174587.fb2 Muerte en Estambul - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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Capítulo 6

Una de cal y otra de arena, así es la vida. Ayer Guikas me tiró la cal y hoy viene la arena para cambiar mi suerte. El ferry surca el mar sereno y nos devuelve a Estambul después de nuestra visita a las islas Prínkipos. Y cuando hablo de las islas no me refiero a las cuatro del grupo, sino a una sola, la propia Prínkipos. Las demás las vimos de lejos, cuando el barco pasó por delante o mientras atracaba en la «escala», como la llama la señora Murátoglu.

Todos deseábamos visitar Jalki y la Escuela de Teología, pero estaba cerrada. Así que terminamos en Prínkipos y, en calesas, dimos la «vuelta pequeña» a la isla, según nos explicó la señora Murátoglu, que conocía la historia de cada mansión de madera, de todos los viejos propietarios griegos y de algunos armenios y judíos. Nosotros nos comimos montones de fondos de la Unión Europea y no fuimos capaces de crear un mísero registro de la propiedad, mientras que la señora Murátoglu se sabe de memoria a quién pertenecen las fincas de los griegos de aquí.

Mi móvil suena en cuanto atracamos en Proti, la isla más cercana a Estambul. Leo en la pantalla el número de Katerina y me entra el pánico. ¿Cómo debo hablarle? Todas las opciones están abiertas, como se suele decir, desde un seco «dime» o «te escucho» hasta el más tierno «¿cómo estás, hija mía?». Resuelvo el dilema recurriendo a una expresión neutra, que podría utilizar tanto con mi mujer como con mi hija o incluso con algún colega que no veo desde hace tiempo:

– ¡Vaya, qué sorpresa!

Veo que Adrianí me mira extrañada y me alejo hacia la popa del barco, para poder hablar tranquilamente, libre de su mirada inquisidora.

– ¿Qué tal, papá? ¿Cómo va el viaje?

Su voz suena apagada, monótona, sin su vitalidad de siempre. La pregunta, sin embargo, me da la oportunidad de contestarle en plan turista y me aferro a ella. Empiezo a hablarle de nuestra estancia, de las excursiones, los monumentos, Santa Sofía, San Salvador, la Mezquita Azul y el recorrido por las islas Prínkipos. Al final, mis postales telefónicas decaen y me quedo sin existencias. El otro extremo de la línea permanece un rato en silencio hasta que vuelve a sonar la voz de Katerina:

– La he cagado, ¿verdad?

La pregunta es tan inesperada que me quedo sin palabras y recurro al clásico:

– ¿Qué quieres decir?

– Vamos, papá, sabes muy bien lo que quiero decir. ¡La he cagado! -repite, como si necesitara oírlo una vez más-. ¿Qué habría pasado si hubiera llevado un vestido de novia y un velo? ¡Nada en absoluto! Lo único que he conseguido es ponerme a malas contigo, con mamá y con mis suegros. Y vale, vosotros sois mis padres, pero mis suegros no me dan más que los buenos días, y a regañadientes. Y lo peor es que están cabreados también con Fanis, porque piensan que debió hacer valer su hombría para arrastrarme a la iglesia en contra de mi voluntad. Y todo eso por no querer aguantar media hora de pie en la iglesia e intercambiar coronas nupciales. ¡No entiendo qué me pasa a veces, que me pongo como una mula!

La noto tan agobiada que mi enfado se convierte en preocupación.

– ¿Qué opina Fanis de todo esto? -pregunto. Cuando las cosas se ponen feas, yo también recurro al hombre.

– Fanis es médico, papá. Como profesional y como persona. Siempre busca el remedio apropiado, se trate de una cardiopatía o de un problema familiar.

– ¿Y lo ha encontrado?

– Propuso que nos volviéramos a casar. Esta vez por la Iglesia.

Es la solución en la que nadie había pensado. Dos ceremonias: la primera, para que Katerina esté contenta; la segunda, para que estemos contentos los demás. A pesar de todo, intento no alegrarme antes de tiempo.

– ¿Y tú qué dices? -pregunto con recelo.

– Yo sólo quiero que termine el mal rollo. No puedo dormir, no tengo ganas de trabajar. En el despacho se preguntan qué me pasa. Ya se está rumoreando que no me llevo bien con Fanis. Que haya una segunda boda, que mis suegros inviten a su familia, mamá a la suya, tú a tus colegas, y acabemos con esto.

– ¿Y para cuándo esa boda?

– Por eso te he llamado. Te lo cuento a ti pero para los demás será una sorpresa. No le digas nada a mamá. Cuando volváis a Atenas encontraréis la invitación en casa.

Colgamos después de intercambiar abrazos telefónicos y yo me quedo mirando la estela que dejan las hélices del barco y la isla de Proti, que hemos dejado atrás. Mi pensamiento vuela al caso que me ha encargado Guikas. Si se prolonga demasiado, corro el riesgo de perderme la boda de mi hija. Se me ocurre advertir a Katerina que esperen hasta que pueda aclarar el caso, pero enseguida descarto la idea. En última instancia, puedo llamar a Guikas y pedirle que me sustituya otro para que yo pueda ir a la boda. La otra duda es si debo hablar con Adrianí, siquiera a escondidas de Katerina. Sé que me comerán los remordimientos si la dejo sufrir cuando podría librarla de su tormento.

Con estos pensamientos vuelvo a mi asiento. Adrianí hace un gesto que significa: «¿Qué pasa?». Con ademanes le respondo que no pasa nada y miro hacia el otro lado, para poner fin a aquel diálogo de sordomudos. Mi mirada cae sobre un rompeolas que termina en un faro.

– ¿Qué faro es ése? -pregunto a la señora Murátoglu.

– Es la linterna -responde ella con una risa-. Así lo llamábamos nosotros. Es señal de que nos acercamos a Estambul.

La señora Murátoglu interrumpe sus explicaciones porque se nos acerca la señora Petropulu. Ésta da un empujón a Adrianí con un seco «¿me permite?» con la intención de hacerse un lugar junto a la señora Murátoglu, y Adrianí aprovecha la ocasión para sentarse a mi lado.

– ¿Quién llamaba? -pregunta-. ¿Guikas otra vez dándote la lata?

– Era Katerina.

La expresión de Adrianí cambia radicalmente. Abre los ojos como platos y apenas logra mantener la voz baja:

– Dime, dime. ¿Qué ha dicho?

Me vuelvo y la traspaso con la mirada.

– Te lo diré pero, si me delatas a Katerina, no volveré a dirigirte la palabra. Ni aunque me cocines tomates rellenos.

– Te lo juro por nuestra hija. Venga, cuéntamelo.

Le hago un informe completo, de aquellos que sólo en ocasiones excepcionales entrego a Guikas. Cuando termino, ella se santigua. Dos mujeres turcas con pañuelos y abrigos largos la miran extrañadas. Una de ellas menea la cabeza con una sonrisa y alza la mirada al cielo.

– Contrólate, no estamos en Atenas -la prevengo, por si acaso.

– Mañana por la mañana iré a la iglesia de la Santísima Trinidad de Pera para encender una vela -dice y, acto seguido, se echa a llorar.

Ahora la miran sorprendidas no sólo las turcas con pañuelo sino también todos los demás, la señora Murátoglu incluida. Menos mal que la señora Petropulu había vuelto a su asiento.

– ¿Sucede algo malo? -se inquieta la señora Murátoglu.

– No, señora Murátoglu, son lágrimas de alegría. Nuestra hija se va a casar -responde Adrianí.

– Pero, bueno, ¿no me habían dicho que ya se había casado? -se extraña.

– Sí, pero ahora han decidido casarse también por la Iglesia.

La señora Murátoglu se echa a reír.

– ¿No tendrán raíces en Constantinopla sin saberlo? -pregunta.

– ¿Por qué lo dice?

– Porque nosotros, en Constantinopla, siempre nos casamos dos veces. Aquí la boda civil no es optativa sino obligatoria. De modo que primero nos casamos en el registro civil y luego en la iglesia. Si pregunta a alguien que sólo se ha casado en el registro, le dirá «sólo por lo civil». Si, en cambio, se ha casado también por la Iglesia, le dirá «sí, estoy casado». El matrimonio no se considera completo hasta que se han realizado ambas ceremonias.

– ¡Desde luego! ¿No acabamos de acordar que mantendrías el secreto? -regaño a Adrianí para pararle los pies.

– En primer lugar, estamos en Constantinopla y, en segundo lugar, sólo se lo he dicho a la señora Murátoglu. Esto no cuenta -me replica con descaro.

En el hotel me esperan cuatro faxes. Uno con las declaraciones que los vecinos de María Jambu prestaron en la comisaría de Drama. Otro con el informe forense. El tercero contiene el informe de la policía científica, mientras que el cuarto corresponde al documento oficial que solicita de la policía de Constantinopla que me acepte como contacto con las autoridades turcas mientras duren las investigaciones. Una nota manuscrita de Guikas en el fax con las declaraciones me informa de que los documentos restantes han sido traducidos y enviados por vía oficial a la Jefatura de Estambul.

Pido un café en el bar y me siento a leer los documentos. El informe del forense es aburrido, como siempre. Lo leo en diagonal hasta asegurarme de que la víctima, loannis Adámoglu, había sido hallada en la cocina de su domicilio con restos de pesticida en el estómago y en la sangre.

Los de la científica creen que Adámoglu se arrastró hasta la cocina, tal vez para beber agua, y que murió delante del fregadero. Aparte de eso, el único dato interesante es que encontraron dos bandejas en la cocina. Una contenía restos de una empanada de puerros, la otra, una empanada de queso [9] de la que sólo faltaban dos trozos. También hallaron restos de tirópita en un plato en el fregadero. La empanada de puerros estaba limpia; la de queso, por el contrario, contenía pesticida suficiente para matar a un elefante.

La imagen que se desprende de las declaraciones de los vecinos concuerda con la que me describió Vasiliadis. Todos coinciden en que Yannis Adámoglu era un tipo malvado y agresivo, que discutía con todo el mundo y había llevado a los tribunales a media Drama. «Era capaz de denunciarte por desperfectos causados a propiedad ajena sólo porque uno había llamado a su timbre por error», declaraba un vecino. Y una mujer contestaba así a la pregunta de si Adámoglu tenía enemigos: «No tenía otra cosa». La respuesta más serena aunque, a la vez, la más clarificadora, la daba el alcalde: «Aquí todos provenimos del Mar Negro y cada cual lleva su cruz, grande o pequeña. Por eso nos ayudamos los unos a los otros. Pero Adámoglu era un cabrón».

Todo lo malo que los vecinos achacan a Yannis Adámoglu se torna bueno cuando hablan de María, su hermana. La impresión general que dejan las declaraciones es que se trataba de una mujer amable, que mantenía buenas relaciones con todos los vecinos y siempre estaba dispuesta a echar una mano. Todos coincidían en que su hermano la trataba fatal, y algunos llegaban al extremo de afirmar que la pegaba pero que María lo soportaba todo estoicamente y en silencio. «Jamás abría la boca para quejarse, nunca daba pie a habladurías», declaraba una vecina. «Cargaba sola con todo.»

«Un día le pregunté por qué había venido a vivir con su hermano. ¿No habría sido mejor que se quedara donde estaba?», declaraba otra vecina. María le respondió con resignación: «Mi vida ha sido siempre así, señora Dímitra. Siempre de mal en peor».

María tenía fama de preparar unas empanadas deliciosas. «Si hubiera querido dejar plantado a su hermano e irse a trabajar a un restaurante, se habría ahorrado sufrimientos y habría ganado algo de dinero», comentaba otra vecina.

Aparte de las declaraciones, de las que ya me había formado una idea gracias al relato de Vasiliadis, el fax contiene dos datos interesantes. El primero, que María Jambu no dijo a nadie que pensaba ir a Estambul. Dijo que iba a visitar a unos conocidos de Estambul que estaban de viaje en Tesalónica. Parece ser que Vasiliadis era el único a quien confió la verdad. El otro dato, aún más interesante, era que sólo había sacado un billete de ida.

Llamo por teléfono a Markos Vasiliadis y le pido que se pase por el hotel. No sólo para informarlo, sino también para saber qué opina de todo esto. Cuando termina de leer las declaraciones, su café sigue intacto en la taza mientras que yo me he tomado tres.

Levanta la cabeza y me mira. No sabe qué decir y, como haría cualquiera, recurre a lo más anodino:

– Es cierto que sus empanadas eran deliciosas -dice-. Y le gustaba dárselas a probar a los vecinos. A veces, mi madre le decía riendo: «Basta, María. Guarda un poco para nosotros». -Calla porque necesita tiempo para digerir la amarga verdad. Hace un último esfuerzo desesperado-. ¿Seguro que lo mató María? ¿No pudo ser otra persona? Él tenía enemigos por todas partes.

– Tiene razón, pero todo indica que fue su hermana.

– Hay dos cosas que no entiendo. Primero: ¿por qué preparó dos empanadas?

– No estoy seguro, aunque lo imagino. Si ella sabía que a su hermano le encantaba la empanada de puerros, podía estar segura de que primero comería ésa y luego la de queso, que contenía el veneno. Eso le daba tiempo para estar lejos cuando su hermano muriera.

– ¿Y cómo sabía que se la comería?

Me echo a reír.

– Vamos, señor Vasiliadis. Los hombres como Yannis Adámoglu, que son tacaños y no saben cocinar, se comerían hasta la última miga que hay en casa antes de gastar dinero para comer fuera.

– Tiene razón. Mi otra pregunta es: ¿por qué sacó sólo un billete de ida?

– Porque no pensaba volver.

Desde que había leído lo del billete de ida, me preocupaba tener que dejarlo todo en manos de la policía turca y limitarme a desempeñar un papel secundario. Pero esto no hace falta que lo comente.

– Eso de la empanada de puerros es simbólico -dice Vasiliadis.

– ¿Por qué?

– María nos había dicho un montón de veces que, antes de abandonar el Mar Negro, su madre había preparado dos empanadas, una de puerros y otra de queso, para que la familia tuviera qué comer en el camino.


  1. <a l:href="#_ftnref9">[9]</a> En griego, tirópita, plato griego típico que consiste en una masa de pasta de hojaldre rellena de queso feta. (TV. de la T.)