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Nadezhda Sitova se quedó un largo rato examinando las fotografías de los cinco hombres de «entre cuarenta y cinco y cincuenta años, sin señas particulares».
– No consigo reconocerle -dijo por fin mirando contrita a Misha Dotsenko.
– Pero ¿alguna de esas caras le resulta familiar?
– No, ninguna. Le he dicho la verdad, no recuerdo su cara. Lo siento mucho.
– Yo también lo siento, Nadezhda Andréyevna -dijo Misha con un suspiro de cansancio.
Tenía mucho sueño. La noche anterior su madre había vuelto a tener dolores de corazón, de nuevo hubo que llamar una ambulancia, luego permaneció junto a su cabecera hasta el amanecer y sólo pudo meterse en la cama una hora y media. Apenas si llegó a descabezar un sueño, y ahora intentaba arduamente combatir la apatía y los bostezos.
No podía permitirse dejarlo todo y marcharse a casa a dormir. Tenía que ir al banco donde había trabajado Galaktiónov y hablar con la empleada del Departamento de Préstamos que tantos elogios le había prodigado al estafador y aventurero Sasha el Whist.
Encontrarla no fue fácil. Ese día no había ido a trabajar, había solicitado dos días libres a cuenta de las vacaciones para atender algún problema doméstico. Misha no podía esperar dos días; ir a su casa le daba reparo pero supo sobreponerse a sus modos de chico bien educado y se presentó en el piso de Natalia Tovkach sin avisar.
Era evidente que su visita no podía ser más inoportuna. Natalia, que lucía un pantalón deportivo arremangado hasta las rodillas y una camiseta vieja y rota, estaba limpiando el piso. En medio del recibidor zumbaba, como un dragón escuchimizado, la aspiradora con la manguera abandonada en el suelo; desde el cuarto de baño llegaba el fuerte rumor del agua cayendo de un grifo abierto; y desde la cocina, chillidos estridentes: «¡Andrés! ¡Cómo se te ocurre! ¡No vuelvas a hablarme de esta manera!». Misha comprendió que la dueña del piso pretendía seguir las peripecias de uno de los culebrones sudamericanos de sobremesa al tiempo que se dedicaba a la limpieza.
Frunció el entrecejo involuntariamente. El estruendo le había causado un dolor de cabeza instantáneo. Por supuesto, de no ser por la noche pasada en blanco ni se habría percatado de los ruidos. Misha Dotsenko tenía veintisiete años, gozaba de una excelente salud física, podía pasar el día entero corriendo de un lado para otro sin sentarse a descansar ni un minuto, y era capaz de permanecer mucho tiempo sin moverse, de pie o tumbado en una postura incómoda, si le tocaba participar en una emboscada; cuando hacía veinte grados bajo cero, paseaba sin prisas por la calle vestido con una cazadora tejana y con la cabeza descubierta, y no se resfriaba. Pero lo que no podía soportar en absoluto, nunca, era la falta de sueño. La necesidad de dormir era el punto débil de Misha. Concillaba el sueño enseguida, en el mismo instante en que su cabeza tocaba la almohada, y despertaba exactamente al cabo de seis horas, descansado y rebosando energía. Pero si a esas seis horas que su organismo reclamaba alguien o algo les restaba un ratito, por pequeño que fuese, Misha se sentía enfermo y roto.
Nastia siempre decía que ella y Misha estaban organizados a partir de dos esquemas radicalmente opuestos. Para Misha lo importante era conseguir sus seis horas de sueño legítimas, le daba absolutamente igual si era desde las diez de la noche hasta las cuatro de la madrugada, o desde las cuatro de la madrugada hasta las diez de la mañana. Para Nastia, en cambio, lo que contaba era que en el momento de su despertar hubiese luz fuera, en la calle, y era incapaz de sentirse bien si tenía que levantarse a las cinco de la mañana, incluso si la habían dejado dormir nada menos que diez horas.
Esforzándose por no hacer caso del dolor de cabeza y del cansancio, Misha derrochó sonrisas y diplomacia, conversó con la empleada del Departamento de Préstamos del banco Natalia Tovkach y no sólo consiguió vencer su aprensión causada por el trabajo de la limpieza bruscamente interrumpido sino que la dejó poco menos que enamorada. Le prodigó piropos pronunciados en voz baja, acompañó unos suspiros leves de miradas enigmáticas y cargadas de significados, y en general fingió que la propia Tovkach le interesaba muchísimo más que el pobre finado, ese tal Galaktiónov.
Sin embargo, en cuanto Dotsenko salió de su piso, la sonrisa se borró de su rostro al instante. Lo que empezaba a vislumbrar tras escuchar el relato de la testigo no le hacía ni pizca de gracia.
Llamó a Nastia desde la primera cabina telefónica que encontró en su camino.
– Anastasia Pávlovna, me temo que tendré que molestarla.
– ¿Qué sucede? ¿Ha ido a ver a Tovkach?
– Sí, y ahora tengo que ir al centro médico americano. Definitivamente, aquí hay gato encerrado.
– ¿Me necesita de intérprete? -adivinó Nastia.
– Bueno, si no es pedir demasiado -dijo Misha sonriendo blandamente.
Llegaron al Centro de Diagnósticos cuando ya estaban a punto de cerrar. Les llevaron a ver al administrador sin pérdida de tiempo, y luego se dirigieron al Departamento de Información y Control, donde obtuvieron el listado de todas las consultas médicas que se habían efectuado en el Centro de Diagnósticos a hijos de los empleados del banco Exim, y al final pudieron ver a los médicos que habían atendido a los niños que había llevado allí Galaktiónov.
– Yo advertí a los padres enseguida de que no había esperanza de que el niño se recuperase -declaró el primero de los médicos entrevistados sin apartar la mirada del monitor donde aparecían todos los datos del niño examinado al que se había diagnosticado leucemia-. ¿Qué otros niños le interesan?
– Éstos -respondió Nastia tendiéndole una lista que incluía siete nombres.
El Departamento de Información y Control le había proporcionado esta lista de los hijos de los empleados del banco Exim.
– Todos pertenecen a casos de enfermedades de la sangre, doctor Farrell.
– Desgraciadamente, ninguno de esos niños tenía la menor posibilidad de recuperación -anunció Farrell encogiéndose de hombros-. Y en cada caso así se lo dije a los padres.
– ¿Recuerda si venían acompañados siempre por el mismo intérprete?
– Sí, me acuerdo bien porque aquel hombre no tenía aspecto de intérprete. Se llamaba Alexandr, ¿no es así?
– Sí. ¿Por qué dice que el hombre no tenía aspecto de intérprete?
– ¿Sabe?, los intérpretes suelen comportarse con indiferencia. Los problemas de la gente a la que ayudan con su traducción no les importan. En cambio, Alexandr daba la impresión de estar interesado en la suerte de cada niño. No sé cómo se lo explicaría… Llevaba al niño de la mano, le acariciaba el pelo, mantenía una actitud protectora o algo así. También con los padres se mostraba muy atento y solícito, incluso diría que los mimaba especialmente. Piense cómo es esto, escuchar el veredicto que te dice que para tu hijo no hay esperanza, que no se pondrá bien nunca sino que lo más probable es que muera en un futuro casi inmediato. Pero Alexandr sabía encontrar las palabras justas, que animaban a los padres a recibir la terrible noticia con valentía y fortaleza. Por supuesto, algunos lloraban, pero cuando Alexandr estaba delante nunca se producían ni ataques de histeria ni desmayos.
– Gracias, doctor Farrell -dijo Nastia.
Con una nueva lista de los hijos de los empleados del banco Exim en ristre, fueron a ver al médico siguiente, al doctor Totenheim, oncólogo. Nastia tenía en el bolso dos listas más, cuyas cabeceras contenían, respectivamente, los nombres del «doctor Robinson, enfermedades del cerebro» y del «doctor Linnes, enfermedades de la columna vertebral».
No escucharon nada nuevo. Todos los hijos de los empleados del banco Exim habían llegado acompañados por un tal Alexandr, un hombre sumamente atento y amable, y todos esos niños padecían enfermedades incurables. En algunos casos se advertía a los padres de que sin intervención quirúrgica al niño le quedaban uno o dos años de vida; una operación realizada con éxito le regalaría, cuando no una existencia completamente normal, sí una vida larga, aunque todo parecía indicar que el niño, con toda seguridad, no soportaría esa operación. En otros casos se les dijo con franqueza que el pequeño se estaba muriendo y que únicamente un milagro podría salvarle. Y en otros casos más se les anunció que sí había una probabilidad, no muy grande, pero la había. Esos casos habían sido pocos, sólo tres de los veintinueve. Pero, a pesar de todo, los hubo.
– Veo que hay algo que no le gusta -observó uno de los médicos, el doctor Robinson-. Su expresión la delata.
– ¿Sabe?, en nuestro país no se suele hablar con el paciente del pronóstico, sobre todo cuando se trata de decirle que ese pronóstico es negativo. Nuestros médicos tratan a sus pacientes con más… tal vez con más compasión. El enfermo no debe perder la esperanza, si no…
– El enfermo debe conocer la verdad sobre sí mismo y sobre su vida -la interrumpió con brusquedad Robinson, hombre de piel oscura, baja estatura, facciones cinceladas y pelo espeso y lacio-. Si no, sumergirá a sus allegados en un abismo de desbarajustes económicos y legales. Le ruego que me disculpe la franqueza, miss, pero en su poco civilizado país la gente no ha empezado todavía a entender esta clase de razonamientos. Cuando cada uno de ustedes tenga al menos una cosita pequeñita en propiedad y, en consecuencia, asuma ciertos derechos y obligaciones, y se vea obligado a pensar en herederos y sucesores, cuando se implante aquí un sistema de seguros amplio y complicado, entonces nos comprenderán. Pero no antes. ¿Puedo ayudarla en alguna cosa más?
Tras abandonar el Centro de Diagnósticos, Nastia y Dotsenko fueron a toda prisa a la Fundación de Ayuda a la Infancia creada por Alemania para los niños que necesitaban algún tratamiento médico. Para ser admitido en la fundación, el niño debía ser examinado por los especialistas del Centro de Diagnósticos. A los padres, esa revisión médica les salía gratis, ya que era el banco intermediario el que mandaba a los niños al centro y el que corría con todos los gastos. Luego, tras obtener el dictamen de los médicos del centro, los padres acudían a la fundación. Allí, los documentos presentados eran estudiados y se seleccionaba entre los niños a los que serían enviados a las mejores clínicas de Occidente. La fundación asumía parte de los costes del tratamiento aunque su función principal consistía en conceder al enfermo la posibilidad de desplazarse al extranjero e ingresar en una clínica que contase con especialistas necesarios. La fundación determinaba también el importe que los padres del niño enfermo debían abonar en concepto de tratamiento. Pero si el niño moría durante su estancia en la clínica, a los padres se les reembolsaba casi íntegramente el pago previamente satisfecho.
Lo que les contaron en la fundación les angustió más todavía. De los veintinueve padres que Alexandr Galaktiónov llevó al Centro de Diagnósticos, veintiséis presentaron sus solicitudes a la fundación. Cuatro de éstas fueron denegadas, los otros veintidós niños fueron enviados a centros médicos extranjeros. Fallecieron todos. Los padres de tres pequeños nunca acudieron a la fundación. Los niños en cuestión eran justamente aquellos que tenían una probabilidad, aunque mínima, de recuperación.
– Ya es suficiente, Misha, no lo aguanto más-declaró Nastia con un suspiro cuando salieron del lujoso edificio que albergaba la fundación alemana-. Tengo la sensación de que me han tirado a una cloaca. Ahora sólo nos falta ir a ver a las veintidós familias que perdieron a sus hijos, y preguntarles si han cobrado el dinero que la fundación devolvió. Estoy segura de que no han cobrado nada. Firmaron papeles mirándolos sin ver, con los ojos cegados por el dolor, y eso fue todo. No hablan ni leen ni alemán ni inglés. De todos los padres que acudían al banco intermediario para solicitar ayuda, ese cabrón escogía sólo a aquellos cuyos hijos padecían enfermedades especialmente graves, y probablemente terminales, que no sabían idiomas extranjeros y precisaban los servicios de un intérprete. El médico les dice que el niño no vivirá, y ¿qué les cuenta Galaktiónov a los padres? Aprovechando su ignorancia general y su desconocimiento del idioma, les calienta la cabeza con enorme agilidad. Por eso a los médicos les sorprendía tanto que sus trágicos veredictos nunca provocasen ni llantos ni crisis nerviosas a los padres. Pero lo más repugnante de todo es que abusaba de la confianza de un padre o una madre cuyo hijo se estaba muriendo y que tanto deseaba que le dieran al menos alguna esperanza. La esperanza de un milagro. En esta situación, la gente tiende a abandonar la actitud crítica y a creerse a pies juntillas cualquier disparate, sólo porque quieren creérselo con locura. Y ese sinvergüenza se aprovechaba de su estado de ánimo. Cuando un niño moría, el banco recibía de la fundación la transferencia del dinero que se devolvía a los padres. Galaktiónov les llevaba papeles, les señalaba con el dedo dónde tenían que firmar y pronunciaba unas palabras de condolencia. Los padres ni se enteraban de lo que estaban firmando, se marchaban y Galaktiónov se metía el dinero en su propio bolsillo. ¡Bazofia humana!
– ¿Y aquellos tres? -añadió Misha huraño, cogiendo a Nastia del brazo porque, absorta en su ira, ni se daba cuenta de que se metía en todos los charcos profundos, en los que el agua negra se mezclaba con la nieve sucia y húmeda-. ¿Qué les debió de decir? ¿Que no se podía enviar a sus hijos a curarse? ¿Por qué no fueron a presentar sus solicitudes a la fundación?
– Podríamos, por supuesto, preguntárselo a ellos, pero ya está claro que les contó alguna milonga. Les debió de contar que clínicas como la que necesitaban no existían o que las enfermedades de esa clase no tenían cura, o que su caso particular no cumplía con algún requisito. ¿Para qué iba a enviarlos al extranjero si había posibilidad de que el niño se curase? En este caso no se embolsaría la pasta.
– Pero si no perdía nada -objetó Misha-. No era él quien les pagaba el tratamiento. Podría haberlos mandado a la clínica, ¿qué le importaba?
– Nada. Esto es lo más asqueroso de todo. Probablemente, creía que las fundaciones benéficas existían con el único fin de engordarles las carteras a todos los espabilados Galaktiónov de este mundo, y no para ayudar a la gente y hacer bien. Ni se le pasó por la cabeza pensar que, ya que el banco había pagado de todos modos la consulta con el especialista para el niño que tenía una posibilidad de recuperación, ¿por qué no dejar que la fundación hiciese el resto? La fundación era para él un medio para desplumar a los desgraciados padres. ¿Se acuerda de cómo lo dijo la mujer de Galaktiónov, cuando vendió una vieja cerradura metida en la caja de cámara fotográfica?
– ¿«Me habría perdido todo el respeto a mí mismo»?
– Exactamente. Ya lo ve, Míshenka, ahora tengo la absoluta certeza de que, si el sumario de Dima Krasnikov, en efecto, fue a parar a las manos de Galaktiónov, Líkov está diciendo la verdad. Un sujeto de su calaña es muy capaz de anunciar a los cuatro vientos un secreto ajeno, de echárselo a un pedigüeño como si fuera un hueso de la mesa del gran señor, con tal de no apoquinar.
Misha tuvo el detalle de guiarla por la calle dando rodeos alrededor de los charcos grandes.
– ¿Va a su casa? -preguntó cuando se acercaron a la parada de autobús, y bizqueó los ojos intentando distinguir los números de las líneas apenas visibles en las tinieblas nocturnas.
– No, todavía debo pasar por el despacho. Esta mañana he salido corriendo en cuanto me ha llamado, y he dejado todos los papeles encima de la mesa, entre otros, los que tengo que llevarme a casa. ¿Y usted?
– Yo también voy para allá. Creo que éste nos sirve -dijo señalando con la cabeza el moderno Icarus que se acercaba a la parada repleto de gente-. Adelante, Anastasia Pávlovna, nos dejará junto al metro.
– ¡Pero qué dice, Míshenka! -exclamó Nastia espantada al ver una muchedumbre de pasajeros en su interior y otra, casi igual de nutrida, de personas que se disponían a atacar el autobús desde la calle-. Esto sería mi muerte. No puedo estar entre empujones en un ambiente donde no se puede respirar, me dará un soponcio. Vamos andando, andando, sólo andando.
– Pero queda lejos -le advirtió con toda honradez Misha, conocedor como era de las leyendas que corrían por el departamento sobre la increíble pereza de Anastasia Kaménskaya-. Andando tardaremos unos veinte minutos.
– Da igual -declaró Nastia y movió la cabeza para recalcar su decisión-. Siempre será mejor que desmayarme y tener que oler amoníaco para volver a la vida.
Se encaminaron despacio por la calle oscura e inhóspita. La impresión que les había causado la profunda amoralidad de Alexandr Galaktiónov resultaba tan impactante que, por algún motivo, a los dos les partía el corazón no ya mencionarla sino tan sólo pensar en ella. La acera era ancha, Nastia avanzaba casi sin mirar al suelo y no sospechaba que, en realidad, a partir de ese día, estaba caminando sobre una tabla estrechísima, a ambos lados de la cual acechaba… la muerte.
Al llegar a casa, lo primero que hizo Nastia fue meterse bajo la ducha caliente. Le parecía que la suciedad del alma de Galaktiónov, fallecido hacía ya algún tiempo, se le había metido en los poros de la piel. Obedeciendo al puro instinto, se lavó con ahínco, como si quisiera arrancársela.
Después de ducharse se sintió algo mejor. El dolor de la espalda se había atenuado, y habían desaparecido los desagradables escalofríos, esos compañeros suyos casi permanentes por culpa de la mala circulación. Nastia se preparó un café bien cargado, abrió una lata de conservas y cortó una rebanada de pan, pero de repente, al notar el olor de las conservas, guardó la lata en la nevera. No tenía apetito. En vez de comer, se metió entre pecho y espalda dos vasos llenos hasta los bordes de zumo de naranja helado que sacó de la nevera.
A pesar del café caliente, volvía a tener escalofríos. Se metió en la cama, se cubrió con dos mantas, enchufó el vídeo, introdujo la cinta de su concierto favorito que los tres grandes tenores -José Carreras, Plácido Domingo y Luciano Pavarotti- dieron en el Campeonato del Mundo de fútbol.
Nastia se dejó llevar con deleite por la brillante maestría de los cantantes, que en el campo, con O sole mio, estaban representando un auténtico espectáculo futbolístico, en el que intervenían un respetabilísimo y muy serio delantero centro, un risueño medio centro y un divertido e inquieto alevín que parecía corretear al lado del formidable veterano quejándose: «¡Deja ya de chupar pelota! ¡Pásamela a mí!». Había que poseer unas dotes cómicas extraordinarias para representar esas pasiones futboleras mientras interpretaban la popular canción napolitana. Y a modo de conclusión, por supuesto, sonó el Aria de Calaf, el gran Pavarotti nunca abandona el escenario de ningún concierto sin interpretarla. El público, sencillamente, no le deja. Nastia estaba dispuesta a ver una y otra vez, mil veces, cien mil veces, su cara ensimismada, que al final del aria iluminaba una sonrisa triunfal, y escuchar su espléndida voz que proclamaba: «Vxncerol Vincero!». En ese momento, ningún espectador dudaba de que ese sesentón rollizo y sudoroso, de poblada barba negra, dentadura de blancura deslumbrante e inevitable pañuelo en la mano, en efecto iba a derrotar al enemigo una vez se ponía al mando del ejército, tal como juraba el príncipe Calaf…
La ley de la vileza universal ordenaba que justamente en ese momento debía sonar el teléfono. Y, faltaría más, sonó.
– ¿Qué hay de tu vida, niña? -dijo la voz de Leonid Petróvich.
– Sin novedad.
– ¿Sigues pensando en casarte? ¿No has cambiado de idea?
– De momento, parece que no -bromeó Nastia sin ganas.
– Oye, ¿qué tienes allí? -preguntó el padrastro poniéndose en guardia al reconocer en el auricular la voz del famoso cantante-. ¿Es Pavarotti? ¿En qué canal lo dan? Espera, voy a poner la tele.
– Es el vídeo.
– ¿Desde cuándo tienes tú vídeo?
En la voz del padrastro resonó de repente la suspicacia. No se cansaba de repetirle a Nastia lo de «la doncella que honra pierde más feliz estará muerta». Un funcionario de policía no podía tener más que su nómina y las retribuciones por su actividad creativa y docente. Ni un céntimo debía provenir de otras fuentes. Aprobaba que Nastia aprovechase las vacaciones para ganar un dinerillo extra haciendo traducciones del inglés o francés para las editoriales, pero también estaba enterado de cómo y en qué gastaba sus ingresos, tanto los mensuales como los extraordinarios. De aquí que sabía muy bien que no se había comprado un vídeo y que no podía comprárselo a menos que pidiese un préstamo. Cosa que no sería propia de Nastia…
– Papá, no te preocupes, tengo el vídeo desde el mes de octubre. No es mío, es decir, no del todo…
– Anastasia, ¿de qué me estás hablando? ¿Es que ahora tenemos secretos?
– Papá, escucha…
De golpe sintió que las lágrimas, por traición, le asomaban a los ojos y que un calambre asqueroso -el anuncio de un inminente llanto- le inmovilizaba los labios. No podía ponerse a contarle la historia de Bokr [7], pues se echaría a llorar enseguida. Aquel hombrecillo pequeño y divertido, el presidiario lingüista e intelectual, cumplidor, imaginativo, dueño de su palabra, poseía todas las cualidades que se esperaban de un hombre de verdad. Ecuánime, reservado, dotado de tacto y comedimiento. Absurdo y a veces conmovedor, que reía con una risa estridente y alocada. Le trajo ese vídeo para que pudiera ver las cintas que filmaba obedeciendo sus órdenes cuando Nastia se ocupaba de una investigación extraoficial. Se lo trajo pero luego no se lo llevó porque le mataron. Murió en un hospital, delante de Nastia. Tal vez, algún día aprendería a hablar de él con calma, sin sucumbir a la histeria. Tal vez algún día…
– Te lo contaré luego. Eso es todo, papá, me estoy cayendo de sueño. Un beso -dijo en un tono relativamente normal para que Leonid Petróvich no se percatara de nada.
Colocó con suavidad el auricular sobre la horquilla, apagó deprisa el televisor y la luz, se derrumbó encima de la cama, hundió la cara en la almohada y dio rienda suelta a los sollozos.
Bajó de la cama moviéndose con cuidado para no despertar a la mujer y se deslizó hacia el pasillo de puntillas. Cerró tras de sí la puerta del dormitorio, respiró hondo, en el cuarto de baño descolgó del gancho el albornoz de listas oscuras y entró en la habitación que hasta hacía poco había sido de su hija y que, ahora que se había casado y vivía con la familia del marido, se había convertido en su estudio.
Lo había decorado con amor y sentido común. Compró las estanterías y luego las colgó personalmente en las paredes, recorrió tiendas de muebles hasta encontrar un escritorio a su gusto, grande y con una fila de cajones a cada lado, donde pudiera colocar ordenadamente todos los papeles y documentos sin confundir ni perder nada. La luz del día no le agradaba, por lo que hizo instalar en el estudio unas tupidas cortinas oscuras que siempre permanecían corridas y no dejaban pasar casi nada de luz, con lo que el cuarto se mantenía en una reconfortante penumbra.
También había sido él mismo quien perforó la pared que había junto al escritorio para instalar allí una pequeña caja fuerte. No guardaba en ella nada especial, para los documentos secretos utilizaba la de su despacho, pero quería crear la sensación de retraimiento, de aislamiento del mundo exterior, de sus familiares, la seguridad de que si le apetecía ocultarles algo, podría hacerlo. Lo que más odiaba era estar a la vista, cuando todo el mundo lo sabía todo de él. Esto no se aplicaba únicamente a los extraños sino, en la misma medida, a su mujer. La idea de que alguien supiese demasiadas cosas de él le resultaba insoportable, no porque tuviese algo que ocultar sino porque le producía el mismo efecto que si se encontrase desnudo en medio de la gente perfectamente vestida. Desde la edad más tierna defendía su derecho a poseer un secreto propio, puesto que en la barraca, donde vivían apiñados, sin caber ni de pie, se imponía la condición de indiscreción forzosa. Si a uno le daba diarrea, todos los demás se enteraban enseguida porque para ir al retrete, situado en el patio, se tenía que pasar debajo de todas las ventanas. En aquella barraca no se podía ocultar nada, ni una sola palabra, ni un solo gesto, por insignificante que fuera. Su infancia le había llenado de odio hacia la gente y había forjado su talante patológicamente retraído.
Ese estudio acabó por convertirse en su verdadera casa, en su refugio, en el único lugar donde encontraba al menos un simulacro de paz.
Encendió la lámpara de sobremesa pero no la luz del techo, marcó el código en el tablero de la portezuela, abrió la caja fuerte, extrajo una abultada carpeta y se sentó a la mesa. Hojeó con movimientos mecánicos, sin leer, las primeras páginas. Aquí estaban. Las fotos.
Las fotografías eran en blanco y negro pero aun así permitían ver con claridad aquello que deseaba ver. El hermoso cuerpo de Yevguéniya Voitóvich mutilado con el enorme cuchillo de cazador, y la sangre, la sangre, la sangre… Incluso muerta, incluso muerta de esa muerte tan espantosa, la mujer conservaba su belleza, y su maravilloso rostro seguía siendo hermoso, perfecto y lleno del misterio que él nunca penetró. «Quiero a mi marido», le había repetido. Tontita. ¿Cuál era la esencia de tu amor? ¿Para qué le querías? ¿Para dejar que, al final de todo, su mano de carnicero te aniquilase y martirizase?
Después de aquellas dos conversaciones por teléfono tardó en recuperar la serenidad. Tenía la impresión de haber rozado algo incomprensible y enigmático, algo que, por más que se esforzara, escapaba a su comprensión. Y entonces, por primera vez en su vida, se asustó de verdad. Tal vez no estaba tan bien como creía. Tal vez su frialdad emocional, que a él le parecía perfectamente normal, era en realidad un horrible defecto, un vicio, una malformación, una insospechada anormalidad. Pero eso significaría que el propio concepto de su yo, que tan minuciosamente había construido, estaba equivocado, que toda su vida había sido un error, que por lo bajo la gente se reía de él y le compadecía como se compadecía a los minusválidos y a los monstruos.
La idea le sorprendió de tan dolorosa que era. Y se puso a erigir en torno a su yo un muro de contención. Yevguéniya Voitóvich era una joven bobita y hueca, que por simplicidad se había creído las palabras leídas en los libros y las imágenes vistas en el cine. El amor no existía, no lo había, lo único que había eran distintas formas de convivencia de personas que por unos motivos u otros se aguantaban mutuamente. Aquí estaba la prueba definitiva de que el amor no existía. Aquí estaba esta prueba, la tenía en la mano, la acercaba a la luz, la estaba mirando, y era real. El amor, en cambio, era un mito.
Volvió la página y releyó con atención las escuetas líneas:
… Las superficies cutáneas… están manchadas de sangre. El cadáver se presenta tibio al tacto. El rigor mortis está poco pronunciado… La temperatura del cuerpo tomada en el recto mediante termómetro químico capilar… Al golpear bruscamente con el mango del martillo de reflejos la zona delantera del hombro derecho no cubierta por la ropa, se observa la tumefacción de los tejidos musculares en el tercio medio… La herida rectilínea vertical navicular de 3,8 cm (juntando los bordes)… Horizontal… de 3,6 cm de largo… Vertical… de 3,9 cm de largo… Horizontal… de 16,4 cm de largo…
Comprendía que no debería tenerlo en casa. No era por eso para lo que había hecho robar el sumario. Necesitaba recuperar la nota que Voitóvich había escrito antes de morir. El juez instructor se había negado a enseñársela, cosa que le infundió malos presentimientos. ¿Qué ponía? ¿Qué habría escrito ese cretino antes de ahorcarse? Era preciso conseguir la nota a cualquier precio, para destruirla o para asegurarse de que su alarma estaba inmotivada. La consiguió, y en efecto, la nota contaba muchas cosas pero los únicos que podrían comprenderlas eran los que ya LO sabían. Y lo sabía poca gente. A todos los demás la nota les parecería un delirio incoherente de un hombre corroído por el arrepentimiento después de haber perpetrado el cruel asesinato. Galaktiónov había hecho el trabajo pulcramente, y además eljuez de instrucción le ayudó sin sospecharlo. Se acobardó y se calló que, infringiendo lo dispuesto por todas las ordenanzas, siempre dejaba abiertos tanto el despacho como la caja fuerte. En vez de cantar la palinodia, al parecer, organizó un pequeño incendio encima de la mesa como excusa para explicar la desaparición de los sumarios. Bien hecho, miedica, pequeño gorrión gris timorato, eres más listo que un listón.
Junto con el sumario obtuvo también todos los materiales del caso. Estos protocolos. Y estas fotos. Las estaba mirando como hechizado. Aquí tenía la prueba de que estaba en lo cierto. De que él era un hombre perfectamente normal, y los demás, unos memos descerebrados, charlatanes de intelecto infra desarrollado. También ella… Ella le dijo que no, la pobre mema creía que se iba a enfadar por eso. Imbécil. Si no le hubiera rechazado, ahora estaría viva. Pues no, tuvo que decirle que si el amor aquí, que si el amor allá, que si quería a su marido. Bobadas.
El frío raciocinio le decía que debía quemar el sumario, tal como había quemado los otros tres, echar las cenizas en el váter y tirar de la cadena. Pero no podía privarse de esa prueba de su normalidad. La necesitaba. Esa prueba le proporcionaba fuerzas y seguridad en sí mismo. La seguridad de que era todo lo normal que el Homo sapiens podía ser. No era un monstruo. Simplemente, los demás eran unos seres primitivos y retrasados.
El director del instituto profesor Aljimenko oyó el teléfono desde el pasillo. Estaba a punto de marcharse al ministerio y en un primer impulso decidió no volver al despacho y no contestar. La secretaria Tánechka, que habitualmente se encontraba en la antesala, se había ido al cuarto de baño para lavar las tazas del té que por las mañanas el director compartía con sus favoritos. El teléfono de la mesa de la secretaria seguía llenando la antesala de estridencias, y sin saber por qué Aljimenko pensó que esa llamada no anunciaba nada bueno. En un acto reflejo, desanduvo lo andado y cogió el auricular.
Le llamaba el comandante Korotkov, aquel policía de Petrovka que se encargaba de restablecer el contenido del sumario quemado.
– Necesitamos hablar un minuto con usted y con algunos de sus compañeros, y firmar los protocolos. ¿Podrían estar todos ustedes en Petrovka a eso de las cinco?
– ¿Es que tenemos que ir todos juntos? -preguntó Aljimenko arrugando la frente-. No estoy seguro de que todos a los que quiere ver estén disponibles a esa hora.
– Es preciso que hagan lo posible para que así sea, Nicolai Nikoláyevich. El sumario contenía un documento que no podemos reconstruir sin la ayuda de todos ustedes juntos. Por eso le pido que vengan usted y el secretario académico del instituto, además, también tenemos que hablar con el jefe del laboratorio donde trabajaba Voitóvich, con su colega Jarlámov y con Guennadi Lysakov. ¿Sabe?, he pensado que si uno de ustedes cinco tiene coche, les será más cómodo venir aquí juntos, pues cabrían en un coche. Podría ofrecerles que viniesen por separado pero, a decir verdad, no dispongo de tanto tiempo. Ya he terminado todo lo que tenía que hacer hoy, me quedan un par de horas libres, y me he apresurado a llamarle.
– De acuerdo, tomo nota -accedió Aljimenko de pronto-. Gúsev, Borozdín, Jarlámov, Lysakov y yo. A las cinco.
– Exactamente -confirmó Korotkov animado-. A las cinco mandaré a alguien a la recepción para que los acompañe hasta mi despacho. No olviden traer sus pasaportes para que les dejen entrar.
Aljimenko echó una mirada al reloj. Estaba llegando tarde al ministerio, no le daba tiempo de buscar a Gúsev y a Borozdín. Abrió un cajón de la mesa de su secretaria con resolución, cogió una hoja de papel y con lápiz rojo, el primero que encontró, escribió con grandes letras: «Gúsev, Borozdín, Lysakov, Jarlámov: a las 16.00, en mi despacho. Dígales que cancelen sus compromisos a partir de esa hora».
Cuando los cinco, al alimón, bajaron del coche y entraron por la puerta de la recepción, ya los estaba esperando una rubia delgada y de cara insignificante. Borozdín la reconoció, había estado en el instituto junto con Korotkov.
– Buenas tardes -le saludó ella con amabilidad-. Los estaba esperando. Denme sus pasaportes, les harán los pases y les acompañaré arriba.
Unos minutos más tarde, subían la escalera en pos de la rubia. Los llevó a un despacho espacioso y confortable, donde había una mesa de trabajo enorme y, a su lado, otra de conferencias. Quien se sentaba presidiendo todo ese esplendor era Korotkov, y las estrellas de comandante de sus charreteras relumbraban alegremente. Se levantó con ligereza, incluso con ímpetu, para saludar a las visitas, les sonrió obsequiosamente, les ofreció asiento y ni siquiera miró a la rubia. Ésta se acomodó en silencio en un rincón, se sentó en un sillón, colocó sobre las rodillas una gran carpeta, al parecer vacía, y se preparó para tomar notas.
– Como, probablemente, ya sabrán ustedes -dijo Korotkov en cuanto los cinco se sentaron-, después de cometer el asesinato de su mujer Yevguéniya, Grigori Voitóvich fue apresado y recluido en una celda de detención preventiva donde se le mantuvo incomunicado. Tres días más tarde salió de prisión gracias a la autorización otorgada por el fiscal. Tanto el juez instructor como el fiscal afirman que su instituto había mandado una carta solicitando que le concedieran a Voitóvich libertad provisional, repito, provisional, con el fin de que pudiera terminar cierto proyecto importante y supersecreto. No les pregunto qué proyecto era aquél, no me concierne y no tiene la menor importancia. Pero para mi asombro, en la secretaría de su instituto no he encontrado ni rastro de la solicitud en cuestión. Por este motivo los he citado aquí, tanto a los representantes de la dirección del instituto como a los compañeros de Voitóvich que le conocían bien, como posibles autores de dicha petición, que tal vez redactaron animados por la pura compasión que les inspiraba aquel hombre. Repito, no voy a discutir ahora si hicieron bien o mal los que se empeñaron en sacar a Voitóvich de la cárcel. Actuaban de acuerdo con lo que creían necesario y no podían prever un desenlace tan desastroso. Me interesa otra cosa. Si del instituto ha salido un papel oficial firmado por un representante de la dirección, en la secretaría debe conservarse una copia. ¿Por qué no la hay?
Sobre la mesa de conferencias flotó un silencio de perplejidad.
– Es la primera vez que lo oigo -dijo al fin el director del instituto Aljimenko-. Precisamente no dejaba de preguntarme cómo pudo ser que un hombre que había cometido un crimen tan atroz saliese en libertad al cabo de tres días. Viacheslav Yegórovich, ¿sabe usted algo por casualidad?
– Nada en absoluto -declaró el secretario académico del instituto Gúsev.
– ¿Y usted, Pável Nikoláyevich? -le preguntó Korotkov a Borozdín, en cuyo laboratorio había trabajado Voitóvich.
– Tampoco. Es la primera vez que oigo hablar de esto -respondió-. A lo mejor, el juez instructor se confunde. Yo nunca firmé ningún papel, esto se lo puedo asegurar.
– ¿Y usted, Guennadi Ivánovich?
– No, no sé nada de esto -respondió Lysakov negando con la cabeza.
– ¿Valeri Iósefovich?
– Ni idea -contestó Jarlámov.
Desde su rinconcito, Nastia estudiaba con enorme atención a los cinco empleados del instituto, de edades comprendidas entre los cuarenta y cinco y cincuenta años, sin señas especiales, sin particularidades del habla. «Qué distintos son -pensaba Nastia-, qué poco se parecen, pero si tuviera que describirlos con palabras, le daría a cada uno la misma definición. Incluso los trajes que llevan son todos grises. El de Aljimenko es un temo oscuro de finas rayas azules, el de Jarlámov es oscuro también pero es un dos piezas y no tiene rayas, el de Gúsev es gris claro… También los peinados son casi idénticos, y los cinco empiezan a perder pelo, unos más, otros menos. Pero la expresión de la cara de cada hombre es diferente. Gúsev parece preocupado. Aljimenko, disgustado. Lysakov mantiene el gesto de frío distanciamiento, como si nada de esto le concerniese.
En el rostro de Borozdín se lee un vivo interés en lo que está ocurriendo. Pero Jarlámov da la impresión de ser presa del pánico. Me gustaría saber qué es lo que le produce tanto pánico. ¿No estará metido en el asunto?»
Sentado ante la larga mesa de conferencias, conservaba toda su calma, tamborileaba con los dedos sobre la superficie pulida y no apartaba la vista del comandante, robusto y risueño. Pero en su interior, el mundo se le estaba viniendo abajo.
«En el sumario no había ninguna solicitud. ¿De dónde ha sacado el comandante Korotkov esa idea? No había ninguna carta. Alguien está mintiendo, alguien quiere confundirnos, y luego a mí me tocará pagar los platos rotos. ¿Galaktiónov? ¿Mangó la carta del sumario? ¿Para qué? No, qué va, es una tontería, el instituto nunca mandó ninguna carta a la Fiscalía, sería imposible que lo hicieran sin mi conocimiento, está totalmente descartado. El propio Korotkov ha dicho que la secretaría no tiene la copia. Entonces, tampoco existió el original. ¿Y qué significa esto? ¿Que eljuez instructor miente? ¿Que soltó a Voitóvich y luego se inventó ese cuento de la carta que quedó destruida en el incendio? Es posible. Pero ¿para qué lo hizo? ¿Para qué puso a Grisa en libertad? ¿Le pagó alguien para que lo hiciera? ¿Quién? ¿Quién puede comprar a un juez de instrucción? ¿No será… Merjánov? Le avisé enseguida, nada más detuvieron a Grisa, de que el trabajo podía quedar parado. Merjánov debió de tocar algunas palancas, tiene enchufes poderosísimos, incluso ahora. O tal vez simplemente sobornó al juez instructor y al fiscal, les dio un pastón, más dinero del que podían soñar, tanto que nadie se habría atrevido a rechazarlo si quería conservar la vida. De aquí ese cuento chino de la carta. Pero si eso es cierto, si a Grisa le soltaron por la intercesión de Merjánov, ¿por qué narices ese puñetero aguilucho montañés no me ha dicho ni palabra? ¿No quería rebajarse a informarme? ¿Qué soy yo para él? Un peón, un chico para todo, un artesano y, encima, un infiel. Bueno, pase, lo aguantaré, puedo tragármelo todo por vivir como quiero vivir. Los desmanes de un necio no molestan ni ofenden. Sólo un acto de un adversario digno puede convertirse en injuria.»
– Tal vez uno de ustedes utilizó unos canales personales para dirigirse al ministerio y ayudar a Voitóvich. Tal vez uno de ustedes tiene amistades en la Fiscalía General y les pidió un favor. O tal vez las tiene en el Ministerio del Interior -continuaba haciendo preguntas indirectas Korotkov.
A cada una de las preguntas recibía cinco respuestas idénticas: «No, no tengo, no sé de qué me habla».
– Entiéndanme bien -proseguía intentando convencerlos-, no entra en mis atribuciones probar que a Voitóvich se le puso en libertad de manera ilegítima, a mí esto me da absolutamente igual. Se me ha encargado reconstruir los materiales del sumario quemado, y la legalidad o la legitimidad de esos materiales no me preocupan lo más mínimo. Pero si a Voitóvich le pusieron en libertad, lo hicieron basándose en algo. Por favor, traten de recordar, tal vez hablaron de la detención de Voitóvich con algún mando superior o con algún funcionario de la policía…
La puerta del despacho se abrió, en el umbral apareció un jovencito desgarbado embutido en un uniforme mal ajustado a su cuerpo gordezuelo.
– Disculpe -dijo en un tono curiosamente hogareño-. Hay una llamada para Kaménskaya.
– Que la pasen aquí -ordenó Korotkov lacónicamente fulminando al incongruente policía con la mirada.
Un minuto más tarde sonó el teléfono de la mesa de trabajo. El comandante descolgó y pasó el auricular a la rubia que había estado sentada en su rinconcito sin despegar los labios y que ahora se le acercó corriendo.
– ¿Diga? Sí, Nadiusa. Ahora mismo, un segundo…
Tapó el micrófono con una mano y se dirigió al comandante:
– Yuri Víctorovich, ¿cuándo podré marcharme?
– Ya estamos terminando. Dentro de unos quince minutos, creo -contestó Korotkov.
– Nadiusa, ¿puedes recogerme dentro de veinte minutos? No, no te preocupes, no hace falta que compres nada, conozco un sitio, nos coge justo de camino, allí lo venden a mitad de precio. Vale. Dentro de veinte minutos, pues. De acuerdo.
Veinte minutos más tarde abandonaron el edificio de la DGI en compañía de la rubia Kaménskaya. Justo delante de la puerta vieron aparcado un coche de un suave color celeste y, a su lado, apoyada con negligencia en el capó y con un fastuoso ramo de rosas en las manos, se apostaba una estupenda y despampanante morena ataviada con un abrigo de piel de diseño que le llegaba hasta los talones y que llevaba desabrochado dejando ver un exiguo vestido de seda y unas piernas impresionantes. Sonrió provocadoramente mientras sus ojos recorrían lentamente a los cinco hombres, luego su mirada se posó en su amiga y agitó la mano saludándola. Las puertas del coche se cerraron. Las dos jóvenes se marcharon.
– ¿Qué me dice? -preguntó Nastia con una tímida esperanza en cuanto el coche hubo dejado atrás el edificio de la DGI.
– Nada -suspiró Sitova cambiando de marcha-. Tampoco esta vez le he reconocido. Su compañero Dotsenko tenía tanta confianza en que podría reconocerle si le veía «de cuerpo presente», por alguna inclinación de la cabeza, por una mirada, por un gesto, en una palabra, por alguno de esos detalles que una fotografía raras veces capta. ¿Sabe?, su
Misha es tan simpático. Me gustaría tanto poder ayudarle y me sabe tan mal decepcionarle. Casi le mentiría, casi le diría que he reconocido al hombre -dijo riéndose.
– Dios nos libre -exclamó Nastia agitando las manos-. No se le ocurra. Le estamos muy agradecidos, Nadezhda Andréyevna. Perdone si la hemos molestado. Déjeme junto a alguna boca de metro.
También los cinco hombres se metieron en un coche. En el Volga de color beige que pertenecía a Viacheslav Yegórovich Gúsev.
– Qué cosa más rara, lo de esa carta -dijo Borozdín colocando sobre las rodillas su voluminoso maletín.
– Y que lo diga, Pável Nikoláyevich -le secundó Gúsev-. Pero, en realidad, nos han metido el dedo en el ojo. A ninguno de nosotros ni se le había pasado por la cabeza hacer algo por Voitóvich, intentar ayudarle de alguna forma. Nos apresuramos a ponerle el sambenito de asesino y le olvidamos, como si fuera un extraño y no un compañero que trabajó con nosotros más de diez años.
Pero la conversación pronto se desvió de Voitóvich para centrarse en los asuntos de trabajo.
– El 1 de marzo tendremos un consejo complicado. Se presentan dos doctorados, uno de los dos es muy cuestionable…
– Nunca más les mandaré trabajos a la sucursal de Kémerovo. Tienen cada papelito durante meses, como si pensaran vivir eternamente. No hay forma de que te envíen algo a tiempo…
– Lozovsky se ha vuelto completamente insoportable. Le invitan al consejo para hacer de oponente, y lo que hace es subirse a la tribuna y ponerse a contar batallitas. Está haciendo el ridículo…
– El tercer laboratorio se ha desmandado por completo.
Redactan los informes finales como si fueran los parciales, escriben cinco páginas y se quedan tan anchos; encima, de esas cinco páginas la primera es la portada y la segunda, la lista de los realizadores. Ya me dirán qué clase de informe es éste, tres páginas para hacer el balance de un trabajo de tres años. Y en cuanto a los informes parciales, ya ni siquiera se preocupan de escribirlos, se limitan a presentar una notita de dos párrafos. No sé qué piensan en el Departamento de Coordinación y Planificación, que les dicen amén a todo.
– Y qué otra cosa van a decirles si los dos jefes viven en la misma escalera y llevan a sus hijos al mismo colegio. Espera, ya verás como pronto ni notas escriben…
Participaba en la conversación mecánicamente, mientras hurgaba en la memoria repasando febrilmente todos los detalles del encuentro con Sitova. ¿Era posible que fuese amiga de aquella rubia, Kaménskaya? El mundo era un pañuelo. ¿Le había reconocido? ¿O no? ¿Le había reconocido o no? Se había quedado parada mirando a los hombres con esa sonrisa de putón verbenero, inspeccionó a cada uno de ellos como si les estuviera tomando medidas para saber a cuál llevarse a la cama. Creía recordar que a él le había escudriñado con más interés que a los demás. No, se lo habría parecido. ¿O a pesar de los pesares le había reconocido?
Pero lo había hecho todo bien, supo dominarse, no le tembló ni un músculo, no apartó la vista. Todos los tíos se habían quedado lelos mirándole las piernas, y él tampoco se quedó corto. Uno debía comerse con los ojos a ese cromo detonante, hacer otra cosa no sería propio de un hombre y, por consiguiente, habría resultado sospechoso. Se la comió con los ojos. No dejó de mirar ni por un momento a sus piernas, lo mismo que los demás, e incluso se esforzó por sonreír con admiración.
No, no creía que le hubiera reconocido…
<a l:href="#_ftnref7">[7]</a>Personaje de Asesino a su pesar. Círculo de Lectores, 2001. (N. de la T.)