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Hago de nuevo el trayecto del Bósforo, esta vez por tierra, siguiendo la costa occidental y en un coche patrulla. Dejamos atrás el embarcadero de donde parten los catamaranes, pasamos de largo el palacio de Dolmabahçe y llegamos a otro, un palacio más pequeño convertido en hotel de gran lujo, sobre todo para empresarios, que son los sultanes de la nueva era.
– Si se produce otro asesinato, tenemos que publicar, como dije, la fotografía de María Jambu en los periódicos, aunque sea arriesgado para la población griega, como dices tú.
Murat se vuelve y me mira.
– Esta mujer es un fantasma. No se puede reconocer a un fantasma en las fotografías.
Da un volantazo a la izquierda para entrar en un ancho bulevar que asciende. A ambos lados de la avenida se alzan bloques de pisos, algunos nuevos y otros que ya tienen sus añitos. Hay bastante circulación, pero el bulevar es traffic-friendly, como se dice ahora, y me ahorro los improperios.
– En la época de mi padre, aquí sólo había descampados -me explica Murat-. Yo conocí la zona como es ahora, pero mi padre la conocía de hace años. Cuando viene a Estambul, siempre quiere que le traiga aquí. Aparco junto a la acera, él baja del coche, mira a su alrededor y habla solo: «¡Alá, Alá, mira cómo han cambiado los eriales!». Aunque ya haya venido diez veces, todavía no lo ha asimilado.
A medida que ascendemos, los edificios ganan en altura y en anchura. Una vez en la cima, el coche patrulla tuerce a la izquierda y enfila otro ancho bulevar.
– Estamos en la Ronda -explica Murat-. Si seguimos adelante, volveremos a Şişli, la parte vieja de Estambul.
Pero no seguimos hacia la parte vieja. Torcemos a la derecha y tomamos por una calle más angosta. Murat conduce lentamente, para leer los números de las casas, hasta que aparca delante de la que buscamos. Llama al timbre del piso en el que se lee «Taifur». A la pregunta que le hacen a través del interfono responde secamente «police» y la puerta se abre enseguida.
– Está en la quinta planta -me dice Murat.
Nos abre una señora en esa franja de edad imprecisa, entre los cincuenta y los sesenta. Lo de «señora» es por su forma de vestir, sencilla aunque elegante, y por su cara sin maquillar, sus uñas sin pintar y su mirada, que impone respeto y descarta ponerse en plan poli duro.
Murat se somete sin dudar a las circunstancias y le explica cortésmente el motivo de nuestra presencia. Al principio da la impresión de que el nombre de María Jambu no le dice nada, pero, de pronto, la mujer lo recuerda y, mientras exclama: «¡Ah, sí, María!», nos invita a entrar en el apartamento. Murat y yo nos miramos y él asiente satisfecho: todo indica que María ha pasado por aquí sin dejar sorpresas desagradables.
La mujer nos conduce a una sala de estar dividida en dos: una parte con decoración moderna y otra antigua. La parte moderna contiene un sofá y dos sillones de piel, mientras que la antigua, otro sofá y un par de butacas de madera torneada y pintada de negro.
Nos invita a sentarnos en la parte moderna de la sala; Murat y yo nos acomodamos en los sillones, y ella, en el sofá. Murat empieza a interrogarle en turco, la señora le contesta también en turco y yo me dispongo a interpretar otra vez el papel de la maceta decorativa, que Murat riega de vez en cuando con alguna que otra explicación. Por suerte, a la señora, refinada e inteligente, le incomoda verme sentado ahí, en el sillón, fingiendo observar el entorno, de modo que se dirige a mí.
– I'm Selma Taifur and l'm a professor of English literature at the University of Istanbul -se presenta, en un inglés tan impecable que casi se me traba la lengua. Y sigue sorprendiéndome con una pregunta-: ¿Qué tal Samos? -Al ver que no puedo responderle, porque hace más de veinte años que no me preocupa el estado de salud de esa isla, prosigue-: El pasado septiembre asistí a un congreso que se celebró en Samos. ¡Qué isla tan preciosa! Me gustó tanto que mi marido y yo hemos decidido ir allí de vacaciones el próximo verano.
A continuación pregunta algo a Murat en turco, él le contesta y Selmá se dirige de nuevo a mí:
– El señor Sağlam me dice que ésta es una visita extraoficial. Por tanto, será mejor que hablemos en inglés, para que usted también nos entienda. -Hace una pausa para ordenar sus pensamientos y empieza-: Una tarde, hará unos diez días, llamaron a la puerta. Yo misma abrí y me encontré delante de una mujer muy anciana y muy abatida. Me preguntó si se encontraba aquí Madame Eminé. Eminé es el nombre de mi madre. Le dije que sí, que estaba en casa, y preguntó si podía verla. «Dígale a la señora Eminé que soy María, la de Zoé y Minás», añadió. Aunque esos nombres no me decían nada, hablé con mi madre. Y ella recordó que, cuando nuestra familia vivía en Cihangir, en la casa de unos vecinos trabajaba una muchacha llamada María. -Enmudece bruscamente y parece titubear-. Es una larga historia -dice al final-. Será mejor que se la cuente mi madre. Yo apenas la sé.
– No quisiéramos molestar a su madre. Nos la puede contar usted -interviene Murat, que, por un lado, se imagina que la madre de Selmá Taifur debe de ser muy anciana y, por otro, ha decidido comportarse como un santo.
– Mi madre -replica Selmá riéndose- está en una edad en la que sólo le divierten las viejas historias, señor Sağlam. Aprovecha la menor oportunidad para relatarnos anécdotas que nadie ha vivido y nadie recuerda. Para ella no es ninguna molestia sino, al contrario, un gran placer. -Y se levanta para ir a buscar a su madre.
– Hasta aquí, vamos bien -me dice Murat satisfecho.
– Sí, presiento que oiremos algo muy agradable.
– ¿Por qué? -pregunta sorprendido.
– Porque, al parecer, no se ha cometido otro asesinato. Y, tratándose de María, ésa es una buena noticia.
Interrumpimos la conversación cuando, acompañada de Selmá Taifur, aparece en la puerta de la sala una mujer que ronda los ochenta años. Lleva bastón y tiene el pelo blanco, recogido en un moño. Camina con cierta dificultad, aunque va erguida y viste con elegancia, como si acabara de llegar de la calle.
– Mi madre, Eminé Kaplán -nos la presenta su hija.
La anciana se sienta en el sofá y apoya el bastón a su lado. Poco después aparece una criada llevando una bandeja con una tetera y varias tazas. Aguardo con paciencia a que concluya la ceremonia de servir el té y la señora Eminé tome la palabra. A partir de ese momento, la conversación transcurre en dos planos: el original en turco y la traducción, a cargo de Selmá, en inglés.
– Cuando su hija Selmá le dijo el nombre de María, ¿recordó enseguida de quién se trataba? -pregunta Murat a Eminé.
– Lo recordé cuando oí los nombres de Zoé y Minás. Eran vecinos nuestros cuando vivíamos en la calle Güneşlí, en Cihangir. María era su criada. Entonces era joven, quizá diez años mayor que yo. Todos la querían, no sólo sus amos, sino también mi madre. Ya entonces preparaba unas empanadas deliciosas. Mi madre, que también hacía hojaldre, solía tomarle el pelo: «María, hoy mi empanada será mejor que la tuya», le decía. María se reía. «La suya siempre es más sabrosa, Melek hanum», respondía, sólo para ser amable. Porque la empanada de María, es verdad, era siempre la más sabrosa.
– ¿Sabe por qué se fue de aquella casa?
– Porque la familia se arruinó con el varliki. No puedo recordar cómo se llamaban. Dag… no sé qué, me parece. Nosotros les conocíamos como Monsieur Minás y Madame Zoé. Así se hacía entonces. Los turcos se llamaban hanum y bey o efendi, pero a los miembros de las minorías les llamaban Madame y Monsieur. Con el varliki, gravaron a Monsieur Minás con un impuesto escandaloso, que de ningún modo podía pagar. Les embargaron el piso, y al matrimonio sólo les quedaba esperar cuándo sacarían sus pertenencias en subasta pública. -Reflexiona un momento y añade-: No sé si fue a finales del 42 o a principios del 43. Quizá fue en el 43, porque ese año, según contaba mi madre, empezaron las subastas.
Enmudece, se apoya en el respaldo del sofá y se lleva la mano a la frente, como si fuera a contar una gran desgracia que hubiera ocurrido ayer mismo. Su hija la mira preocupada, pero Eminé la tranquiliza.
– El alguacil les avisó el día antes de la subasta. Madame Zoé lloraba y se golpeaba el pecho. «Que me lleven también a mí, que me vendan, a ver si cubrimos la deuda», gritaba. Monsieur Minás se quedó con ella en casa, pero no conseguía calmarla. Deambulaba por la casa como un fantasma. En un momento dado, mi madre irrumpió en el piso y empezó a recoger dos grandes alfombras que tenían, una en el salón y la otra en el comedor. Madame Zoé, al verla afanarse de ese modo, le dijo: «¡Llévatelas, Melek hanum, llévatelas! ¡Mejor tú que unos desconocidos!». Mi madre dejó las alfombras, se acercó a ella y empezó a zarandearla para hacerla reaccionar: «Zoé, son alfombras de Esparta, hechas a mano. Valen una pequeña fortuna. Me las llevaré y las esconderé. Esconderé también tus joyas. Así al menos tendréis algo para volver a empezar. ¡Que no os lo quiten todo!». -Eminé se vuelve hacia su hija-: Tu abuelo se había marchado por la mañana, no soportaba aquello -le dice-. «No quiero verlo», declaró. -Ahora se dirige a Murat y a mí-: Así eran las cosas entonces. Sólo los hombres tenían derecho a largarse. Las mujeres no podíamos huir. -Aspira profundamente y prosigue-: Cuando llegó el alguacil con los que pujarían en la subasta, mi madre se llevó a Zoé y a Minás a nuestro piso, para evitarles el mal trago. Si no recuerdo mal, sólo María fue testigo de la subasta. Yo me había acurrucado en un rincón y observaba los sucesos asustada, sin comprender lo que ocurría. Madame Zoé sollozaba en silencio, Monsieur Minás tenía la mirada clavada en el suelo. En cuanto a mi madre, caminaba arriba y abajo murmurando sin cesar: «Es un crimen, es una vergüenza».
La oigo repetir una y otra vez las palabras ayipgunak, ayipgunak, pero no logro distinguir qué significan. Pero no importa, da la impresión de que lo que cuenta es la combinación de ambas.
– Cuando, al cabo de unas horas, se marchó el bailío con los compradores, Madame Zoé y Monsieur Minás entraron en su apartamento para ver qué les habían dejado -prosigue Eminé-. Una mesa de madera, cuatro sillas, la cama de matrimonio y las paredes desnudas, eso es todo lo que quedaba. Zoé se volvió hacia su marido: «No se han llevado nada, sólo hemos hecho un giotsi, ¿verdad, Minás?, sólo hemos hecho una mudanza», dijo y cayó desmayada. -Se dirige de nuevo a su hija-: Tu abuela, mujer previsora, llevaba un frasco de colonia e intentó reanimarla. A mí me mandó a buscar a un médico griego que vivía unas casas más abajo. Llegó el médico y le puso a Madame Zoé una inyección para dormirla.
Interrumpe su relato para asir su bastón, como si se hubiera fatigado y necesitara apoyarse en algo. Después se dirige a Murat y a mí:
– Mientras sucedía todo aquello, María no abrió la boca. Se metió en la cocina y empezó a preparar cafés para mi madre, Monsieur Minás y el médico, que se habían quedado charlando. Y luego se arremangó y se puso a preparar una empanada de queso para todos.
Ha terminado la historia y suspira profundamente. Murat me mira y menea la cabeza, como si quisiera recordarme lo que me dijo cuando discutimos el otro día, a propósito de lo duro que es pertenecer a una minoría.
– It was a terrible time -apostilla Selmá-. Fueron tiempos terribles. Y cuando se está librando una gran guerra, a nadie le importan las pequeñas batallas.
– ¿Puedo hacerle una pregunta? -inquiero a Eminé por mediación de su hija-. Cuando María vino a verla, ¿les trajo alguna cosa o vino con las manos vacías?
– Nos traía una empanada de queso -contesta la anciana-. «Por el alma de tu madre, que era una buena persona», me dijo, «y para que veas que mis empanadas siguen siendo deliciosas.» Puedo asegurarle que era aún más sabrosa que las que preparaba de joven, benditas sean sus manos. -Calla por un momento y luego añade con cierto titubeo-: Traía algo más. «Esto es para ti», me dijo. «Lo he llevado encima todos estos años, pero ahora quiero que lo tengas tú, para que me recuerdes.»
– ¿Y qué era? -inquiere Murat.
Eminé se dirige a su hija:
– Está en mi mesilla de noche, junto a la cama.
Selmá sale de la estancia y vuelve mientras Murat conversa en turco con Eminé. Lleva una fotografía en las manos. Solícita, se la entrega a su madre, que, a su vez, se la da a Murat. Me levanto y me acerco a él. Es la foto de un viejo barco con una chimenea muy alta. Está atracado en un muelle y numerosas barcas lo rodean por la proa. El mar está tranquilo y en la costa que aparece al fondo se distinguen las casas cercanas a la orilla. El barco se recorta sobre una colina cubierta de pinos. Me cuesta distinguir el nombre del barco: Neveser. Podría ser el que trajo a la familia de María del Mar Negro a Constantinopla, me digo. Ha llevado consigo la foto del barco toda la vida y ahora se la ha entregado a Eminé, porque sabe que se acerca su fin. Pero ¿dónde estará ese puerto del Mar Negro?
– ¿Le importaría prestárnosla para hacer una copia? -pregunta Murat a Eminé-. Se la devolveré mañana.
– Por supuesto -accede Eminé sin dudarlo.
Su hija, sin embargo, se muestra más recelosa.
– Perdonen que me entrometa, pero ¿qué pasa con María? ¿Por qué la buscan? -pregunta a Murat.
– Ha desaparecido e intentamos localizarla. Es muy mayor y, según todos los indicios, está enferma.
Selmá expresa su conformidad al instante.
– Tiene razón. Yo la vi muy decaída.
No tenemos más preguntas y nos ponemos de pie. Nos despedimos de Eminé Kaplán y su hija nos acompaña a la puerta.
– ¿Me permite una última pregunta? -digo a Selmá cuando estamos ya a punto de irnos-. ¿Cómo les encontró María después de tantos años?
– Fue a preguntar a la casa donde vivíamos antes. Nosotros nos marchamos de Cihangir por mamá. Sufre del corazón y el aire aquí es más limpio. Sin embargo, mamá no quiso que vendiéramos la casa de Cihangir. «No pienso vender la casa de mis padres, la casa donde yo nací», nos dijo. Así que la alquilamos, para que ella tenga unos ingresos propios y se sienta más independiente.
– It's unbelievable -dice Murat ya en la planta baja-. Es increíble, esa mujer, María, piensa como nosotros. También nosotros interrogamos a los inquilinos para saber dónde encontrar a la familia Taifur.
– ¿Qué opinas del barco?
– Lo más probable es que se trate del barco que la trajo del Mar Negro a Estambul. Es su única pertenencia y se la ha legado a Eminé.
– ¿Te suena de algo el puerto que aparece en la fotografía?
– Pues no. La foto es muy vieja y yo no conozco Turquía tan bien. Aunque no será difícil identificarlo.
Subimos al coche patrulla para emprender el trayecto de vuelta. Antes de arrancar el motor, Murat se vuelve y me mira:
– Ve a Atenas para la boda de tu hija -dice-. Aquí ya no puedes hacer nada. No es seguro que encontremos a María Jambu con vida y, aunque lo consigamos, dudo que viva hasta el juicio.