174584.fb2 Muerte en el Exilio - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

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17. La fotografía grande

Maureen nunca había visto las fotos que les hacían a las mujeres después de las palizas. Había fotos brillantes por todo el suelo, un mosaico de partes del cuerpo vistas desde diferentes ángulos iluminado por una luz blanca muy intensa.

– ¿Siempre son así? -susurró, con respeto.

– No. -Leslie se sentó a su lado y echó una ojeada al mar de fotografías-. Normalmente, no son tan malas. Estas son las peores que he visto en mi vida.

Ann estaba apoyada en una pared blanca y sólo llevaba ropa interior muy vieja. Miraba a la cámara, ausente y resignada, con el labio colgando con una apatía Hindleyesca. Fotos de cuerpo entero de frente, de lado y de espaldas servían para establecer el tamaño de la mujer y luego las fotos se centraban en las heridas, dividiendo el cuerpo en partes más digeribles. Estaba muy delgada; tenía los brazos del grosor de un lápiz y el hueso de la pelvis le sobresalía por la espalda. Había un abismo de unos cinco centímetros entre sus huesudos muslos. Se le veían todas las venas azules de la barriga hundida y tenía los pechos caídos. Alguien se había ensañado de mala manera con ella.

Le habían partido el labio de un puñetazo y se lo habían dejado hinchado de un modo muy grotesco. Tenía la espalda llena de moretones negros y amarillos, le iban desde el torso hasta el pecho, deslizándose por debajo del sujetador gris. Había un grupo de fotos que se centraban en las heridas de las ingles. Enfocaban el pudoroso puente de las bragas, un trozo de algodón blanco en medio de una mancha oscura que se extendía hasta las rodillas.

– ¿Ves eso? -Leslie se inclinó hacia adelante y señaló un moretón redondo en la nuca de Ann, moviendo el meñique como si no quisiera tocar la foto-. Eso es una huella, de zapato.

– Jesús -susurró Maureen-, debió de resistirse como una leona.

– No -dijo Leslie, cogiendo una de las fotos de cuerpo entero y señalando las palmas de las manos de Ann-. Mira esto. No hay ni una señal en las palmas de las manos ni en los brazos.

Maureen no lo entendía.

– ¿Y eso que significa?

– Cuando te están pegando, te pones así. -Leslie se puso las manos encima de la cabeza y dobló la espalda-, pero Ann no lo hizo. ¿Ves ese moretón tan grande? -Leslie dibujó una diagonal sobre el pecho-. No se defendió en absoluto. Posiblemente estaba inconsciente.

– Puede que ya no tuviera tanta fuerza -dijo Maureen, señalando las piernas de Ann en la foto de cuerpo entero. Tenía cortes y moretones por toda la espinilla, tan delgada como la hoja de un cuchillo. Ann tenía la costumbre de caerse muy a menudo. Se había caído durante mucho tiempo. Maureen miró los ojos cansinos de Ann-. Parece que ya esté muerta.

Se quedaron sentadas mirando las fotos, frunciendo el ceño, asqueadas y tristes. Maureen intentó imaginarse lo enfadado que debe estar alguien para golpear de aquella manera a una persona inconsciente. Las nubes se abrieron y, durante un momento muy breve, el salón de Leslie estaba lleno de brillantes rayos de sol.

Era un piso pequeño en un buen edificio de clase media en Drumchapel. Leslie tenía mucha suerte con los vecinos. Eran mayores y cuidaban los unos de los otros, y mantenían el pasillo limpio y ordenado. Los pisos eran pequeños y estaban ordenados, tenían el techo bajo, unas habitaciones cuadradas y pequeñas y una galería desde la puerta hasta la parte trasera de la cocina. Lo que más le gustaba a Leslie era comerse algo caliente al aire libre, decía que la hacía sentir una privilegiada, y en las noches más cálidas solían sentarse en la galería, mirando el paisaje, y cenaban juntas. Maureen supuso que ahora se sentaba con Cammy; su presencia era evidente en cada rincón de la casa. Tenía la chaqueta colgada en el recibidor, la espuma de afeitar en el baño y, a juzgar por las tazas celtas en la cocina y los horribles óleos de Jock Stein, se había traído sus posesiones más preciadas al piso de Leslie para poder tenerlas cerca. Maureen se reprendió a ella misma. Debería desearle lo mejor a Leslie, después de todo era su amiga, y parecía que eran felices juntos, la casa era muy agradable. Volvió a mirar a Ann y se apoyó en el sofá para distanciarse de las fotos.

– ¿Ann sabía que eras la prima de Jimmy? -preguntó.

– No -dijo Leslie-. No reconocí el nombre pero sí a ella cuando la vi. Mamá tiene algunas fotos de la boda de un primo nuestro de hace algunos años y Ann y Jimmy estaban allí. Me mantuve separada de ella.

– ¿Les dijiste a los del comité que la conocías?

– No, bueno, no estaba segura. No sabes lo contenta que me puse cuando me dijiste que no creías que hubiera sido él.

– No parecías muy contenta.

– Quería que fuera verdad -dijo Leslie-. Me sentí muy aliviada.

– Jimmy está extremamente demacrado. A su lado, Ann parece una levantadora de pesos.

– Ya -dijo Leslie, rascándose la cara con la palma de la mano y mirando las fotos-. Pero ¿cuánta fuerza se necesita para darle una patada a alguien en la nuca, Mauri? -empezó a recoger las fotos, poniéndolas todas juntas en una pila.

Maureen se acordó de los pequeños tipos duros llegando a casa para cenar pan con mantequilla.

– Leslie, ¿tenemos que devolverlas?

Leslie se quedó pensativa, pasando los dedos por los extremos de las fotos.

– ¿Quieres correr ese riesgo, Mauri? ¿Y qué pasa si lo hizo él?

– Ve a visitarlo a su casa.

– No quiero.

– Alguna vez tendrás que hacerlo. ¿Podemos quedarnos las fotos hasta que lo hayas visto?

– No quiero ir a verlo. -Leslie juntó las fotos, golpeándolas por los lados contra la mesa de café y con cara de perplejidad-. ¿Por cierto, cómo es que las tienes tú?

Maureen le dio una fuerte calada al cigarro.

– Yo sólo… no sé, quería verlas.

– Ya -dijo Leslie, como si lo entendiera-. Ann era una pobre mujer, ¿no?

Maureen quería seguir con el tema.

– Si se iba a comprar y volvía borracha, puede que bebiera por los alrededores. Podemos fotocopiar su cara de la fotografía grande y preguntar por los bares cercanos a la casa de acogida. Podemos hacerlo esta noche si no haces nada.

– No -sonrió Leslie-. No, no hago nada.

Maureen metió la mano en el bolsillo de los vaqueros y sacó un trozo de papel con el nombre de la hermana de Ann. Le iba a contar a Leslie lo que Jimmy había dicho acerca del señor Akitza, que era moreno y muy grande, pero Leslie ya lo odiaba lo suficiente tal como era y ni siquiera lo había conocido. Le dio el nombre a Leslie, le dijo que estaba en algún lugar de Streatham, y Leslie llamó para pedir más información, esperó mucho rato y luego preguntó «¿Por qué no?» un par de veces. Se enfadó y colgó el teléfono. La operadora no podía darle el número de teléfono si ella no le decía el código postal. Leslie le contestó que no sabía ni su código postal, pero posiblemente encontrarían el número de teléfono en la biblioteca Mitchell.

Se tomaron un café en el salón y Leslie les echó un chorro de whisky para aliviar la resaca de Maureen y para darse un gusto ella misma. Bebieron, fumaron y pensaron en cómo podrían descubrir qué ponía en la tarjeta que Ann recibió antes de marcharse.

Ann tenía una amiga en la casa que se llamaba Senga. Se había quedado hasta pasadas las Navidades y existía una posibilidad, aunque remota, de que Ann le hubiera enseñado el contenido del sobre. Leslie dijo que podía conseguir la nueva dirección de Senga en la oficina, y que podrían ir y hablar con ella. Cuántos más planes hacían juntas, más se entusiasmaban y ya parecía como en los viejos tiempos, pero Maureen sabía que no era lo mismo. Aún no se había aclarado la tensión entre ellas y lo más probable es que no se aclarara nunca. Observó cómo Leslie apagaba su cigarro, aplastando las dudas en el cenicero de cristal azul. Ya no había vuelta atrás. Nunca volverían a tenerse aquella confianza cristalina. Los ojos rebeldes se le llenaron de lágrimas otra vez y se levantó, excusándose, diciendo que tenía que ir al baño. Se sentó en el lateral de la bañera y se calmó respirando hondo y con reproches muy mordaces.

– Mauri -la llamó Leslie mientras venía por el vestíbulo, y por un momento Maureen pensó que la había visto llorar-, ¿qué podemos hacer si descubrimos algo?

– ¿Decírselo a la policía?

– No puedes ir a la policía, aún están detrás de ti por lo que le hiciste a Angus en Millport.

– Algunos policías están detrás de mí por eso -dijo Maureen.

– ¿Por qué están detrás de ti los otros policías?

Maureen se sentó, se bebió el carajillo y se quedó pensativa. Cogió el listín telefónico y buscó la comisaría de la calle Stewart, marcó el número de la centralita y preguntó por Hugh McAskill.

Hugh McAskill cogió el teléfono antes de que sonara.

– ¿Diga?

– Oh, ¿Hugh?

– Sí, Hugh McAskill, ¿en qué puedo ayudarla?

– Hugh, soy Maureen O'Donnell.

– Maureen. -Ella podía escuchar que se estaba riendo-. ¿Estás bien?

– Sí. Sólo me alteré un poco. -Estaba muy enfadada con él pero sabía que no tenía ningún derecho.

– Maureen, en cuanto a lo del otro día, lo siento…

– No pasa nada.

– … pero es mi trabajo. Ir a ver a gente y hacerles preguntas sobre crímenes que no se han resuelto es mi trabajo. No puedo negarme a hacerlo sólo porque me gustes.

– Lo sé -dijo ella-. Tenía un mal día.

– Ya -dijo él. Parecía que estuviera mirando alrededor de la comisaría y luego volviera al teléfono-. Bien. Bien. Nunca volviste a verme.

Maureen se imaginó de pie enfrente de la mesa caballete de policías enfadados con sus recargados uniformes. Leslie la observaba expectante desde el sofá.

– Iba a hacerlo -dijo insegura.

– Pensé que nos veríamos en la reunión.

Hugh asistía a unas reuniones de supervivientes de incestos los jueves y se lo había revelado a Maureen para poder invitarla. Ella había ido una vez, había ido el tiempo justo de tomarse un café y ver a Hugh, pero un hombre muy pesado se le acercó y no pudo soportar la reunión entera. Pensó que tendría que hablar de ella misma y de su familia, y no era capaz de hacerlo.

– Quería ir… Hugh, te he llamado porque… si yo tuviera información sobre un crimen, ¿te encargarías de la investigación?

– Siempre estamos buscando información -dijo Hugh, sin dudarlo-. ¿Es por algo que ha pasado en Glasgow?

– No, fue en Londres.

– No es nuestra jurisdicción pero podemos pasárselo a ellos. Oye, no te vayas a meter en ningún lío.

– No lo haré, Hugh.

– Maureen, el ataque de Millport, Joe va a seguir insistiendo. Está convencido de que lo único que Farrell quiere es una condena más leve.

– Creo que tiene razón.

– Está decidido a arrestarte por eso. Lo peor que puedes hacer es involucrarte en otro asunto.

– No me estoy involucrando.

– Escucha. -Hugh habló incluso más bajo-. Te lo voy a preguntar otra vez: ¿te está escribiendo Farrell?

Maureen miró a Leslie.

– No. -Era una pequeña mentira y Hugh era un buen hombre que se había saltado las reglas para ayudarla. Se merecía algo mejor y ella se sentía una cualquiera por mentirle.

– En el hospital dijeron que sí -insistió Hugh.

– Quizás está enviando las cartas a una dirección equivocada.

– Lo han investigado, envía las cartas a tu casa.

– Bueno, pues yo no recibo ninguna carta, así que no sé qué está pasando.

Leslie la miraba desde el sillón, poniendo caras de no entender nada cuando mencionaba las cartas.

– De acuerdo -dijo Maureen, decidida-. Escucha, estaremos en contacto.

– ¿Tendré noticias tuyas pronto?

– Claro. Adiós. -Colgó. Leslie la estaba mirando atentamente.

– ¿Te ha preguntado por las cartas de Angus Farrell? -le preguntó Leslie.

– Sí. Las enfermeras les han dicho que me está mandando cartas. -Se sentó al lado de Leslie en el sofá-. Quieren verlas pero no puedo… Dios, hablan de lo de Millport y todo eso. Si alguna vez me acusan por lo del ataque, podrían descubrirlo todo.

– ¿No creerás que también le escribe a Siobhain, verdad? Él sabe dónde vive, seguro.

– No lo sé -dijo Maureen-. No la he visto desde antes de Navidad.

– Deberíamos ir a verla.

Como la mayoría de mujeres de su sala, Siobhain había sido brutalmente violada por Angus. Era la única persona viva que podía explicar lo que Angus había hecho, al menos la única que podía hablar usando frases enteras, y seguro que si él salía a por alguien, saldría a por ella.

– Su escritura es más controlada -dijo Maureen pausadamente-. Creo que está mejorando.

– Aún así, ¿todavía está loco, no? -dijo Leslie.

– Las cartas parecen de un loco pero está fingiendo. Sé que está fingiendo.

– ¿Cómo lo sabes?

Maureen agitó la cabeza.

– Está todo demasiado planificado -dijo-. No son lo suficientemente espontáneas. No sé. Es difícil de explicar. Joe McEwan cree que es lo que quiere. Dice que Angus obtendrá una sentencia menor y que lo dejarán salir. ¿Crees que vendrá a por mí?

– No lo sé.

Maureen necesitaba desesperadamente palabras de ánimo y apoyo.

– ¿No creerás que estoy en peligro, no? -dijo, intentando provocar una respuesta.

– Tonterías -dijo Leslie, con una sonrisa incierta en la cara-. Intenta ser razonable respecto a esto. Si fuese a por ti, ¿por qué te escribiría poniéndote sobre aviso? Eso supone pruebas en su contra.

Maureen quería que Leslie tuviera razón, pero Angus era brillante, posiblemente mucho más brillante que ellas dos juntas, y todo lo que hacía tenía una razón de ser.

Cruzaron la ciudad hasta la biblioteca Mitchell, un edificio Victoriano imponente que estaba peligrosamente situado al borde de un pasaje subterráneo de la autopista. Era un edificio aparentemente grande, dentro había una gran biblioteca, una cafetería y un teatro. Había un portero obeso sentado en la recepción, jadeando ante el esfuerzo de estarse ahí quieto. Les indicó que fueran a la cuarta planta.

El Centro de Información Comercial era una sala tranquila con tres clientes desaliñados sentados equidistantes los unos de los otros en una gran mesa. La iluminación era suave y relajante y el chico de detrás del mostrador sonrió mientras se dirigían hacia él.

– Díganme, señoras, ¿en qué puedo ayudarlas? -dijo, con los ojos ansiosos por el deseo de ser de utilidad.

– Necesitamos utilizar una fotocopiadora, de color si es posible. -Maureen intentó no sonreír-. Y un listín telefónico de Londres.

– Nuestra fotocopiadora de color está ahí-dijo, señalando con el dedo la pared del fondo-, y cuesta cincuenta peniques por copia. Ahora, Londres, ¿norte o sur?

No tenían ni idea.

– Tengo un mapa -dijo el hombre amablemente, sacando un pequeño diagrama con las regiones postales de Londres y aguantándolo delante de él-. Por favor, tómense el tiempo que necesiten.

Apabullada por la cortesía del hombre, Leslie se fue hacia la fotocopiadora de color. Al cabo de un rato, Maureen localizó Streatham en el mapa, al sur del río, junto a Brixton. El hombre debía de tener los brazos doloridos.

– Sur -dijo Maureen, bajando el mapa para mirarlo a él-. Creo que está en el sur.

– Este lugar es como una convención de bichos raros -dijo Leslie con firmeza, cuando ya estaban en el ascensor.

– Sólo intentaba ayudar -dijo Maureen.

– ¿Conseguiste el número?

– Sí. Es la única Akitza del listín. También miré en Londres norte, para estar segura, pero sólo había una y estaba en alguna parte de Middlesex.

Maureen levantó la vista. Leslie se había girado hacia ella y estaba de pie, erguida. Parecía que estaba temblando.

– Siento haber intentado pelearme contigo, Mauri -dijo, y puso una cara como si fuera a llorar.

– Yo siento haberme portado como una imbécil -dijo Maureen-. Respecto a Cammy, Leslie me alegro por ti.

Leslie apartó la mirada y su respiración volvió a ser normal. Se quedó callada un momento, mirando al suelo.

– ¿Te importa hacer esto por Ann? -preguntó.

– No -dijo Maureen, pero ambas sabían por qué lo hacía, y ambas sabían que no lo hacía por Ann.