174587.fb2
Como mínimo, empieza a perfilarse el plan de María Jambu, sus móviles están cada vez más claros, siguen una lógica. Primero mata a su hermano en Drama. Después viene a esta ciudad, se dirige hacia Makrojori y despacha a su prima, Kallopi Adámoglu. En ambas ocasiones, el móvil y el modus operandi son los mismos. El móvil es la venganza: su hermano la maltrataba, como todos afirman, desde el día en que María fue a vivir con él. La familia Adámoglu la había maltratado y explotado cuando era joven. En ambos casos, utilizó veneno que vertió en sendas empanadas de queso. En cambio, a Efterpi Lasaridu, la prima de Kallopi Adámoglu, y a su cuñada, Safó Jambu, les preparó empanadas sin pesticida. En el caso de Efterpi Lasaridu, hay una explicación. La propia Efterpi Lasaridu me dijo que María la quería y que mantenían relaciones de amistad. En el caso de la cuñada, no obstante, hay tres testigos que aseguran que las relaciones entre María y Safó no eran buenas: Efterpi Lasaridu, que lo sabe de primera mano, y los dos viejecitos, que se lo habían oído decir a Safó. Aun así, María no sólo le llevó una empanada de queso sin veneno sino también flores para su tumba. Ambos gestos significan que reconoció que había sido injusta con Safó en los viejos tiempos, por causa de su marido, y que ahora acudía, después de tantos años, para hacer las paces. Aquel «no he llegado a tiempo» quiere decir, por lo tanto, que no llegó a tiempo para pedirle perdón.
Todo eso apunta a que su intención es saldar cuentas. María empezó en Drama y vino a esta ciudad para completar el trabajo. A los que la habían hecho sufrir les lleva una empanada de queso cargada con pesticida y los manda al otro barrio. En cambio, a los que la trataron bien les lleva una empanada sin veneno hecha con sus propias manos, cosa que, según también afirman todos, no es nada desdeñable, porque sus empanadas de queso son deliciosas. Si, además, el doctor Remzí está en lo cierto y María está tan enferma como él afirma, lo que sucede es que María está arreglando sus asuntos antes de morir.
Aquí, sin embargo, surgen un par de interrogantes que precisan respuestas. Empecemos por el más fácil: primero, hasta qué punto está enferma y, segundo, si ella lo sabía cuando viajó a Turquía. Si lo sabía, significa que en Grecia debió de examinarla un médico, y tenemos que localizarlo para averiguar si está realmente enferma y de qué gravedad. El segundo interrogante es más difícil de contestar. María prepara empanadas de queso a punta pala y va repartiéndolas por ahí. Muy bien, pero ¿dónde las prepara? Se necesita hojaldre e ingredientes especiales, además de un horno donde cocerlas. Lo sé por Adrianí, porque la observo algunas veces cuando las hace, aunque la especialidad de mi mujer es la empanada de puerros. ¿Dónde encontró una mujer como María Jambu un refugio provisto de lo necesario para cocinar empanadas de queso? Claro que podría llevarlas a cocer a la panadería del barrio. Si esta costumbre persiste en Grecia, no veo por qué no puede persistir también aquí. Aun así, ¿dónde ha encontrado una casa provista de los utensilios de cocina necesarios?
Mientras pienso en el paso que he de dar a continuación, suena el móvil y resulta que es Katerina.
– Todo está listo, papá -anuncia-. La boda será dentro de dos semanas a partir del domingo. Hoy mismo encargamos las peladillas.
Se la oye contenta, aunque no sé si se trata de auténtica alegría o del alivio de haberse quitado un peso de encima.
– ¿Has comprado ya el vestido? -pregunto.
– Es lo único que dejo para cuando vuelva mamá. Para librarme de sus quejas -concluye mi hija.
– En cualquier caso, yo no le diré nada.
– ¿Por qué no?
– Porque es capaz de subir al primer avión que salga para Atenas o de comprarte el vestido de novia aquí. En este caso, estás apañada.
Katerina se echa a reír.
– Exageras, como siempre. De acuerdo, la llamaré y le diré que he elegido tres modelos y que la espero para decidir cuál de los tres comprar.
– Siempre encuentras una solución conciliadora. No en vano estudiaste Derecho.
De repente, ella me pregunta como si se le acabara de ocurrir:
– ¿Qué tal vosotros?
– Tu madre, estupendo. Yo, no tanto.
– ¿Por qué?
– Porque estoy liado con un caso que no me deja tiempo para ver la ciudad ni para divertirme.
– No me das pena -contesta ella seriamente-. Tú te lo buscas. Trabajas incluso en vacaciones y luego te quejas. Mamá tiene razón.
Cambio de tema, como siempre que quiero mostrar mi disgusto.
– ¿Está ahí Fanis?
– Sí. ¿Quieres hablar con él?
– Si es posible…
Al cabo de unos segundos oigo la voz de mi yerno.
– ¿Puedes explicarme por qué la gente se mete en ceremoniales complicados como las bodas? -me suelta de buenas a primeras-. Te dejan sin blanca y, además, hecho polvo.
– Ni idea. Han pasado tantos años desde que me casé, que lo he borrado de mi memoria. Yo quería preguntarte otra cosa.
– Te escucho.
Le doy toda la información que tengo de la visita de María Jambu a Baluklís y, para acabar, le digo lo que opina el médico que la vio en el geriátrico.
– ¿Qué le pasa, en tu opinión? -pregunto al final.
– Puede ser cualquier cosa, desde una tos crónica por culpa del tabaco hasta una tuberculosis o un cáncer de pulmón. ¿Dijo algo más el médico del hospital?
– Que quería hacerle una radiografía pero la señora Jambu desapareció. Así que no sabe nada más.
– Tiene razón.
– ¿Y el hecho de arrastrar los pies?
– Puede ser algo degenerativo, pero eso no se debe necesariamente a una enfermedad. Podría ser cosa de la edad avanzada.
Su argumento es lógico, pero no me ayuda en absoluto.
– En otras palabras, me estás diciendo que debemos investigar todos los hospitales del norte de Grecia, por si la trataron en alguno de ellos -concluyo desanimado.
– Yo empezaría por los centros de oncología y luego investigaría el resto. -Calla por un instante y luego añade, indeciso-: Por lo que me describes, corresponde más a un cáncer de pulmón. A eso se refería el médico turco cuando te dijo que estaba muy enferma.
Algo es algo, me digo después de colgar el teléfono. Al menos puedo decirle a Guikas qué debe hacer exactamente. Si le pides cosas vagas e imprecisas, pierde los papeles y empieza a gritar de pura angustia. Lleva tantos años pegado a la silla de su despacho, gastando neuronas en chanchullos e intrigas, que ha olvidado que es policía y se imagina que trabaja de relaciones públicas.
– ¿Alguna novedad? -pregunta Guikas inquieto.
No sé por qué pero, siempre que le telefoneo para informarle, espera que le dé malas noticias.
– Hay una buena noticia, y es que no ha habido nuevas víctimas. Al contrario, a las dos familiares que fue a visitar les llevó empanadas de queso sin veneno.
– ¿Qué conclusión sacas de esto?
– Que vino aquí para saldar cuentas. Mata a unos y se despide de otros. A eso apuntan también las sospechas de un médico que la vio en el geriátrico y al que le dio la impresión de que María Jambu estaba muy enferma. Quiso hacerle una radiografía pero ella puso pies en polvorosa. Y aquí empiezan las malas noticias. Tenemos que investigar todos los centros oncológicos del norte de Grecia por si le hicieron análisis o, incluso, si la sometieron a alguna terapia.
– ¿Por qué sólo los oncológicos?
– Esos para empezar, porque todo apunta a que padece cáncer de pulmón.
Se produce una pequeña pausa y luego Guikas me dice:
– ¿Por qué no hablas directamente con tus ayudantes? Al fin y al cabo, yo tendré que encargárselo a ellos. Para ir a Tesalónica no hace falta coger un atajo por Londres. La línea recta nos ahorra esfuerzos.
No le basta con que le lleven el bocado a la boca, quiere que se lo den masticado, como diría mi pobre madre, que en paz descanse. No obstante, se me ocurre que me entenderé mejor con mis ayudantes, a los que puedo echar una bronca si viene al caso, y me veré libre de los métodos y maneras de Guikas, a quien no puedo insultar ni criticar con mala saña.
– Quiero que empieces por las unidades de oncología -digo a Vlasópulos, que es quien ha contestado al teléfono-. Esto, a la fuerza, limita nuestra investigación en Tesalónica. No creo que los hospitales públicos provinciales cuenten con departamento de oncología, y me parece improbable que María Jambu bajara a Atenas.
Él me promete investigarlo enseguida y yo rezo por que María Jambu acudiera a un médico. De otro modo, quizá nos quedemos sin respuestas, aunque todavía no sé cómo podría afectar eso a nuestra investigación.
Decido poner fin a mi jornada laboral y bajo a recepción, donde está reunido el grupo entero de viajeros para celebrar la cena de despedida. Los encuentro discutiendo, como siempre. La mitad quiere ir al Bósforo, y la otra mitad no quiere alejarse de Pera, porque mañana vuelan a primera hora y han de madrugar.
Los únicos que no participan en el jaleo son Adrianí, la señora Murátoglu y Despotópulos.
– ¿Qué ocurre, mi general? -le pregunto.
– Nos falta un plan estratégico, querido comisario. Por desgracia, me temo que la cena será infame, porque no somos capaces de actuar razonablemente.
– ¿Por qué no se encarga usted de imponer el orden? Usted sabe de planes estratégicos.
– Yo ya estoy retirado, comisario. He perdido mi autoridad y no me obedece ni la perrita de mi mujer. Cuando la saco a pasear, mea donde le da la gana.
– ¿Me permite una sugerencia? ¿Por qué no lo dejamos en manos de la señora Murátoglu? Es la única que conoce bien la ciudad.
– Una idea excelente -dice Despotópulos y se pone en pie de un salto-. ¡Silencio, por favor! Cederemos el mando a la señora Murátoglu. Es la única que conoce bien el terreno.
– ¿Desde cuándo la señora Murátoglu nos hace de sargento? -gruñe el señor Stefanakos lo bastante alto para que le oigan los demás.
La señora Murátoglu, que prefiere no replicar para no echar más leña al fuego, pasa a la acción.
– Propongo que vayamos al pasaje Jristakis. Ahí se reúnen tradicionalmente los bebedores de la ciudad. Ahora, desde luego, se ha vuelto un poco turístico, pero la comida sigue siendo buena. Además, está cerca y podemos ir andando.
Todos están de acuerdo: la mitad, porque querían ir a un lugar cercano, y la otra mitad, porque ya quieren dejar de discutir e ir a cenar.
A diez metros del hotel, Adrianí me agarra del brazo y me lleva a un lado.
– Me ha llamado Katerina. Está todo listo -anuncia encantada-. La boda se celebrará dentro de dos domingos, o sea, que tenemos tiempo de sobra. Ha elegido tres trajes de novia pero esperará que yo vuelva a Atenas para decidir cuál de los tres comprará finalmente.
– Ha hecho bien en no precipitarse -comento muy serio-. En estas cosas es mejor pedir una segunda opinión.
Ella me da una palmadita en el brazo.
– Todo irá bien -me dice en tono tranquilizador, obviamente satisfecha con mi respuesta.
Atravesamos la mitad de Pera y entramos en el pasaje Jristakis. Las tabernas se suceden a ambos lados del pasaje mientras que una comitiva de camareros nos reciben con reverencias y con la intención de atraernos hacia el local que representan.
– Oye, Stelaras, con todas estas cortesías y ceremonias que nos dedican los turcos, cuesta entender por qué nos tuvieron subyugados durante cuatrocientos años -comenta Stefanakos a su hijo y, con auténtica extrañeza, añade-: ¿Tan gilipollas somos los griegos?