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Capítulo 9

– La escuela primaria de los rum está en la avenida principal -explica Murat. Y añade riendo-: Como ves, los rum eran ricos, elegían los mejores colegios, las mejores casas, las mejores residencias de verano.

Puede que tenga razón, pero el barrio es antiguo y lo que antaño era la avenida principal es hoy una calle estrecha donde los coches se atascan y los conductores se insultan y pitan con el mismo odio que en Atenas.

La escuela, un edificio de dos plantas, es de madera, tiene un frontón triangular y tejas, y está pintada de un blanco impecable. La planta superior dispone del inevitable balcón que lucen todos los edificios de madera de la ciudad. Delante de la ventana central ondea la bandera turca. La verja de la entrada está cerrada y reforzada desde dentro con una plancha metálica, para evitar las miradas indiscretas de los transeúntes.

Murat deja atrás la entrada y aparca delante de una tienda de frutos secos. Un poco más allá, delante de otra tienda que vende sábanas y toallas, dos tipos juegan al tavli <strong>[11]</strong>Lo único agradable en esta calle inhóspita son las dos acacias gigantescas que crecen en el patio de la escuela.

Murat llama al timbre, pero nadie se toma la molestia de abrir. Vuelve a intentarlo, aunque, transcurrido un tiempo razonable de espera, el resultado es el mismo. El agente que nos acompaña se acerca a Murat y le susurra algo al tiempo que señala la esquina de la calle.

– This way -me dice Murat y se adelanta.

Entramos en un callejón estrecho y, a mano derecha, encontramos otra puerta de hierro, también cerrada a cal y canto. En esta ocasión Murat golpea la plancha de hierro con el puño. Le responde el mismo silencio que en la verja principal, pero ahora Murat sigue golpeando. Su insistencia surte efecto, porque en el interior se oye una voz hablando en turco al tiempo que alguien empieza a girar la llave en la cerradura. Por una rendija asoma la cabeza de un hombre septuagenario que nos mira con extrañeza. De la respuesta de Murat a la pregunta que le hace el viejo sólo entiendo la palabra pólice. El resto se me escapa, aunque parece haber sido bastante convincente, porque el viejo se aparta y nos deja pasar.

El patio da la sensación de pertenecer a una residencia de verano en pleno invierno, parecida a las que vimos en Prínkipos. Porque está desierto pero, también, muy bien cuidado, dividido en parterres cubiertos de césped donde han plantado árboles pequeños, arbustos y gran variedad de plantas. Los caminos están pavimentados con baldosas de dos colores dispuestas simétricamente: tres filas de losetas de color gris, tres filas de losetas de color ocre.

Vuelvo a la puerta, donde Murat sigue hablando con el guarda. Al ver que me acerco, me lanza una mirada de advertencia: teme que empiece a hablar con el viejo y, además, en griego.

Me alejo antes de enfurecerme y no poder controlar mis reacciones. La escuela está recién pintada, impecable. Subo los escalones de piedra, lo único que presenta signos de deterioro. La puerta blanca de la entrada está abierta; no así una segunda puerta, interior. Miro a través del cristal. Todo está limpio y ordenado, como si el centro estuviera esperando la llegada de los alumnos, pero no hay alumnos por ninguna parte y la escuela es como un espejismo, o como un edificio que han restaurado antes de ponerlo en venta para conseguir un precio más alto.

– ¿Qué has averiguado? -pregunto a Murat ya en el camino de regreso.

Se encoge de hombros.

– Nothing much -responde-. Nada importante. El guarda conocía a Kallopi Adámoglu, como todos los vecinos, porque era la última descendiente de una vieja familia. Pero no se relacionaba con ella. Cuando la veía, sólo le daba los buenos días.

– ¿Había oído hablar de la visita que recibió Kallopi Adámoglu?

– No. Dice que raras veces sale de la escuela y no se entera de lo que pasa en el barrio.

– ¿Tú le crees?

Murat vuelve a encogerse de hombros.

– Bakirkóy es grande, la gente no se encuentra a diario. Y los ancianos no salen mucho de casa. -Tras una pausa, añade-: También es posible que sepa algo y no quiera hablar de ello.

– ¿Por qué? ¿Crees que podría estar encubriendo a alguien?

– No, pero así nos complica la vida y se venga, a su manera, de la policía.

Sé por experiencia que tiene razón y me callo. Opto por concentrarme en el trayecto que he llegado a conocer mejor: el puente de Atatürk, a continuación la cuesta y luego la avenida Tarlábasj, que conduce a nuestro hotel. Incluso estando de vacaciones he conseguido caer en la rutina, pienso, aunque la rutina también tiene sus ventajas: me ayuda a concentrarme en mis reflexiones. Nada tiene sentido en este caso: ni el profile de la asesina, como diría Guikas; ni el interés del escritor en la mujer que lo crió hace sesenta años y a quien no ha visto en varias décadas; ni la actitud de Murat hacia mí. Algo no encaja, pero no logro identificarlo. Tampoco puedo descartar que todo eso se deba a mi desgana. Al fin y al cabo, la transición de turista a madero no resulta fácil. Lo que yo quisiera es conocer a fondo la ciudad, ahora que nuestra relación con Katerina se ha arreglado y podemos hacer el papel de turistas despreocupados. En estos momentos, hasta Despotópulos, el estratega jubilado, me cae bien.

– What is the next step? -pregunto a Murat al llegar al hotel-. ¿Cuál es el siguiente paso?

– Te avisaré cuando tenga noticias -me contesta mientras saca del bolsillo su libreta y anota un número de teléfono-. Éste es mi número de móvil -dice-. Si quieres cualquier cosa, puedes llamarme a la hora que sea. -Hace una pausa antes de añadir-: No sólo por asuntos profesionales, también por asuntos personales, relacionados con tu estancia en Estambul. Si tienes cualquier problema, llámame y lo solucionaré.

En otras palabras, si quieres meter las narices en la investigación, no te lo permitiré, pero si quieres un favor personal, lo haré con mucho gusto. A veces tengo la impresión de no haber salido de Grecia.

Miro el papelito con el número del móvil de Murat y, de repente, mi mente se despeja y veo con total claridad la táctica que emplean conmigo el policía turco y su superior. Me arrastrarán de testigo en testigo, de entrevista en entrevista, Murat hablará exclusivamente en turco y no me permitirá hacer preguntas en griego. A la tercera entrevista, me hartaré y les dejaré en paz, que me informen cuando les dé la gana y me cuenten lo que se les antoje. Pensándolo bien, no sé por qué no me gusta esta táctica. ¿No es lo que quiero, volver a ser un turista más? Ahora que me sirven la posibilidad en bandeja, ¿por qué me resisto? Porque me niego a que me tomen el pelo, pienso. Eso fastidia hasta a un turista.

El joven de recepción me dice que mis amigos aún no han vuelto. Llamo por teléfono a Vasiliadis y le sugiero que nos veamos.

– ¿Hay novedades? -pregunta, inquieto.

– Tal como están las cosas, rece para que haya novedades. De momento, sólo hay cadáveres.

Ya es la una de la tarde y él me cita en un restaurante que se llama Hajji Abdul o algo parecido.

– Lo encontrará fácilmente -dice Vasiliadis-. Bajando hacia Pera, verá una mezquita a la derecha. Tome por la bocacalle y verá el restaurante un poco más abajo, a la izquierda.

Recuerdo vagamente haber visto una mezquita mientras caminábamos por Pera. Me dispongo a disfrutar de un paseo en solitario después de tantas visitas a los monumentos con el resto del rebaño. Cruzo la plaza Taksim y me zambullo en la marea humana de Pera. Es extraño. Normalmente, el gentío que sube es más o menos igual al gentío que baja. Sin embargo, en todo momento tengo la sensación de que la gente se me echará encima y de que he de estar preparado para saltar a un lado.

Encuentro la mezquita a la derecha mientras me cruzo con una manifestación, que sólo reconozco como tal por las pancartas y las consignas. Por lo demás, apenas la componen unas cincuenta personas. Corean las consignas con gran pasión, tratando de parecer que son cien, pero todos sus esfuerzos son vanos, la gente pasa olímpicamente. Vaya ridículo, pienso. Además de ser cuatro gatos, se manifiestan en una calle peatonal, ni siquiera tienen la satisfacción de cortar el tráfico. Si nosotros sugiriéramos a nuestros estudiantes, sindicalistas o jubilados que se manifiesten en la calle peatonal de Eolu, se nos comerían vivos.

Vasiliadis me ve entrar en el restaurante, que resulta llamarse Hajji Abdulá, y se pone de pie. Pienso que viene a saludarme pero me equivoco.

– Venga, elijamos antes la comida y luego hablamos tranquilamente -dice y me conduce hasta un aparador donde numerosos platos están expuestos como piezas en un museo. La verdad es que, se trate de frutas en una verdulería, de platos en un aparador o de piezas en un museo, cuando los turcos exhiben algo te ves obligado a detenerte para mirarlo. Yo me detengo delante de los guisos más aceitosos y no puedo apartar la vista.

– ¿Le apetece uno? -pregunta Vasiliadis, que se ha fijado en mis titubeos.

– Sí, aunque no sé cuál elegir.

– ¿Me permite que elija por usted? -se ofrece y, acto seguido, le dice algo en turco al camarero que está esperando para tomar nota.

– ¿Buenas o malas noticias? -pregunta en cuanto nos sentamos.

– Malas. ¿Conoce usted a una tal Kallopi Adámoglu?

Vasiliadis reflexiona.

– Pues no, el nombre no me dice nada.

– Ha sido asesinada en su casa de Bakirkóy.

– ¿En Makrojori? -pregunta sorprendido, no con ánimo de corregirme sino porque el topónimo griego le resulta más familiar-. ¿Y cómo sabe que la asesinó María? Pudo ser cualquiera, un ladrón, algún vecino que quería quedarse con su casa, o incluso los fascistas de los Lobos Grises.

– ¿Desde cuándo los Lobos Grises matan con pesticida?

No le hacen falta más explicaciones.

– ¿También con pesticida? -se pregunta en voz alta.

– Por eso me avisó la policía turca. El pesticida no es un arma habitual, como las pistolas y los cuchillos de cocina. Sólo se emplea en las zonas rurales de Grecia, y quizá también en lugares como Sicilia, no lo sé. Además, en Grecia se utiliza cada vez menos y sólo lo hacen los viejos, como es el caso de María.

El camarero deposita delante de mí una bandeja con una gran variedad de alimentos, desde ocras y judías verdes hasta alcachofas y hojas de col rellenas, todo bien aceitoso.

– Pero ¿qué ha hecho? ¿Quién puede comerse todo esto? -me quejo a Vasiliadis, aunque sé muy bien que yo sí puedo comérmelo.

– No es mucho, y la cocina turca es muy ligera. -De pronto se inquieta-: ¿No le importa que no estén calientes?

– ¿Por qué me iba a importar?

– Porque en Grecia confunden los guisos con la sopa de verduras. Han pasado cuarenta años y todavía no he logrado entender por qué los griegos comen estos guisos calientes. Tampoco me he podido acostumbrar a ello. En pleno verano pides un guiso refrescante y su versión griega te abrasa el estómago.

Sigue un silencio bastante prolongado, mientras yo trato de regresar de los placenteros territorios de la gastronomía a la prosaica realidad. Por fortuna, también Vasiliadis está disfrutando de su plato de cordero con arroz y mi voracidad pasa inadvertida.

– ¿No le suena de nada Makrojori? ¿María nunca le habló de ese lugar?

– Ella no -dice tras reflexionar-, pero recuerdo que mi madre nos decía que María tenía en Makrojori unas tías, o algo así. Había cortado toda relación con ellas, no se daban ni los buenos días. -Menea la cabeza disgustado-. Por desgracia, mi madre ya no vive. Ella conocía bien la historia de María.

– Quizá le contó más cosas; ya las irá recordando poco a poco.

– No, señor comisario. Ellas hablaban de sus cosas, pero a mí no me las contaban. Todas las tardes, a las seis, mi madre, María y la señora Jariklia se sentaban en el murete o en el diván y se contaban historias. Podían empezar hablando del hojaldre que preparaba la vecina de enfrente y terminar con los primos de María en Makrojori o los padres de Jariklia en el Mar Negro. O pasaba un transeúnte y ellas empezaban a cuchichear sobre él y terminaban hablando de Capadocia. -Suelta un suspiro y menea la cabeza-. A veces pienso que fueron aquellas historias de mi madre, de María y de la señora Jariklia las que me convirtieron en escritor. Comparados con esas historias, los cuentos para niños son muy aburridos.

– Si se acuerda de algo, llámeme.

– Por supuesto, aunque no me parece probable.

Sin embargo, yo albergo una brizna de esperanza de averiguar algo más. Y con este pensamiento tranquilizador me concentro en mis guisos.


  1. <a l:href="#_ftnref11">[11]</a> Juego de tablero, parecido al backgammon, muy popular entre griegos y turco». (N. de la T.)