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Williams había ido un momento al lavabo y había dejado la grabadora funcionando. Estaban en una sala de interrogatorios pequeña. Las paredes de color gris pálido estaban manchadas de amarillo por el humo de los cigarros. En el aire había el olor de unas cien personas asustadas que habían pasado por allí, y Bunyan podía oler su sudor, sus mentiras desesperadas y las resignaciones nerviosas. Jimmy Harris estaba fumando y mirándose las manos. Había estado callado todo el viaje hasta Carlisle y se había quedado dócilmente en la celda de arresto. Cuando fueron a buscarlo por la mañana, sólo preguntó por sus hijos. Harris no tenía ningún plan, eso ya había quedado claro. Se lo estaba inventando todo sobre la marcha, atrancándose con su propia historia, volviendo atrás cuando se veía atrapado y diciéndoles la verdad cuando aparecían las lágrimas. No pretendía salvarse con la mentiras, no le importaba lo que pudiera pasarle a él, pero se preocupaba por sus hijos.
Levantó la mirada hacia ella y relajó la barbilla en lo que pareció una sonrisa educada.
– ¿Está bien? -preguntó Bunyan, ahora que podía ser amable sin contradecir a Williams porque estaban los dos solos.
Harris respiró y asintió.
– Los niños estarán bien, ya lo sabe.
Harris volvió a asentir, nervioso, y dio otra calada al cigarro.
– Tiene suerte con su familia -dijo ella-. Yo no sé si hubiera encontrado a nadie de mi familia dispuesto a quedarse en casa un viernes por la noche para cuidar a mi hija.
Harris soltó el humo.
– ¿Tiene hijos?
– Sí. Una niña. Tiene tres años. Se llama Angie.
Harris se ablandó.
– Un nombre bonito. Mi mujer -hizo un gesto indicando el pasado y dio una calada al cigarro- quería una niña. Tuvimos cuatro hijos porque ella quería una niña.
– A mí ahora me gustaría un niño.
– Los niños son más difíciles. No son tan obedientes como las niñas.
Bunyan se rió y se reclinó en la silla.
– No ha tenido una hija, ¿verdad? Son terribles. Cualquier cosa que les digas, la hacen al revés. Igual que cuando crecemos.
Harris sonrió y enseñó sus pequeños y feos dientes, pero Bunyan no se dio cuenta. Estaba mirándolo a los ojos. Solo, con cuatro hijos y sin un penique. Dios. La cara de Harris se volvió sombría de repente y miró la grabadora.
– ¿Me promete que mantendrá a los asistentes sociales lejos de mis hijos?
– No puedo prometérselo, señor Harris, pero lo intentaré.
Harris, tembloroso, respiró hondo y apoyó los codos en la mesa, sujetándose la cabeza entre las manos.
– Estaba en Londres -dijo hacia la superficie de la mesa-. Alguien pasó un billete por debajo de la puerta y fui a Londres en avión sólo durante un día.
Sorprendida por esa información vital, Bunyan se olvidó de los formalismos.
– ¿Quién haría eso? -susurró.
– No lo sé. Pero creo que es mejor que se lo diga yo, porque si no lo hago yo lo harán ellos.
Kilty tenía razón sobre Argyle. Era una calle corta y estrecha pero el edificio de ladrillo amarillos estaba sucio y menos cuidado que Dumbarton Court. Maureen miró por el panel de cristal de la puerta del bloque seis y supo que no quería entrar allí. La escalera estaba llena de latas de refrescos quemadas, colillas y bolsas de patatas fritas vacías. Al pie del tramo de escaleras había lo que Maureen esperaba que fuera una cagada de perro. Escuchó a alguien que bajaba despacio las escaleras, daba pasos inseguros e irregulares. Se alejó de la puerta y cruzó la calle, se quedó en la parada del autobús, atenta. Se abrió la puerta y salió una mujer delgada, tambaleándose al andar, con los ojos brillantes como cristales y preocupados. Llevaba una sudadera con la frase viva las vegas grabada con unas letras de aspecto gomoso, de aquellas que se borran si se lavan con agua caliente. Se dirigió hacia la colina, recobrando el equilibrio apoyándose en la pared de la parada del autobús. No parecía más capaz de cuidar de sí misma que Maureen. Maureen, con cautela, se aproximó a la entrada y subió al segundo piso, recordándose que sólo se trataba del camarero aburrido y que lo único a lo que debía temer eran a las largas pausas.
No había ninguna alfombrilla de bienvenida delante de la puerta del apartamento 2/1. La puerta estaba blindada con hojas de metal atornilladas a la madera y había una puerta protectora, construida con hierro forjado como el de las haciendas de los años setenta, que sobresalía de la pared unos diez centímetros. La mirilla, grande y tridimensional, como una canica, estaba incrustada en la puerta de modo que, desde el interior del piso, se pudiera ver el descansillo de las escaleras y todos y cada uno de los oscuros rincones del rellano. El timbre estaba perforado en la pared. Lo apretó y retrocedió, esperando a que alguien contestara.
– ¿Quién es? -Era una voz de hombre, escocés, y sonaba nervioso.
Maureen esperaba que fuera el camarero.
– He recibido un mensaje que me citaba aquí.
– ¿De quién?
– En mi busca.
Se abrieron, crujieron y se deslizaron cuatro o cinco cerrojos de distintas clases. Se abrió la puerta con la cadena puesta. El ojo del hombre la miró, de arriba a bajo, mirando detrás de ella. Cerró la puerta, quitó la cadena y abrió la puerta, quitando las barras, haciéndole señales para que entrara mientras vigilaba las escaleras de reojo. Era blanco y tenía unos cuarenta años, tenía una cicatriz con relieve de un cuchillazo en la mejilla izquierda. La piel se había contraído mientras la herida se curaba, dejando la piel flácida y hacia dentro. Tenía otra cuchillada más antigua y limpia que empezaba en la piel suave de alrededor del ojo izquierdo, cruzaba la mejilla y acababa en una espiral muy artística en la punta de la nariz. Las cuchilladas en la cara son habituales entre las bandas escocesas, para dar una lección a alguien o marcar al enemigo. No era extraño que estuviera nervioso. No era extraño que se hubiera marchado de Glasgow.
– Entre -susurró, agitando su mano con urgencia, haciéndola entrar.
Maureen no quería entrar. No le gustaban las barras en la puerta ni las escaleras sucias ni los cerrojos.
– ¿Quién es usted? -dijo ella, cruzándose de brazos y descansando todo el peso en una sola pierna, haciéndole saber que no iba a moverse de allí.
– Tam Parlain -dijo, y la señaló-. Es de Glasgow, ¿verdad?
– Sí.
– Habrá oído hablar de mi familia.
– No -dijo Maureen-. Lo siento, no los conozco.
Tam Parlain todavía estaba mirando hacia las escaleras.
– Venga ya -dijo-. Seguro que ha oído hablar de los Parlain, de Paisley.
– Pues no, lo siento. ¿Por qué tendría que conocerlos?
Él la miró con cara de decepcionado.
– Bueno -dijo, en tono modesto-, salimos mucho en las noticias.
Sonrió y la cicatriz de la mejilla se le arrugó, convirtiendo la piel en un pezón. Se acordó de cómo le quedaba la cara y dejó de reír. Maureen se imaginó que los Parlain no cultivaban calabazas gigantes.
– Entre -dijo-. No puedo tener la puerta abierta.
– ¿Por qué?
– Unos tíos me están buscando.
– ¿Sabe algo de Ann?
– ¿Ann? ¿La pobre chica que encontraron? Sí, entre.
Maureen estaba recelosa e insegura, pero se acordó de Kilty y apretó el peine para apuñalar que llevaba en el bolsillo. Entró sigilosamente por el escaso hueco de veinte centímetros que Parlain había abierto la puerta. El cerró la puerta y Maureen observó cómo volvía a echar todos los cerrojos. Intentó recordar el orden y la mecánica de cada uno pero para cuando entró en el salón ya se había olvidado del segundo y del tercero.
El salón era un rectángulo con una cocina empotrada al fondo y una barra de desayunos americana. Los armarios con estantes de la cocina no estaban bien encajados y faltaban algunas puertas. Los armarios estaban vacíos. Junto a la pared había un sofá barroco de piel verde oscuro con grandes almohadones y, a un lado, una mesita de té que habían limpiado hacía poco y todavía estaba mojada. La habitación estaba ridiculamente limpia. Las paredes estaban pintadas de color blanco deslumbrante. No había ninguna alfombra, sólo unos grandes e inmaculados cuadrados de cartón madera, pintados de negro. La ventana panorámica tenía barrotes por la parte interior.
– Siéntese -dijo, indicándole el arrugado sofá de piel.
Maureen se sentó, con las manos junto a las piernas encima del sofá y los ojos clavados en él. Tam Parlain se movía como un fumador de dos paquetes diarios y tenía los ojos hundidos y mentirosos.
– Tam -dijo Maureen-. ¿Me ha enviado un mensaje a mi busca?
– Sí.
Se sentó junto a ella en el sofá, girándose para mirarla de frente, con el brazo estirado por encima de la cabeza de ella, igual que un adolescente torpón que no sabe cómo pegarse el lote con una chica. Volvió a dibujar una media sonrisa y la señaló con el dedo.
– Perdona -dijo-. ¿Cómo has dicho que te llamabas?
Maureen no quería que aquel tipo tan repulsivo supiera su nombre. Posiblemente, el camarero ya se lo habría dicho.
– Marian -dijo ella.
Si verificaran los nombres, los dos pensarían que el otro lo había entendido mal.
– Marian. -Él se tomó su tiempo para pensar en ello y Maureen supo que el camarero le había dicho que se llamaba Maureen.
– ¿De qué parte de Glasgow eres, Marian? -dijo él, intentando situarla en la ciudad y adivinar si tenía algún contacto en su mundo.
– De Glasgow -dijo ella, incorporándose y sacando los cigarros del bolsillo. No quería ofrecerle a Parlain un cigarro por si la tocaba-. El camarero del Coach and Horses le dio mi número, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Sabe algo de Ann?
– Sí, Ann. Pobre Ann. -Apoyó la cabeza en el sofá-. Fue horrible.
Maureen se llevó el cigarro a la boca y, mientras lo encendía, notó que tenía las manos mojadas y que le olían mal, como a detergente. Se las notó arenosas. Aquel tipo había limpiado el sofá de piel con detergente líquido. También había fregado el suelo y la mesita de café, y los armarios de la cocina estaban vacíos. Había lavado todos los objetos y superficies de la casa. Liam se habría vuelto igual de paranoico si no hubiera dejado de traficar. Maureen se giró hacia él, compadeciéndolo por su vida, asintiendo a todo lo que decía.
– Sí -dijo-, horrible. ¿Y cómo es que conocía a Ann?
– Bebíamos en los mismos bares -dejó que la conversación titubeara.
– ¿Conoce a su hermana? -preguntó Maureen.
Parlain negó con la cabeza y se volvieron a encontrar los dos mirándose a los ojos sin saber qué decirse.
– Vive unas calles más arriba -dijo ella.
– No, no la conozco -dijo él, mirando fijamente a Maureen como si estuviera esperando que hiciera algo.
– ¿Qué quería decirme, Tam?
– Ah, sí. -Miró al suelo y se puso muy serio-. Estabas preguntando por un hombre. Creo que lo conozco.
– ¿Lo conoce?
– ¿Esa foto que enseñas…?
Esperó, inclinándose hacia ella expectante. El tipo más paranoico de Brixton había llamado a una extraña para que fuera a su piso fortaleza para ver si podía ayudarla en algo. Maxine ya les había advertido sobre eso: les había dicho que se deshicieran de aquella foto.
– Me temo que la he perdido -dijo ella, inocentemente-, pero ¿qué le parece si le describo al tipo de la foto?
Parlain no estaba muy convencido.
– ¿Sería capaz de identificarlo? -preguntó ella.
Parlain no estaba nada convencido.
– Es inconfundible, creo yo -dijo ella.
– ¿Cómo la has perdido? -dijo él bruscamente.
– ¿Cómo he perdido el qué?
– La foto -hablaba casi gritando.
– Estaba en un bar y se la enseñé a alguien y me pidió si podía quedársela.
– ¿En el Coach? -Se estaba poniendo rojo, se había levantado y se fue hasta la ventana con barrotes con las manos en la espalda.
– No. -Maureen intentó recordar el nombre de otro bar-. Era el que está junto a… -Señaló con el dedo y frunció el entrecejo como si no se acordara muy bien-. Junto a… Frente a la estación de tren, cruzando la calle.
Él estaba a su lado, inclinado y con la frente arrugada.
– ¿El Swan?
– Es posible, no conozco demasiado bien esta zona.
Maureen quería salir de allí. Lo sentía mucho por Parlain pero no sabía de qué era capaz. Él se acercó todavía más y ella notaba su respiración en la frente.
– ¿Un bar grande, con una barra muy larga y un camarero calvo? ¿Habla como un maricón?
– Creo que sí -dijo ella, con muchas ganas de largarse-. Exacto, en ese.
– ¿Cómo era el hombre?
– ¿Qué hombre?
– ¿El que se quedó con la foto?
– Bajo, con acento inglés y llevaba un abrigo negro…
– ¿Gordo?
– Sí, estaba bastante gordo.
– Ya -dijo él, con los brazos colgando y los dedos retorcidos como gusanos. Volvió hasta la ventana y miró el paisaje-. ¿Y estaba allí cuando te fuiste?
– Sí, fue hace quince minutos. Me sonó el busca cuando estaba con él. -Parlain iba a marcharse al Swan y la iba a dejar allí.
– Yo lo llevaré hasta el lugar. Era un tipo amable, estoy segura de que me devolverá la foto si se la pido.
Él la miró.
– Sí. -Se le estiraba el cuello cada vez que movía la cabeza-. Tú vendrás conmigo.
Salió disparado hacia otra habitación y volvió con una vieja chaqueta de piel.
Maureen se preguntó si también habría tenido la precaución de lavarla con agua y jabón. Se levantó, con una sonrisa estúpida en la cara.
– Pues vamonos -dijo contenta-. Le invitaré a una cerveza, si quiere.
Sin embargo, Parlain no se ablandó con la cortesía. Ignoró la oferta de Maureen, abrió la puerta y salieron al rellano. Maureen notó la corriente de aire cálido que subía por las escaleras y supo que era muy afortunada por haber salido de aquel sitio. Parlain miraba de reojo las escaleras mientras cerraba la puerta con cuidado. Se dirigió hacia la escalera, girándose de vez en cuando para verificar que ella lo seguía. Bajaron las escaleras y salieron a Argyle Street.
– No estoy muy segura de que se llame Swan -dijo Maureen, pensando mientras caminaba-. Está pasada la boca del metro y un poco más arriba.
Parlain se paró.
– No es el Swan.
Maureen lo cogió por el codo, indicándole que ella se quedaría con él todo el rato.
– Da igual, vamos, se lo enseñaré. Por aquí.
Tomaron la calle que iba a parar a la calle principal. La paranoia de Parlain no se reducía a su casa, andaba cabizbajo, mirando al frente, intentando pasar desapercibido.
– Recto y al otro lado de la calle -dijo ella.
Caminó a su lado mientras bajaban la colina, parloteando sobre lo malo de Escocia, el frío que hacía, lo mucho que le gustaba Londres y lo amable que era todo el mundo. Parlain dejó de contestarle después de los primeros doscientos metros y Maureen dejó que la conversación se fuera apagando gradualmente. Cuando habían pasado el edificio de la seguridad social, Maureen empezó a reducir la marcha, andando en el límite del campo visual de Parlain durante un rato, retrocediendo un poco cuando giraron la esquina de una calle estrecha. Dejó que él cogiera un metro de distancia y entonces salió disparada, primero andando lo más rápido que pudo y luego corriendo, girando la esquina, corriendo, corriendo para alejarse de él. Bajó corriendo por Brighton Terrace y acortó el camino por una serie de callejuelas antes de llegar a la calle principal y entrar disparada en el McDonald's. Se sentó en la mesa del fondo de espaldas a la ventana. Kilty Goldfarb la vio entrar. Miró a su alrededor, se rió y se levantó, caminando despacio hacia la mesa como el malo de la película.
– Hola -dijo-. ¿Me estás evitando?
– Kilty -dijo Maureen, sudando y mirando hacia la mesa-. ¿Te apetece ir a tomar algo?
– Sí.
– ¿Por qué no sales a la calle y paras un taxi para ir al centro?
– Pareces muerta de miedo.
– Estoy muerta de miedo -susurró Maureen.
Kilty se levantó y desapareció. Al cabo de dos minutos golpeó a Maureen en el hombro.
– Venga -dijo, mirando al exterior como un guardaespaldas. Maureen se levantó y se fue deprisa hacia el taxi que las esperaba en la puerta-. ¿Dónde vamos? -dijo Kilty, cerrando la puerta del taxi y sentándose junto a ella.
– A un lugar con mucha gente y muchos bares -dijo Maureen.
– A Covent Garden -le dijo Kilty al conductor.
El taxi hizo un ruido cuando el taxista quitó el freno de mano y desaparecieron por la calle principal.