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Capítulo 8

Nos encontramos en el paseo marítimo, el mismo que habíamos enfilado para entrar en la ciudad aunque, en esta ocasión, en dirección opuesta, hacia el aeropuerto. A mi izquierda, el mar de Mármara aparece y desaparece de mi vista entre murallas bizantinas, enormes centros comerciales, parques con viejos y jóvenes que pescan con caña desde los pretiles, viejecitas sentadas en los bancos y niños que juegan. Cuando el mar aparece, veo los barcos de pasajeros, pintados de un blanco niveo, que pasan rozando la bocana del puerto en medio de barcazas, pequeños transbordadores y barquitos turísticos.

A mi derecha se alinean una serie de tabernas parecidas a nuestros merenderos: construcciones de vidrio y contrachapado o fórmica pintados. Las mesas, tanto las de dentro como las de fuera, están dispuestas sin ton ni son. La única diferencia es que los turcos siguen utilizando manteles mientras que nosotros pasamos del papel manteca al papel gofrado.

– Veo que también vosotros tenéis tabernas por todas partes -comento a Murat.

– Esto es Kúmkapi. La lonja del pescado está cerca y se encuentran buenas piezas. -Se vuelve para mirarme-. Do you speak German? -pregunta inesperadamente.

– No. El inglés es la única lengua extranjera que hablo. -«Hablar» es una afirmación muy optimista.

– Lástima. Sería más fácil entendernos en alemán.

– ¿Hablas alemán? -me intereso al tiempo que me pregunto si la policía turca está tan avanzada.

– Yo nací en Alemania. En Esslingen, cerca de Stuttgart. Tengo dos nacionalidades, la turca y la alemana. Empecé a trabajar en la policía alemana, pero después vine a Turquía y busqué un puesto en la policía de Estambul.

– ¿Por qué te fuiste de Alemania? ¿El trabajo es mejor aquí?

– Aquí se cobra menos pero, en cambio, es más fácil ascender. Aunque no me fui por eso.

– ¿Entonces?

– Por razones familiares -responde vagamente y tuerce a la derecha.

Dejamos atrás los cuatro carriles del paseo marítimo y nos adentramos en una calleja de medio carril, por la que hasta un ciclomotor circularía con dificultad.

– Eres un gran conductor -le digo a Murat admirado al verlo deslizarse como un felino por los callejones.

Murat se ríe.

– Los trucos los aprendí aquí. Si me hubiera metido en un callejón como éste en Alemania, el coche ya estaría en el taller.

De repente descubro la diferencia entre Atenas y Constantinopla. En Atenas hay pocos monumentos visibles. La Acrópolis, el templo de Zeus Olímpico, el Ágora o, un poco más allá, el templo del cabo Sunio. Todos los demás están enterrados, sea bajo tierra, sea en las mazmorras de los museos. Aquí, en cambio, todo está a la vista, como si los que pasaron por esta ciudad lo hubieran abandonado todo de repente; luego vinieron otros, que también lo dejaron todo abandonado, y por suerte a nadie se le ocurrió poner un poco de orden. Sales de Santa Sofía y cruzas barrios llenos de casuchas baratas y tiendas al borde de la quiebra. Un poco más allá se encuentra la iglesia de San Salvador de Jora, donde está el único Cristo cabreado que he visto en mi vida; los que piden ayuda al «buen Jesús», que se den antes un paseo por esa iglesia. Cuando bajas a Pera, caminas entre parejas que van cogidas de la mano, pero en cuanto sales de San Salvador te topas con mujeres de negro y tapadas hasta los ojos, que arrastran a sus hijos de la mano. La Mezquita Azul está flanqueada por enormes hoteles que parecen salidos de Hollywood y luego entras en el palacio de Topkapi y te sientes tan pequeño como Alí Bajá delante de la Sublime Puerta. Te detienes en la costa del

Cuerno de Oro y, entre las casas medio derruidas, tu mirada descubre la torre veneciana de Gálata, admiras las viejas mansiones de Prínkipos, regresas por la tarde a la ciudad y, de repente, te encuentras en un enorme centro comercial pero, en cuanto sales, puedes toparte con barrios enteros de chabolas y comercios de mala muerte. En Atenas, a cada golpe de piqueta salen antigüedades. Aquí, si das golpes de piqueta, corres el riesgo de derruir media ciudad.

Murat aparca el coche patrulla delante de tres casas de madera. Al lado, una vivienda humilde de dos pisos, como las que se encuentran junto al Agora, construidas en los años sesenta. La primera de las tres casas es la más imponente y la más deteriorada, casi una ruina. Las otras dos, más pequeñas, han sido restauradas y parecen hermanas gemelas que visten ropas idénticas. La ruina tiene un balcón y tres ventanas, y un tejado en mansarda con desván, aunque alguien reforzó la planta baja con paredes de ladrillo y ahora parece que la construcción de madera fue añadida posteriormente.

Un policía está apostado delante de la casa. Se cuadra para saludar a Murat, le abre la puerta del coche y le sigue al interior de la casa. Yo entro el último, seguramente para hacerme a la idea de que éste es mi lugar en el caso de María Jambu.

Salta a la vista que el ladrillo no es más que un envoltorio, porque el interior de la casa es de madera. Murat me indica con un gesto que debemos empezar por la primera planta. Subimos por una escalera de madera que da a una sala de estar espaciosa y llena de muebles antiguos que ya no tienen ningún valor, porque han recibido las mismas atenciones que la casa. La diferencia es que, aquí, en lugar de un envoltorio de ladrillo, hay una alfombra agujereada encima del sofá y mantas encima de las butacas de madera esculpida. En el centro de la mesa se extiende un bordado antiguo, de aquellos que admira Adrianí.

Murat lo recorre todo con mirada indiferente y abre una puerta lateral que da al dormitorio. Una vieja cama de hierro forjado, de las que tienen adornos labrados en el cabezal y en los pies, se encuentra pegada a la pared junto a la ventana. Está cubierta con una colcha de punto de la que faltan las borlas. Junto a la cama hay una mesilla de madera de antes de la guerra y una lámpara también pasada de moda.

– Cuando la policía abrió la puerta, encontró el cadáver tendido en la cama. Llevaba una bata y calcetines, de modo que suponemos que murió mientras dormía. El forense calcula que falleció entre la tarde y el anochecer.

– ¿Cuántos días llevaba muerta?

– Todavía no tenemos el informe de la autopsia, pero, a primera vista, el forense calcula que unas cuarenta y ocho horas. Hallamos pesticida en los restos de una empanada en la cocina, igual que vosotros. Parece que se encontró mal y subió con esfuerzo al dormitorio para acostarse, porque encontramos una de sus zapatillas en la escalera. La otra aún la llevaba puesta.

– Me gustaría echar un vistazo a la cocina.

– Vamos -responde Murat, que no pone ninguna traba y me precede por la escalera.

La cocina es espaciosa y da a la fachada posterior de la casa. La nevera debe de ser de los años cincuenta. Ahora entiendo por qué Murat estaba tan dispuesto a traerme aquí. Se nota que después del levantamiento del cadáver vino la mujer de la limpieza y lo limpió todo a fondo, incluso la cocina de gas.

– What was her name? -pregunto a Murat.

Él saca una libreta del bolsillo y la hojea.

– Kallopi Adámoglu.

Ahora ya no cabe la menor duda de que la asesina es María Jambu. Kallopi Adámoglu debía de ser de la familia, una de las parientas que se hicieron cargo de ella cuando abandonaron a María, y la puso a trabajar por cuenta ajena. Por eso volvió a la ciudad. Espero que la vieja Adámoglu fuera la única razón de su regreso y no aparezcan otras por el camino.

Aquí no hay nada que ver. Salgo de la cocina y entro en una extraña habitación que tiene dos niveles. En el primer nivel sólo hay un rincón entre dos ventanas; luego subes tres escalones y llegas al segundo nivel, que también tiene dos ventanas. La estancia está vacía, con excepción de un viejo sofá y dos butacas. El sofá está colocado debajo de las ventanas, y las butacas, frente a él, mirándolo.

– ¿Qué tal si hablamos con la vecina? -propongo a Murat-. Tal vez nos cuente algo.

– Ya hablé con ella ayer. -Saca de nuevo la libreta y pasa las hojas-. Nos dijo que Kallopi Adámoglu solía sentarse aquí, junto a la ventana, y charlaban casi cada día. Cuando pasaron varios días sin verla, pensó que podría estar enferma y vino a llamar a la puerta, pero no le abrió. Preguntó a los vecinos y al tendero, pero ellos tampoco la habían visto. Entonces acudió a la policía. Vino una patrulla, abrieron la puerta y encontraron el cadáver.

– ¿Nadie vio a María Jambu entrar o salir de la casa?

Murat vuelve a consultar su libreta mágica.

– La vecina las vio a las dos desde lejos, estaban sentadas junto a la ventana y charlaban. Le llamó la atención, porque Adámoglu nunca recibía visitas. Siempre decía que no le quedaba nadie. La vecina quería preguntarle al respecto, pero ya no la volvió a ver con vida.

– ¿No habló con nadie más en el vecindario?

– Ya preguntamos a los demás vecinos, al tendero, al verdulero y, un poco más allá, al farmacéutico. No había comentado nada a nadie.

– Quizá Kallopi Adámoglu o María Jambu compraron los ingredientes de la empanada de queso en alguna tienda de ultramarinos de la zona.

– El tendero del barrio recuerda que Kallopi Adámoglu compró hojaldre y huevos.

Por lo tanto, María Jambu sólo trajo consigo el pesticida. La empanada la preparó aquí.

Me pregunto si merece la pena perderme la visita guiada del palacio imperial otomano Dolmabahçe para seguir la visita guiada del escenario del crimen. Si tuviera elección, preferiría mil veces el palacio de Dolmabahçe, donde deben de encontrarse ahora Adrianí, la señora Murátoglu y los demás miembros del grupo.

– ¿La vecina es turca? -pregunto a Murat.

– Sí.

– ¿Y los demás? El tendero, el verdulero, el farmacéutico…

– Todos son turcos.

– ¿Hay otros griegos en el barrio?

– Not Greeks, not Yunán -me corrige-. They are not Greeks. You are Greek. They are Rum.

– De acuerdo, rum <strong>[10]</strong>. ¿Hay otros rum en el barrio?

Me mira extrañado.

– ¿Por qué? ¿Qué importancia tiene?

– Porque es posible que ella le contara a uno de sus compatriotas lo que no quiso contarles a los turcos.

Murat me mira pensativo.

– Tienes razón, no se me había ocurrido -admite, molesto de que lo haya pillado en falta. Se acerca al policía e intercambian algunas palabras-. El único rum es el guarda de la escuela primaria. La escuela cerró hace años, pero queda un viejo portero que cuida de las instalaciones.

– ¿No podríamos hacerle algunas preguntas?

– Vamos, no está lejos. -Se detiene y me mira-. Las preguntas las haré yo -puntualiza-. Y no empecéis a hablar en griego entre vosotros.

– De acuerdo, ya me lo advirtió mi superior y me lo reiteró el tuyo. Los interrogatorios los hacéis vosotros. No hace falta que me lo recuerdes, como un reloj que suena cada media hora.

– Okey, okey, don't be angry -contesta y me da una palmadita en la espalda.

Pero yo ya estoy mosqueado.


  1. <a l:href="#_ftnref10">[10]</a> Los pueblos de Oriente llaman a los griegos ionán o yunán, derivados de «Jonia» y «jonio». Sin embargo, los griegos se llaman también romií -rum en turco-, en referencia a los romanos. (N. de la T.)