174587.fb2 Muerte en Estambul - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 31

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Capítulo 27

– Papá, no quiero presionaros, pero ¿cuándo pensáis volver? Sólo quedan diez días para la boda. ¿Tan bonita es esa ciudad que no podéis abandonarla?

– No es la belleza de la ciudad, hija mía. Ando muy liado con el caso de esa mujer. Como dice mi colega turco, estamos persiguiendo a un fantasma.

– Lo entiendo. ¿No deberíamos entonces aplazar la boda?

– Ni se te ocurra. Este fin de semana estaremos en Atenas. Tendremos una semana entera por delante.

– Vale, pero estoy esperando a mamá para comprar el traje de novia. Y no es muy probable que encuentre mi talla exacta. Habrá que hacerle algunos arreglos, y no sé si habrá tiempo suficiente.

– ¿Por qué no lo compras tú sola?

– ¿Olvidas que prometí a mamá que lo haríamos juntas?

– No lo olvido. Puedes decirle a tu madre que has encontrado una oferta a mitad de precio, que es el último traje y que, si no lo compras ya, lo perderás y tendrás que pagar el doble.

Se ha producido una pausa.

– Papá, ¿te parece bien conspirar contra mamá y confabularnos a sus espaldas?

– No, no me parece nada bien; es más, me da vergüenza. Pero la única manera de ganar a tu madre es jugando con dos barajas.

Katerina se ha echado a reír.

– De acuerdo, me has convencido.

Esta conversación ha tenido lugar por la mañana, después del desayuno. Luego Adrianí y yo hemos ido a la agencia de viajes para comprar los billetes de vuelta. Había plazas en el vuelo nocturno del sábado, pero Adrianí las rechazó sin contemplaciones.

– No quiero viajar de noche. Quiero mirar por la ventanilla y ver las nubes y la tierra allí abajo, no la negra oscuridad.

Lo malo era que los vuelos del domingo estaban completos. En consecuencia, teníamos que esperar hasta el lunes. Cuando le dije que así perdíamos un día entero, Adrianí se volvió y me miró enfadada.

– Hemos perdido una semana entera por tu culpa, ¿y ahora te preocupa que perdamos un día por mí?

Lo dicho: a Adrianí sólo se la puede ganar jugando con dos barajas. Llamé a Murat para informarle de nuestros planes. Él no tenía nada nuevo que contarme, de modo que ahora estamos sentados en la recepción, Adrianí con una caja de dulces en el regazo, esperando la llegada de Zeodosis Kurtidis.

No sé si nos ha reconocido por nuestra actitud de espera, ya que la zona de recepción es únicamente de tránsito, o por la caja de dulces. En cualquier caso, el hombre ha entrado en el hotel a las ocho en punto y ha venido derecho hacia nosotros.

– Si no me equivoco, ustedes son los señores Jaritos -dice-. Yo soy Zeodosis Kurtidis.

El marido de la señora Kurtidu ronda los sesenta, es grueso, lleva traje y corbata y está casi calvo. El poco pelo que le queda ha encontrado refugio en las inmediaciones de sus sienes. Da la impresión de haber vivido siempre bien, al estilo de esos que tuvieron una infancia regalada y, de adultos, les fue aún mejor.

– Vivimos en Maçka, no está lejos -nos dice cuando subimos a su BMW-. Se encuentra en la colina desde la que se domina el palacio de Dolmabahçe.

El piso debe de ser enorme, porque el amplio vestíbulo da acceso a dos estancias contiguas, el salón y el comedor. Ambos espacios juntos deben de equivaler a un apartamento de setenta metros cuadrados. Adrianí mira a su alrededor impresionada. En esta ciudad sin duda ha habido tragedias, me digo, pero también hay comodidades. Al final, la señora Murátoglu tenía razón. Todos los que querían evitar las tragedias se fueron; todos los que preferían comodidades se quedaron.

Aleka Kurtidu nos recibe con un «bienvenidos» y una gran sonrisa. Acepta los dulces con el típico «no era necesario» y nos acompaña para hacer las presentaciones de rigor. El salón no tiene la sencillez de la sala de los Taifur. También está decorado con buen gusto pero no le faltan los objetos de plata en el aparador, sendos ribetes dorados en el respaldo del sofá y los dos sillones, ni una incrustación circular dorada en cada una de las patas de la mesa.

Aleka nos presenta a un matrimonio de su misma edad, que ocupa los dos extremos del sofá.

– El señor y la señora Meimároglu. -Nos decimos «mucho gusto» y nuestra anfitriona nos acerca a una pareja joven que, seguramente, no ha alcanzado la treintena.

– Y aquí están nuestros recién casados -anuncia orgullosa-. Eleni y Jaris Dikmén. Eleni y Jaris son amigos de Marika, mi hija. Marika tenía muchas ganas de venir a la boda pero, por desgracia, no pudo. -Eleni se levanta y me saluda efusivamente. El «mucho gusto» que profiere Jaris ha sonado como Murat hablando en griego.

La última parada de la ronda de presentaciones se hace delante de una mujer de cincuenta y tantos, que está sentada sola en un sillón y fuma como un carretero.

– No te molestes en presentarnos, Aleka. Ya me presento yo -le dice a la anfitriona antes de volverse hacia nosotros.

– Ioanna Sarátsoglu, profesora de lengua y literatura en el colegio Zappio -dice y enciende otro cigarrillo.

La mesa luce un mantel blanco almidonado, platos de porcelana, tres copas distintas de cristal, cubertería de plata y servilleteros también de plata con iniciales grabadas, algo que en Atenas sólo vería si me invitaran a cenar con el presidente de la República, lo cual se me antoja harto improbable. Los hombres nos alternamos en los asientos con las mujeres y a mí me toca junto a la profesora de lengua y literatura.

De repente me acuerdo del cumplido de la señora Kurtidu a propósito de los hábitos de Adrianí en la mesa y constato que, en efecto, sobre la mesa han desplegado una decena de platos distintos, unos calientes y otros fríos. Lo que nosotros llamamos «bufé» es aquí una cena en toda regla, y la diferencia es enorme. Porque, en un bufé, en tu plato se acumula una pirámide de manjares, mientras que aquí vas picando bocadito a bocadito. Los invitados se deshacen en alabanzas hacia el arte culinario de la señora Kurtidu, aunque el elogio más encantador se lo hace Adrianí.

– Después de tantos días en esta ciudad, pensando que probábamos la cocina local, Aleka -la tutea-, sólo ahora me doy cuenta de lo que realmente significa comer en Estambul.

La señora Kurtidu se lo agradece emocionada, aunque no puede apreciar el calibre del elogio, pues no sabe qué parca es Adrianí a la hora de alabar la cocina de los demás.

A partir de este momento, la conversación toma un derrotero que no puedo seguir: gira en torno a las parroquias, las iglesias, el Patriarcado, el hospital y el geriátrico de Baluklís, el Zografio, el Zappio y la Gran Escuela de la Nación. Seis de los comensales hablan exclusivamente de temas personales, dos -Adrianí y yo- no se enteran de nada y comen porque no tienen nada mejor que hacer, y la señora Sarátsoglu no muestra el menor interés en participar en las conversaciones.

– Nos hemos liado a hablar de nuestras cosas y les hemos dejado al margen -se disculpa la señora Sarátsoglu en un momento dado.

– No se preocupe, es lógico -le respondo, aunque empiezo a sentirme doblemente harto: de comer y de aburrirme.

– ¿Sabe?, cuando me he presentado no he sido muy precisa. He sido profesora de lengua y literatura en el colegio Zappio, pero ya no lo soy. Este año me he jubilado.

– ¿Lo lamenta? -pregunto, porque esto podría explicar su incesante manera de fumar, que ni siquiera interrumpe en la mesa.

– Sí y no. Sí, porque el Zappio era mi vida y ahora no sé qué hacer para llenar mi tiempo. Y no, no lo lamento, porque estos últimos años me había hartado de enseñar las obras de Palamás, Venesis y Kavafis a niños que a duras penas saben cuatro frases en griego. -Instantes después formula la inevitable pregunta-: ¿Tienen hijos, señor comisario?

– Una hija. Estudió Derecho en Tesalónica y ahora está haciendo las prácticas en Atenas.

– ¿Estudió griego antiguo?

– No. Cuando Katerina fue al instituto, habían eliminado el griego antiguo de los planes de estudios.

– A veces pienso que daría igual si enseñara mi materia en griego antiguo. Lo expliques como lo expliques, los niños tienen las mismas dificultades. Últimamente, tenía la sensación de impartir clases en un colegio extranjero. En el Saint Benoit, en el Colegio Alemán o en el Notre Dame de Sion. Los niños de nuestra escuela aprenden la gramática griega, hablan griego en clase cuando es necesario, pero cuando vuelven a casa hablan su lengua, el árabe. Igual que los alumnos de los colegios extranjeros.

– ¿No hay niños griegos en las escuelas?

– Sí hay. Como hay niños franceses en el Saint Benoit y alemanes en el Colegio Alemán. Pero son una minoría.

La cena ha terminado y nos dirigimos al salón para tomar el café. Sigo a la señora Sarátsoglu y me siento a su lado. En primer lugar, porque de repente me cae muy bien y, en segundo lugar, porque los demás seguirán hablando de sus cosas y me sentiré marginado.

– Eso también forma parte de la lucha -dice Sarátsoglu.

Pienso en lo obvio.

– ¿La lucha por la supervivencia?

– De una lucha abocada a la derrota, señor comisario. Por eso hacemos lo imposible para que no termine. Mientras sigamos luchando, aplazamos la derrota. -De repente se da cuenta de que se está poniendo pesada e intenta cambiar de tema-: Pero no quiero cansarle hablándole de mis problemas. No me lo tenga en cuenta. Creo que aún no me he acostumbrado a la jubilación. -Entonces me acuerdo de Despotópulos, que decía que la jubilación es una forma de paro privilegiado-. ¿Y ustedes por qué han venido? ¿De vacaciones? -pregunta la mujer.

– Ésa era nuestra intención, pero las cosas tomaron otro rumbo.

– ¿Alguna desgracia?

– No, es sólo que el viaje turístico se ha convertido en profesional. -Ni yo mismo sé por qué me siento tan a gusto con la señora Sarátsoglu. Quizá porque ella ha sido la primera en sincerarse y se ha ganado mi confianza. Quizá se deba a mi inseguridad, porque esta ciudad no es Atenas, los rum no son griegos y Murat no es Guikas. O quizá porque fuma como un carretero y me recuerda los buenos tiempos que nunca volverán, y más teniendo en cuenta que mi hija se casa con mi cardiólogo.

– Estamos buscando a una mujer, una tal María Jambu -le digo-. Vino de Drama, está muy enferma, según parece, y ha vuelto para saldar viejas cuentas antes de morir. Empezó con su hermano, a quien envenenó en Drama. Aquí ajustó cuentas con una prima suya, un ciudadano turco y una familia también turca.

– ¿Me está diciendo que mató a su hermano y luego vino aquí para seguir matando? -La mirada de la señora Sarátsoglu contiene partes iguales de asombro y de horror.

– No exactamente. A unos los mata y a otros los recompensa por el bien que le hicieron. -Y empiezo a contarle la historia que, la víspera, me relató la vecina turca de Minás y Zoé.

Ella me escucha pacientemente hasta el final.

– La vecina le contó la verdad -dice cuando termino-. Así sucedieron las cosas. A Zoé se le humedecían los ojos cada vez que oía el nombre de Melek Kaplán.

La miro atónito.

– ¿Usted conocía a los Dágdelen? -pregunto estupefacto.

La señora Sarátsoglu se echa a reír y señala a la pareja de recién casados.

– ¿Ve a esos tortolitos? Están juntos desde niños. Nuestros hijos crecen como si fueran hermanos y acaban casándose, ¿y usted me pregunta si conocía a Zoé y a Minás? -Nada puedo contestar a eso. Sarátsoglu lo sabe y me sonríe-: Zoé era tía mía, hermana de mi madre -me explica-. Y le diré que la vecina turca desconocía un detalle. No sólo se salvaron las alfombras y las joyas. Minás tenía una casa, que pudo poner a nombre de su hermana en cuanto se implantó el varliki y antes de que el hacha de la ley cayera sobre él. Cuando lo perdieron todo, se mudaron a esa casa y, poco a poco, volvieron a reconstruir sus vidas. Por desgracia, cuando ocurrieron los sucesos de septiembre recibió un nuevo golpe y entonces ya no le quedaron más fuerzas. Lo vendió todo y se fueron, aunque no a Grecia, sino a Canadá. A mí me lo contó todo mi madre, que, mientras vivió, mantuvo correspondencia con Zoé.

– ¿Y la casa que puso a nombre de su hermana?

– Minás no la vendió, se la dejó a su hermana. Pero ésta hace años que falleció. Minás y Zoé no tenían hijos. Supongo que la herencia pasa a los familiares más cercanos. Quién sabe, quizá yo esté entre ellos -concluye con una sonrisa picara-. Por otro lado, ¿qué sacaría? La casa debe de estar en ruinas y se necesitaría una fortuna para restaurarla.

– ¿Sabe dónde está la casa?

– En Psomaziá.

– ¿Cómo llaman los turcos a Psomaziá? -pregunto, porque ya sé que los griegos de aquí y los turcos emplean nombres distintos para un mismo barrio.

– Samatia.

– ¿Cree que María podía conocer la existencia de esa casa?

– Es muy probable. Aquéllos fueron tiempos revueltos, y la gente, mientras lloraba y se golpeaba el pecho, hablaba de todo a gritos.

De repente, sé dónde puede estar escondida María: en la casa abandonada de la hermana de Minás. Mi descubrimiento, sin embargo, en lugar de procurarme alegría y alivio, me pone en un nuevo dilema. ¿Se lo cuento a Murat o finjo no haber visto nada, no haber oído nada, no saber nada?

Si me callo, el lunes subiré al avión con Adrianí y llegaré a Atenas a tiempo para la boda de mi hija. Si hablo, tendré que seguir con el caso, cosa que no sé dónde nos puede conducir.

El dilema me sigue atormentando en el coche de los Dikmén, que nos acompañan al hotel. Al final, el gilipollas honesto que llevo dentro prevalece y llamo por teléfono a Murat mientras Adrianí está en el baño, porque si me ve telefoneando, pondrá el grito en el cielo.

Oigo el evet soñoliento de Murat.

– Did I wake you? -le pregunto.

– Sí, me has despertado, pero supongo que será por algo importante.

Le cuento toda la historia que he sabido de boca de la señora Sarátsoglu.

– María podría esconderse en casa de la hermana de Minás Dágdelen.

– Estaré en el hotel a las ocho de la mañana -dice.

Ya he colgado el teléfono cuando Adrianí sale del baño. Después, ella duerme el sueño de los justos, y yo, el sueño angustiado de los pecadores.