174587.fb2 Muerte en Estambul - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 28

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Capítulo 24

La manera más segura de que me estropeen el día es que el teléfono me pille recién levantado y con legañas todavía en los ojos. Aun cuando la llamada sea agradable, el cabreo me dura el día entero. Vlasópulos y Dermitzakis, mis ayudantes en Jefatura, ya lo saben y, cuando me ven irrumpir en el despacho con cara de pocos amigos, preguntan: «¿Le ha despertado el teléfono, señor comisario?».

La llamada matutina se produjo a las ocho, mientras me afeitaba, y era de Guikas.

– Quería decirte que he ordenado que te abonen los dos billetes de vuelta, el tuyo y el de tu mujer. Además de los gastos de hotel de tu mujer mientras estéis ahí.

Calla y aguarda mi reacción. Los dos sabemos que su repentina generosidad se debe a mi estallido de ayer y tiene como objetivo aplacarme, para que él gane algo de tiempo y tranquilidad. Al mismo tiempo, no obstante, espera que le agradezca el gesto, ya que ha convertido nuestro viaje de placer en una misión policial y nos ahorra gastos.

– Bueno, algo es algo -contesto con desgana, para demostrarle que se lo agradezco, pero que no es como para hacerle un icono.

– ¿Cuándo es la boda de Katerina?

– Este domingo no, el siguiente. ¿No ha recibido la invitación?

– La tendrá Kula. -Se produce una pequeña pausa y luego Guikas prosigue en un tono más formal-: Claro que hay otra solución.

– ¿Cuál?

– Que vengas a Atenas para la boda de tu hija y luego regreses a Estambul para seguir con la investigación.

Sé muy bien que esto es una amenaza, indirecta pero eficaz: si no te gusta, señor mío, ven a Atenas el sábado y vuélvete allí el lunes. «Palabras hueras», como diría mi madrina solterona, porque, si no logramos resolver el caso en los próximos días, mi presencia aquí será inútil. ¿Durante cuánto tiempo podré seguir persiguiendo a María Jambu? Tarde o temprano Murat tendrá que continuar solo y, cuando atrape a la asesina, si es que la atrapa, nuestro consulado se ocupará del resto. En resumen, lo único positivo es que la policía griega se hace cargo de los gastos adicionales de nuestro viaje; no hay mal que por bien no venga.

– Esperemos a ver qué ocurre y ya volveremos a hablar dentro de unos días -le digo, dejándolo en suspense.

Bajo a desayunar oscilando entre el buen humor por la oferta de Guikas y el mal humor por la llamada temprana. Sigo fiel a la rosca de pan con queso acompañada del consabido café dulce ma non troppo, aunque me siento un poco raro desde que se fueron los demás viajeros de nuestro grupo. Me siento frente a Adrianí y desayunamos en silencio, mientras a nuestros oídos llega un batiburrillo de turco, francés, alemán y un poco de ruso.

Le comento la llamada de Guikas y su ofrecimiento de hacerse cargo de nuestros gastos.

– Así que eres una invitada de la policía griega -concluyo con una sonrisa.

– Pues toma nota -es su concisa respuesta.

– ¿Yo? ¿Tomar nota de qué?

– De que no tienes fe en tu valía, Kostas. En cuanto te plantas, Guikas cede, porque sabe que te necesita. Y tú no sabes sacarle partido, porque no confías en ti mismo.

A punto estoy de cabrearme otra vez, porque acaba de mandar a paseo mi buen humor y me ha dejado con la irritación. Sé muy bien que Guikas me necesita, pero yo le necesito a él otro tanto: si las cosas se tuercen y me destinan a otro departamento, no veo nada claro que el nuevo director me dé carta blanca, como hace Guikas. De acuerdo, quizá lo haga porque le conviene, pero ¿quién me asegura de que mi nuevo director sabrá también qué le conviene? Por eso Guikas y yo nos entendemos tan bien, porque sabemos, a pesar de nuestras quejas, que la necesidad es mutua y no un camino de dirección única.

– Perdonen, ¿son griegos?

La que pregunta es una cincuentona rolliza que lleva vaqueros, una blusa de color rojo, zapatillas deportivas plateadas y un alijo de joyas en los diez dedos de las manos.

– Sí -responde Adrianí.

– ¿Hace tiempo que están aquí?

– Casi dos semanas.

– Siento molestarles, pero ¿no habrán descubierto alguna tienda con prendas de cuero de calidad? -Al ver que su pregunta nos sorprende, nos da las explicaciones pertinentes-: Nosotros llegamos ayer en autocar desde Tesalónica y una visita a las tiendas de cuero forma parte del programa de actividades, pero, como comprenderán, los guías turísticos cobran comisiones y no sé adónde piensan llevarnos. Por eso se me ha ocurrido que quizás ustedes…

– No sé qué decirle -duda Adrianí-. Nosotros compramos una cazadora de cuero para nuestro yerno, pero nos llevó a la tienda una amiga y no sabría decirle cómo llegar.

– Quizá su amiga…

– Es una pena, pero ya está en Atenas. Volvió antes que nosotros -la interrumpe Adrianí, que sabe proteger a sus fuentes.

– Ya entiendo. Gracias de todos modos… -La mujer vuelve a su mesa con la decepción impresa en la cara e informa al resto de sus acompañantes-. De todas formas, yo voy a buscar por mi cuenta. No permitiré que ese estafador me tome el pelo -exclama una voz femenina iracunda.

– Pero, dime, ¿vienen aquí sólo para comprar prendas de cuero? -me asombro.

– Es más habitual que venir para buscar asesinos -dice ella para provocarme.

– Mister Jaritos, a visitor is waiting for you in the lobby.

Me levanto pensando que se trata de Murat y me preparo para recibir malas noticias.

– ¿Tengo que recordarte que en unos minutos vendrá la señora Kurtidu para que demos la vuelta al Bósforo en barco?

No le hago caso y me dirijo al vestíbulo. Busco a Murat y me topo con Efterpi Lasaridu. Está sentada en el borde de uno de los sillones frente a la recepción, lleva zapatos planos y medias negras, y mantiene las piernas muy juntas de la rodilla para abajo.

– Señora Lasaridu, ¿qué la trae por aquí? -pregunto sorprendido.

La mujer se apoya en los brazos del sillón y se pone de pie con movimientos torpes.

– He recordado algo, pero no quise decírselo por teléfono. ¿Sabe?, no acabo de acostumbrarme al teléfono y, cuando la conversación es larga, pierdo el hilo -se disculpa.

– Vamos a hablar aquí, estaremos más tranquilos.

La conduzco a la cafetería, que se encuentra junto al vestíbulo. Me imagino que, si ha venido hasta aquí, tiene algo importante que contarme y recupero el buen humor.

– ¿Puedo invitarla a algo?

– No, no, no se moleste. Tomé un té antes de venir. -No insisto, y dejo que se tome su tiempo para ordenar sus pensamientos-. ¿Sabe?, desde que me dijo que tratara de recordar, me devano los sesos para recordar una historia que María me contó sobre el varliki.

– ¿El varliki? ¿Se refiere al impuesto sobre el patrimonio? -pregunto.

– Sí, al impuesto que Inönü impuso a las minorías en el año 42. -La explicación no me aclara mucho y espero que ella prosiga-. Por aquel entonces, María trabajaba en casa de los Dágdelen. El señor Dágdelen no pudo pagar el impuesto y le hicieron jatzitzi.

– Disculpe, señora Lasaridu. ¿Qué es el jatzitzi? -Primero el varliki y ahora el jatzitzi. Es la primera vez desde que pusimos los pies en esta ciudad que lamento no disponer de un buen diccionario turco-griego. Quién sabe, tal vez compre uno antes de que nos marchemos.

– ¿Cómo lo llaman ustedes? -Efterpi Lasaridu se esfuerza por explicármelo-. Es lo que pasa cuando no puedes pagar y te lo quitan todo.

– ¿Un embargo?

– Eso, un embargo. Si no podías pagar, primero te embargaban los bienes y luego subastaban tus pertenencias dentro de tu propia casa. Entonces venían los turcos y las compraban por una miseria delante de tus propias narices. Dágdelen no podía pagar el impuesto y se lo subastaron todo. Eso tenía algo que ver con los turcos que vivían en la casa de al lado, aunque no recuerdo qué.

– ¿Recuerda dónde vivían?

– En Cihangir, pero no sé exactamente dónde. Recuerdo que María me decía: «Voy a Cihangir…». -Hace verdaderos esfuerzos, aunque vanos, por recordar-. Es la vejez, señor comisario. Mi cabeza está hueca, ya no sirve para nada.

– Está bien, señora Lasaridu, no se esfuerce. Pediré a la policía turca que investigue y lo averiguaremos. -Claro que las probabilidades de descubrir algo, después de tantos años, son casi nulas, pero todo es así de precario en este caso.

Me levanto para indicarle que hemos terminado y para no fatigarla más. Efterpi Lasaridu, sin embargo, permanece sentada y sigue reflexionando.

– Un momento, acabo de acordarme de algo. En la Semana Santa del 51 o del 52, no estoy segura, María y yo celebramos la resurrección del Señor juntas en la iglesia de la Santísima Trinidad y después, en lugar de ir a Pera, fuimos hacia Siráselvi, para bajar por Defterdar hasta Tophane, y en la primera calle, pasado el hospital alemán, María me dijo: «Aquí vivían los Dágdelen, en la otra esquina». Era la primera callejuela a la izquierda, la recuerdo como si la tuviera delante. -Respira hondo y sigue rememorando-: Lo que no puedo recordar es qué tenía que ver la familia turca que vivía en el piso contiguo. María me lo dijo, señor comisario, pero ya no me acuerdo -se disculpa, como un niño que teme que le pongan mala nota.

– No importa, ya me ha ayudado muchísimo.

«No importa» es un decir, porque lo más probable es que aquellos turcos compraran los bienes de los Dágdelen a precio de saldo y que María les guarde rencor, como en el caso de Kemal Erdémoglu. Al menos, ahora que sabemos dónde vivían antaño, quizá podamos localizarlos. Claro que la historia se remonta a muchos años atrás, al año 1942, pero el que abre el libro de las viejas cuentas pendientes no tiene más que pasar las páginas.

Me acerco a recepción y les pido que llamen un taxi para que lleve a Efterpi Lasaridu a Fanar, y que lo carguen a mi cuenta.

– No es necesario, señor comisario -protesta ella cuando se lo digo-. Puedo tomar el autobús. Hay muchos autobuses de Taksim a Fanar.

La muchacha de recepción sale de detrás del mostrador, la coge del brazo y, diciéndole algo que termina con «hanum efendi» la acompaña fuera del hotel y la conduce hasta un taxi.

Llamo enseguida a Murat y le cuento las novedades.

– This is great! -exclama-. You did a wonderful job. Has hecho un trabajo estupendo. No te preocupes, ya les encontraremos.

– Espero encontrarles vivos y no ya cadáveres.

– Esto ya no puedo garantizarlo. Te llamaré en cuanto sepa algo.

– De acuerdo. Y dale recuerdos a tu mujer.

Murat cuelga el teléfono con un «de tu parte» y me devuelve la cortesía. Efterpi Lasaridu ya se ha ido y la recepcionista ha vuelto a su puesto. Le lanzo un «thank you» y vuelvo al comedor.

La señora Kurtidu y Adrianí están esperándome para salir. En la mesa de al lado, el grupo de Tesalónica no se pone de acuerdo sobre el itinerario que seguirán. La escena me recuerda las discusiones de Stefanaku y Despotópulos con la señora Murátoglu.