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En el taxi, camino de Kurtulúş, y pese a que me he tomado tres cafés, intento recuperarme de los excesos de ayer. Anoche se cumplió por fin el deseo general de ver un espectáculo que incluyera la danza del vientre. En vano quiso disuadirnos la señora Murátoglu, diciéndonos que la danza del vientre se había convertido en una atracción turística más, como los locales de música veraniegos del barrio ateniense de Plaka. Sus objeciones acabaron en la cuneta, y nosotros, en un club nocturno donde la cena fue, según los estándares turcos, deplorable, y las bailarinas, según los estándares internacionales, unos bombones.
La velada se inauguró con las quejas de Despotópulos, que encontraba los precios exagerados y la comida malísima, aunque la señora Murátoglu le paró los pies recordándole que en Atenas se ofrece la misma combinación de precios inflados y platos pésimos. Las quejas terminaron de golpe en cuanto hizo su aparición la primera bailarina. Con la segunda, Stefanakos se puso de pie y empezó a marcar el ritmo batiendo palmas. Cuando la bailarina se retiró, la señora Petropulu se apresuró a sustituirla para no dejar la pista vacía, ya que la música seguía sonando. Su baile tenía tanto que ver con la danza del vientre como Misirlú <strong>[13]</strong>con El Cairo, aunque eso no impidió al grupo acompañarla batiendo palmas ni al señor Stefanakos saltar a la pista para marcarse un karsilamás, un baile tradicional griego de origen turco.
La apoteosis llegó cuando, tras la retirada de la tercera bailarina, además del matrimonio Stefanakos, la Petropulu y la Despotopulu, se levantó el estratega en persona y bailó con la misma pasión que sin duda ponía cuando bailaba el tradicional kalamatianós en la caserna. El local entero se levantó para jalearles, a excepción de Adrianí, que aplaudía sin moverse del asiento, y de la señora Murátoglu, que sólo les ovacionaba al final de cada pieza. Yo me limité a batir palmas de forma más visual que auditiva.
La señora Stefanaku propuso volver al hotel andando, para «tomar un poco el aire». El aire resultó ser un pretexto para no ensuciar el taxi, porque cuando nos acercábamos a Taksim se adentró en una calleja mal iluminada y vomitó hasta la primera papilla. Despotópulos llevaba a su mujer del brazo con firmeza, tal vez para evitar que se cayera redonda al suelo. La única que no mostraba signos de desfallecimiento era la señora Murátoglu, a pesar de su edad, quizá porque estaba acostumbrada al rakí desde joven y su cuerpo no se resentía.
Los cafés de la mañana no han cumplido su función y me cuesta mantener los ojos abiertos. El tráfico lentísimo es como una nana que empeora aún más mi situación.
El taxi abandona la calle ancha que pasa por delante del Hilton y gira a la izquierda, enfilando una calle empinada que me recuerda un poco a Tarlábaşi. Unos metros más arriba, el taxista tuerce de nuevo a la izquierda para tomar una avenida estrecha y larga, que hace tiempo debió de estar flanqueada por bloques de pisos de los años treinta y cuarenta, a juzgar por los restos. La mayoría han sido demolidos y en su lugar se alzan unos anodinos bloques de pisos con mosaicos en las fachadas.
– Kurtulúş! -anuncia el conductor señalando vagamente los alrededores.
Comprendo que hemos llegado a Tatavla, ya que la señora Murátoglu me explicó que ahora turcos y griegos lo llaman Kurtulúş…
El taxi me deja ante la entrada de San Demetrio, que limita con la plaza de donde salen algunos autobuses. El patio está cuidado y decorado con parterres como los que había en la escuela de Makrojori, sólo que aquí los cuidados van acompañados de algunos signos de vida. Dos viejecitas charlan sentadas en un poyo mientras un hombre cuarentón barre el suelo del patio.
– ¿Dónde podría encontrar al señor Anestidis? -le pregunto.
El hombre deja de barrer y me mira con cara de estar haciendo francos esfuerzos por comprenderme.
– ¿Anestidis? -Ahora ha entendido el nombre, porque se lo he repetido solo, y me indica por gestos que le siga.
Me conduce al fondo del patio y me hace pasar a la oficina de la parroquia, que recuerda los despachos de los abogados eminentes de Atenas de los años cincuenta. Anestidis es un cincuentón regordete y calvo. En una silla, frente a él, está sentada una mujer que ronda los sesenta, no lleva maquillaje y tiene el pelo gris.
– Comisario Jaritos, de Atenas -me presento-. Le llamé por teléfono.
– Mucho gusto. Le presento a la señora Iliadi.
La aludida se levanta y me estrecha la mano mientras dice amablemente:
– Mucho gusto, señor comisario. -Las formalidades de la presentación no me impiden fijarme en la extraña mirada que me dirige mientras trata de adivinar qué quiere de ella un poli griego.
– ¿Dónde podemos hablar? -le pregunto al tiempo que procuro tranquilizarla-: No la entretendré mucho.
Las dos viejecitas se han ido y el cuarentón sigue barriendo. Nos sentamos en unas sillas delante de la oficina de la parroquia.
Iliadi va directa al grano:
– Quiere hablar de Kallopi Adámoglu, ¿no es así?
– ¿Cómo lo sabe? -me sorprendo.
– Vamos, señor comisario. Aunque esta ciudad tenga diecisiete millones de habitantes, nosotros apenas sumamos dos mil almas. Uno no puede rascarse la nariz sin que el resto no lo sepa. -Hace una pequeña pausa y aclara-: Me llamó el señor Panayotis, el portero de la escuela.
– El señor Panayotis ya me habló de Kallopi Adámoglu, pero quisiera conocer también la opinión de usted.
Se encoge de hombros.
– No creo poder decirle nada que no sepa ya. El cerebro era la madre, Fofo. Consiguió enriquecerse haciendo lo que nosotros, los griegos de aquí, sabemos hacer mejor que nadie y, desde luego, mejor que los turcos.
– ¿Y qué es?
– Comprar barato y vender caro. Eso hicieron ellas, primero la madre y luego la hija. -Quiero intervenir pero se me adelanta-: Ya sé, le han dicho que ellas se aprovecharon de los que tuvieron que vender en el 64 para irse a Grecia. Si empezamos a calcular quién se aprovechó de quién en momentos de necesidad, encontraremos muchos casos. Al fin y al cabo, aquellos que vendían, siquiera por una miseria, estaban entusiasmados por poder llevarse algo de dinero a Grecia. Si no recibieron ni la mitad del valor de sus casas, ellos también tienen la culpa, por querer marcharse a toda prisa. Así pues, no carguemos el mochuelo sólo a las personas avaras como Kallopi Adámoglu.
– Es decir, que no está usted de acuerdo con el señor Panayotis.
La mujer calla y luego dice en plan sabelotodo:
– El que esté libre de culpa, que tire la primera piedra, señor comisario. Las Adámoglu no pensaban abandonar la ciudad. Por lo tanto, aumentaron su fortuna. ¿Quién puede reprochárselo?
– Por lo que vi en la casa, sin embargo, Kallopi Adámoglu no vivía lujosamente.
Por primera vez la veo reír.
– Las Adámoglu eran medio pontias, de la región del Mar Negro, y medio karamanlíes [14]. A los karamanlíes no les gusta alardear de sus riquezas. Si hubiera visto a las Adámoglu por la calle, habría dicho que vestían de la Beneficencia de Makrojori. Los judíos fueron los primeros maestros aquí. Y los karamanlíes son los judíos de la ortodoxia. -Hace una pequeña pausa y añade-: Ahora los nuevos ricos presumen de sus fortunas, pero, en aquellos tiempos, a los nuevos ricos se los miraba por encima del hombro.
– ¿Qué opina usted de Kallopi Adámoglu? Es obvio que no está de acuerdo con el señor Panayotis.
– El señor Panayotis cree enarbolar las banderas de sus compatriotas, como el resto de los griegos. Yo no tengo cabida en esa sociedad.
– ¿Por qué? -pregunto sorprendido.
Me mira a los ojos y me contesta, casi provocativa:
– Porque mi hija se casó con un turco, señor comisario. Anna es contable en una empresa para la que su marido trabaja de abogado. Allí lo conoció. -Enmudece unos segundos, probablemente para observar mi reacción, aunque a mí el problema de la boda de su hija me trae totalmente sin cuidado. Bastante tengo con los problemas de la boda de la mía. Al ver que callo, la mujer prosigue-: Casi me vuelvo loca cuando me lo dijo. Grité, le supliqué, pero Anna hizo oídos sordos. «Le quiero y me casaré con él», dijo y así lo hizo.
Hace una nueva pausa mientras yo intento encontrar la manera de volver al tema de Kallopi Adámoglu y de María Jambu. Después de mi encuentro con el señor Panayotis, mi charla con Iliadi me confirma que conversar con los griegos de esta ciudad implica siempre un retroceso. Primero te llevan al pasado y luego a lo que les aflige, el presente.
– Erol, mi yerno, es un buen chico, señor comisario, no me puedo quejar -prosigue Iliadi-. Quiere a mi hija, es un buen padre. Aquí en la parroquia lo conocen, porque viene con Anna y los niños los sábados de Resurrección. Lleva una vela, choca huevos [15], y hasta aprendió a entonar el «Cristo resucitó». Hace todo lo que puede para que mi hija no pierda sus raíces ni se sienta desairada. Celebramos juntos nuestra Pascua y el bayram musulmán. Fingimos que todo esto es normal, aunque de normal no tiene nada. Pero, no sé, quizá mi hija tenga razón cuando dice: «Despierta, mamá, el ideal de Grecia ha muerto, sólo falta que lo enterremos». Si está en lo cierto, todo eso sí es normal y más vale que lo acepte.
– ¿No tiene otros hijos?
– Un hijo que trabaja de ingeniero civil en Atenas. Cuando su hermana se casó con un turco, dejó de hablarnos. -Mi táctica da resultado, porque la mujer suspira profundamente y dice-: Me he dejado llevar y le estoy mareando con mis cosas, usted quería hacerme unas preguntas.
– Quería saber si ha oído hablar de una sobrina que vino a visitar recientemente a Kallopi Adámoglu.
– Una prima -rectifica Iliadi-. Era sobrina de Fofó Adámoglu.
– ¿La conoce? -pregunto con esperanzas renovadas.
– No, aunque conozco más o menos la historia. El apellido de soltera de Fofo era Lasaridu y la familia provenía del Mar Negro. Adámoglu era su apellido de casada. Tenían unos parientes en el Mar Negro, que se fueron cuando la gran huida y vivieron unos años en Constantinopla. La prima de Kallopi pertenecía a esa familia. Cuando se marcharon a Grecia, dejaron a la pequeña aquí. Luego ella también desapareció. Casi todo esto lo sé por habérselo oído contar a mi madre. Pero si me pregunta cómo se llamaba la prima, no sabría decírselo.
– ¿No se llamaría María?
– No sé…, es posible.
– ¿Sabe si Kallopi Adámoglu tenía otros parientes?
Reflexiona unos segundos.
– Recuerdo que, en una ocasión, me dijo que tenía una prima por parte materna que vivía en Fanar, aunque no sé cómo se llama ni dónde vive.
No creo que averigüe nada más. Me levanto para marcharme. Apenas son las once de la mañana y hoy tocaba visitar la costa asiática del Bósforo. Debe de ser una excursión interesante, y quizá llegue a tiempo.
– Gracias, me ha sido de gran ayuda -digo a Iliadi.
– De nada, señor comisario. Y perdone que le haya cansado con mis cosas.
– No me ha cansado en absoluto -respondo y es la verdad, aunque estaría más seguro de alcanzar al grupo si la conversación hubiera sido más breve.
Llamo a Adrianí al móvil y le pregunto dónde están.
– Esa Stefanaku siempre se retrasa -me responde indignada-.
En este instante subimos al autocar. ¡Pero si la Stefanaku trabaja en un banco! ¿Me puedes explicar cómo demonios consigue estar en su despacho a las ocho?
– Tomaré un taxi y quizás os alcance en algún lugar. ¿Dónde podríais esperarme?
– Un momento, se lo preguntaré al conductor.
Se produce una breve pausa y luego se pone al móvil la señora Murátoglu:
– Le esperaremos en la parada que haremos en Skutari, señor comisario. Diga al taxista «Üsküdar, Iskelé». Él sabrá dónde ir.
Subo al taxi y le doy la dirección al conductor. Mi «Iskelé» suena correcto, el «Üsküdar», un poco tronado, aunque el taxista dice tamam, de acuerdo, por lo que deduzco que me ha entendido.
Intento poner en orden todo lo que he averiguado a trompicones -y a espaldas de Murat- entre ayer y hoy. María Jambu envenena a su hermano con pesticida en Drama y llega aquí antes de que la policía se entere del crimen. Aquí, al principio se pierden sus huellas, pero reaparecen dejando tras de sí una nueva víctima, su prima, Kallopi Adámoglu, a quien asesina de la misma manera que a su hermano. Dos crímenes idénticos perpetrados contra dos parientes de primero y segundo grado. ¿Por qué? ¿Por odio? A primera vista, eso parece en el caso del hermano. Todos los testigos coinciden en que la maltrataba, de modo que se vengó. Pero ¿por qué Kallopi Adámoglu? ¿Qué odio y qué deseos de venganza siguen vivos después de tantos años?
La otra pregunta tiene que ver con los dos asesinatos. Si sigue asesinando de la misma manera, tendríamos, por así decirlo, su firma. El pesticida es la única arma que sabe manejar y, por lo tanto, seguirá matando con él, a no ser que tengamos suerte y decida dejar de matar tras este segundo asesinato.
Más importante es averiguar dónde vive. ¿Tiene todavía contactos o conocidos una anciana que regresa después de tantos años a una ciudad donde los griegos tachan a diario nombres de la lista? Lo que Murat debería hacer es redactar una lista de todos los griegos de Estambul y empezar a visitarlos uno por uno. Son menos de dos mil, la mayoría debe de tener familia, ¿qué costaría investigarles?
Esto me lleva a la pregunta de qué cosas debo contarle a Murat. Para empezar, no puedo hablarle de mi segunda visita a la escuela de Makrojori, porque se pondrá furioso y se cerrará en banda, con la aprobación, además, de su superior. Y si no le hablo de eso, ¿cómo mencionar a Iliadi? Lo primero que me preguntará es cómo me enteré de su existencia.
Salgo de mis cavilaciones y veo que cruzamos el primer puente sobre el Bósforo. Hay atasco y el taxi avanza con lentitud. Debajo de nosotros transitan barcos blancos como la nieve y ferrys. Más adelante, en la costa asiática, los coches esperan pacientemente bajo el sol a que mejore el tráfico.
Llamo a Murat por el móvil.
– ¿Llamas para contarme lo que has averiguado?
Enseguida me saltan todas las alarmas. ¿Será posible que me esté siguiendo?, pienso, pero decido hacerme el tonto.
– ¿Que qué he averiguado? -pregunto a mi vez en un tono de lo más inocente.
– Me refiero a qué te ha dicho el escritor ese que nos metió en el lío.
– ¿Me estás siguiendo? -grito por el móvil, convencido de que lo hace.
Le oigo carcajearse.
– Si te siguiera, ¿crees que te lo diría? ¿Así os enseñan a hacer seguimientos en la Academia de Policía de Atenas?
Me daría de cabezazos contra la ventanilla del taxi, por gilipollas, al tiempo que me pregunto cuántas veces la suspicacia mutua entre griegos y turcos conduce a idioteces como ésta.
– Estaba seguro de que, tras nuestra visita a Bakirkóy, llamarías al escritor para informarle o él te llamaría para preguntar. Por eso pregunto si has averiguado algo nuevo.
Muy bien pensado, me digo, y se me ocurre que no hay mal que por bien no venga. La tontería que acabo de cometer me da una idea: atribuir todo lo averiguado a Vasiliadis y ocultarle mis otras fuentes de información. Para mayor seguridad, llamaré a Vasiliadis y le pondré al día, por si Murat decide verificar mis palabras.
Mientras le cuento todo lo que sé, otra idea empieza a cobrar forma en mi mente y me levanta el ánimo. De repente, sé cómo averiguar algo más sobre la otra prima de Kallopi Adámoglu.
– ¿Cuándo acabará el forense la autopsia del cadáver de Kallopi Adámoglu? -pregunto.
– No lo sé, pero puedo preguntarlo.
– Hazlo y dímelo, porque quiero llamar a la iglesia para ver cuándo se celebrará el funeral.
– ¿Qué sacarás con eso? -pregunta él.
– ¿No lo entiendes? Si Kallopi Adámoglu tenía algún pariente, irá al funeral -le explico, satisfecho de que él no hubiera pensado en esto; así me tomo mi pequeña venganza.
– Tienes razón. Me enteraré e iremos al funeral.
– «Iremos» no, iré yo solo -declaro categóricamente.
Ahora es Murat quien muestra suspicacia.
– ¿Por qué? Me parecía que las cosas estaban claras.
– Ni los parientes ni los conocidos hablarán en pleno duelo con un policía turco. Yo soy de su misma religión, soy griego, les será más fácil sincerarse conmigo.
Murat piensa un poco y luego acepta.
– Okey, tienes razón. Pero te ruego que esto quede entre nosotros. Si llega a oídos de mi jefe, empezará a darme la lata y no habrá quien se lo haga entender.
– No te preocupes -le tranquilizo-. Y tienes mi palabra de que te contaré todo lo que averigüe.
El taxi ya ha cruzado el puente y enfila una curva que desciende hacia la costa.
<a l:href="#_ftnref13">[13]</a>Misirlú significa «egipcia» (del turco misirli), y es el título de una canción tradicional griega que se hizo famosa en 1994 porque forma parte de la banda sonora de Pulp Fiction. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref14">[14]</a> Los karamanlíes eran cristianos ortodoxos turcoparlantes que habitaban, sobre todo, en la región de Capadocia. Escribían el turco con caracteres griegos. Tras la firma del Convenio de Lausana en 1923 y el subsiguiente intercambio de poblaciones, se trasladaron a Grecia, especialmente a las regiones de Tracia y Macedonia. (N: de la T.)
<a l:href="#_ftnref15">[15]</a> En Semana Santa es tradición teñir huevos duros de colores distintos, especialmente de rojo. La noche de Resurrección, después de la misa, la gente vuelve a sus casas, cada uno coge un huevo y lo choca contra otros. Conseguir que la cascara de un huevo no se rompa es señal de buena suerte. (N. de la T.)