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Son las ocho y media de la tarde y nos dirigimos a casa de Murat, en Láleli. He rogado a mi contacto especial en recepción que me buscara un taxista que hablara un mínimo de inglés. Ha conseguido a uno que responde a todas mis preguntas con el típico: «Yes, yes, no problem…», algo que me suena a «no te preocupes, todo está bajo control», lo cual me preocupa, y muchísimo. Tengo miedo de acabar en tierras lejanas y desconocidas, y tener que llamar a Murat al móvil.
Adrianí va sentada a mi lado envarada, callada y con la vista fija más allá del parabrisas. Cuando le comenté que nos había invitado Murat, se disgustó al instante:
– ¿Qué tengo que ver yo con todo eso, Kostas? No hablo ni turco ni inglés, ellos no hablan griego, ¿cómo vamos a entendernos? Vosotros hablaréis de lo vuestro y yo me quedaré en un rincón admirando las lámparas.
A punto estuve de darle la razón y de ir solo a la cena, pero la presencia de la señora Kurtidu evitó que cometiera tamaña grosería.
– Perdone que me meta, pero eso no estaría bien, señora Jaritu. Los turcos son muy hospitalarios, les ofenderá si no va. Si invitan a un matrimonio y sólo acude el hombre, consideran que la mujer les desprecia.
Su argumento convenció a Adrianí, que decidió acompañarme, aunque sin poner ninguna pasión en la tarea. No la culpo, a mí tampoco me entusiasma la idea de pasar la velada hablando en inglés con un matrimonio desconocido.
El taxi baja por la calle que va de Taksim al Bósforo, tuerce a la derecha y sigue la costa asiática. Apenas empiezo a orientarme cuando distingo a lo lejos el puente de Gálata y la mezquita que se yergue en el otro extremo. El taxi cruza el puente y enfila el paseo marítimo que lleva al aeropuerto. Dejamos atrás los merenderos y el parque junto al mar, y llego a la conclusión de que Murat debe de vivir cerca de Makrojori.
Ya es de noche, los barcos navegan con todas las luces encendidas y uno tiene la impresión de que las luces viajan sobre el mar mientras la costa de enfrente, también iluminada, permanece inmóvil. El espectáculo no dura mucho porque, un poco más abajo, el conductor dobla a la derecha y enfila una calle empinada.
– ¿Dónde estamos? -pregunta Adrianí.
– No tengo ni idea. Pensaba que nos dirigíamos a Makrojori, pero me equivocaba.
En todo caso, el taxi circula por grandes avenidas y evita las calles estrechas, cosa que me confirma que vamos bien y no nos perderemos.
– Láleli -dice el taxista y se adentra en una avenida todavía más ancha.
A primera vista, este distrito es más nuevo que Pera y que los barrios adyacentes a Taksim. Los bloques de pisos más viejos parecen ser de los años cincuenta, aunque la mayoría son mucho más recientes. El taxi tuerce a la derecha y se detiene delante del número 12. Consulto el número en la dirección que me había anotado Murat y veo que el taxista no se ha equivocado.
Es un edificio de seis plantas, con dos ventanas grandes en cada piso. Busco el nombre de Murat Sağlam en el portero automático. Lo encuentro. Debajo del nombre figura el número 4 y, al lado, la palabra «kat». Llamo al timbre y la puerta se abre enseguida.
Murat nos recibe en camisa y chaqueta de lana. Me arrepiento de llevar traje y corbata, aunque pienso que nos encontramos en un país extranjero y un toque de formalidad, seguramente, será un punto a nuestro favor.
– My wife -digo a Murat y le presento a Adrianí.
Murat le dice «welcome» en inglés, ella responde «mucho gusto» en griego y así concluyen los saludos y las presentaciones. Murat nos conduce al interior de la casa mientras yo me pregunto cuándo nos presentará a su mujer. Mi duda se resuelve al entrar en el salón.
Allí nos está esperando una belleza de treinta y tantos, morena, esbelta, de estatura media y ojos negros como el azabache y un poco rasgados. Cuando sonríe, como en el momento de recibirnos, en sus mejillas se dibujan dos hoyuelos. La única nota discordante es el pañuelo que le cubre la cabeza. Un pañuelo de seda, desde luego, muy bonito, que envuelve su cabello con buen gusto…, pero un pañuelo al fin y al cabo.
– He de pedirte que no le des la mano a mi mujer -me susurra Murat al oído-. Su religión lo prohíbe.
– Good evening, I'm Nermin -se presenta ella y le da la mano a Adrianí, mientras se inclina un poco ante mí y me dice en turco: «Hoş geldiniz». Ya desde estas primeras palabras me doy cuenta de que su inglés está a años luz del mío y del de su marido, cosa que queda confirmada cuando entramos en las formalidades: ¿les gusta Estambul?, ¿dónde han estado?, ¿han visitado las islas de Prínkipos y los museos?…
Pese a su evidente incomodidad, Adrianí lleva una sonrisa permanente en la boca, como quien lleva un corsé cuando le duelen las lumbares. Comprendo que el peso de la conversación recaerá sobre mí, aunque sólo en lo que se refiere a la representación griega. Por lo demás, Nermin domina la conversación mientras yo me limito a traducir unas pocas palabras a Adrianí y ella, a su vez, se limita a asentir con la cabeza.
En cuestión de minutos me entero de que la mujer, tras la carrera, estudió un máster en computer graphics en Alemania y que es jefa del departamento de informática de una gran empresa, y que los sueldos aquí no son tan buenos como en Alemania pero que las posibilidades de ascenso son mucho mayores. Todo esto nos lo cuenta aunque apenas nos conocemos y con gran soltura, y yo observo a Murat de reojo. Debe de saberse la historia de su mujer de memoria pero, aun así, la escucha con interés y orgullo contenido. Seguramente se debe a su procedencia alemana, porque los polis griegos, como los turcos, me imagino, se enorgullecerían de las habilidades culinarias de su mujer pero no de sus estudios.
Al cabo de media hora, Nermín se levanta y nos invita a pasar al comedor. Me llama la atención que, en las casas de esta ciudad, el comedor está todavía separado del salón, mientras que en Grecia lo suprimimos hace años. Otra cosa que me sorprende es la decoración moderna del piso, el aluminio, el plexiglás y las lámparas de moda, que tal vez correspondan a los gustos de una experta en informática, pero poco tienen que ver con un madero y una esposa tocada con pañuelo.
La mesa, con capacidad para seis personas, está puesta para cuatro. El primer plato es, teniendo en cuenta las costumbres locales, una sorpresa: salmón con espárragos. En la mesa hay vino blanco y cerveza.
– What would you like to drink? -me pregunta Murat-. Wine or beer?
Yo opto por el vino mientras Adrianí prefiere la cerveza, igual que Murat. Nermín toma cerveza sin alcohol.
– Mi mujer no toma alcohol. Su religión lo prohíbe -me explica Murat.
– No importa. Mejor para su salud. -Por segunda vez constato que habla de la religión de su mujer en tercera persona, como si no fuera también la de él.
– Le llama la atención mi pañuelo e intenta disimularlo, am I right? -me pregunta Nermín con una sonrisa-. Mejor dicho, se está preguntando cómo es posible que lleve pañuelo una mujer que ha estudiado computer graphics en Alemania, que habla alemán e inglés y trabaja en una gran empresa.
Me ha pillado in fraganti y no sé qué decirle. Tampoco traduzco sus palabras a Adrianí, que me observa con curiosidad, para no ponerla también en un brete. Murat es mi salvación:
– ¿Entiendes ahora por qué te hablé de las minorías el otro día? El pañuelo de mi mujer fue la causa que nos obligó a abandonar Alemania. Una tarde apareció en casa con la cabeza cubierta y anunció que en lo sucesivo llevaría siempre pañuelo. No daba crédito a mis ojos, no sabía qué decir. Nermín jamás había sido religiosa. ¿Qué le había entrado, así, de repente? Intenté razonar con ella, conseguir que cambiara de opinión, pero se mostró inflexible. «Es mi cabeza, y yo decido si quiero cubrírmela o no», me dijo. «No tengo que rendir cuentas a nadie.» ¿Sabes lo que significaba para mí aquello? ¿Un miembro de la policía alemana casado con una mujer que lleva pañuelo? En Alemania suelen echarles la culpa al padre o al marido. Este reprime a su mujer, la obliga a llevar pañuelo. ¿Cómo podría convencerles de que era decisión de Nermín y que yo no podía obligarla a quitárselo? Todo lo contrario, tenía que respetar su deseo de hacer lo que quisiera. Así hemos vivido siempre: respetando mutuamente nuestros derechos. Somos una pareja turca con principios alemanes. Una noche, al salir del cine, nos topamos con un compañero de la comisaría. Al día siguiente ya me miraban todos como un bicho raro. Uno me preguntó en tono irónico si pensaba dejarme crecer la barba. Comprendí que debía cambiar de profesión o abandonar Alemania. Nermín y yo lo hablamos y nos decantamos por lo segundo.
Siento una incomodidad que es toda mía, mejor dicho, mía y de Adrianí, a quien voy traduciendo lo más importante. Nermín nos observa y parece divertirse.
– No nos importa hablar del tema abiertamente con los amigos -explica la mujer-. Además, fue por culpa de una griega que me puse el pañuelo.
– ¿De una griega? -pregunta Adrianí sorprendida.
– Pues, sí. Esperen un momento, traigo el segundo plato y se lo cuento. -Indica a Murat que la acompañe y nos dejan solos unos minutos.
– ¿A ti te molesta que Nermín lleve pañuelo? -pregunto a Adrianí.
– ¿Por qué me ha de molestar? ¿Acaso tu madre no llevaba pañuelo en el pueblo? La mía, desde luego, sí.
La pareja aparece con dos bandejas. Una de ellas contiene un redondo de ternera, y la otra, patatas con algo parecido a col lombarda. Nermín nos sirve los platos.
– En mi primer trabajo tenía una colega griega -dice cuando termina de servir y se sienta-. Hija de gastarbeiters, obreros extranjeros contratados allá por los años sesenta, nacida en Alemania. Un día, mientras comíamos juntas, me contó una historia. Su abuela, una refugiada política, había vivido muchos años en Moscú. Un día acudió a su casa una vecina rusa, alarmada y llorando. Cuando le preguntó qué le pasaba, ella respondió: «Ha ocurrido algo muy malo. Mi hijo, Sergei, se ha bautizado. ¿Sabes qué significa esto? No podrá estudiar, no podrá encontrar un buen trabajo, vivirá como un paria en la Unión Soviética. ¿Y sabes qué es lo peor? Que no lo ha hecho porque sea creyente, sino por oposición al régimen». Después de escuchar aquella historia, cuando salí del trabajo por la tarde fui a comprar un pañuelo y me lo puse. Desde entonces, no me lo he quitado nunca. No me preguntéis si lo llevo por convicción o por oposición, porque no lo sé. En todo caso, ya no tiene ninguna importancia.
– Si a los alemanes les hubiera contado la historia de Sergei, habrían exclamado que el chico hizo muy bien en oponerse -dice Murat-. Pero a mí y a Nermín, que llevaba pañuelo, nos miraban con recelo.
Se impone el silencio y los cuatro nos concentramos en la comida. Es sabrosa pero no es la comida a la que nos hemos acostumbrado desde que llegamos a la ciudad. Parece que Adrianí llega a la misma conclusión, porque pregunta a Nermín con mi mediación:
– La comida está deliciosa, señora Nermín, pero no se parece en nada a los platos típicos de aquí.
Nermín se ríe.
– No se parece porque no es comida turca, Mrs. Jaritos. Es alemana. Redondo de ternera con patatas saladas y col lombarda. A Murat le gusta mucho la cocina alemana. Porque nació y creció en Alemania. Yo fui allí cuando tenía siete años. -Hace una pausa antes de añadir con cierta amargura-: Yo aprendí de los alemanes hasta su cocina. Los alemanes no aprendieron nada de mí.
– Por eso digo que las minorías están siempre bajo sospecha y siempre tienen la culpa -interpone Murat-. Por eso te dije que comprendo mejor a los griegos. Porque he pasado por esto.
Aquí pasa lo mismo que en Grecia. Las historias tristes caldean la atmósfera. Muy a mi pesar, a Adrianí se le desata la lengua y yo tengo que hacer las veces de intérprete. Pregunta a Nermín si tienen hijos y, al recibir una respuesta negativa, empieza a hablarle de Katerina, de Fanis y de la inminente boda.
Pienso que, si nos quedamos aquí un par de semanas más, mi mayor provecho de este viaje será que acabaré hablando un inglés de Oxford.
Sólo hacia el final de la velada logro informar a Murat de mi visita a Efterpi Lasaridu. Me escucha y menea la cabeza.
– Al menos, ahora ya sabemos por qué lo mató, aunque no podemos hacer nada -responde.
Cuando nos levantamos para irnos, Murat insiste en llevarnos al hotel con su coche, un Opel Corsa de fabricación alemana. Lógico.