174583.fb2 Muerte De Una Hero?na Roja - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

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CAPÍTULO 19

Finalmente, el inspector Yu llegó a casa a la hora de cenar. Peiqin ya había acabado de preparar varios platos en la cocina comunitaria.

– ¿Te puedo ayudar?

– No, ve adentro. Qinqin está mucho mejor hoy, así que puedes ayudarle con los deberes.

– Sí, han pasado dos días desde que lo llevé al hospital. Habrá perdido muchas clases.

Pero Yu no entró enseguida. Se sentía culpable al ver a Peiqin trabajando, con su camisa blanca de manga corta pegada al cuerpo sudoroso. De cuclillas, al pie de un fregadero de cemento, estaba atando un cangrejo vivo con un tallo de paja. Varios cangrejos de Yangchen se arrastraban ruidosamente en un cubo de madera con el fondo cubierto de sésamo.

– Hay que atarlos o pierden las patas al hervirlos -explicó Peiqin al ver la mirada intrigada de Yu-.

– ¿Para qué todo ese sésamo en el cubo?

– Para que no pierdan peso. Es un alimento muy nutritivo para ellos. Los he conseguido esta mañana a primera hora.

– Hoy en día es algo muy especial.

– Sí, el inspector jefe Chen es tu invitado especial.

La decisión de invitar a Chen a cenar la había tomado Peiqin, pero Yu, naturalmente, estaba de acuerdo. Lo hacía por él, porque era la que se encargaba de prepararlo todo en su habitación de once metros cuadrados. A pesar de las dificultades, Peiqin se empeñó.

La noche anterior, Yu le había contado a Peiqin lo de la reunión del Comité del Partido en la oficina. El comisario Zhang se había quejado de sus resultados mediocres, lo cual no era nada nuevo. Sin embargo, en la reunión, Zhang llegó a sugerir al Comité del Partido que Yu fuera reemplazado. La propuesta se discutió en profundidad. Yu no era miembro del Comité, de modo que no estaba en condiciones de defenderse. Con la investigación en punto muerto, quizá conviniera proceder a un relevo o, al menos, modificar las responsabilidades asignadas. El Secretario del Partido Li parecía dispuesto a apoyar la moción. Yu no se ocupaba concienzudamente del caso, pero su traslado habría provocado un efecto dominó. Su destino habría quedado sellado, según contó el teniente Lao, que había asistido a la reunión, de no ser por la intervención del inspector jefe Chen, quien sorprendió al Comité con un discurso en favor de Yu. Sostenía que el hecho de que hubiese opiniones diferentes sobre un mismo caso reflejaba la democracia de nuestro Partido, y no puso en duda las cualidades del inspector Yu como agente de policía.

Si no están satisfechos con la marcha de la investigación -había concluido-, yo asumo la responsabilidad. Despídanme a mí.

Por eso, gracias al encendido alegato de Chen, Yu seguía activo en la brigada de asuntos especiales. La información de Lao tomó por sorpresa a Yu, quien no había esperado un apoyo tan firme de parte de su superior.

– Tu inspector sabe hablar la lengua del Partido -dijo Peiqin con voz queda-.

– Sí, así es. Por suerte, esta vez ha sido a mi favor -repuso-.

– ¿Qué te parece si lo invitamos a cenar? En el restaurante habrá más de sesenta kilos de cangrejos vivos del lago Yangchen, y a precio oficial. Puedo comprar una docena, de modo que sólo tendré que agregar unos platos de acompañamiento.

– Es una buena idea, pero será demasiado trabajo para ti.

– No, es agradable tener invitados de vez en cuando. Prepararé una cena que tu inspector jefe no olvidará.

Para sorpresa suya, Chen aceptó su invitación con gusto, e incluso le dijo que después de cenar quería conversar con él. Pero era demasiado trabajo para Peiqin, eso era evidente. Yu se quedó ahí, con mirada sombría, viendo cómo su mujer se movía sin parar en el estrecho espacio. La parte que les correspondía de la cocina común no era más que un fogón de carbón y una pequeña mesa con un aparador de bambú improvisado colgado de la pared. Casi no había espacio para dejar todos los platos y fuentes.

– Ve a nuestra habitación -repitió ella-. Vamos, no te quedes aquí mirándome.

La mesa en la habitación ya estaba puesta para la cena con unos arreglos magníficos. Había palillos, cucharas y unos platos pequeños junto a las servilletas de papel plegadas. En el centro, un diminuto martillo de bronce y una fuente con agua. En aquella mesa no sólo se cenaba, sino que también la usaba Peiqin para coser la ropa de la familia, Qinqin para hacer los deberes y Yu para estudiar los archivos de la oficina.

Se preparó una taza de té verde y, sentado en el brazo del sofá, bebió un sorbo. Vivían en una casa antigua de dos plantas, una shikumen, un estilo arquitectónico de moda a principios de los años treinta, época en que las casas se construían para una sola familia. Ahora, sesenta años después, vivían más de doce familias, y las habitaciones eran subdivididas una y otra vez para acomodar a más inquilinos. Sólo se había conservado la puerta de la entrada, pintada de negro, que daba a un pequeño patio donde se amontonaba todo tipo de cosas, una especie de trastero colectivo, de donde salía un pasillo de techo alto flanqueado por las alas este y oeste. Aquel pasillo, antaño espacioso, se había convertido hacía tiempo en una zona común de cocina y despensa. Las dos hileras de cocinas, con sus respectivas pilas de carbón, señalaban que en la planta baja vivían siete familias.

La habitación de Yu quedaba en el extremo sur del ala este. Al Viejo cazador le habían asignado un ala entera a principios de los años cincuenta, con el lujo añadido de una habitación para invitados. Ahora, en los noventa, las cuatro habitaciones acomodaban a no menos de cuatro familias: el Viejo cazador con su mujer; sus dos hijas: una casada con marido y una hija, y la otra, de treinta y cinco años, todavía soltera; y su hijo, el inspector Yu, con Peiqin y Qinqin. Todas servían de dormitorio, comedor, salón y baño.

Antes la habitación de Yu había sido el comedor de unos once metros cuadrados. No era lo idóneo, porque la pared norte sólo tenía una ventana no más grande que una linterna de papel. Era la peor habitación para todos los usos, y especialmente incómoda para los invitados, dado que la habitación contigua era la del Viejo cazador, en un principio el salón, cuya puerta daba al pasillo. Por lo tanto, el huésped debía pasar primero por la habitación del anciano. Éste era el motivo por el que los Yu rara vez tenían convidados.

Chen llegó a las seis y media. Traía en una mano una pequeña caja de vino de arroz glutinoso de Shaoxin (Nuer Hong, el vino perfecto para los cangrejos) y en la otra, como de costumbre, llevaba su maletín negro.

– Bienvenido, inspector jefe -dijo Peiqin, una perfecta anfitriona de Shanghai, y se secó las manos en el delantal-. Como dice un viejo proverbio: «Su compañía ilumina nuestra humilde morada».

– Tenemos que apretarnos un poco -terció Yu-. Por favor, siéntese.

– Cualquier salón para un banquete de cangrejos es un salón estupendo -dijo Chen-. Les agradezco mucho su amabilidad.

En la habitación apenas había espacio para poner las cuatro sillas en torno a la mesa, así que se sentaron en tres lados, y en el cuarto, Qinqin observaba en silencio desde su cama. Qinqin era un chico de piernas largas, con unos ojos grandes y una cara regordeta que escondió tras un tebeo cuando llegó Chen, pero perdió su timidez en cuanto sirvieron los cangrejos.

– ¿Dónde está su padre, el Viejo cazador? -preguntó Chen dejando los palillos en la mesa-. Todavía no lo he saludado.

– Está haciendo su ronda por el mercado.

– ¿Sigue ahí?

– Sí, como siempre -dijo Yu sacudiendo la cabeza-.

Desde su jubilación, el Viejo cazador trabajaba como vigilante en el barrio. A principios de los años ochenta, cuando la venta ambulante privada en el mercado todavía se consideraba ilegal, o al menos "capitalista" según la jerga política, el viejo asumió la tarea de salvaguardar la condición sagrada del mercado oficial. Sin embargo, no tardaron demasiado en legalizar el mercado privado, que incluso llegó a considerarse un complemento necesario del mercado socialista. El gobierno dejó de interferir en la actividad de los comerciantes privados siempre y cuando éstos pagaran sus impuestos. Pero el viejo policía seguía acudiendo al mercado, vigilando sin un objetivo concreto, sólo para sentirse útil al sistema socialista.

– Sigamos conversando mientras comemos -sugirió Peiqin-. Los cangrejos no pueden esperar.

Un banquete de cangrejos daba para una cena excelente. En la mesa cubierta con el mantel, los cangrejos redondos, rojiblancos, estaban servidos en pequeños cuencos de bambú. El diminuto martillo de bronce brillaba entre los platos blancos y azules. El vino de arroz estaba a la temperatura justa y cobraba bajo la luz un tono ámbar. En la ventana había un florero de vidrio con un ramo de crisantemos, quizá de un par de días o tres, más delgados, pero todavía primorosos.

– Tendría que haber traído la Canon para tomar fotos de la mesa, los cangrejos y los crisantemos -dijo Chen frotándose las manos-. Parecería una ilustración sacada de Sueño en el pabellón rojo.

– Se refiere al capítulo veintiocho, ¿verdad? Baoyu y sus hermanas escriben poemas durante un banquete de cangrejos -dijo Peiqin mientras sacaba la carne de una pata para dársela a Qinqin-. Es una lástima que ésta no sea una sala del Jardín de la Gran Visión.

Yu se alegró de haber visitado el jardín. Conocía la referencia.

– Pero nuestro inspector jefe Chen es un poeta reconocido. Él nos leerá sus propios poemas.

– No me pidan que lea nada -dijo Chen-. Tengo la boca llena de cangrejo, y un cangrejo es superior a un verso.

– Todavía no es temporada de cangrejos -se disculpó Peiqin-.

– Pues están buenísimos.

Por lo visto, Chen disfrutaba de la excelente cocina de Peiqin, y sobre todo de la salsa Zhisu. Se había acabado un platillo en un instante. Cuando terminó de saborear las mollejas doradas de un cangrejo hembra, dio un suspiro de satisfacción.

– Su Dongbo, el poeta de la dinastía Song, dijo en una ocasión «¡Ay, si pudiera sentarme a comer cangrejos sin un maestresala a mi lado!».

¿Un maestresala de la dinastía Song?

Era la primera vez que Qinqin hablaba durante la cena.

Su interés por la historia era evidente.

– El maestresala era un funcionario oficial del siglo XV -explicó Chen-, como un oficial de policía de rango medio en nuestros días. Su única labor consistía en vigilar el comportamiento de otros funcionarios durante las fiestas y celebraciones formales.

– Aquí no tiene que preocuparse por eso, inspector jefe Chen -dijo Peiqin-. Puede beber a gusto. Nuestra cena es informal, y usted es el superior de Yu.

– Estoy impresionado con su cena, señora Yu, de verdad. Hacía mucho, mucho tiempo que añoraba comer un banquete de cangrejos.

– Lo ha preparado todo Peiqin -dijo Yu-. Consiguió los cangrejos a precio oficial.

Era un hecho bien conocido que nadie podía tener tanta suerte como para comprar cangrejos vivos en un mercado estatal, ni siquiera a precio oficial. El llamado "precio oficial" todavía existía, pero sólo en los periódicos o en las estadísticas del gobierno. En los mercados libres, la gente pagaba siete u ocho veces más. Sin embargo, un restaurante público todavía podía conseguir una o dos cestas de cangrejos por esa suma durante la temporada. El problema era que los cangrejos nunca aparecían en las mesas de los establecimientos. En cuanto llegaban, se los repartían los empleados y se los llevaban a casa.

– Para acabar, tomaremos una sopa de fideos -avisó Peiqin, que había traído una fuente enorme con trozos de jamón Jinghua flotando en la superficie-.

– ¿Qué es eso?

– Fideos Cruce del Puente -dijo Yu mientras ayudaba a Peiqin a poner en la mesa una bandeja grande con fideos de arroz, además de varios platos con lonchas de cerdo, filetes de pescado y verduras en torno a la sopa hirviendo-.

– Nada presuntuoso -dijo Peiqin-. Es algo que aprendimos a hacer cuando jóvenes en la provincia de Yunnan.

– Fideos Cruce del Puente. Creo que he oído hablar de este curioso plato -dijo Chen mostrando la curiosidad de un gourmet-.

– La historia es la siguiente -explicó Yu-. Durante la dinastía Qing, un marido muy estudioso pasaba su tiempo en una cabaña en medio de una isla, preparándose para el examen de funcionario civil. Un día su mujer cocinó uno de sus platos predilectos, sopa de pollo con fideos. Para traer los fideos, la mujer tenía que cruzar un puente largo de madera. Al llegar, estaban fríos y habían perdido su sabor tierno y crujiente. A la vez siguiente, trajo dos cuencos, uno con sopa caliente y una capa de aceite por encima para conservar el calor, y otro con los fideos. No los mezcló hasta llegar a la cabaña. Como era de esperar, estaban deliciosos, y el marido, reconfortado tras comerlos, se preparó a conciencia y aprobó con éxito el examen.

– ¡Qué suerte la del marido! -dijo Chen-.

– Peiqin es una cocinera todavía mejor -rió Yu por lo bajo-.

Él también había disfrutado de los fideos, y más con esa sopa que le traía tantos recuerdos de sus días en Yunnan. Después Peiqin sirvió el té en una tetera de color púrpura sobre una bandeja negra lacada. Las tazas eran delicadas y parecían lichis. Era un juego de tazas del té especial Dragón Negro. Todo era tan maravilloso como había prometido Peiqin.

Mientras bebían el té, Yu no comentó con su invitado la reunión del Comité del Partido, ni Peiqin hizo referencia a su trabajo. Charlaron de cosas triviales. Por lo visto, el inspector jefe Chen no era un hombre que se jactara de su posición. Las hojas de té se desplegaban en la pequeña taza púrpura como la satisfacción que invadía a Chen.

– Una cena maravillosa -dijo-. Casi me he olvidado de que soy policía.

Había llegado la hora de hablar de otra cosa, una señal sutil que el inspector Yu entendió. Quizá a eso se debía la visita del inspector jefe Chen, pero hablar del tema en presencia de Peiqin podía tener sus inconvenientes.

– Me fui bastante temprano ayer -convino Yu-. ¿ Pasó algo en la oficina?

– No, sólo he recibido una información…, sobre el caso.

– Peiqin, ¿nos perdonas un momento?

– De acuerdo. Voy a salir con Qinqin. Tiene que comprar un sacapuntas.

– No, lo siento, señora Yu -repuso Chen-. Saldremos nosotros a caminar. Puede que no sea una mala idea después de una cena tan copiosa.

– ¿Cómo se le ocurre, inspector jefe? Usted es nuestro invitado por primera vez. Tómese unas copas de vino y converse aquí con Yu. Yo volveré en una hora, y le serviré nuestro postre casero.

Se puso una cazadora de tela vaquera y salió con Qinqin.

– ¿Y qué ha pasado? -dijo Yu cuando oyó que la puerta se cerraba-.

– Usted ha hablado con Wu Xiaoming, ¿no? -preguntó Chen-.

– Wu Xiaoming… Sí, lo recuerdo: el fotógrafo de Estrella roja, uno más de los que conocía a Guan. En aquel momento fue por una comprobación rutinaria -sacó una libreta y pasó unas páginas-. Hablé dos veces con él por teléfono. Dijo que había tomado unas cuantas fotos de Guan. Salieron publicadas en el Diario del pueblo. Un encargo político. ¿Alguna sospecha?

– Bastante sólida -confesó Chen, quien mientras sorbía el té, resumió los progresos de la investigación-.

– Es asombroso todo lo que hay ahí -dijo Yu-. Wu me mintió. Echémosle el guante.

– ¿Sabe algo de los antecedentes de su familia?

– ¿Antecedentes de familia?

– Su padre es Wu Bing.

– ¿Qué dice?

– Sí, Wu Bing en persona, el Ministro de Propaganda de Shanghai. Wu Xiaoming es su único hijo. También es el yerno de Ling Guoren, ex gobernador de la provincia de Jiansu. Por eso quería hablar con usted aquí.

– ¡Ese cabrón privilegiado! -exclamó Yu dando un puñetazo sobre la mesa-.

– ¿Qué? -Chen parecía sorprendido por su reacción-.

– Los hijos de los cuadros superiores creen que siempre pueden salirse con la suya -Yu hacía esfuerzos por conservar la calma-. Esta vez no. Consigamos una orden de arresto.

– Por el momento, lo único que sabemos es que entre Guan y Wu había una relación estrecha. No es suficiente.

– No estoy de acuerdo. Hay muchas cosas que encajan. Veamos -dijo Yu y tomó lo que quedaba de su té-. Wu tiene un coche, el coche de su padre, así que ha podido tirar el cuerpo al canal. Lo de la bolsa de plástico también encaja, por no hablar de lo del caviar, y como hombre casado, Wu tenía que mantener en secreto la relación. Guan, por su parte, debía hacer lo mismo. Por eso prefería ocultar su vida personal.

– Pero todo eso no es una prueba legal suficiente de que Wu Xiaoming cometió el asesinato. Lo que tenemos por ahora son meras pruebas circunstanciales.

– Pero Wu ha retenido información. Es motivo suficiente para interrogarlo.

– Eso es lo que me preocupa. Habrá mucha política de por medio si nos metemos con el hijo de Wu.

– ¿Ha hablado de esto con el Secretario del Partido Li?

– No, todavía no -dijo Chen-. Li todavía está en Beijing-

– Entonces podemos actuar sin tener que avisarle.

– Sí, pero tenemos que movernos con cuidado.

– ¿Sabe alguna otra cosa acerca de Wu?

– Sólo lo que hay en estos archivos oficiales -Chen sacó una carpeta de su maletín-. No es mucho: información general. Si quiere, puede leerla mañana.

– Me gustaría leer unas páginas ahora si no le importa -y encendió un cigarrillo para Chen y otro para él-.

Yu empezó a leer los documentos de la carpeta. El más completo era un informe oficial que Chen había conseguido en la Oficina del Archivo de Shanghai. A primera vista, no ofrecía gran interés, pero estaba mejor ordenado de lo que Yu acostumbraba a consultar en los archivos de la oficina. Wu Xiaoming había nacido en 1949. Había tenido suerte. Su padre, Wu Bing, un cuadro superior encargado de las tareas ideológicas del Partido, vivía en una de las mansiones más lujosas de Shanghai. Wu Xiaoming creció y se convirtió en alumno estrella de su escuela primaria. Fue un orgulloso Joven Pionero, con el pañuelo rojo característico, y después, miembro de la Liga de las Juventudes Comunistas, con una insignia dorada que brillaba a la luz del sol de principios de los años sesenta. La Revolución Cultural lo cambió todo. El rival político de Wu Bing, Zhang Chunqiao, miembro del Comité Central del Partido, se mostró inflexible con sus adversarios. Wu Xiaoming vio cómo sacaban esposados a sus padres a rastras de la mansión camino de presidio. En la prisión, su madre sufrió una muerte horrible. Desamparados, Wu y su hermana quedaron abandonados a su suerte en la calle. Nadie se atrevió a ocuparse de ellos. Durante seis o siete años, Wu trabajó como joven instruido en la provincia de Jiangxi. En 1974 le permitieron volver al distrito de Qingpu, en Shanghai, debido a la mala salud de su padre. A finales de los setenta, su padre fue excarcelado y rehabilitado, más o menos simbólicamente, ya que no le quedaban fuerzas para dirigir su Departamento. A Wu Xiaoming también le asignaron una buena posición. Como fotógrafo de Estrella roja, tenía acceso a los principales dirigentes del Partido y viajaba con frecuencia al extranjero. Con un rigor encomiable, el informe seguía con bastante detalle la descripción de la familia de Wu Xiaoming. Él se había casado en la provincia de Jiangxi, en sus años de formación. Su mujer, Liang Ju, también provenía de una familia de altos cargos del Partido. Volvieron juntos a Shanghai. Liang tenía un empleo en el Ayuntamiento, pero a causa de una grave neurosis, llevaba varios años recluida en casa. No tenían hijos. Puesto que Wu Xiaoming tenía que cuidar de su padre, él y su mujer vivían en la mansión del anciano.

En el apartado sobre el trabajo de Wu, Yu encontró varias páginas de fechas más recientes, como la del Informe de antecedentes de ascenso, rellenado por el superior de Wu, Yang Ying. En dicho documento se describía a Wu como el director artístico de la revista y «fotógrafo de primera línea», con varias fotos de Deng Xiaoping en Shanghai en su haber. El informe ponía de relieve la dedicación de Wu a su trabajo. Él había dado muestras de su compromiso renunciando a los fines de semana para llevar a cabo tareas especiales. Al final del informe, Yan Ying daba su «plena recomendación para un nuevo cargo importante». Cuando Yu acabó de leer, vio que su cigarrillo se había consumido en el cenicero.

– Vaya curriculum, ¿eh? -dijo Chen-.

– Para nosotros no es nada -respondió Yu-. ¿Cuál será su nuevo cargo?

– Todavía no lo sé.

– ¿Y qué pasa con nuestra investigación?

– Una investigación difícil, incluso peligrosa -dijo Chen-si pensamos en las relaciones familiares de Wu. En el supuesto de que cometamos un solo error, tendremos graves problemas. La política, ya sabe.

– Con o sin política, ¿tiene usted alguna alternativa?

– No, como "poli" no.

– Entonces yo tampoco -se levantó-. Soy su ayudante.

– Gracias, camarada inspector Yu Guangming.

– No tiene por qué decir eso -Yu fue hacia el aparador y volvió con una botella de Yanghe-. Somos un equipo, ¿no? Beba. La he guardado durante muchos años.

Yu y Chen vaciaron sus copas. En La crónica de los tres reinos, recordó Yu, los héroes bebían vino cuando juraban compartir fortunas y desgracias.

– Entonces tenemos que hablar con él -dijo Chen-, y que sea lo antes posible.

– Puede que no resulte buena idea asustar a una serpiente agitando la maleza. Es probable que sea una serpiente venenosa -se sirvió otra copa-.»

– Pero es el camino que tenemos que seguir si lo consideramos nuestro principal sospechoso -dijo Chen con voz pausada-. Además, tarde o temprano Wu Xiaoming se enterará de nuestra investigación.

– Tiene razón -admitió Yu-. No le tengo miedo a la mordedura de la serpiente, aunque quisiera acabar con ella de un solo golpe.

– Ya lo sé -dijo Chen-. ¿ Y cuándo cree que deberíamos actuar?

Mañana -dijo Yu-. Lo cogeremos por sorpresa.

Cuando Peiqin volvió con Qinqin, Yu y Chen, mientras acordaban los pasos que darían al día siguiente, habían acabado la botella de Yanghe. El postre prometido por Peiqin era una tarta de almendras, y después Yu y Peiqin acompañaron a Chen hasta la parada del autobús. Chen les dio las gracias varias veces antes de subir.

– ¿Ha ido todo bien esta noche? -preguntó Peiqin cogiendo a Yu del brazo-.

– Sí -dijo él, ausente-, todo ha ido bien.

Pero no era así.

Al volver, Peiqin empezó a limpiar el rincón de la cocina. Yu salió al pequeño patio y encendió otro cigarrillo. Qinqin ya dormía, y a Yu no le gustaba fumar en la habitación. Tampoco era agradable asomarse al patio, una tierra de nadie donde cada familia procuraba hacerse con el máximo de espacio. Se quedó mirando el montón de placas de carbón: veinte por abajo, quince más arriba y siete en lo alto de todo, todo como una gran letra A. Otro logro de Peiqin. Tenía que traerlas de un almacén de carbón del barrio, guardarlas en el patio y cada día trasladar una a la cocina. En Sueño en el pabellón rojo, Daiyu llevaba en la mano una cesta blanca llena de pétalos caídos. Luego se giró y vio que Peiqin lavaba las ollas en la fregadera bajo la luz amarillenta. Hacía más calor ahí dentro. Yu veía el sudor en su frente. Tarareando una canción, aunque desafinada, Peiqin se había puesto de puntillas para volver a meter los platos en el armario destartalado. Él fue a ayudarle enseguida. Tras cerrar la puerta del armario, se quedó quieto detrás de ella, rozándola, y luego le pasó los brazos por la cintura. Ella se reclinó contra él y no intentó detenerlo cuando le acarició la espalda.

– Es curioso, ¿no? Pensar que el inspector jefe Chen acabaría envidiándome.

– ¿Qué? -murmuró ella.

– Me ha dicho que era un marido con mucha suerte.

– ¿Cómo?

Él le besó la nuca, agradecido por la cena de aquella noche.

– Vete a la cama. Yo no tardaré.

Él le obedeció, pero no quería dormirse antes de que ella viniese. Se quedó un rato tendido sin apagar la luz. Desde afuera, en la calle Jingling, llegaba el ruido de todo tipo de vehículos, aunque cada cierto rato el rumor del tráfico se perdía en la noche. Un mirlo cantaba nostálgico en el arce. La puerta del vecino se cerró de golpe al otro lado de donde estaba la cocina. Alguien hacía gárgaras en la fregadera de cemento común y le llegó el sonido lejano de una mano aplastando un mosquito contra una rejilla de la ventana.

Luego oyó que Peiqin apagaba las luces de la cocina y entraba silenciosamente en la habitación. Se puso un viejo camisón de seda, y él percibió el ligero roce de la tela. Se quitó los pendientes, que dejó sobre un platillo en la cómoda. Sacó una escupidera de plástico de debajo de la cama y la puso en el rincón tapado por el armario. Se oyó un borboteo. Por fin llegó hasta la cama y se deslizó bajo la manta. No le sorprendió que ella se acurrucara a su lado. Sintió que ahuecaba la almohada para encontrar una posición más cómoda. Su camisón quedó abierto. Él le tocó, tímido, la piel suave del vientre, sintiendo el calor de su cuerpo, y le estiró las rodillas contra sus muslos. Ella lo miró. En sus ojos encontró la respuesta que esperaba. No querían despertar a Qinqin. Reteniendo la respiración, Yu intentó moverse haciendo el menor ruido posible. Ella le ayudó y se quedaron abrazados por largo rato. Normalmente, se quedaba dormido, pero esa noche su mente seguía funcionando con una claridad intensa.

Peiqin y él eran personas normales y corrientes, ciudadanos chinos trabajadores que se contentaban con poca cosa. Una cena con cangrejos, como la de esa noche, los hacía felices y los emocionaba. En realidad, las pequeñas cosas tenían una gran trascendencia para ellos: por ejemplo, una película el fin de semana, una visita al Jardín de la Gran Visión, la canción de una cinta nueva o un jersey de Mickey Mouse para Qinqin. A veces él se quejaba como los demás, pero se consideraba un hombre con suerte: una mujer maravillosa, un hijo maravilloso, y nada tenía más importancia en este mundo.

– El cielo o el infierno están en nuestra cabeza, no en las cosas materiales que poseemos -le había dicho el Viejo cazador en una ocasión-.

Sin embargo, había unas cuantas cosas que el inspector Yu quería tener, como un piso de dos habitaciones y cuarto de baño, pues Qinqin ya era un chico crecido que necesitaba su propio espacio, y así Peiqin y él no tendrían que hacer el amor aguantando la respiración. ¡Y qué decir de una cocina a gas en lugar de una cocina a carbón y un ordenador para Qinqin!. Él había desperdiciado sus años de escuela, pero su hijo tendría un futuro diferente. La lista era bastante larga, pero sería agradable que se cumplieran esos primeros deseos. Todo esto, decía el Diario del Pueblo, estaría al alcance de la mano en un futuro cercano. «Tendremos pan, y leche también», decía un leal bolchevique a su mujer, habiéndole sobre el futuro maravilloso de la joven Unión Soviética en una película sobre la Revolución Rusa. Yu la había visto varias veces en sus años de instituto al ser la única película extranjera que se podía ver en aquella época. Ahora la Unión Soviética prácticamente había desaparecido, pero el inspector Yu seguía creyendo en las reformas económicas de China. Mientras sacaba el cenicero de debajo de un montón de revistas, se esperanzó en quizá en unos pocos años mejorarían muchas cosas para el pueblo chino.

¡Pero esos hijos de los cuadros superiores eran una de las cosas que hacían la vida tan difícil para el resto de los chinos! Gracias a sus relaciones familiares, conseguían privilegios que otros ni soñaban, y luego triunfaban labrándose una carrera política. Wu Xiaoming era el ejemplo típico de hijo de cuadro superior, y seguramente pensaba que el mundo era como una sandía que él podía cortar en trozos a su antojo antes de escupir las vidas ajenas como si fueran pepitas. Hacía tiempo que el inspector Yu había aceptado que la vida no era justa con todos. Los antecedentes de la familia, para empezar, marcaban una gran diferencia, aunque en ningún otro lugar tanto como en la China de los años noventa. Pero ahora Wu Xiaoming había cometido un asesinato. De eso estaba convencido. Mirando absorto el techo, venían a su mente imágenes precisas de lo que había ocurrido la noche del 10 de mayo: Wu llamaba por teléfono, Guan iba a su casa, comían caviar y hacían el amor, para después estrangularla, meter el cuerpo en una bolsa de plástico negra, llevarlo canal y la lanzarlo al agua.

– Tu inspector jefe tiene muchas cosas en la cabeza -dijo Peiqin acurrucándose contra él-.

– Todavía estás despierta -se sobresaltó-. Sí, es verdad. Es un caso difícil, y hay gente importante involucrada.

– Quizá haya algo más.

– ¿Y tú cómo lo sabes?

– Soy una mujer -esbozó una sonrisa-. Los hombres no os dais cuenta de lo que lleváis escrito en la cara. Un inspector jefe atractivo y, además, poeta conocido… Debe de ser un soltero muy prometedor, pero parece muy solitario.

– ¿Tu también sientes debilidad por él?

– No, ya tengo un marido maravilloso.

Él volvió a abrazarla. Antes de dormirse, oyó un leve ruido cerca de la puerta. Se quedó escuchando un momento y luego recordó que todavía quedaban varios cangrejos vivos. Ya no se arrastraban por el fondo del cubo de madera cubierto de sésamo. Ahora eran las burbujas de la espuma de los cangrejos, la espuma con que se humedecían unos a otros en la oscuridad.