174583.fb2 Muerte De Una Hero?na Roja - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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CAPITULO 9

Ya estaban a miércoles. Habían pasado cinco días desde la creación del grupo especial de la brigada, pero apenas se había avanzado. El inspector jefe Chen llegó al despacho, saludó a sus colegas y repitió palabras amables, pero vacías. El caso comenzaba a obsesionarlo.

Ante la insistencia del comisario Zhang, Chen había ampliado su investigación al barrio de Guan, solicitando para ello la ayuda de la comisaría local de policía y del Comité de Distrito. Ambos aportaron toneladas de información sobre posibles sospechosos, dando por sentado que se trataba de un caso político. Chen tenía los ojos irritados de tanto estudiar ese material y seguir las pistas facilitadas por el Comité sobre supuestos antiguos contrarrevolucionarios que profesaban un «odio profundo a la sociedad socialista». Era un trabajo rutinario y Chen lo desempeñaba con diligencia, pero cada vez dudaba más del sesgo que se daba a la investigación.

De hecho, la elección del sospechoso número uno ilustraba a la perfección la manera de pensar esclerosada del comisario Zhang. Se trataba de un pariente lejano de Guan que le guardaba un antiguo rencor porque ésta se había negado a avalarlo, al ser un derechista traidor en tiempos de la Revo lución Cultural. Una vez rehabilitado, el derechista había declarado que nunca la perdonaría, aunque ahora estaba demasiado ocupado escribiendo un libro sobre sus años perdidos como para enterarse siquiera de su muerte. El inspector jefe Chen lo descartó incluso antes de interrogarlo.

No era un caso político, pero Chen se preparaba para escuchar otro de los discursos matutinos del comisario Zhang sobre cómo «llevar a cabo la investigación apoyándose en el pueblo». Sin embargo, esa mañana tuvo una agradable sorpresa.

– Esto es para usted, camarada inspector jefe -dijo el inspector Yu, quien lo esperaba en la puerta con un fax que había recogido en el despacho principal-.

Era de Wang Feng, y en la página inicial vio el membrete del Wenhui. Con su perfecta caligrafía, Wang había escrito la palabra «Felicidades» en el margen de una página del periódico fotocopiada, donde se reproducía su poema Milagro. Le dedicaban un espacio destacado y, abajo, un breve comentario el editor indicaba «El poeta es un joven inspector del Departamento de Policía de Shanghai».

La precisión no carecía de sentido, puesto que el poema estaba dedicado a una joven policía que, bajo una lluvia torrencial, acudía en ayuda de los habitantes de unas casas que habían sido arrasadas por la tormenta. Todavía tenía el fax en las manos cuando recibió la primera llamada, la del Secretario del Partido Li.

– Lo felicito, camarada inspector jefe. Un poema publicado en el Wenhui…, es todo un logro.

– Gracias -respondió Chen-. Sólo es un poema sobre nuestro trabajo como policías.

– Es bueno. Quiero decir… políticamente -precisó-. La próxima vez que publique algo en un periódico tan influyente, avísenos antes.

– De acuerdo, pero ¿por qué?

– Hay mucha gente que lee su obra.

– No se preocupe, Secretario del Partido Li, me aseguraré de que sea políticamente correcto.

– Perfecto. Ya sabe que usted no es un policía cualquiera enfatizó Li-. Y ahora, dígame, ¿alguna novedad en la investigación?

– Trabajamos a fondo en ello, pero por desgracia, estamos casi en el mismo punto.

– No se preocupe. Hágalo lo mejor que pueda -le recomendó Li, antes de colgar-, y no olvide su seminario en Bei jing-

Al cabo de un rato le llamaba el doctor Xia.

– Este poema suyo, Milagro, no está nada mal.

– Gracias, doctor Xia -respondió-. Su aprobación siempre significa mucho para mí.

– Me gusta sobre todo el principio: «La lluvia ha empapado el cabello / que cae sobre tus hombros. / Verde como la primavera, / tu uniforme de mujer policía. / Flores blancas brotan / de tus brazos tendidos / hacia las ventanas abiertas de par en par… / ¡Eres tú!»

– Está inspirado en una experiencia real. Ella continuó ayudando a las víctimas a pesar de la lluvia que caía. Estaba presente y me emocionó la escena.

– Pero habrá tomado la imagen de Li He y su «Mirando a una belleza peinándose»…, la imagen del peine verde en su pelo largo.

– No, no la tomé de él, pero le diré un secreto. Proviene de otros dos versos clásicos: «Pensando siempre en tu falda verde, por doquier / por doquier piso la hierba con pasos cautos». Los uniformes de nuestras mujeres policías son verdes, como la primavera tomada en su conjunto. Bajo la lluvia, mirándola, tuve la impresión de que su pelo largo también se volvía verde.

– No me extraña que haya mejorado tanto -prosiguió el doctor Xia-. Me alegra que reconozca su deuda con la poesía clásica.

– Por supuesto, pero basta de poética -cortó-. En realidad, estaba pensando en llamarlo a propósito de la bolsa de plástico negra en el caso Guan.

– No hay nada de interés. Me he informado. Dicen que se usan para recoger las hojas muertas de los jardines.

– ¡Vaya! Imagínese a un taxista que se preocupe por las hojas muertas de su jardín.

– ¿ Cómo?

– ¡Oh!, nada -repuso-, pero se lo agradezco mucho, doctor Xia.

– No hay de qué, camarada inspector jefe y poeta imaginista chino.

"«Asomando de la bolsa de plástico negro, sus pies blancos y desnudos, con las uñas pintadas de rojo como pétalos caídos en la noche», podría ser una imagen modernista", pensó Chen y luego llamó al inspector Yu. Al entrar en su despacho, Yu también lo felicitó.

– ¡Qué sorpresa!, camarada inspector jefe Chen. Un gran paso adelante.

– Ojalá pudiéramos decir lo mismo del caso.

Era verdad que necesitaban un "milagro" en la investigación. El inspector Yu no se traía nada entre manos. Fiel con su hipótesis, había investigado en la central de taxis y descubierto, consternado, que era inútil esperar cualquier información fiable sobre el turno de noche. Ni siquiera tenía sentido comprobar los recibos de los taxistas. Ya fuesen de una empresa estatal o privada, la mayoría de ellos no daba recibos a los clientes, quedándose con gran parte del dinero. Para no pagar impuestos, un chofer podía afirmar haber circulado toda la noche sin llevar ni un solo pasajero. Yu, además, había verificado todas las listas de usuarios de las agencias de viaje de Shanghai durante el mes de mayo. El nombre de Guan no figuraba en ninguna de ellas. Tampoco había dado resultado su investigación sobre la última llamada telefónica de Guan desde la tienda. Muchas personas usaron el teléfono esa tarde, y la señora Weng no se acordaba demasiado de cuándo se utilizo. Después de pasar un buen rato descartando las que pudieron hacerse a esa hora, llegó a la conclusión de que la del servicio de información meteorológica era la que probablemente correspondiese a Guan. Era lógico si ya estaba preparando su viaje, pero sólo confirmaba algo que ya sabían. Por tanto, Yu, al igual que Chen, tampoco había conseguido nada concreto, ni siquiera una pista que requiriera alguna indagación ulterior.

Mientras más días pasaban, más vagas se volvían las señales. Estaban bajo presión, y no sólo de la ejercida directamente por el Departamento y por el Ayuntamiento. El caso ya daba que hablar, pese a la discreción de la prensa al respecto. Si la investigación seguía estancada, el caso empezaría a afectar al Departamento.

– Se está convirtiendo en un asunto político -dijo Chen-.

– Nuestro Secretario del Partido Li siempre tiene razón.

– Pongamos un anuncio en los periódicos. Una recompensa a cambio de información.

– Vale la pena intentarlo. El Wenhui puede publicar el aviso. Pero ¿qué pondremos? Se trata de una cuestión muy delicada, tal como ha dejado claro el Secretario del Partido Li.

– No tenemos por qué mencionar directamente el problema. Basta con pedir información sobre cualquier elemento sospechoso que se hubiese notado en las inmediaciones del canal Baili la noche del 10 de mayo.

– Sí, podemos hacerlo -convino Chen-. Usaremos los fondos de nuestro grupo especial para la recompensa. No hemos dejado ni una sola piedra sin remover, ¿verdad?

El inspector Yu se encogió de hombros antes de salir del despacho. Sin embargo, el propio inspector jefe Chen se respondió a sí mismo mientras se marchaba su compañero: "Excepto una: la madre de Huan Hongying". Y dado que Yu no se llevaba bien con el comisario, optó por ahorrarle el comentario.

Zhang había visitado a la madre de Guan, pero no había sacado nada en claro. La mujer padecía la enfermedad de Alzheimer ya en una fase avanzada y había perdido la razón, por lo que no estaba en condiciones de facilitarle la menor información. Esto era algo de lo que no se podía culpar al comisario. Pero los enfermos de Alzheimer no siempre estaban alterados, pues había días en los que la luz asomaba milagrosamente a través de la nebulosa de sus mentes. Chen decidió probar suerte.

Después de comer, llamó a Wang Feng. No estaba en su despacho, así que le dejó un mensaje de agradecimiento. Luego salió. Camino de la parada de autobús, paró en la Oficina de Correos de la calle Sichuan y compró varios ejemplares del Wenhui. Curiosamente, la nota del editor le agradaba más que el propio poema. Muchas de sus amistades no sabían todavía nada de su ascenso a inspector jefe, así que el periódico le ahorraría trabajo. De entre los amigos a quienes quería enviar un ejemplar del periódico, una vivía en Beijing. Era difícil no decirle nada de su nuevo puesto, ni darle ningún tipo de explicaciones a ese ser querido que nunca lo habría imaginado en esa profesión. Se lo pensó durante un momento y concluyó que sólo garabatearía una frase a pie del poema. Alguna justificación irónica, y a la vez ambigua, que pudiera aplicarse tanto a la composición como a su empleo:

«Cuando uno se esfuerza mucho en una tarea, ésta comienza a formar parte de uno mismo, aunque no sea agradable y se sepa que no es del todo real».

Recortó el texto del periódico, lo introdujo en un sobre, escribió la dirección y lo metió en un buzón. Posteriormente, tomó un autobús a Ankang, la residencia de ancianos en la calle Huashan.

La gente no solía recurrir a una residencia de ancianos para sus Padres. Culturalmente, ni siquiera en los años noventa, no estaba bien visto depositarlos en ese tipo de instituciones cuando alcanzaban la vejez. Además, con sólo dos o tres centros en todo Shanghai, no eran muchos los que tenían los medios para hacerlo, sobre todo tratándose de un caso de Alzheimer. No cabía duda de que el ingreso de la madre de Guan se debía a la posición social y al estatus político de su hija.

Chen se presentó en la recepción de la residencia. Una joven enfermera lo acompañó hasta la sala de espera. "No es muy agradable ser el portador de malas noticias", pensó. Mientras aguardaba, su único consuelo era que, debido a su enfermedad, la madre de Guan no sentiría shock alguno por la muerte violenta de su hija. A juzgar por los datos de su historial, la anciana había tenido una vida muy dura. Después de un matrimonio concertado cuando era sólo una niña, su marido había trabajado durante años como profesor de instituto en Chengdu y ella, como obrera en la Planta Textil número 6 de Shanghai. Salvar la distancia entre ambos lugares requería un viaje en tren de más de dos días. Él sólo podía visitarla una vez al año. En los años cincuenta, era impensable que ninguno de los dos consiguiera un traslado. Los empleos, como todo lo demás, eran asignados por las autoridades locales de una vez y para siempre. Por lo tanto, durante todos esos años había sido una "madre soltera" que cuidaba de Guan Hongying en un albergue de la fábrica. Su marido murió antes de jubilarse. Cuando su hija consiguió trabajo e ingresó en el Partido, la pobre mujer se vino abajo. Poco después, la admitieron en la residencia.

Apareció por fin, arrastrando los pies y con una cantidad increíble de pinzas en su pelo canoso. Delgada y con el rostro huraño, apenas superaba los sesenta años de edad. Las zapatillas de fieltro hacían un ruido extraño en el suelo.

– Y usted, ¿qué quiere?

Chen intercambió una mirada con la enfermera que acompañaba a la anciana.

– No está muy bien de aquí -aclaró la enfermera señalando su propia cabeza-.

– Su hija me ha pedido que la salude -dijo Chen-.

– No tengo ninguna hija. No hay dormitorio para una hija. Mi marido vive en la vivienda comunal de Chengdu.

– Tienes una hija, madrecita. Trabaja en los almacenes Número Uno de Shanghai.

– ¿Número Uno? ¡Ah, sí! He comprado unas cuantas pinzas ahí esta mañana. Son bonitas, ¿verdad?

Era evidente que la anciana vivía en otro mundo. No tenía nada en la mano, pero hizo un gesto como si quisiera enseñarle algo.

Daba igual lo que pasara, ya no tenía por qué aceptar los desastres de este mundo, o acaso fuera una mujer tan asustada que hacía frente al horror refugiándose en un universo propio.

– Sí, son bonitas -contestó Chen-.

Quizá fuera atractiva en su juventud, pero ahora todo en ella se había encogido. Se quedó inmóvil, con la mirada fija en el vacío, esperando a que Chen se marchara. "Su mirada de apatía está teñida de una cierta aprensión", pensó. No tenía sentido esperar que la anciana le diera información. Como un gusano, moraba aislada y segura dentro de su capullo. Chen insistió en acompañarla a su habitación. Había una docena de camas metálicas en la sala, que parecía abarrotada. El espacio entre las hileras era tan estrecho que sólo se podía pasar de lado. A los pies del lecho había una mecedora de caña de bambú y en la mesilla de noche, una radio. No había aire acondicionado, tan sólo un único ventilador en el techo. En el alféizar de la ventana que quedaba encima de su cama vio un panecillo reseco y mordisqueado. El punto final de toda una vida, otra más en la historia del pueblo chino: trabajar duro, recibir poco, no quejarse y sufrir mucho.

¿Cómo habría influido una vida como ésa en Guan? La hija había escogido un camino diferente. El inspector jefe Chen tuvo la vaga sensación de que había algo en ese caso, algo que lo desconcertaba, lo desafiaba y tiraba de él hacia una dirección desconocida. Decidió ir a su piso andando, porque a veces pensaba mejor cuando caminaba.

Se detuvo en una botica y compró un frasco de pastillas de gingseng. No era un fanático de la medicina natural china, pero daba por sentado que la frustración había minado su equilibrio natural. Ahora necesitaba un complemento que le devolviera la energía. Mientras chupaba una píldora amarga de gingseng, ponderó que podría tratar el caso de otra manera: investigando cómo Guan se había convertido en una trabajadora modelo de rango nacional. Según la teoría literaria que había estudiado, aquello se denominaba "enfoque biográfico", aunque quizá sus resultados tampoco fueran demasiado fiables. ¿Quién habría dicho que él llegaría a ser inspector jefe de la policía?

Eran casi las siete cuando llegó a casa. Encendió el televisor y se quedó un rato mirando. Un grupo de acróbatas de la ópera de Beijing, blandiendo sables y espadas en la oscuridad, daba saltos mortales. La encrucijada era una ópera tradicional de Beijing donde los personajes luchaban en la noche sin saber quién era su enemigo.

Telefoneó al comisario Zhang. Era una simple formalidad, puesto que no tenía nada de qué informarle.

Hay que creer en el pueblo. Nuestra fuerza se nutre de nuestra estrecha relación con él sentenció el comisario Zhang a modo de conclusión-.

Era inevitable, siempre daba consignas como ésas. Chen se levantó y fue a la cocina. En la nevera quedaba medio cuenco de arroz al vapor. Lo sacó, agregó un poco de agua y lo calentó. La pared había perdido su color blanco inmaculado. Al cabo de unas semanas estaría convertida en un mapa de manchas de humo y grasa. Una campana resolvería ese problema, pero él no podía pagársela. Buscó algo más de comida, aunque no encontró nada. Finalmente, vio una bolsita de plástico con un poco de mostaza seca, un regalo de su tía de Ningbo. Esparció una pincelada sobre el arroz y engulló el plato, un tanto aguado, procurando no saborearlo demasiado.

«Fideos instantáneos del Chef Kang». Un anuncio de televisión le vino a la mente mientras permanecía junto a la cocina a gas. "Un cuenco de fideos precocinados puede ser la solución", estimó, y guardó la mostaza. Su problema seguía siendo su ajustado presupuesto. Después del préstamo al Chino de ultramar Lu, el inspector Chen se veía obligado a vivir como el camarada Lei Feng a principios de los años sesenta.

Su salario mensual de inspector jefe era de 560 yuanes, además del cobro de diversas primas, que sumaban 250 yuanes más. No obstante el relativamente bajo alquiler del piso, los gastos sumaban unos 100 yuanes. Además, Chen gastaba la mitad de sus ingresos en comida, puesto que siendo soltero, no cocinaba a menudo en casa y comía en la cantina del Departamento.

Los ingresos por sus traducciones habían sido una gran ayuda en los últimos años, pero las había dejado desde que se encargaba del caso Guan. Le faltaban tiempo, energía e incluso interés. Aquel caso carecía de pies y cabeza. No tenía la lógica que encontraba en las novelas policiales que traducía. Aun así, era posible conseguir otro adelanto. Le prometería al editor que acabaría la traducción en octubre. Era un plazo que necesitaba imponerse a sí mismo.

Sin embargo, en una hoja que había junto al cuenco empezó a anotar todo lo averiguado. La llenó con los retazos de información que había reunido y guardado durante la semana sin haber podido ordenarlos, ni agruparlos. Acabó frustrado, y la rompió en pedazos. Quizá el inspector Yu tuviese razón y sólo fuera uno de esos crímenes sexuales imposibles de resolver, como uno de los muchos que ya habían tenido antes en la oficina.

Sabía que no podría dormirse. A menudo el insomnio se debía a pequeños disgustos que se iban agolpando: un poema rechazado sin una nota de explicación, una mujer loca gritando imprecaciones en un autobús abarrotado, una camisa nueva que desaparecía de su armario…, mas esa noche algo relacionado con el caso pudo más que el sueño. Fue una noche larga. ¿Qué podría haber turbado el ánimo de Guan durante una noche tan larga como aquélla? Pensó en un poema de Wang Changlin, un poeta del periodo medio de la dinastía Tang:

«En el refugio de su tocador, nada turba a la joven dama.

Vestida con finas ropas, mira la primavera por la ventana.

De pronto… ¡Qué bellos los verdes brotes del sauce!

Y qué dolor por enviar a su amante en pos de la gloria.»

Quizá también, después de la linterna a lo largo del pasillo, después de las sombras que mutan en la pared desvelada, después del sudor frío en la habitación oscura y solitaria, Guan hubiera podido pensar en el precio de la celebridad. ¿Cuál era la diferencia? En la dinastía Tang, más de mil años atrás, aquella chica era incapaz de consolarse por haber mandado a su amante tan lejos a conquistar la fama, y en los años noventa, Guan jamás pudo confortarse, porque era ella misma quien se había obsesionado en buscarla.

¿Y qué pasaba con el inspector jefe Chen? Sentía un amargo sabor de boca. Un poco después de las dos, cuando ya se deslizaba hacia aquella zona situada entre el sueño y la vigilia, volvió a sentir hambre. Le vino a la memoria la imagen del panecillo reseco en el alféizar de la ventana. Y con ella otra imagen: caviar. Lo había probado en una sola ocasión, hacía muchos años, en el Club Internacional de la Amistad en Beijing, donde por aquel entonces sólo se admitía a comensales extranjeros. Acompañaba a un profesor de inglés borracho que insistía en invitarle a caviar. Él sólo lo conocía por las novelas rusas que había leído, y a decir verdad, no le había gustado demasiado, aunque luego pudo bajar los humos del Chino de ultramar Lu al contarle que lo había probado.

Las cosas habían cambiado: ahora cualquiera podía entrar en el Club Internacional de la Amistad y algunos hoteles nuevos de cinco estrellas también servían las preciadas huevas de esturión. Quizá Guan las había degustado en uno de esos lugares, aunque no demasiada gente podía permitírselo. No costaría mucho averiguarlo. Escribió la palabra «caviar» en el dorso de una caja de cerillas, y sintió que ya podía conciliar el sueño.