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Me encuentro en un saloncito anodino e impersonal. Frente a mí están sentados dos viejecitos vestidos como gemelos o como internos de un orfanato de los de antes: la misma camisa blanca a rayas azules, el mismo pantalón gris claro con tirantes, pantuflas del mismo color. Sólo se les distingue por las caras. Jarálambos, o, mejor dicho, el señor Jarálambos Sefertzidis, ha perdido todos sus dientes y da la impresión de sentirse aliviado por ello.
– Sólo como sopas y yogures y, de vez en cuando, algún puré -me explica el señor Sefertzidis-. En invierno, me trituran las frutas con la batidora. En verano, algo consigo chupando sandía y, sobre todo, higos.
– Porque eres tozudo y no quieres ponerte dientes -interviene Sotiris (o, mejor dicho, el señor Sotiris Kerémoglu), cuya dentadura, aunque postiza, está entera y él sonríe de oreja a oreja para demostrarlo. Lleva gafas con montura negra de hueso, que le cubren media cara y le dan un aire a Onassis.
– Lambis [17], aquí donde lo ve, es el cabezota más grande del mundo. Un testarudo, como decís en Grecia. Si le dices «blanco», él contesta «negro». Si le dices «negro», él contesta «blanco», es así de tozudo. Dios me ha castigado con esta cruz en mi vejez.
El desdentado se ríe por lo bajo y con malicia mientras repite «si en el fondo te gusta» varias veces, hasta que se cansa y lo deja. Me gustaría que dejaran sus pullas por un rato para poder obtener algunas respuestas sensatas, pero me temo que mis esfuerzos sean en vano. Ya les he preguntado dos veces si conocen a María Jambu, pero ellos se me van por las ramas. Preferiría estar recorriendo la ciudad en el Mercedes de la señora Kurtidu. Sin embargo, no puedo reprimir mi conciencia profesional y les formulo la pregunta por última vez.
– ¿Uno de ustedes o algún otro interno del geriátrico conoce a una tal María Jambu? Era de Estambul y, antes de partir para Grecia, pasó una temporada aquí. Durante los últimos años estuvo viviendo con su hermano en Drama. Debe de tener la edad de ustedes, quizás un poco mayor.
– Ahora sí que te has pasado -dice Kerémoglu con sus gafas tipo Onassis-. No hay nadie mayor que nosotros. Somos las antiguallas del lugar.
– De acuerdo, retiro lo dicho -respondo haciendo acopio de paciencia-. ¿Conocían a María Jambu?
– Jámbena. Nosotros la llamamos Jámbena -farfulla el desdentado Sefertzidis.
– ¿La conocen?
– Cómo no. Estuvo aquí anteayer -declara Kerémoglu.
– ¿Dónde? ¿En el geriátrico?
– Sí, vino a ver a su cuñada, Safó.
– ¿La hermana de su marido?
– Para ser su cuñada, tenía que ser la hermana de su marido, ¿qué, si no? ¿En Grecia lo decís de otra manera? -se extraña Sefertzidis.
Me trago con mucho gusto la idiotez de mi pregunta y la ironía de Sefertzidis, porque delante de mí se abren nuevos horizontes.
– ¿Su cuñada vive aquí?
– Sí, aquí al lado -toma la palabra Kerémoglu-. La mitad vivimos aquí y la otra mitad, al lado. Aunque, poco a poco, todos acabaremos allí.
– ¿Qué hay al lado? ¿Un pabellón nuevo?
– No, las tumbas.
– ¿Ha muerto? -Ya está. Se ha roto el último eslabón que podría conducirme a María Jambu, me digo.
– Hace un año -puntualiza Kerémoglu.
– La pobre desgraciada -apostilla Sefertzidis.
Kerémoglu a punto está de abalanzarse contra él.
– ¿Por qué desgraciada? -se enfurece-. Ninguno de nosotros es desgraciado. Infelices, tal vez sí; abandonados, también; pero desgraciados, nunca. La gente que alcanza nuestra edad no es desgraciada. -Se vuelve hacia mí-: Éste llama desgraciado a todo el mundo. Si mañana gana la lotería el miserable de Usúnoglu, que no habla con nadie y, si le diriges la palabra, te llama de todo, éste diría enseguida «pobre desgraciado». Usúnoglu, un desgraciado. ¿Te das cuenta?
– Murió de disentería -afirma Sefertzidis haciendo caso omiso al otro-. Se deshidrató. Ya verás como yo también me moriré de lo mismo. Porque hago de vientre cinco veces al día.
– Porque no quieres llevar dentadura y sólo tomas sopas y yogures. Los médicos insisten en que debes comer alimentos sólidos, pero tú, a lo tuyo… -De nuevo se dirige a mí-: Siempre hace lo que le da la gana. Poco falta para que se recete sus propias medicinas.
– ¿Cuándo estuvo aquí María Jambu? -pregunto, porque sé que con la decepción que me ha embargado, corro el riesgo de perder el control de la situación.
– El martes, anteayer -dice Sefertzidis-. La verdad es que se disgustó mucho cuando supo que Safó había muerto. «No he llegado a tiempo», decía.
¿A tiempo de qué?, ¿de matarla también a ella? ¿Se le fue antes de poder envenenarla? Algo no encaja. La imagen que me he hecho de la viejecita, aunque sea hipotética, no corresponde a la de una asesina desalmada.
– Safó se hubiera alegrado de verla -dice Kerémoglu-. Siempre hablaba de ella. Aunque parece que no se llevaban bien, según Safó. «A mí no me ha querido nunca nadie, porque no me gustaba fingir», nos decía Safó. «Siempre he soltado la verdad a la cara de todos. También al inútil de mi hermano, que se despertaba, trabajaba y dormía con la botella de dúsiko bajo el brazo, y luego se ensañaba con mi cuñada. "Déjale, loca", le decía yo a María, "o él acabará contigo. Sea con su mala baba o con sus borracheras." Lo único bueno de todo aquello fue que, cuando empezó a pegar a su mujer, dejó de pegarme a mí. A María la cegaba el amor y ni siquiera me dejó entrar en la iglesia cuando enterraron a mi hermano.» Y siempre terminaba diciendo: «No le guardo rencor. El Señor atonta a los que buscan su propia perdición».
– ¿Qué es el dúsiko? -pregunto a Kerémoglu cuando se le agota el aluvión de palabras, porque es la primera vez que oigo hablar de esta bebida.
– El rakí -me explica-. Los turcos lo llaman rakí. Vosotros lo llamáis ouzo y nosotros, dúsiko.
No sé cuándo estaba en lo cierto Safó, si entonces o ahora. ¿La atontó a María el Señor cuando conoció a Anastasis Jambos o ahora, cuando ha decidido vengarse a un paso de la tumba? Al menos he averiguado algo: la cuñada no guardaba rencor a María Jambu, aunque ésta la hubiera tratado pésimamente. Se me ocurre que la frase «no he llegado a tiempo» podría significar que deseaba pedirle perdón.
– ¿Conocían a María Jambu de antes o la vieron por primera vez cuando vino a visitar a Safó?
– Era la primera vez que la veía -asegura Kerémoglu.
– Yo ya la conocía -responde Sefertzidis-. Claro que no la reconocí enseguida, habían pasado muchos años, pero, cuando preguntó por Safó, y antes de decirle que había muerto, le pregunté quién era. Y entonces me dijo su nombre.
– ¿De qué la conocía usted?
– Cuando los sucesos de septiembre, los míos eran vecinos de la familia donde trabajaba ella. Los patrones de María vinieron a esconderse en nuestra casa, porque en nuestro apartamento sólo había griegos y armenios. Entonces la conocí.
– Incluso a mí, que no la conocía, su visita me benefició -interviene Kerémoglu-. Porque traía una tirópita para Safó y nos la repartimos. Hasta el desdentado de Jarálambos comió. Y qué tirópita, estaba deliciosa.
Los miro atentamente para asegurarme de que siguen vivos.
– ¿No les pasó nada después de comer la empanada? -pregunto para cerciorarme.
– ¿Qué nos iba a pasar? -se extraña Sefertzidis-. Acabamos de decírselo, estaba para chuparse los dedos. La comimos en lugar del trigo hervido [18] para que a Safó le fueran perdonados los pecados.
María necesita el perdón de sus pecados mucho más que Safó, aunque ellos no lo saben. A primera vista, no parece que les haya pasado nada, porque estos vejestorios habrían caído redondos. La empanada de queso no contenía veneno, como tampoco lo contenía la empanada de Efterpi Lasaridu. No obstante, decido no arriesgarme y preguntar al médico, para asegurarme de que realmente no hubo víctimas.
– ¿Dónde puedo encontrar al médico? -pregunto.
– A estas horas, sólo en el hospital -me informa Kerémoglu.
– Gracias, me han ayudado mucho. Puede que vuelva si necesito más información.
– Aquí estaremos -afirma Kerémoglu.
– Y no le hemos ofrecido nada al pobre hombre -Sefertzidis cae en la cuenta demasiado tarde.
– Pues haberle invitado. ¿Por qué no le has invitado? -pregunta el otro con cara de pocos amigos.
– Aún no ha llegado mi paga de Sidney y voy un poco justo -explica Sefertzidis. Luego se vuelve hacia mí-: Tengo una hija en Australia. Nunca ha venido a verme pero me manda dinero.
– ¡Serás ingrato! -estalla Kerémoglu-. La pobre Ioanna te estuvo rogando que fueras con ella. Tú te empecinaste en quedarte aquí. Y ahora la calumnias, ¡menudo necio!
Me despido a toda prisa y me dirijo al hospital, con la esperanza de encontrar algún médico que me confirme que los viejos no tuvieron ni el menor síntoma de intoxicación después de comerse la empanada de queso.
En el pasillo me topo con una mujer de mediana edad, una auxiliar.
– ¿No sabrá por casualidad qué médico estuvo de guardia en el geriátrico el martes? -le pregunto.
– Un momento, consultaré a las enfermeras. -Vuelve un minuto después y me dice que fue el doctor Remzí-. Pregunte por él en el hospital.
Cuando me dispongo a salir, me llama Adrianí por el móvil para decirme que la señora Kurtidu les está enseñando el hospital.
– Esperadme, voy para allá.
Ya en el hospital, abordo a la primera enfermera con la que me cruzo en el pasillo.
– Perdone, ¿dónde puedo localizar al doctor Remzí?
– Pregunte en la oficina -responde indicándome una puerta.
En el despacho de los médicos hay cuatro hombres y una mujer, todos con bata blanca. Están charlando.
– Perdonen, ¿el doctor Remzí?
Intercambian unas palabras en turco y luego uno de los médicos me dice en un griego macarrónico:
– Doctor Remzí patología. Planta arriba.
Presiento que encontrar al doctor Remzí se convertirá en una pequeña odisea pero, por suerte, en el pasillo me topo con mi trío.
– ¡Ríete tú del Hospital General de Atenas! -exclama Adrianí, impresionada con la visita-. Vale la pena ver este hospital. Te quedarás boquiabierto.
– Por el momento, me conformo con dar con la sección de patología. ¿Usted podría indicarme dónde está? -pregunto a la señora Kurtidu-. Me han dicho que arriba, pero no sé dónde exactamente. Busco a un médico que se llama Remzí.
– Está en la primera planta. Venga conmigo.
Subimos con la señora Kurtidu a la planta superior. Ella va en busca de una enfermera. Por fin, encontramos al doctor Remzí en una de las salas. Está inclinado sobre una paciente y le habla. Esperamos en la puerta a que termine y luego la señora Kurtidu se le acerca. Le dice algo señalándome y lo conduce hasta donde yo estoy.
– Pregúntele si hubo algún caso de intoxicación el martes por la tarde en el geriátrico -le pido.
El médico me mira extrañado. Luego se encoge de hombros y responde a la señora Kurtidu con un monosílabo, que ella traduce con un «no» a secas.
– ¿Y algún trastorno digestivo?
La respuesta vuelve a ser negativa y yo, aunque no me apetece nada, me veo obligado a explicarme mejor.
– El martes fue al geriátrico una anciana que llevaba una empanada de queso para una tal Safó Jambu. Según me han contado, Safó había fallecido y la mujer repartió la empanada entre los demás internos. Necesito saber si alguno de los que probaron la empanada cayó enfermo.
Espero con paciencia a que la señora Kurtidu traduzca mis palabras. El médico la escucha con atención y luego le responde escuetamente, si bien con una sonrisa.
– Dice que la única enferma a la que vio ese día en el geriátrico fue la mujer que llevaba la empanada.
– ¿Tendría la amabilidad de describirla?
El médico reflexiona un momento y luego me responde a través de la señora Kurtidu:
– Bajita, encorvada, con cabello blanco y ralo, labios carnosos y un poco de bigote… Respiraba con dificultad, sobre todo después de un acceso de tos. Cuando eso pasó, caminaba arrastrando los pies.
No creo que pueda decirme nada más y le doy las gracias. Perdido en mis cavilaciones, regreso como un autómata con la señora Kurtidu al punto donde nos esperan Adrianí y la señora Murátoglu.
No tengo prisa en ordenar mis pensamientos, porque la charla de las tres mujeres sin duda me va a distraer y perderé el hilo. Opto por dejarlo para más adelante, aunque me gustaría echar un vistazo a la tumba de Safó.
– ¿Podríamos ir al cementerio? -pregunto a la señora Kurtidu-. Quisiera ver la tumba de Safó Jambu.
En su mirada aflora otra vez la extrañeza, pero se muestra discreta y no me pregunta por qué.
– Yo le llevo, no está lejos.
Cuando entramos los cuatro en el cementerio, parece que vayamos a visitar a un familiar difunto. La señora Kurtidu consulta al portero y nos conduce directamente a la tumba de Safó Jambu.
Es una tumba sencilla, con una cruz y la inscripción de su nombre y las fechas de nacimiento y muerte. Sobre la lápida hay un ramo de claveles que todavía no se han marchitado del todo. Una cosa está clara, me digo. María vino para pedirle perdón a su cuñada, porque había sido injusta con ella, y le llevaba una empanada de queso sin veneno. Como no pudo entregársela, llevó flores a su tumba.
– ¿No hay médicos griegos en Baluklís? -pregunto a la señora Kurtidu cuando volvemos al Mercedes.
– Hay un par, pero la mayoría son turcos.
– ¿Por qué? ¿No hay médicos griegos suficientes? ¿O permiten que la mayoría sean turcos para que éstos no se enfaden ni tomen medidas contra el hospital?
Ella estaba a punto de arrancar el motor, pero se detiene y me mira.
– Usted, precisamente, no debería hacer esta pregunta, señor comisario.
– ¿Por qué? -insisto.
– Por culpa de lo de Chipre se fueron los médicos, los ingenieros, todos los científicos. Sólo se quedaron los abogados, porque las fortunas de los griegos de aquí aún les dan de comer. -Intenta reprimir su enfado, casi a punto de estallar-. Ustedes, los de Grecia, miraban a otro lado cuando nos desplumaron. Gritaban que Chipre era griega y nos abandonaron en manos de los turcos. Al final, ustedes se quedaron con la mitad de la isla. Si fuera Chipre entera, podría decir que valió la pena. Pero ¿era justo que nos desheredaran por media isla? «Nosotros somos collateral damage, mamá», dice mi hija, que vive en Canadá y ha olvidado su griego. Pregunté a mi hijo qué significa collateral damage y me dijo: daños colaterales. Qué daños colaterales ni qué niño muerto: ¡un bocadillo, eso es lo que hicieron con nosotros! Una loncha delgada de salami entre los turcos, por un lado, y ustedes, los griegos, por el otro. Entre los dos, nos han emparedado. -Deja de hablar pero no aparta de mí su mirada acerada-. ¿Sabe qué pienso, señor comisario? Si los turcos supieran lo poco que los griegos de aquí les importamos a ustedes, no nos habrían tocado ni un pelo. Porque habrían caído en la cuenta de no merecía la pena quedar mal sólo para llamar a la puerta de unos sordos.
Ha terminado y vuelve a centrar su atención en el coche. Enciende el motor y el Mercedes arranca en medio de un silencio sepulcral.
<a l:href="#_ftnref17">[17]</a> «Lambis» es diminutivo de Jarálambos. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref18">[18]</a> Es costumbre ofrecer un pequeño plato de trigo hervido a los asistentes a un funeral o misa conmemorativa. (N. de la T.)