174567.fb2 Motivo de ruptura - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 35

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Capítulo 33

La oficina del decano de alumnos estaba en el Compton Hall. El edificio sólo tenía tres plantas, pero era muy amplio. Las columnas griegas de la entrada dejaban claro que aquélla era una casa del saber. Tenía el exterior de ladrillo y puertas dobles de color blanco. Justo al entrar había un tablón de anuncios repleto de avisos antiguos, la mayoría convocatorias de reuniones de los típicos grupos universitarios: el Comité de Intercambio Afroamericano, la Alianza Gay-Lesbiana, los Libertadores de Palestina, la Coalición en Contra de la Discriminación de las Mujeres, los Luchadores por la Libertad de Sudáfrica… y todos de vacaciones. ¡Quién pudiera volver a la universidad…!

Dentro del enorme vestíbulo no había nadie. Todo estaba hecho de mármol. El suelo era de mármol, las balaustradas eran de mármol y las columnas eran de mármol. Grandes retratos de gente vestida con el traje de graduación decoraban las paredes, la mayoría de los cuales alucinarían si pudiesen leer el tablón de anuncios. Todas las luces estaban encendidas. Los pasos de Myron resonaban y retumbaban por la silenciosa sala. Le entraron ganas de chillar «¡eco!», pero pensó que ya era un poco mayorcito para eso.

La oficina del decano de alumnos estaba al final del pasillo de la izquierda. La puerta estaba cerrada con llave. Myron llamó golpeando con fuerza.

– ¿Señor Gordon?

Se oyó un ruido tras las puertas de paneles oscuros y varios segundos después se abrió la puerta. El decano llevaba gafas de carey, tenía el pelo ralo, iba peinado con un estilo conservador y tenía una cara apuesta de ojos marrón claro. Sus rasgos eran delicados, como si se le hubieran redondeado los huesos faciales para suavizar su apariencia. Parecía un hombre amable y de confianza. Myron detestaba ese tipo de gente.

– Lo siento -dijo el decano-. La oficina está cerrada hasta mañana por la mañana.

– Tenemos que hablar.

– ¿Le conozco de algo? -preguntó confundido.

– No creo.

– Usted no estudia aquí.

– Pues no.

– Entonces ¿podría decirme quién es usted?

– Usted ya sabe quién soy -dijo Myron mirándolo fijamente a los ojos-. Y ya sabe de qué quiero hablar.

– No tengo ni la más remota idea de a lo que se refiere, pero la verdad es que estoy bastante ocupado…

– ¿Ha leído alguna buena revista, últimamente?

– ¿Cómo dice? -preguntó el decano estremeciéndose de nerviosismo.

– Quizá debería volver cuando la oficina esté llena de gente. Podría traer un poco de material de lectura para los miembros de la administración, aunque tengo entendido que sólo leen artículos de opinión.

El decano no reaccionó ni dijo nada.

Myron esbozó una sonrisa cómplice. O por lo menos así esperaba que fuera. Myron no tenía ni idea de qué tenía que ver el decano en todo aquel asunto, así que debía ir con pies de plomo.

El decano se tapó la boca con el puño para toser. No era tos auténtica ni una manera de aclararse la garganta, sino un modo de ganar tiempo para poder pensar un poco.

– Pase, por favor -dijo finalmente, y desapareció tras la puerta.

Esta vez, Myron no sintió ningún vacío que lo impulsara a seguirlo, pero aun así lo hizo. Pasaron por delante de las sillas de la sala de espera y de la mesa de la secretaria. La máquina de escribir yacía oculta bajo una funda de color caqui, como si fuera camuflaje de guerra.

El despacho del decano era el típico despacho de administración universitaria. Mucha madera, muchos diplomas, viejos bocetos de la capilla de la Universidad de Reston, recortes de prensa y premios sobre la mesa. Había estanterías repletas de libros de ensayo que no se habían abierto ni una sola vez. No eran más que atrezzo para dar una impresión de tradición, profesionalidad y competencia. La fotografía sine qua non de la familia. Madelaine y una niña de unos doce o trece años. Myron cogió la fotografía.

– Bonita familia. Y bonita esposa -dijo.

– Gracias -repuso el decano-. Siéntese, por favor.

– Dígame, ¿dónde trabajaba Kathy? -preguntó Myron al sentarse.

– ¿Cómo dice? -dijo el señor Gordon deteniéndose a medio sentar.

– ¿Dónde tenía la mesa?

– ¿Quién?

– Kathy Culver.

El señor Gordon acabó de sentarse despacio, como si estuviera entrando en una bañera de agua caliente.

– Compartía una mesa con otra estudiante en la habitación de al lado.

– Qué práctico -observó Myron.

– Perdone -dijo el decano frunciendo el ceño-, ¿cómo ha dicho que se llamaba?

– Deluise. Dom Deluise.

El decano se permitió esbozar una leve sonrisa de incredulidad. Estaba tan tenso que podía descorcharse una botella de vino con su culo. No cabía duda de que recibir la revista por correo le había apretado las tuercas. Y no cabía duda de que la visita de Jake del día anterior se las había apretado un poco más.

– ¿Y qué puedo hacer por usted, señor Deluise?

– Creo que ya lo sabe -dijo Myron esbozando de nuevo su sonrisa cómplice y su mejor mirada de ojos azules.

Si el señor Gordon hubiera sido mujer, a aquellas alturas seguro que ya se habría desnudado.

– Me temo que no tengo ni la más mínima idea -contestó el decano.

Myron no dejó de esbozar una sonrisa cómplice. Se sintió como un idiota o como un hombre del tiempo de la programación matutina, si es que había alguna diferencia. Estaba poniendo en práctica un viejo truco. Hacer ver que uno sabe más de lo que sabe. Obligar al otro a hablar. Improvisar sobre la marcha.

El decano entrecruzó los dedos y puso las manos sobre la mesa tratando de aparentar que tenía la situación bajo control.

– Esta conversación me resulta un poco extraña. Tal vez podría explicarme de una vez el motivo de su visita.

– He pensado que podríamos charlar un rato.

– ¿Sobre qué?

– Sobre su departamento de lengua inglesa, para empezar. ¿Todavía obliga a sus alumnos a leer Beowulf?

– Por favor, sea quien sea, no tengo tiempo para juegos.

– Ni yo.

Myron sacó el ejemplar de Pezones y lo dejó sobre la mesa. La revista ya empezaba a estar arrugada y gastada de tanto llevarla de aquí para allá, como si fuera de algún adolescente con las hormonas alteradas.

– ¿Qué es esto? -preguntó el decano sin apenas mirarla.

– ¿Ahora quién está jugando de los dos?

– ¿Quién es usted? -inquirió el señor Gordon recostándose contra el respaldo de su silla y tocándose la barbilla con los dedos-. Dígamelo, por favor.

– Eso no importa. No soy más que un mensajero.

– ¿Y quién le envía?

– Y quién lo envía, querrá decir -le corrigió Myron-. Objeto directo, y eso que usted es decano de la universidad…

– Oiga, joven, no se pase de listo conmigo…

– Pues sea realista -dijo Myron mirándole fijamente.

– ¿Qué es lo que quiere? -preguntó el decano tras absorber aire como si estuviera a punto de tirarse al agua.

– ¿Acaso no le parece suficiente el placer de su compañía?

– Esto no es asunto de broma.

– No, no lo es.

– Pues, por favor, le pido que se deje de juegos. ¿Qué es lo que quiere de mí?

Myron volvió a lanzarle una mirada cómplice. El señor Gordon pareció confundido un instante, pero luego volvió a esbozar una sonrisa, también cómplice.

– ¿O tal vez debería decir cuánto quiere de mí? -añadió el decano.

Ahora ya parecía tener un mayor control de la situación. Había sufrido el golpe y estaba siguiendo el juego. Se le acababa de plantear un problema, pero había solución. Siempre la hay en el mundo en que vivimos.

El dinero.

Sacó un talonario del primer cajón de su mesa y dijo:

– ¿Y bien?

– No es tan sencillo -repuso Myron.

– ¿A qué se refiere?

– ¿No cree que alguien debería pagar por ello?

– Hablemos de cifras -respondió el decano encogiéndose de hombros.

– ¿No cree que esto vale algo más que dinero?

– No le entiendo -dijo el decano tan perplejo como si Myron hubiese negado la existencia de la gravedad.

– ¿Qué pasa con la justicia? -preguntó Myron-. Kathy se la merece. Y mucho.

– Estoy de acuerdo. Y por eso quiero pagar. ¿Pero de qué le va a servir la venganza ahora? Usted es el mensajero, ¿verdad?

– Verdad.

– Pues entonces dígale a Kathy que coja el dinero.

Myron se derrumbó interiormente. Aquel hombre, un hombre que estaba claramente involucrado en lo que había pasado aquella noche, creía que Myron era un mensajero de una Kathy Culver que estaba viva y coleando. «Ve con cuidado, Myron, con mucho cuidado.»

¿Pero cómo podía continuar la conversación?

– Kathy no está contenta con usted… -dijo Myron probando suerte.

– Yo no quise hacerle ningún daño.

Myron se llevó la mano al pecho y alzó la cabeza en tono dramático.

– «Sean tus propósitos malvados o benignos, tu aspecto tanto mueve a preguntar que voy a hablarte.»

– ¿Qué me quiere decir con eso?

– Me gusta citar a Shakespeare cuando hablo -dijo Myron tras encogerse de hombros-. Me hace parecer inteligente, ¿no cree?

– ¿Podríamos volver al asunto que tenemos entre manos?

– Por supuesto.

– Dice usted que Kathy no quiere dinero.

– Eso mismo.

– ¿Y entonces qué es lo que quiere?

«Buena pregunta», pensó Myron.

– Quiere que se diga la verdad -dijo.

Era una frase lo bastante vaga e indefinida.

– ¿Qué verdad?

– Deje de hacerse el tonto -le espetó Myron representando el papel del ofendido-. Hace un momento no iba a extenderle un talón a su organización benéfica favorita, ¿verdad?

– Pero si yo no hice nada -dijo con tono algo quejumbroso-. Kathy se largó aquella noche. Desde entonces no la he vuelto a ver. ¿Qué se supone que debía pensar o hacer?

Myron le lanzó una mirada escéptica. Lo hizo porque no tenía ni idea de qué otra cosa hacer. Estaba utilizando la táctica de Jake, la táctica consistente en quedarse callado y esperar a que el otro se delatara a sí mismo. Funcionaba muy bien con la gente del mundo de la política. Deben nacer con un cromosoma defectuoso que les impide estar callados durante mucho tiempo.

– Ella debería entender que yo hice todo lo que pude -prosiguió el decano-. Pero desapareció. ¿Qué se supone que debía hacer? ¿Llamar a la policía? ¿Era eso lo que ella quería? No lo sé. Yo lo hice por su bien. Kathy podría haber cambiado de opinión, no sé. Traté de tener en cuenta sus intereses.

Myron se sintió más cómodo con su mirada escéptica después de oír aquella última frase, aunque hubiera dado cualquier cosa por saber de qué narices estaba hablando el decano. Luego se quedaron ahí mirándose fijamente el uno al otro. De repente, algo le pasó a la cara del señor Gordon. Myron no sabía muy bien qué era, pero todo su porte pareció venirse abajo de súbito. Cerró los ojos con fuerza, lleno de dolor, y negó con la cabeza.

– Se acabó -dijo en voz baja.

– ¿Qué es lo que se acabó?

– No voy a pagar -dijo cerrando el talonario-. Dígale a Kathy que haré lo que ella diga. La apoyaré cueste lo que cueste. Todo esto ya ha durado demasiado. Ya no puedo seguir viviendo así. No soy una mala persona. Está muy afectada, necesita ayuda. Y yo quiero ayudarla.

Myron no se había esperado una reacción así.

– ¿Lo dice en serio?

– Sí. Totalmente en serio.

– ¿Quiere ayudar a su ex amante?

– ¿Qué ha dicho? -dijo el decano alzando la mirada de repente.

Myron había estado patinando sobre una capa de hielo muy fina y, al parecer, su último comentario había tenido el mismo efecto que un soplete.

– ¿Ha dicho usted «amante»? -preguntó el decano.

Oh-oh…

– Usted no viene de parte de Kathy -prosiguió-. Usted no tiene nada que ver con ella, ¿no es así?

Myron no respondió.

– ¿Quién es usted? ¿Cómo se llama de verdad?

– Myron Bolitar.

– ¿Cómo?

– Myron Bolitar.

– ¿Es agente de policía?

– No.

– ¿Y entonces qué es usted exactamente?

– Representante deportivo.

– ¿Qué?

– Represento deportistas.

– Usted… ¿Y qué tiene usted que ver en todo esto?

– Soy un amigo -dijo Myron-. Estoy tratando de encontrar a Kathy.

– ¿Está viva?

– No lo sé. Pero por lo que se ve, usted cree que sí.

El señor Gordon abrió el último cajón de su mesa, sacó un cigarrillo y lo encendió.

– Eso es malo para su salud.

– Dejé de fumar hace cinco años. Por lo menos, eso piensa todo el mundo.

– ¿Algún otro secretito?

– Así que fue usted quien me envió la revista -dijo el decano tras esbozar una sonrisa sin ningún tipo de humor.

– Pues no -contestó Myron haciendo un gesto negativo con la cabeza.

– ¿Y entonces quién fue?

– No lo sé. Estoy tratando de descubrirlo, pero lo que sí sé es que alguien se la envió a usted. Y también sé que me está ocultando algo sobre la desaparición de Kathy.

– Podría negarlo -dijo el decano-. Podría negar todo lo que hemos estado diciendo desde que ha entrado.

– Podría -repuso Myron-, pero yo tengo la revista y no tengo ninguna razón para mentir. Y, además, el sheriff Jake Courter es amigo mío. Pero tiene razón. Al final sería mi palabra contra la suya.

– No -dijo el decano lentamente después de quitarse las gafas y restregarse los ojos-. No llegaremos a eso. Lo que he dicho antes, lo decía en serio. Quiero ayudarla. Necesito ayudarla.

Myron no sabía muy bien qué pensar. El hombre parecía estar dolido de verdad, pero Myron había visto actuaciones que harían llorar de envidia a Lawrence Olivier. ¿Sería auténtico aquel sentimiento de culpa? ¿Se debía aquella repentina catarsis a los remordimientos o a un modo de protegerse? Myron no lo sabía. Y tampoco le importaba demasiado siempre y cuando llegara a conocer la verdad.

– ¿Cuándo fue la última vez que vio a Kathy? -preguntó Myron.

– La noche en que desapareció -respondió el decano.

– ¿Fue a verlo a su casa?

– Era tarde -dijo asintiendo-. Serían alrededor de las once, once y media. Yo estaba en mi estudio. Mi esposa estaba en el piso de arriba durmiendo. Sonó el timbre, pero no una vez, sino muchas, con urgencia y mezclado con fuertes golpes en la puerta. Era Kathy.

El decano estaba hablando como en modo piloto automático, como si estuviera leyéndole un cuento a un niño.

– Estaba llorando. O, mejor dicho, estaba sollozando de forma incontrolable. Tanto era así que no podía ni hablar. La acompañé a mi estudio. Le serví un poco de brandy y le di una manta para que se cubriera. Parecía… -el decano pensó un momento- muy pequeña. Desamparada. Me senté delante de ella y le cogí la mano, pero ella la rechazó. Entonces paró de llorar. Y no poco a poco, sino de repente, como por arte de magia. Se quedó muy quieta. Tenía la cara totalmente inexpresiva, no mostraba ningún tipo de emoción. Y entonces empezó a hablar.

El decano abrió de nuevo el cajón para sacar otro cigarrillo. Se lo puso en la boca y encendió la cerilla al cuarto intento.

– Empezó por el principio -prosiguió el decano-. Y habló con voz sosegada, sin entrecortarse y sin rastro alguno de temblor, lo cual era muy extraño teniendo en cuenta que hacía apenas unos instantes había estado histérica, aunque lo que me empezó a contar contrastaba mucho con su tono sereno. Me contó historias… -el decano se detuvo de nuevo y negó con la cabeza- sorprendentes, por no decir otra cosa. Hacía casi un año que conocía a Kathy. Pensaba que era una joven atenta, amable y correcta. No estoy haciendo ningún juicio de valores, pero siempre me había parecido como de otra época. Y de repente me empezó a contar unas historias que harían sonrojar a un marinero.

«Comenzó contándome que tiempo atrás había sido como yo me imaginaba que era. La típica chica buena. La favorita de todo el mundo. Pero que luego había cambiado. Que se había convertido, según dijo ella misma, en un «putón verbenero». Empezó con algunos chicos de su clase en el instituto, pero no tardó en pasar a cosas más serias. Adultos, profesores, amigos de sus padres, bisexuales, homosexuales, tríos y hasta orgías.

Y que había sacado fotos de sus encuentros. Para la posteridad, me dijo con sorna.

– ¿Le mencionó algún nombre? -preguntó Myron-. ¿De algún profesor, de algún adulto o de alguien?

– No, no me dio ningún nombre.

Los dos permanecieron en silencio. El señor Gordon parecía agotado.

– ¿Y qué pasó luego? -inquirió Myron.

El decano alzó la cabeza muy despacio, como si le pesara.

– Su relato empezó a cambiar de dirección -contestó el decano-. A mejor. Dijo que se había dado cuenta de que estaba obrando mal y de forma estúpida y que empezó a intentar solucionar su problema. Entonces conoció a Christian y se enamoró. Quería dejarlo todo atrás, pero no era fácil. Su pasado no la dejaba en paz. Lo intentó una y otra vez con todas sus fuerzas y entonces… -El decano se quedó callado.

– ¿Y entonces? -preguntó Myron.

– Entonces Kathy me miró fijamente, de una forma que nunca podré olvidar, y me dijo: «Me han violado esta noche». Así, sin más. Sin venir a cuento. Yo me quedé mudo de asombro, como se puede imaginar. «Fueron seis», me dijo. O siete, no lo sabía seguro. La habían violado en grupo en los vestuarios. Le pregunté cuándo había ocurrido eso y ella me contestó que apenas hacía una hora. Había ido a los vestuarios a encontrarse con alguien. Con un chantajista, me dijo. Un ex… em… pretendiente que la había amenazado con revelar su pasado. Y ella había acudido a la cita para pagar por su silencio.

«Eso explica la enorme suma de dinero que retiró de su cuenta de fideicomiso», pensó Myron.

– Pero cuando llegó a los vestuarios, el chantajista no estaba solo. Había varios compañeros de equipo con él, incluido otro ex pretendiente. No le pegaron, me dijo. No le dieron ninguna paliza. Y ella no opuso resistencia. Eran demasiados y demasiado fuertes. -El decano cerró los ojos y su voz se redujo a un susurro-. Se la fueron pasando de uno en uno.

Silencio.

– Como ya le he dicho, Kathy me contó todo esto con el tono de voz más neutro que nunca le había oído utilizar. Tenía la mirada clara, firme. Me dijo que sólo había una manera de enterrar su pasado. Para siempre. Enfrentarse a él de cara. Exponerlo al sol donde se marchitaría y moriría como un vampiro del medievo. Me dijo que sabía perfectamente lo que tenía que hacer.

Más silencio.

– ¿Qué? -preguntó Myron.

– Denunciar a los chicos que la habían violado. Enfrentarse a su pasado y superarlo. De lo contrario, éste la perseguiría durante el resto de su vida.

– ¿Y usted qué le dijo?

El decano hizo un gesto de dolor al oír la pregunta. Apagó el cigarrillo. Echó un vistazo al último cajón pero no sacó más.

– Le dije que se calmara. -Rió al recordarlo-. Que se calmara. A aquellas alturas la chica estaba tan carente de emoción, tan distante que podría haber estado leyendo el listín telefónico. Y yo voy y le digo que se calme. Por Dios…

– ¿Y qué más?

– Le dije que creía que aún estaba bajo los efectos del shock. Lo pensaba de veras. Le dije que tenía que pensar bien en todo, que tenía que tener en cuenta todas las posibles soluciones y no tomar una decisión que sin duda iba a afectar al resto de su vida sin haberlo meditado antes muy bien. Le dije que pensara lo que supondría revelar todo su pasado a su familia, a sus amigos, a su novio, a ella misma.

– En otras palabras -resumió Myron-, intentó convencerla de que no presentara cargos.

– Tal vez, pero en realidad no le dije lo que estaba pensando. Es decir, un putón verbenero que había estado metida en pornografía y sexo salvaje iba a denunciar que un grupo de estudiantes universitarios la había violado, dos de los cuales, según ella, habían tenido relaciones con ella en el pasado. Quería hacerla pensar en todo eso antes de tomar una decisión precipitada.

– No me vaya de santo, ahora -dijo Myron-. A usted le importaba una mierda. Ella acudió a usted en busca de ayuda y usted pensó en todo menos en ella. No hizo más que pensar en su queridísima institución. Pensó en el escándalo. En el equipo de fútbol que estaba a punto de ganar un torneo nacional. En su carrera, en cómo todo el mundo iba a saber que ella trabajaba para usted, que no le daba reparo irle a ver a su casa por la noche. Se vería involucrado. La gente lo investigaría a fondo y tal vez llegara a descubrir su insólito acuerdo matrimonial.

– ¿Qué le ocurre a mi acuerdo matrimonial? -preguntó el decano poniéndose tenso de repente.

– ¿Le dice algo la frase «una vez cada dos meses»?

– ¿Cómo…? -dijo el decano boquiabierto-. Es usted un joven muy bien informado -añadió ya más sereno, casi sonriendo.

– Omnisciente -le corrigió Myron-, casi divino.

– No pienso hablar de mi matrimonio, pero le mentiría si le dijera que no me pasaron por la cabeza todas esas consideraciones tan egoístas. Sin embargo, también estaba preocupado por Kathy. Un error como aquél…

– Una violación, señor decano. No un error. Kathy fue violada. No cometió ningún «error». No fue víctima de una indiscreción. Una pandilla de jugadores de fútbol se la tiraron en los vestuarios y se la fueron pasando de uno en uno en contra de su voluntad.

– Está usted simplificando las cosas.

– No, fue usted quien simplificó las cosas. Se limitó a poner a Kathy en último lugar.

– Eso no es cierto.

Myron negó con la cabeza. No era momento de hablar de eso.

– ¿Y qué pasó después de darle aquel consejo estelar a Kathy?

– Se quedó mirándome con cara de incredulidad -dijo el decano medio encogiéndose de hombros pero sin conseguirlo-. Como si la hubiera traicionado, cuando lo único que yo pretendía era ayudarla. O tal vez es que entendió mis palabras como acaba de hacerlo usted, no lo sé. Se levantó y me dijo que iba a volver por la mañana para presentar las denuncias. Y luego se marchó. Nunca volví a saber nada más de ella hasta que me llegó esa revista por correo. Y la llamada de teléfono de hace un par de noches.

– ¿Qué llamada de teléfono?

– Hace unos días, por la noche, alguien me llamó. Una voz femenina, tal vez Kathy, tal vez no, me dijo: «Que disfrutes con la revista. Ven a por mí. He sobrevivido».

– ¿«Ven a por mí. He sobrevivido»?

– Algo así, sí.

– ¿Qué quiso decir con eso?

– No tengo ni la más remota idea.

– ¿Qué pensó usted cuando se enteró de la desaparición de Kathy?

– Que había huido. Que al final había decidido que era demasiado. Pensé que volvería cuando estuviera preparada. La policía también lo vio así, hasta que encontraron su ropa interior. Entonces sospecharon de algún acto violento, aunque yo sabía que la ropa interior probablemente se debiera a la violación, así que seguí pensando que había huido.

– ¿No le pasó por la cabeza la posibilidad de que los violadores quisieran impedir que los denunciaran?

– Sí que me pasó por la cabeza, pero esos chicos no serían capaces de…

– Violadores -le corrigió Myron-. Unos «chicos» que violaron en grupo a una chica que no les había hecho ningún daño. ¿No se le ocurrió pensar que podían cometer un asesinato?

– Si la hubiesen querido matar no la habrían dejado marcharse -repuso el decano en tono firme-. Eso fue lo que pensé.

– O sea, que no dijo nada.

– Fue una equivocación -dijo el decano asintiendo con la cabeza-. Ahora me doy cuenta. Esperaba que hubiera huido un par de días para serenarse, pero una semana después me di cuenta de que ya era demasiado tarde para decir nada.

– Escogió vivir con la mentira.

– Sí.

– Era una estudiante, al fin y al cabo. Ella le pidió ayuda en el momento más difícil de toda su vida y usted se la quitó de encima.

– ¿Acaso piensa que no soy consciente de eso? -gritó el decano-. ¿Acaso piensa que eso no me ha estado destrozando por dentro durante este año y medio?

– Sí, claro, usted siempre pensando en el prójimo.

– ¿Qué cojones quiere de mí, señor Bolitar?

– Que dimita. De inmediato -dijo Myron tras levantarse de la silla.

– ¿Y si me niego?

– Entonces yo mismo lo arrastraré hasta que lo haga y será más horrible de lo que pueda usted llegar a imaginarse. Será lo primero que haga mañana a primera hora. Presentar su carta de dimisión.

El señor Gordon alzó la cabeza sosteniéndose la barbilla con los dedos. Pasaron unos instantes y su rostro empezó a suavizarse como bajo los efectos de un masajista. Cerró los ojos y dejó caer los hombros.

– Está bien -dijo asintiendo lentamente con la cabeza-. Gracias.

– Esto no es una penitencia. No se va a salvar tan fácilmente.

– Lo sé.

– Una última cosa: ¿le mencionó Kathy algún nombre?

– ¿Nombre?

– De los violadores.

– No -dijo en tono vacilante.

– Pero tiene alguna idea, ¿no?

– No está basada en nada concreto.

– Cuéntemela.

– Varios días después de su desaparición me di cuenta de que un estudiante estaba derrochando mucho dinero. Un alborotador. Se compró un BMW descapotable que me llamó la atención porque lo hizo pasar por encima del césped del campus destrozando un montón de hierba.

– ¿Quién?

– Un ex jugador de fútbol. Lo echaron del equipo por vender droga. Se llamaba Júnior Horton, pero la gente lo llamaba…

– Horty.

Myron se marchó sin decir una palabra más, tenía prisa por salir del edificio. Hacía un día precioso. Hacía calor pero no humedad y el sol del atardecer iba apagándose poco a poco pero sin llegar a ponerse todavía. El aire olía a césped recién cortado y a cerezos en flor. A Myron le entraron ganas de estirar una manta sobre el césped, echarse sobre ella y ponerse a pensar en Kathy Culver.

Pero no tenía tiempo para eso.

Al abrir la puerta del coche, oyó que el teléfono del Ford Taurus estaba sonando. Era Esperanza.

– No ha habido éxito con Lucy, Adam Culver no fue quien compró las fotos.

Otra teoría que se iba al garete. Pero entonces, cuando ya estaba a punto de poner el automóvil en marcha, oyó la voz de Jake Courter.

– He pensado que podría encontrarle por aquí.

– ¿Qué hay de nuevo, Jake? -preguntó Myron a través de la ventanilla bajada.

– Estamos a punto de pasarle a la prensa el nombre de Nancy Serat.

– Gracias por avisarme -dijo Myron asintiendo.

– Pero no he venido sólo para eso.

A Myron no le gustó nada el tono de aquella frase.

– También tenemos a un sospechoso -prosiguió Jake-. Nos lo hemos llevado para interrogarlo.

– ¿A quién?

– A su cliente -respondió Jake-. Christian Steele.