174587.fb2 Muerte en Estambul - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 24

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Capítulo 20

Dejamos atrás los barrios altos y regresamos a territorios geográficos y sociales que me son más familiares. Al llegar a la plaza Taksim, espero que Murat tuerza a la derecha, pero él la cruza sin inmutarse y enfila la calle Pera.

– Oye, ¿no es una calle peatonal? -pregunto, confuso.

Murat no puede evitar reírse.

– Es peatonal para todos menos para los coches de la policía.

– Y para el tranvía.

Él sigue riéndose, casi feliz.

– Cada vez que mi padre viene de vacaciones a Estambul, sube al tranvía y se planta en la parte delantera, junto al conductor.

– ¿Él es de aquí?

– Claro que no -responde sorprendido.

Me preocupa que mi pregunta le haya ofendido, pero él se apresura a explicarse.

– La gente que ha nacido y ha crecido en Estambul no emigra fácilmente. Mi familia procede de un pueblo de Sivas, en el este, y ha pasado por una doble emigración. Mi abuelo tenía cinco hijos y no salía adelante, así que trajo a su familia a Estambul. Entonces, en los pueblos, se decía que el suelo y las piedras de Estambul eran de oro, y mi abuelo lo creyó. Mi padre todavía era pequeño y le encantaba subir al tranvía y quedarse junto al conductor. Mi abuelo primero y mi padre después comprendieron que las calles de Estambul eran de losas y asfalto, como las de cualquier otra ciudad. Total que mi padre acabó siendo obrero en Alemania. Ahora está jubilado y vive en Bochum, pero, cada vez que viene a vernos, sube al tranvía. -Estaciona el coche enfrente de la iglesia católica-. Hemos llegado.

La tienda de Kemal Erdémoglu es grande y ocupa dos plantas, aunque basta echar una ojeada al escaparate para ver que dista mucho de las tiendas de lujo del barrio en que vivía. No hay un único aparador, sino que está dividido en tres: uno a la derecha, otro central y otro a la izquierda. En los dos aparadores de los extremos se expone moda femenina, mientras que en el central, masculina.

Murat se adelanta y yo le sigo. La dependienta apostada junto a la puerta me confunde con un turista y enseguida se me acerca con un «Yes, please?». Murat le dice algo con una cara de madero muy seria y ella se aleja de mí con una mirada que oscila entre el respeto y el temor. De ello deduzco que debe de haberme presentado como policía y me parece apropiado pegarme a su lado. El único dependiente varón engancha con celo una nota manuscrita a la entrada del establecimiento y luego cierra con llave desde dentro. Imagino que la nota dice: CERRADO POR DEFUNCIÓN.

Murat elige la primera planta, seguramente para estar más tranquilo, y decide interrogar primero a las mujeres. Más de lo mismo, me digo. Empieza por las mujeres, en parte, porque son más sinceras y, en parte, porque soportan menos la presión. De sus gestos deduzco que ninguna de las empleadas alega ignorancia. Todas tienen algo que decir y en muchas ocasiones se interrumpen mutuamente para corregir o añadir algún dato.

En menos de diez minutos llego a la conclusión de que no tiene ningún sentido observar las expresiones y los gestos de los testigos y me centro, como se dice ahora, en la mercancía. Se me ocurre que podría comprarle algo a Katerina, pero descubro con gran sorpresa que no tengo ni puñetera idea de lo que le gusta. Siempre que hemos tenido que comprarle algo se ha encargado Adrianí, que no consideró importante pedirme mi opinión. Decido dejarlo correr, porque me arriesgo a comprarle algo que acabará enterrado en lo más profundo de su armario.

Murat ha terminado de interrogar al personal y pasa por mi lado con un «Let'sgo». Bajo las escaleras detrás de él y espero a que el dependiente abra la puerta, para que podamos salir a la calle.

– La vieja vino hace cinco días por la tarde. La descripción encaja con la que te dio el médico de Baluklís. Extenuada, arrastraba un poco los pies y tenía accesos de tos. Preguntó si el señor Erdémoglu estaba en la tienda. El señor Erdémoglu había salido un momento y ella dijo que lo esperaría. Llevaba una bolsa de plástico en las manos.

– La empanada de queso.

– Evidentemente.

– ¿Se fijaron si en la bolsa figuraba algún nombre o una dirección?

Murat me mira desconcertado por un instante.

– No se me había ocurrido. Voy a preguntar.

Vuelve a la tienda y llama al cristal de la puerta. Dice algo a la empleada que le abre. Ella se vuelve y habla con alguien en el interior del comercio. Pasan un par de minutos y Murat regresa junto al coche patrulla.

– Sólo recuerdan que ponía «supermercado» en turco.

– Esto no quiere decir nada. Hoy en día hay supermercados por todas partes.

– Aquí, no. En los barrios más humildes la gente hace sus compras en el… -busca la palabra inglesa, no la encuentra y usa la turca-, en el bakkal.

– En el bakáliko -confirmo yo en griego y nos reímos.

– Compran en el bakkal porque allí todavía les fían. Si María Jambu llevaba la empanada de queso en una bolsa de supermercado, quiere decir que no se aloja en un barrio pobre.

– Salvo que encontrara la bolsa por casualidad.

– Es posible, aunque las mujeres suelen guardar las bolsas de las compras.

– Y al final, ¿se encontró con Kemal, o dejó la empanada y se fue?

– Se encontraron. Cuando Kemal Erdémoglu volvió, ella seguía esperándolo. Al principio no la reconoció. Entonces la mujer mencionó a un tal Lefteris, y Kemal Erdémoglu se acordó, aunque no está claro si de Lefteris o de la propia María Jambu. Del primero, seguramente.

– ¿Se quedó mucho rato?

– Apenas cinco minutos. Tras intercambiar unas palabras de pie, ella le entregó la empanada y se marchó.

– Pero, bueno, cuando al día siguiente Kemal no apareció en la tienda, ¿a los empleados no se les ocurrió llamar a su casa?

– Les había dicho que tenía intención de visitar a su hijo en Ankara y no se preocuparon.

Me estrujo los sesos para recordar si en el curso de la investigación me había topado con algún Lefteris. Rebusco en mi memoria y enseguida concluyo que es la primera vez que oigo este nombre. Por si acaso, pregunto a Murat si le suena.

– Do you remember the name Lefteris from somewhere?

Él niega con la cabeza.

– No, I heard it for the first time.

– Tenemos que averiguar quién es ese Lefteris, y sólo hay una posibilidad.

– ¿Cuál?

– Volver a Baluklís. Tal vez los dos viejos del geriátrico lo conozcan o al menos hayan oído hablar de él. Conocen a casi todos los griegos.

Murat no dice nada; se limita a poner el motor en marcha y a activar la sirena. Tuerce a la derecha por una calleja que desciende y por la que apenas pueden pasar dos coches; baja el cristal de la ventanilla y empieza a gritar a coches y peatones que se aparten. Los coches suben a la acera y los peatones se dispersan alarmados. La calle se despeja y yo descubro entristecido que, en esta ciudad, llevan a la policía en palmitas mientras que en Atenas le echan los perros. Pronto aparece el Cuerno de Oro y me doy cuenta de que volvemos a territorio conocido, cosa que queda confirmada enseguida cuando empezamos a bajar hacia el puente de Atatürk.

– Oye, ¿vayas donde vayas tienes que pasar por este puente? -pregunto.

– Casi -contesta entre risas-. Seguiremos el paseo marítimo del Cuerno hasta la Ronda. El trayecto es un poco más largo, pero así circularemos por los bulevares y evitaremos las callejuelas y los atascos.

Tiene razón, el tráfico en el paseo marítimo es tolerable.

Con la sirena a todo volumen y las luces destellando, lo recorremos en un abrir y cerrar de ojos. Cae una llovizna templada, de esas que envuelven a la ciudad en una especie de bruma transparente.

Aparcamos delante del geriátrico y encontramos la puerta cerrada. Murat me cede la iniciativa. Eso me hace sentir mejor, porque intuyo que por fin hemos hallado el modo de colaborar sin recelar el uno del otro. Llamo a la puerta y me abre un tipo de piel negruzca que no es el portero que había en mi anterior visita.

– ¿Qué desea? -dice en griego pero con acento extranjero.

– Quisiera hablar con los señores Kerémoglu y Sefertzidis. Estuve aquí hace dos días.

– Ahora no hora visita -responde él, ahora ya en un griego macarrónico-. Tú vuelves a la tarde.

– Soy policía de Atenas y necesito hacerles algunas preguntas.

– A la tarde -repite él y a punto está de darme con la puerta en las narices, pero logro meter el pie en la abertura.

– Avisa al encargado -insisto al tiempo que me pregunto si sabrá qué significa «encargado».

– A la tarde, digo. ¿Eres sordo?

De repente, Murat se le planta delante y empieza a bombardearle en turco. Mientras le habla en tono vehemente, una expresión de miedo se va apoderando de las facciones del portero hasta que, al final, pronuncia esa frase que he oído miles de veces desde que puse el pie en Constantinopla: «bir dakika», que mi facilidad innata para los idiomas me dicta que corresponde a nuestro «un momento».

– ¿Qué le has dicho? -pregunto a Murat cuando desaparece el portero.

– Le he dicho que le llevaré a comisaría en el coche patrulla y empezaré a investigarle. Y que calcule que pasará un par de días en el calabozo, hasta que termine mis averiguaciones. Y si no están todos sus asuntos en orden, que se prepare para lo peor.

El que aparece a continuación no es el portero sino el secretario que me recibió en mi anterior visita y me condujo hasta los dos ancianos.

– Buenos días, señor comisario -me dice y saluda a Murat en turco.

Le pregunto si puedo volver a hablar con Kerémoglu y Sefertzidis y me responde que probablemente estén en el salón.

– A esta hora suelen jugar al tavli. Vengan, les llevaré.

– ¡No es posible! ¡Dos dobles seguidos no es posible! -La voz cabreada de Kerémoglu llega a nuestros oídos ya antes de entrar en la sala de juegos. Le encontramos de pie, gesticulando fuera de sí-. ¡No juego más! ¡Nunca volveré a jugar contigo! ¡Tú cargas los dados! ¡Eres un ladrón y un tramposo!

– El pan nuestro de cada día -me susurra al oído el secretario.

Kerémoglu se dispone a marcharse, mientras Sefertzidis se ríe hasta con los bigotes y los dientes inexistentes.

– Como sabes que vas a perder y estás cagado de miedo, te largas a medio juego -le dice.

– ¿Puedo interrumpirles un momento? -pregunto.

– A mí no me importa en absoluto -responde Kerémoglu-. A él seguro que sí, por una vez en la vida que iba a ganar… -Y vuelve a sentarse en la silla.

– Bienvenido, comisario -me saluda Sefertzidis sin hacer caso de su amigo irreconciliable-. No te vayas cuando terminemos. Quédate para ver la paliza que le voy a dar.

No me dejo enredar en su juego y voy directo al grano:

– ¿Alguna vez oyeron ustedes a María o a Safó, la cuñada, hablar de un tal Lefteris?

Los viejos se miran.

– ¿Tú has oído hablar de algún Lefteris? -pregunta Kerémoglu a Sefertzidis.

– Del mismo que tú.

– ¿Quién es? -pregunto yo ansioso.

– Lefter Kiutsukandoyadis -anuncia Sefertzidis con énfasis-. El mejor futbolista de la comunidad griega. Se hacía con el balón en una portería, lo bajaba hasta la otra y marcaba gol. Cuando conseguía la pelota, no había quien se la quitara.

– Driblaba como nadie -añade Kerémoglu-. Volvía locos a los del otro equipo. Era de Prínkipos, pero jugaba en el Fenerbahçe. Recuerdo que por aquel entonces también el Beşiktaş tenía un gran jugador, se llamaba Sevket. Cuando veía los regateos de Lefteris, se ponía verde de envidia, porque él no era capaz de hacer lo mismo que hacía el griego.

Murat no entiende lo que dicen los dos viejecitos, pero oye los nombres de Lefteris, de Sevket y de los equipos de fútbol y me mira extrañado. Imito su extrañeza con un gesto de desconcierto y vuelvo a los viejos.

– Escuchen, yo me refiero a otro Lefteris. No al futbolista, sino a alguien que conociera a María Jambu o a su cuñada Safó.

Se miran de nuevo y se encogen de hombros.

– Nunca las oímos hablar de ningún Lefteris, ni a Safó ni a María cuando estuvo aquí.

Ya está todo dicho. Indico a Murat que nos podemos ir.

– ¿Adónde vas, komiser bey? ¿No quieres ver la paliza que le voy a dar a éste? -atrona Sefertzidis a mis espaldas, pero no le hago caso y me dirijo a la salida, con Murat pisándome los talones. Parece que, sin darnos cuenta, hemos desarrollado una pauta de comportamiento: cuando él interroga, es el primero en dirigirse a la salida. Cuando lo hago yo, me sigue de cerca.

– What mas this with Lefteris, Fenerbahçe y Beşiktaş? -se extraña.

– Yo les preguntaba por el Lefteris al que María mencionó y ellos me hablaban del futbolista -le explico.

– En sus tiempos fue una leyenda, lo sé por mi padre.

Sería una leyenda, pero a mí tanto me da. Lo que yo quiero es encontrar la manera de reunir información sobre el otro Lefteris. Mientras María despachaba a los miembros de su familia, su móvil estaba claro. Ahora, con el asesinato del turco, el caso se complica aún más. Tenemos que dar con ese Lefteris a toda costa, a ver si nos ayuda a comprender por qué María mató a Kemal. Por otra parte, es muy posible que el tal Lefteris esté muerto o que no se encuentre aquí sino en Grecia.

– ¿Cuál es el siguiente paso? -pregunta Murat, que, obviamente, piensa en lo mismo.

– Localizar al dichoso Lefteris.

– ¿Crees que será fácil?

– No, pero nos queda una esperanza. Publicar la foto de María Jambu en los periódicos de aquí, y también en los de Grecia. Es la única manera de recabar más información. Puede que así averigüemos dónde vive.

Murat me mira de reojo.

– ¿Seguro que dará resultado?

– ¿Se te ocurre otra cosa mejor? -contesto irritado, porque he notado un retintín de superioridad en su voz.

– Si publicamos la fotografía de una griega que, además, proviene del Mar Negro, y decimos que ya ha matado a dos personas en Estambul y que una de sus víctimas fue un turco, mañana mismo todos los griegos estarán en el punto de mira. Les insultarán, les agredirán y nadie saldrá a defenderles. Hasta a nosotros nos parecerá lógica la indignación de la gente y haremos la vista gorda.

No me esperaba este argumento y, sin querer, suelto una grosería:

– ¿Desde cuándo te preocupa la integridad física de los griegos?

Murat no responde enseguida. Deja el carril por el que iba y aparca en doble fila.

– I am a child of the Turkish minority in Germany -explica-. Soy hijo de la minoría turca en Alemania. Cada vez que un turco mataba, robaba o agredía a alguien, le cargaban las culpas a la comunidad entera, porque los alemanes creen que somos todos iguales. Llegaba a la comisaría por la mañana y lo primero que me decían era: «¿Has visto lo que han hecho los tuyos otra vez?». -Hace una pausa antes de continuar-: Los turcos de Turquía no lo entienden. Creen que viven todavía en los viejos tiempos, cuando las minorías les suponían una carga, y olvidan que ahora también nosotros tenemos nuestras propias minorías en otros países. En Alemania, en Austria, en Inglaterra… Y que compartimos la suerte de todas las demás minorías.

Intento tomarlo a broma.

– Estás exagerando un poco, pero vale. Dejémoslo correr.

Pese a que sólo lo he dicho para tranquilizarle, él se enfada aún más.

– Tú también perteneces a una mayoría y no puedes entender lo que significa formar parte de una minoría -me espeta-. No puedes entender la inseguridad, el miedo que sientes en lo más profundo, el odio que puede estallar con el menor pretexto. Ninguna mayoría ha comprendido jamás a las minorías. Yo comprendo a los griegos mejor que tú.

Esto me sienta como una bofetada.

– A mí no me vengas con ésas -replico furioso-. Sé muy bien cómo llegaron a Grecia los griegos de Constantinopla. -Como estoy cabreado, me olvido de decir «Estambul» y utilizo el «Constantinopla» de los griegos ortodoxos-. En el 22 con el intercambio de poblaciones, en el 55 con los sucesos de septiembre, en el 64 con lo de Chipre. No necesito que me des lecciones.

Murat se da cuenta de que estoy enfadado y que más le vale callar. Pone el coche en marcha lentamente y pasa al carril central.

– Lo siento, he perdido los papeles -dice al cabo de un rato.

– No importa, me hago cargo.

– ¿Me harás el honor de venir a cenar a casa con tu mujer?

La invitación, que me pilla por sorpresa, me desconcierta. No obstante, consigo reaccionar rápido.

– El honor es mío. Iremos con mucho gusto.

Ahora que se ha restablecido la paz entre nosotros, vuelvo al tema de la investigación para relajarnos.

– ¿Qué hacemos? -pregunto-. ¿Cuál será el siguiente paso?

– Me pondré en contacto con la familia de Kemal Erdémoglu. Puede que ellos sepan algo del tal Lefteris. Tú mira si puedes averiguar algo a través de los griegos.

– De acuerdo.

Cuando llegamos al hotel saca su tarjeta y me la tiende.

– Aquí está mi dirección. Vivo en Láleli. El taxista encontrará la casa sin dificultades. Os esperamos mañana para cenar.

Antes de bajar del coche nos estrechamos las manos, aunque no sé muy bien qué significa este gesto: ¿la paz o una simple tregua?