174567.fb2 Motivo de ruptura - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

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Capítulo 9

– Tengo que confesarte algo -dijo Jessica.

Al salir del garaje Kinney, el aire relativamente fresco de la calzada de la Calle 52 disipó el olor a humo y orina. Giraron por la Quinta Avenida. La cola de los pasaportes llegaba hasta la estatua de Atlas. Un negro de rastas muy largas no paraba de estornudar haciendo bailar su pelo como si fuera un grupo de serpientes. La mujer que tenía detrás emitió un chasquido evidentemente fastidiada. La mayoría de la gente que había allí esperando quedaba encarada a la iglesia de St. Patrick que había al otro lado de la calle como si estuvieran pidiendo una intervención divina con rostros angustiados.

– Te escucho -dijo Myron.

Siguieron caminando. Jessica no miraba a Myron, sino que mantenía la mirada fija hacia delante.

– Últimamente no nos llevábamos muy bien. De hecho, Kathy y yo apenas nos hablábamos.

– ¿Desde cuándo? -preguntó Myron muy sorprendido.

– Durante los últimos tres años más o menos.

– ¿Qué es lo que pasó?

– No lo sé muy bien -respondió Jessica negando con la cabeza pero todavía sin mirar a Myron-. Cambió. O quizá se hizo mayor y yo no supe entenderlo. Sólo sé que nos fuimos distanciando. Y cuando nos veíamos era como si no pudiera soportar estar en la misma habitación que yo.

– Me apena oír eso.

– Sí, bueno, tampoco era para tanto. Kathy me llamó la noche que desapareció. La primera vez en no sé cuánto tiempo.

– ¿Y qué quería?

– No lo sé. Yo estaba a punto de salir de casa y tenía tanta prisa que le colgué.

Los dos se quedaron callados el resto del camino hasta llegar al despacho de Myron.

En cuanto salieron del ascensor, Esperanza le entregó a Myron una hoja de papel y le dijo:

– Win quiere hablar contigo cuanto antes.

Esperanza se quedó mirando a Jessica como un linebacker a punto de lanzarse contra un quarterback cojo durante un blitz por el lado ciego.

– ¿Ha llamado Otto Burke o Larry Hanson? -le preguntó Myron.

– No -dijo Esperanza volviendo a mirar a Myron-. Win quiere verte cuanto antes.

– Ya te he oído. Dile que iré dentro de cinco minutos.

Entraron en el despacho de Myron, éste cerró la puerta y leyó por encima la hoja de papel. Jessica se sentó delante de él y cruzó las piernas de una manera como pocas mujeres sabían hacerlo, convirtiendo algo normal en un instante de intriga sexual. Myron intentó no quedarse mirando ni recordar el tacto cautivador de aquellas piernas bajo las sábanas, pero fracasó en ambos propósitos.

– ¿Qué pone? -preguntó ella.

– Nuestro amigo delgado de Kenmore Street en Glen Rock se llama Gary Grady -dijo rápidamente Myron tras volver en sí.

– Ese nombre me suena -dijo Jessica entrecerrando los ojos como tratando de recordar-, pero no sé muy bien de qué.

– Lleva casado siete años con su mujer, Allison. Sin hijos. Tiene una hipoteca de ciento diez mil dólares y cumple con las cuotas. De momento nada más. Dentro de poco sabremos más cosas -dijo, y dejó el papel sobre la mesa-. Tenemos que empezar a atacarle por varios frentes distintos.

– ¿Cómo?

– Debemos volver a centrarnos en la noche en que desapareció tu hermana. Empezar desde ahí e ir siguiendo poco a poco. Hay que investigar de nuevo todo el caso. Y lo mismo con el asesinato de tu padre. No digo que la policía no hiciera bien su trabajo, seguramente sí, pero ahora sabemos cosas que ellos no sabían entonces.

– La revista -dijo Jessica.

– Exacto.

– ¿Qué puedo hacer para ayudar? -preguntó Jessica.

– Empieza por descubrir todo lo que puedas sobre qué hacía cuando desapareció. Habla con sus amigas, compañeras de habitación, encargadas de la residencia de estudiantes femenina, animadoras de su equipo, con quien sea…

– De acuerdo.

– Y consigue también su expediente académico. A ver si hay algo ahí. Quiero saber a qué clases asistía, en qué actividades participaba, todo.

– El Premio Gordo, por la línea dos -dijo Esperanza sacando la cabeza por detrás de la puerta.

Myron miró el reloj. A aquella hora, Christian ya debía estar en el entrenamiento. Descolgó el teléfono y preguntó:

– ¿Christian?

– Señor Bolitar, no entiendo lo que está pasando.

Myron apenas podía oírlo. Sonaba como si estuviera en un túnel de viento.

– ¿Dónde estás?

– En una cabina telefónica delante del estadio de los Titans.

– ¿Qué es lo que pasa?

– Pues que no me dejan entrar.

Jessica se quedó en el despacho para hacer unas llamadas y Myron salió a toda prisa. Cogió la Calle 57 para llegar a la autopista del West Side y vio que, extrañamente, casi no había tráfico. Telefoneó a Otto Burke y a Larry Hanson desde el coche, pero los dos habían salido de su oficina. A Myron no le sorprendió.

Luego marcó un número de Washington de los que no aparecían en el listín telefónico. Muy poca gente conocía aquel número.

– ¿Sí, diga? -dijo educadamente la voz al otro extremo de la línea telefónica.

– Hola, P. T.

– Ah, joder, Myron, ¿qué leches quieres?

– Necesito que me hagas un favor.

– Perfecto. Justo acababa de decirle a alguien: «Mira, ojalá me llamara Bolitar para poderle hacer un favor. Porque la verdad es que hay pocas cosas en el mundo que me hagan más ilusión».

P. T. trabajaba para el FBI. Los jefes del FBI van y vienen, pero P. T. siempre estaba ahí. Los medios de comunicación no sabían que existía, pero todos los presidentes desde Nixon habían tenido su número apuntado en la tecla de llamada rápida del teléfono.

– El caso Kathy Culver -dijo Myron-. ¿Quién es la persona más indicada para hablar del tema?

– El poli local -contestó P. T. sin dudarlo un instante-. Es un sheriff electo o algo así. Un gran tipo, es buen amigo mío, aunque ahora mismo no me acuerdo de cómo se llama.

– ¿Podrías concertarme una cita con él? -preguntó Myron.

– ¿Por qué no? Cumplir tus deseos es lo que le da sentido a mi vida.

– Te debo una.

– Ya me debías una de antes. Una que no me podrás pagar nunca. Te llamaré cuando tenga algo.

Myron colgó el teléfono. La calle seguía despejada de tráfico, lo cual no dejaba de sorprenderle. Minutos más tarde cruzó el puente George Washington y llegó al circuito de las Meadowlands en un tiempo récord.

El complejo de las Meadowlands Sports Authority había sido construido sobre terreno pantanoso e inservible junto a la autopista de Nueva Jersey en un lugar llamado East Rutherford. Allí se alzaban, de oeste a este, el hipódromo de Meadowlands, el Titans Stadium y el Brendan Byrne Arena, llamado así por el ex gobernador, a quien la gente le tenía el mismo cariño que a una espinilla el día del baile de fin de curso. Cuando se supo el nombre se produjo un alud de protestas equivalente a la Revolución francesa, pero no sirvió de nada. Una simple revolución casi nunca puede hacer nada contra el ego de un político.

– Cristo bendito…

El coche de Christian, o el que supuso que era el coche de Christian, apenas se veía al quedar cubierto bajo una capa de periodistas. Myron ya había esperado encontrarse algo así, por lo que le había dicho a Christian que cerrara las puertas desde dentro y que no dijera ni una palabra. Huir con el coche no habría servido de nada porque los periodistas se hubieran limitado a seguirle y a Myron no le apetecía participar en una persecución automovilística.

Aparcó cerca del coche de Christian y los periodistas se volvieron hacia él como leones que hubiesen olido un cordero herido.

– ¿Qué está pasando, Myron?

– ¿Cómo es que Christian no está en el entrenamiento?

– ¿Estás tratando de retenerlo o qué?

– ¿Qué pasa con su fichaje, Myron?

Myron no hizo ningún comentario, esquivó el mar de micrófonos, cámaras y cuerpos y se abrió paso entre ellos hasta entrar en el coche sin dejar entrar a nadie de aquella chusma.

– Acelera -dijo Myron.

Christian arrancó el coche y se alejó del lugar obligando a los periodistas a apartarse de su camino a regañadientes.

– Lo siento, señor Bolitar.

– ¿Qué ha pasado?

– El guardia de la entrada no me ha dejado pasar. Ha dicho que tenía órdenes expresas de no dejarme entrar.

– Qué hijo de puta -murmuró Myron.

Otto Burke y sus malditas tácticas. Menuda rata de cloaca. Myron debía haberse esperado algo así de él. ¿Pero no dejarlo pasar? Aquello parecía un poco exagerado, incluso para alguien de la calaña de Otto Burke. A pesar de todas las tonterías, habían estado a punto de firmar. Burke había expresado un gran interés en que Christian entrara en el minicamp lo antes posible para prepararse para la temporada.

Así que ¿por qué no iba a dejar pasar a Christian?

A Myron no le gustaba nada todo aquello.

– ¿Tienes teléfono en el coche? -le preguntó.

– No, señor.

De hecho, daba igual.

– Da la vuelta -dijo Myron-. Aparca en la Puerta C.

– ¿Qué va a hacer?

– Tú ven conmigo.

El guardia intentó detenerlos, pero Myron entró con Christian de un empujón.

– ¡Oiga, que no tiene permiso para entrar! -les gritó después de que pasaran-. ¡Eh, deténganse!

– Dispárenos -dijo Myron sin detenerse.

Entraron en el campo caminando a grandes zancadas. Había jugadores golpeando duramente a los muñecos de placaje. Muy duramente. Ninguno de ellos ahorraba energías. Se trataba de las pruebas de selección y muchos de esos tipos estaban luchando por un lugar en el equipo. La mayoría habían sido superestrellas en el instituto y en la universidad y estaban acostumbrados a gozar de la auténtica grandeza en el terreno de juego. La mayoría no iban a ser aceptados, pero la mayoría no iba a dejar que su sueño terminara allí y repasarían las alineaciones de otros equipos en busca de cualquier hueco, esperando, decayendo, muriendo poco a poco en el proceso.

Aquélla era una profesión de mucho glamour.

Los entrenadores soplaban silbatos. Los running backs practicaban carreras, los kickers chutaban balones a la portería situada al otro lado del campo, los punters efectuaban chutes parabólicos intentando que el balón se mantuviera el máximo tiempo posible en el aire. Varios jugadores se dieron la vuelta y se fijaron en Christian. Se oyeron murmullos, pero Myron hizo caso omiso de ellos. Ya había detectado a su objetivo sentado en la primera fila de la línea de la yarda cincuenta.

Otto Burke estaba sentado como Julio César en el Coliseo, con esa maldita sonrisa aún pegada en el rostro y los brazos apoyados a ambos lados de su asiento. Detrás de él estaba sentado Larry Hanson y varios ejecutivos más, como si fueran el Senado del César. De vez en cuando, Otto se apoyaba en el respaldo del asiento y regalaba a su séquito con un comentario que provocaba ataques de risa que más bien parecían de aneurisma.

– ¡Myron! -lo llamó Otto en tono amable y saludándolo con una de sus diminutas manos-. Ven aquí, siéntate.

– Espérate aquí -le dijo Myron a Christian.

Luego subió los peldaños y el séquito de Otto se levantó al unísono y se marchó con Larry Hanson a la cabeza.

Myron les dirigió un saludo y dijo:

– Un, dos, tres, cuatro. Derecha… ¡ar! -pero, tal y como se esperaba, nadie le rió la gracia.

– Siéntate, Myron -le invitó Otto con una sonrisa radiante-. Vamos a charlar un rato.

– No has contestado a mis llamadas -le dijo Myron.

– Ah, ¿pero me has llamado? -negó con la cabeza-. Tendré que hablar muy seriamente con mi secretaria.

Myron dejó escapar un bufido y se sentó.

– ¿Por qué no habéis dejado entrar a Christian?

– Bueno, Myron, en realidad es bastante sencillo. Christian todavía no ha firmado el contrato. Los Titans no queremos saber nada de alguien que puede que no forme parte de nuestro futuro -asintió mirando al campo-. ¿Has visto quién ha venido para hacer una prueba? Neil Decker de Cincinnati. Es un buen quarterback.

– Uy, sí, impresionante, casi sabe lanzar el balón y todo.

– Eso ha estado gracioso, Myron -dijo tras soltar una carcajada-. Eres un tipo muy cachondo.

– Me encanta que pienses así. Por cierto, ¿te importaría decirme qué está pasando aquí?

– Está bien, Myron -dijo Otto asintiendo-, hablemos en serio, ¿de acuerdo?

– En serio, francamente, de tú a tú, como quieras.

– Perfecto. Nos gustaría renegociar el contrato de tu cliente -dijo-, pero a la baja.

– Ya veo.

– Consideramos que el valor de tu cliente ha caído en picado.

– Ya.

Burke lo miró fijamente un momento y le dijo:

– No pareces sorprendido, Myron.

– ¿De qué se trata esta vez?

– ¿Cómo que de qué se trata esta vez?

– Bueno, empecemos con Benny Keleher. Lo invitaste a tu casa, lo llenaste hasta el culo de alcohol y luego hiciste que un policía lo arrestara en el camino de vuelta por conducir bebido.

– Yo no tuve nada que ver con eso -repuso Otto con la cara de ofendido que era de esperar.

– Fue increíble cómo el chico accedió a firmar al día siguiente. Y luego tenemos a Eddie Smith. Hiciste que un investigador privado le sacara fotos comprometedoras y luego le amenazaste con mandárselas a su esposa.

– Lo que también es mentira.

– Sí, claro, mentira. Pues vayamos al grano, entonces. ¿Qué es lo que ha causado esa devaluación?

Otto se apoyó en el respaldo del asiento y sacó un cigarrillo de una pitillera de oro que tenía el emblema de los Titans en la tapa.

– Se trata de algo que he visto en una revista un poco guarrilla. Algo que me supo mal de veras -dijo con expresión bastante risueña.

– Has batido tu propia marca -repuso Myron-, deberías estar orgulloso.

– ¿Cómo dices?

– Lo amañaste tú. Lo de la revista.

– Ah, así que lo sabías -dijo Otto sonriendo.

– ¿Cómo conseguiste hacer esa foto?

– ¿Qué foto?

– La del anuncio.

– Yo no tuve nada que ver con eso.

– Seguro -dijo Myron-. Supongo que debes de ser uno de los primeros suscriptores de la revista Pezones.

– Yo no tuve nada que ver con ese anuncio, Myron. De verdad.

– ¿Y entonces cómo sabías lo de la revista?

– Me lo dijo un pajarito.

– ¿Quién?

– No puedo decírtelo.

– Qué curioso.

– Creo que no me gusta nada el tono con el que me estás hablando, Myron. Y déjame que te diga otra cosa. Eres tú quien te equivocaste al no contármelo a tiempo. Si sabías lo de la revista, tenías el deber moral y ético de contármelo.

Al oír aquello, Myron miró al cielo y dijo:

– Has dicho «moral y ético» y no te ha caído un rayo en la cabeza. Dios no existe.

La eterna sonrisa de Burke vaciló por un momento pero no desapareció.

– Por mucho que queramos, Myron, no podemos ignorar ese hecho. La revista es una realidad y hay que apechugar con ella. Por eso, déjame que te cuente lo que se me ha ocurrido.

– Soy todo oídos.

– Vas a coger tu oferta actual y la vas a reducir un tercio. En caso contrario, la foto de la señorita Culver saldrá en los periódicos. Piénsalo bien. Tienes tres días para decidirlo.

Otto se quedó mirando cómo Neil Decker efectuaba un pase. El balón voló por los aires como un pato con un ala rota y cayó al suelo a cierta distancia del receptor. Otto frunció el ceño, se acarició la perilla y finalmente dijo:

– Bueno, que sean dos.