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A Murat se le ocurrió llamarme ayer a las diez de la noche, mientras cenábamos pastel de Kayseri, croquetas de queso y albóndigas de mejillones en Kuyú, un restaurante griego en el barrio de Zerapiá.
– Esta mañana han recogido el cadáver de Kallopi Adámoglu del depósito -me informó.
– And you are telling me this now? -Debí de rugir sin darme cuenta, porque medio local se volvió para mirarme estupefacto y Adrianí se santiguó alzando la vista al techo. Pero yo me mosqueé: estaba convencido de que Murat tardó tanto en avisarme porque tramaba algo.
– Lo siento, pero acaban de decírmelo -prosiguió-. El forense le pidió a su ayudante que me llamara, pero a éste se le olvidó. Se ha acordado mientras veía la Liga de Campeones en televisión.
Mis sospechas se desvanecieron al instante, porque pensé que lo mismo podría haberle ocurrido al ayudante de Stavrópulos, y decidí dar por zanjada la discusión.
– ¿Sabes quién ha ido a recoger el cadáver?
– No. Se lo he preguntado al ayudante, pero no lo recordaba. Te lo diré mañana a primera hora.
No sé qué significa a primera hora, pero son ya las nueve de la mañana y estoy desayunando mi rosca de pan con queso, regándola con pequeños sorbos de café, mientras consulto una y otra vez mi reloj.
Dos mesas más allá, Adrianí y la señora Murátoglu celebran una miniconferencia para decidir qué cosas debemos ver sin falta durante los días extra que nos quedaremos en la ciudad. Yo propuse que comunicáramos al grupo que pensábamos prolongar nuestras vacaciones, pero Adrianí me paró los pies.
– ¿Estás loco? ¿Quieres que nos endilguen las listas de todo lo que no han podido comprar para que se lo llevemos nosotros? Ni hablar. Y menos ahora que nuestra hija va a casarse y tenemos que dar prioridad a nuestras propias necesidades.
Lo primero no se me había ocurrido y felicito a Adrianí para mis adentros por su previsión. Lo segundo, en cambio, es ya la segunda vez que lo dice y empiezo a temer seriamente que me arrastrará de compras por toda la ciudad. A punto estoy de acercarme a su mesa para lanzar algún misil de advertencia cuando me detiene el sonido de mi móvil.
– The name of the relative who took the body is Efterpi Lasaridu -dice Murat, anunciándome el nombre de la pariente que recogió a Kallopi Adámoglu de la morgue. Efterpi Lasaridu debe de ser una pariente por parte de la madre, cuyo apellido de soltera era Lasaridu.
Le pregunto si la mujer ha dejado alguna dirección y Murat silabea el nombre de una calle en el barrio de Fanar, que yo transcribo más o menos así: «Cimen sokak». Claro que no sé si está bien escrito, no pondría la mano en el fuego.
– Ya me dirás dónde y cuándo tendrá lugar el funeral -concluye Murat.
– ¿No hablamos ya de eso? -le digo irritado.
– No me has entendido, no pretendo ir al funeral. Pero he de saberlo, por si me pregunta el chief.
Y te plantarás en el funeral con la excusa de cumplir órdenes del chief, me digo.
– Te lo diré en cuanto lo sepa. Eso si no se ha celebrado ya: me has informado de todo con tanto retraso…
– ¿Tan rápido celebráis vosotros los funerales? -se extraña.
– Wake up, apenas son dos mil personas. No tienen nada mejor que hacer. Hasta los entierros son un pretexto para reunirse y matar el aburrimiento.
Corto la comunicación dudando si debo ir al funeral o pasar de la ceremonia e ir a visitar a Efterpi Lasaridu a su casa. La segunda opción tiene la ventaja de evitarme sorpresas desagradables.
Si Murat quiere ir al entierro, lo hará, de eso no cabe duda. Por otra parte, el funeral me brindaría la posibilidad de encontrar a otro familiar o conocido, además del sacerdote, y averiguar algo que pudiera resultarme útil.
Decido acudir al funeral y, como siempre, solicito la ayuda de la señora Murátoglu.
– ¿Puedo molestarla? ¿Podría usted buscar el número de teléfono de la escuela de Makrojori?
– ¿Quiere hablar con el portero?
– Quiero saber cuándo se celebrará el funeral. El señor Panayotis, además de portero de la escuela, es sacristán de la iglesia.
– Ya entiendo -me responde y se levanta para buscar la información.
No tarda más de dos minutos en encontrar el número. Lo marca y me pasa el móvil. Tras la tercera llamada, se oye el grave «¿diga?» de Panayotis.
– Señor Panayotis, soy el policía de Atenas, hablamos ayer. Por casualidad, ¿no sabrá usted cuándo es el funeral de Kallopi Adámoglu?
– ¡No me hables! Escasea la gente y escasean los muertos, pero escasean también los sacerdotes. Llamé por teléfono al que celebra las misas aquí, en Makrojori. «Antes del domingo, imposible», me dice. «Padre, que apestará», protesto, «ya lleva tres días muerta.» En fin, la cuestión es que pudo hacer un hueco para este mediodía y el funeral será a las doce.
– ¿Cómo puedo localizar la iglesia?
– ¿Cómo piensas venir?
– En taxi.
– Es muy fácil. Dile al conductor: «Rum kil…» -y pronuncia una palabra que no entiendo-. Ojo, tienes que decir «Rum», porque también hay una iglesia armenia en Makrojori.
De la explicación deduzco que se refiere a una iglesia y recurro de nuevo a la ayuda de la señora Murátoglu.
– ¿Cómo se dice «iglesia griega» en turco?
– Rum kiliserí. ¿Por qué lo pregunta?
– Porque he de ir a un funeral que se celebra en la iglesia griega de Makrojori.
Adrianí, estupefacta, pronuncia el nombre del Altísimo, como siempre que pierde la paciencia conmigo.
– ¡Que Dios nos ampare! En Atenas no vas nunca a los funerales. ¿Esta ciudad te ha abierto el apetito? No sabía que los funerales de esta ciudad formaran parte de los espectáculos turísticos.
– Voy en misión oficial.
– ¿En misión oficial? ¿Te has traído el uniforme?
Con mucho gusto le diría un par de cositas acerca de su ingratitud por olvidar que le ofrezco días de vacaciones extra, pero me callo para no discutir delante de la señora Murátoglu. Parece que ésta entiende lo que ocurre, porque, un poco azorada, empieza a rebuscar en su bolso. Por fin saca un bolígrafo, anota algo en una servilleta y me la da.
– Dele esto al taxista y, preguntando por el camino, le llevará a la iglesia -dice.
Aprecio el esfuerzo de la señora Murátoglu por calmar los ánimos, pero ella no sabe que Adrianí jamás te deja KO. Va atacándote durante diez asaltos y te elimina a base de pequeños golpes certeros.
– ¿No habíamos quedado en ir a ocuparnos de los billetes?
– Iremos por la tarde, en cuanto vuelva.
– Para entonces, las agencias de viaje ya habrán cerrado.
– Podemos ir juntas, señora Jaritu -la tranquiliza la señora Murátoglu-. Déjenos su billete -me dice.
– Lo tengo yo -masculla Adrianí disgustada, porque la mujer le ha estropeado la escena.
Tomo al vuelo esta oportunidad para poner fin a la discusión y alejarme de la zona de hostilidades. Salgo del hotel y me dirijo a Taksim, porque allí se suelen encontrar taxis libres. Ha empezado a lloviznar y los transeúntes se apresuran para no mojarse. Empujo y me empujan, choco con ellos y ellos conmigo sin que nadie le dé importancia, porque es imposible transitar por las calles de esta ciudad sin empujones ni colisiones.
Me detengo delante de un puesto de roscas de pan en la esquina, bajo un edificio de tres plantas que da a la plaza, porque me he fijado en que aquí hay siempre taxis. El conductor me saluda en turco; no sé si me ha dado la bienvenida o si me ha mandado a paseo, pero opto por pensar lo primero. Le planto delante de las narices la servilleta con la dirección que ha anotado la señora Murátoglu.
– Bakirkóy, ha?
– Yes -respondo, y nuestra conversación concluye con éxito, aunque tengo mis reservas. A ver si me va a descargar delante de la primera iglesia que encontremos en el camino…
Tras tantas idas y venidas por la ciudad, el recorrido me dejaría totalmente indiferente si, poco después de cruzar el puente de Atatürk, no nos metiéramos en un embotellamiento kilométrico. El taxista pierde la paciencia a los diez minutos, grita y agita los brazos con indignación detrás del parabrisas, al tiempo que se vuelve hacia mí y me dice cosas en turco. Ya sabe que no entiendo ni patata, pero su intención es desahogarse, no hacerse entender. De repente, se abren las puertas de dos coches, salen de dentro un taxista y un cincuentón, y empiezan a pelearse.
– No probkm, no problem -dice mi taxista en tono tranquilizador mirándome por el espejo retrovisor. La pelea lo ha calmado, quizá porque presiente que pronto llegará la ambulancia o un coche patrulla y los agentes despejarán el camino.
Todo igualito que en Grecia, pienso, con la excepción del coche patrulla, que llega en tiempo récord. Dos colegas de uniforme agarran a los contendientes, los meten a empujones en sus coches respectivos y despejan la calzada lo suficiente para que puedan aparcar junto a la acera y tomarles los datos. Uno de los agentes les toma declaración mientras el otro se agota dándole al silbato, con un resultado que otra vez recuerda los estándares griegos: tarda media hora en despejar el tráfico mientras yo llego a la pesimista conclusión de que me perderé el funeral y tendré que ir a Fanar.
Señalo mi reloj al taxista y, por gestos, le doy a entender que tengo prisa. Él señala lo que ocurre más allá del parabrisas y levanta las manos en un ademán de desesperación, aunque al instante se le ocurre la misma solución que a cualquier taxista griego. Empieza a enfilar calles y callejuelas, a tomar las curvas cerradas y a pitar como un demonio a los hombres y vehículos que tienen la desgracia de interponerse en su camino.
Completamente desorientado, me confío a mi buena suerte cuando, de pronto, se alza delante de nosotros una iglesia. Tomo una buena bocanada de aire, pero el conductor me corta la respiración a la mitad.
– This Ermeni kilis -dice-. Rum… -y hace el gesto internacional que significa «un poco más abajo». Y en efecto, tuerce por algunos callejones más y, como por milagro, nos encontramos delante de la iglesia de Makrojori.
– Thank you -le digo al taxista, y redondeo el precio de la carrera con una propina.
La iglesia es grande e imponente, como todas las de la vieja capital bizantina. El funeral, que ya ha empezado, sólo se reconoce como tal por la presencia del féretro. Por lo demás, distingo a un joven sacerdote, ayudado por un único cantor, y a una mujer mayor vestida de negro junto al ataúd. El resto de la iglesia está vacía y, como resultado, los salmos dan contra las paredes y reverberan con ecos parecidos a los de un coro.
El señor Panayotis, que está de pie junto a la puerta, me llama con un gesto de la cabeza cuando me ve entrar. Me acerco a él y le susurro al oído:
– ¿Qué debo hacer para hablar con la señora Lasaridu?
– Espere que termine el funeral y se lo digo.
Efterpi Lasaridu detecta mi presencia cuando, en cierto momento, aparta la mirada del féretro y me mira con curiosidad. Seguramente intenta recordar si soy un familiar o un conocido, pero no saca nada en limpio y su mirada retorna al ataúd.
Espero con paciencia a que el sacerdote entone el «dar el último abrazo» para que Efterpi Lasaridu bese el icono del féretro y los porteadores se lo lleven. Me dispongo a seguirlo cuando veo que el señor Panayotis se acerca a Efterpi Lasaridu y le susurra algo. Ella me lanza otra mirada y le contesta en susurros. El féretro se aleja mientras el señor Panayotis vuelve a mi lado.
– Ha dicho que espere aquí. Vendrá después del entierro, no tardará.
– ¿No podemos hablar en el bar? -sugiero para ganar tiempo.
El hombre se ríe.
– ¿En el bar? ¿Qué va a hacer la pobre en el bar? ¿Tomarse el café sola [16]?
Salgo de la iglesia y me siento en el patio, al sol. Por suerte, el señor Panayotis aparece poco después con el «café del consuelo», aunque no haya bar. Lo tomo a sorbitos, para que dure hasta que llegue Efterpi Lasaridu. El patio está bien cuidado, como el de la iglesia de San Demetrio, aunque aquí Panayotis cierra la verja de hierro en cuanto la comitiva fúnebre abandona el recinto.
– ¿Tienen siempre la puerta cerrada? -pregunto.
– Sí, sólo la abrimos cuando hay misa. Y para las bodas, funerales y misas de conmemoración…
– San Demetrio de Kurtulús, está siempre abierto.
Él menea la cabeza con tristeza.
– Esto es Makrojori, las almas se cuentan con los dedos de una mano. No es como Tatavla, Pera o el barrio de Arnavutkóy, donde aún viven bastantes griegos. -Suena el timbre de la entrada y el viejo añade con convicción-: Ahí viene Efterpi.
La mujer enlutada se detiene junto a la entrada y me mira con timidez. No sabe qué debe hacer, de modo que me pongo de pie y me acerco a ella.
– Señora Lasaridu, soy comisario de la policía de Atenas y quisiera que me diera alguna información sobre Kallopi Adámoglu y María Jambu.
Ella sigue indecisa, como si se lo estuviera pensando, y luego va a sentarse al banco donde yo había estado tomando el café.
– ¿Es verdad? -me pregunta cuando me siento a su lado.
– ¿El qué?
– Que la mató María.
– ¿Quién se lo ha dicho?
– El turco del depósito de cadáveres. «La mató una de las vuestras, una de Grecia», dijo y se rió con malicia. -De pronto, se cubre la cara con las manos-. María se alojaba en mi casa hasta que, un día, me dijo que pasaría unos días en casa de Kallopi…
– ¿Estuvo en su casa? ¿Cuándo?
– Hace dos semanas. Una mañana llamaron al timbre y me la encontré en la puerta. En cuanto la vi, la reconocí. «¿Puedo quedarme unos días?», me pidió. Yo di saltos de alegría. Verá, vivo sola y a veces paso días sin hablar con nadie. -Espera unos segundos antes de continuar-: Cuando me dijo que iría a casa de Kallopi, me extrañó, porque nunca se llevaron bien. Luego pensé que el tiempo lo cura todo. Pero ella tenía sus propios planes. -Calla de nuevo y me mira-: ¿Cómo la mató?
– Con una tirópita de queso envenenada.
La mujer empieza a santiguarse y a mascullar:
– Que Dios nos ampare, que Dios nos ampare cuando llegue su reino. Mañana mismo iré a Santa Blaquerna a dar las gracias y a hacer una ofrenda.
– ¿Por qué?
– Porque también a mí me cocinó una empanada. Y estaba para chuparse los dedos. «Benditas sean tus manos, María», le dije. «No has perdido tu buena mano para la cocina.» Ella preparaba siempre unas empanadas de queso riquísimas. -Vuelve a santiguarse-. Mi ángel de la guarda me salvó la vida.
– Parece que Kallopi no tenía un ángel de la guarda.
Se vuelve y me mira con expresión endurecida.
– Que Dios me perdone, porque la acaban de enterrar, pero Kallopi tenía que caer bajo una de las muchas maldiciones que pendían sobre su cabeza.
– ¿Qué maldiciones? -pregunto casi con indiferencia aunque sé muy bien qué me contestará.
– Ella y su madre eran tacañas, y avaras, no habrían regalado ni incienso a un ángel. Eran parientes mías por parte de mi padre, de apellido Lasaridu, pero nunca tuvimos mucho trato. «Las ovejas negras», así las llamaba mi madre, que en paz descanse. Todas las familias tienen su oveja negra. La nuestra tenía dos. -Suspira y menea la cabeza-. Aunque la haya matado María, no seré yo quien se lo eche en cara. -Se vuelve para mirarme-: No se imagina cuánto sufrió por culpa de ellas. -Me lo imagino pero la dejo continuar, por si revela algo nuevo-. La obligaron a trabajar fuera de casa a pesar de no tener necesidad, porque eran una familia adinerada. Luego iban a cobrar el dinero que le correspondía a ella. De vez en cuando venía a verme y me contaba sus penas. A mí me quería, porque la escuchaba e intentaba consolarla. No llegó a tiempo para matar a la madre, pero se vengó con la hija.
– Usted se apellida Lasaridu, Kallopi se llamaba Adámoglu. ¿De dónde viene el apellido Jambu?
– De su marido.
– ¿Estuvo casada?
– Sí, ¿no lo sabía?
– No. -¿Cómo demonios iba a saberlo si no tenía acceso a su «expediente»?
– Otra historia dolorosa. Por aquel entonces, María trabajaba para una familia procedente de Europa occidental, los Kalomeri. Anastasis Jambos era albañil. Fue a arreglar algo en casa de los Kalomeri y allí lo conoció María. Se enamoró locamente de él. Cuando el hombre pasaba por delante de la casa, ella tiraba a su paso latas vacías y verduras para llamar su atención. Todos le decían que el hombre no valía nada, pero la había cegado el amor y acabó casándose con él. Anastasis era buen albañil, pero indolente y, además, borrachín. Cada noche le daba a la botella. Cuando se despertaba por la mañana, se echaba a llorar, juraba que no volvería a beber, pero por la noche volvía siempre a casa con una buena curda. Al final, su hígado se resintió. Tampoco entonces dejó de beber. María bebía con él cada noche, para intentar que se emborrachara un poco menos. Al final, Anastasis Jambos murió y la dejó en la calle. María volvió a trabajar. Era lo único que tenía: era buena cocinera, lo dejaba todo como los chorros del oro, y quienes la conocían la querían mucho.
– ¿Tenía familia su marido?
– Anastasis tenía una hermana, Safó. Pero ella y María no se llevaban nada bien.
– ¿Los problemas habituales entre esposa y cuñada o algo más?
– No, no, nada que ver -responde la mujer con una risa-. María la odiaba porque Safó nunca hablaba bien de su hermano. Lo llamaba desastrado y gandul. Hablaba de él sin tapujos delante de María. «¿Cómo puedes querer a ese perdido?», le decía. «Tú te deslomas para que él se quede con el jornal y se lo gaste en bebida. Dale una patada y que se vaya al diablo.» A la cuñada no le faltaba razón, pero a María la cegaba el amor y no quería saber nada. Imagínate, cuando Anastasis murió, Safó fue al funeral y María no la dejó entrar en la iglesia.
– ¿Sabe si Safó vive todavía?
Me mira como si, de repente, estuviera harta de mí.
– Pide demasiado, señor comisario. Somos dos mil personas dispersas por toda la ciudad. ¿Y quiere que le diga si Safó vive aún? Doy gracias a Dios de seguir viva yo misma.
– ¿Sabe dónde vivía? -prosigo sin pestañear.
– En Hamalbaçi. Vaya a la Virgen de Pera, seguro que ellos la tienen en sus listas.
Me levanto para darle las gracias. Ella me tiende la mano y dice:
– El que esté libre de culpa, que tire la primera piedra, señor comisario.
Lo mismo me dijo Iliadi, aunque refiriéndose a las Adámoglu. Al parecer, este refrán es muy popular entre los griegos de aquí.
<a l:href="#_ftnref16">[16]</a> Es costumbre después de los entierros dirigirse al bar del recinto para tomar un café, que corre a cargo de la familia del difunto y que popularmente se conoce como «el café del consuelo». (N. de la T.)