánta paz le infundía…