174587.fb2 Muerte en Estambul - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 29

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Capítulo 25

Estamos sentados en cubierta, al sol, y sopla una brisa ligera que huele a mar y a petróleo. Las dos señoras me tienen atrapado entre ambas y charlan por encima de mi tórax. Con mucho gusto las haría sentar juntas y me iría unos cuantos asientos más allá para poder concentrarme en mis pensamientos, pero las damas son de la vieja escuela y siempre colocan al hombre en el centro.

No puedo apartar de mi mente a los vecinos de los Dágdelen. No sé si viven o están muertos, no sé dónde se encuentran ni si María consiguió localizarlos. Murat no me ha llamado y es lógico que yo esté sobre ascuas. Si no se produce otro asesinato, regresaremos a Atenas dentro de pocos días. Pero si María nos tiene reservadas nuevas sorpresas, Guikas no tardará en reaccionar; ya me veo viajando a Atenas para la boda de Katerina y regresando aquí al día siguiente.

Intento apartar estos desagradables pensamientos de mi mente y disfrutar de la travesía por el Bósforo. El barco sigue un curso zigzagueante y se acerca a las costas europea y asiática alternativamente, mientras se abre camino entre barcazas, pequeñas embarcaciones de recreo y grandes cargueros, incluso entre algunos petroleros. En cada muelle hay una construcción de madera, algo parecido a una sala de espera, que es como una casita en medio del mar. Estas construcciones deben de ser muy viejas, pero las han pintado con colores chillones, entre los que predomina la gran debilidad de los pintores turcos de brocha gorda, el color verde pistacho.

– En los viejos tiempos, cuando aún no existían los puentes sobre el Bósforo, todo el tráfico entre ambas costas se hacía en barco -explica la señora Kurtidu-. Si querías ir a la costa asiática, a Moda, Üsküdar o Kuzguncuk, tenías que coger un barco. Los barcos que cruzaban el Bósforo eran más pequeños, pintados todos de negro y con unas chimeneas enormes. Los puentes han facilitado la circulación, no lo niego, pero era más romántico hacer el trayecto en barco -dice la señora Kurtidu con una sonrisa-. Y no hay que olvidar las pandillas de amigos. Eran grupos de hombres que coincidían a diario en el mismo trayecto. Desaparecidos los barcos, se acabaron también las pandillas.

El barco se acerca a la costa oriental, cerca de un castillo que es más pequeño que el castillo bizantino de enfrente. A lo lejos se distingue la abertura del Bósforo hacia el Mar Negro.

Cuando suena mi móvil estoy tan convencido de que me llama Murat que ni siquiera miro la pantalla para comprobar el número. Aprieto el botón con un «yes».

– ¿Es usted, señor comisario? -pregunta una voz en griego.

Esta vez respondo con un «sí» que no sé si denota alivio o decepción.

– Soy Markos Vasiliadis, le llamo desde Atenas. Espero no molestarle.

Me alejo de Adrianí y de la señora Kurtidu para poder hablar tranquilo.

– No me molesta, señor Vasiliadis.

– Llamaba para preguntarle si hay noticias.

– Las hay y no son agradables. -Y le cuento a grandes rasgos todo lo que ha ocurrido desde nuestro último encuentro.

– ¿Y todavía no la han localizado?

– Por desgracia, no. En este momento, estamos buscando a esa familia turca a fin de prevenir males mayores.

Me da las gracias entre suspiros y cuelga el teléfono, mientras yo me acerco de nuevo a mis dos acompañantes.

– Estamos invitados mañana por la noche -me dice Adrianí-. La señora Kurtidu nos invita a cenar a su casa.

– No quisiéramos molestarla -me apresuro a decir para guardar las apariencias.

– No es ninguna molestia. Zeodosis, mi marido, volvió ayer de

Alemania y nos encantará cenar con ustedes, así él también podrá conocerles. Vendrán también unos amigos.

– No se olvide de darnos la dirección -le recuerda Adrianí.

– No es necesario. Zeodosis pasará a recogerles cuando salga del trabajo. ¿Les parece bien a las ocho?

– Estupendo -asegura Adrianí.

El barco ya ha emprendido el camino de regreso. Avanza lentamente a lo largo de la costa, entre barcas pesqueras con pescadores que pescan de dos en dos. Un poco más abajo se acerca al castillo grande de la costa europea.

La llamada de Murat llega, por fin, cuando nos acercamos al barrio de Arnavutkóy y ya puedo distinguir desde el barco la taberna Efzalía, donde cenamos días atrás.

– Any news? -pregunto sin molestarme en disimular mi angustia.

– No news, good news -responde él riéndose.

– ¿Qué significa esto? ¿Todavía no les habéis localizado?

– Les localizamos. Se trata de la familia Taifur. Ya no viven en Cihangir, sino lejos del centro, en un distrito que se llama Eséntepe.

– ¿Y?

– Parece que no ha pasado nada. Preguntamos en la comisaría del distrito, pero no les constaba ninguna denuncia. Por lo tanto, hemos de suponer que María no se acercó a ellos o que todavía no los ha localizado. En todo caso, ordené a la policía local que vigilara el edificio discretamente y que, si aparece una vieja que obedece a la descripción de María Jambu, la detengan enseguida.

– Entonces, aún no has hablado con la familia.

– No. Pensaba ir a verles contigo. Aunque me has contado lo que te dijo la griega, prefiero que estés presente, porque conoces la historia mejor que yo y tal vez repares en algo que a mí pudiera pasárseme por alto. ¿Dónde estás ahora?

– Dando una vuelta por el Bósforo. -Miro hacia la orilla, en busca del rótulo más próximo al barco-. Nos encontramos en un lugar que se llama Arnavutkóy y nos dirigimos de vuelta al puerto.

– Muy bien, voy hacia el muelle con un coche patrulla. Si llegas antes que yo, espérame.

Vuelvo aliviado a mi asiento. Ahora que estoy más tranquilo, puedo disfrutar de las vistas y la brisa del mar, aunque sólo sea en el viaje de regreso.