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Tengo una piedra en el estómago, una piedra tan pesada como la que se atan al cuello los que quieren morir ahogados. Mi estómago tocó fondo anoche, con el banquete en casa de los Kurtidis. La indigestión me hizo pasar una noche de perros, durante la cual yo gruñía de dolor y Adrianí protestaba porque no la dejaba dormir.
– ¡Pero qué gula la tuya, hombre! -exclamó indignada allá a la hora del alba-. Aquí has de picotear, no devorar como si fuera tu última cena.
– ¿Y tú qué sabes de cómo hay que comer aquí? ¿Naciste en Tatavla, en Prínkipos, en Moda o en Arnavutkóy y no me lo has dicho? -Me asombra haber recordado a la primera los nombres de todos estos barrios y suburbios de la ciudad, aunque bien es cierto que la ira es el mejor acicate para la memoria, al contrario que la confusión, que la disipa.
Ahora voy sentado al lado de Murat y no dejo de bostezar en cada semáforo, mientras él me lanza miradas de soslayo.
– ¿Te he obligado a despertarte demasiado temprano? -pregunta al final.
– En absoluto, porque no he dormido. Anoche nos invitaron a cenar y comí demasiado.
Murat se carcajea.
– ¿Por qué crees que prefiero las comidas alemanas? Porque nunca te incitan a atiborrarte.
El coche bordea la costa, siguiendo el consabido trayecto hacia el aeropuerto. Circular por esta ciudad es sencillo mientras te ciñes a las arterias principales. Las dificultades empiezan cuando sales de las avenidas para entrar en los callejones. Allí la has liado, y no hay mapa ni brújula que te asista.
Murat tuerce a la derecha y enfila una calle separada del paseo marítimo por una franja poblada de árboles altos, una mezcla de zona de descanso y parque infantil. Las casas del otro lado de la calle presentan una imagen multicolor; cada casa, un color distinto. Esto me despeja, a diferencia de la monotonía del mar, que me adormecía mientras circulábamos por el paseo marítimo. Lo curioso de los barrios pobres de esta ciudad es que son baratos pero coloridos, no como los nuestros, que son baratos y grises.
Murat tuerce de nuevo a la derecha y, un poco más adelante, nos encontramos ante un gran hospital. Aledaña a éste, sube una calle con bloques de pisos de mal gusto a la izquierda y unos cuantos árboles a la derecha, que seguramente pertenecen al jardín del hospital. Murat para el coche y me mira.
– Hasta aquí hemos llegado bien. ¿Sabes cómo hemos de continuar?
– Sugiero que vayamos primero a la iglesia. Allí conocerán la casa de los Dágdelen, si aún sigue en pie.
La iglesia se encuentra en una calle céntrica y, junto con el patio que la rodea, ocupa una gran extensión. La entrada principal está cerrada y tenemos que rodear la manzana hasta encontrar una verja, que también está cerrada. Murat llama al timbre. Pronto se oye una llave que chirría en una cerradura muy antigua y la pesada verja se entreabre. Aparece un hombre de tez oscura, padre de alguna de las alumnas de Sarátsoglu, que nos observa con suspicacia. Dejo que hable con él Murat; creo que a mí me resultaría difícil hacerme entender. Como todo el mundo aquí, también este hombre se muestra mejor dispuesto en cuanto oye la palabra mágica: «pólice». Más allá de su actitud solícita, sin embargo, todo en él indica ignorancia. Al final, le dice algo a Murat y abre la verja de par en par.
– ¿Qué ocurre? -pregunto al ver que Murat echa una mirada amenazadora al portero.
– Me ha hecho perder el tiempo -explica él-. Es sirio, no conoce a nadie, pero se las da de patrón y me ha estado ocultando que en la iglesia hay un sacerdote que, con toda probabilidad, sabrá más que él.
El hombre nos conduce a una estancia muy exigua, donde apenas cabe un gran escritorio de madera y dos sencillas sillas metálicas para las visitas. Un sacerdote cuarentón, delgado y con la barba cuidada se levanta de detrás del escritorio para recibirnos.
– Your turn -me susurra Murat-. Tu turno.
El portero sirio, sin embargo, no está dispuesto a ceder el protagonismo a nadie. Empieza a contárselo todo al sacerdote, en turco y de un tirón.
Intervengo con un: «Escuche, padre», porque el sirio me está poniendo de los nervios, ya bastante maltrechos por culpa de mi dolor de estómago y la falta de sueño.
– No le molestaremos mucho. Sólo quisiéramos hacerle dos preguntas, pero que son muy urgentes. ¿Ha visto o ha oído hablar de una griega que haya llegado recientemente a Psomaziá?
– Amigo mío, hace ya diez años que los griegos abandonaron Psomaziá. Aún quedan algunas familias armenias, pero griegas, ninguna. Yo vengo a la iglesia más para ocuparme de algunos trámites burocráticos que para oficiar liturgias.
– Muchas gracias. Y ahora la segunda pregunta. ¿Sabe dónde se encuentra la casa de una tal Dágdelen?
– ¿De Ekaterini Dágdelen? Claro que lo sé. Ekaterini murió hace diez años. Yo mismo oficié el funeral. Acababa de ser ordenado. Vengan, les indicaré dónde está la casa, no queda lejos de aquí.
Se pone de pie. El sirio hace ademán de seguirle, pero el sacerdote le indica que se quede. Salimos los tres a la calle y él señala una casa de madera en la acera de enfrente, en la siguiente manzana. Es una ruina de tres plantas, semioculta entre dos construcciones baratas de hormigón. En la planta baja hay tres ventanas; en la primera, dos ventanas y una especie de jaula que hace las veces de balcón; en la segunda, de nuevo tres ventanas.
– Permítame una pregunta más, padre. Si alguien se hubiera instalado últimamente en la casa de Ekaterini Dágdelen, ¿avisarían los vecinos, por ejemplo, a usted, o a la policía? -Noto que me mira extrañado-. Sé que mi pregunta puede parecer rara, pero no se preocupe. Sólo deme una respuesta.
– ¿Quién iba a avisar, y a quién? A este barrio llegan a diario familias de Anatolia, de Turkmenistán y de Azerbaiyán. ¿Quién se va a fijar en una cara nueva cuando todas lo son?
Cruzamos la calle y nos aproximamos a la casa de Ekaterini Dágdelen. Pese a que la puerta está cerrada, basta que Murat le dé un empujoncito para que se abra sin dificultad.
El hedor lo invade todo. Nos miramos sabiendo lo que nos espera: otro cadáver. Muy cerca de la entrada arranca una escalera que conduce a las plantas superiores. En la primera, a la izquierda, hay una puerta cerrada, mientras que al fondo veo una segunda puerta, abierta ésta, a través de la cual se divisa una cocina. Entramos primero allí. Está reluciente, como si la hubieran limpiado a conciencia el día anterior. Murat abre uno de los armarios.
– Tenías razón, vive aquí -dice y saca del armario una caja de hojaldre para empanadas, una botella de aceite y un trozo de queso feta envuelto en papel manteca.
– ¿Nada más? -le pregunto.
– Nada más.
– Hemos llegado tarde, ya se ha ido.
– ¿Cómo lo sabes? -se sorprende Murat.
– Falta el veneno. Se lo ha llevado.
– No te precipites. Quizá lo encontremos en otra parte.
Es posible, aunque mi intuición me dice que no encontraremos ni el veneno ni a María.
Antaño, la estancia debió de hacer las veces de salón. Ahora sólo queda una mesa y dos sillas desvencijadas. Si había otros muebles, cosa muy probable, alguien supo aprovecharse de la falta de herederos.
En la segunda planta sólo hay un dormitorio. La cama de matrimonio es de hierro. El colchón está cubierto con una manta, extendida con el esmero que pondría un ama de casa.
– Dormía aquí -afirma Murat.
Estoy de acuerdo, pero otra cosa atrae mi atención. En la pared, junto a la cama, hay una estantería con dos viejos iconos.
En uno apenas se distingue la figura de la Virgen con el niño; el otro debe de ser de algún santo. En los iconos se apoyan cuatro fotografías. En una de ellas aparece una pareja que sonríe a la cámara; en las otras tres, se ven dos mujeres y un hombre, fotografiados por separado. Dos de las fotos, la de la pareja y la de una de las mujeres, están apoyadas en el icono de la Virgen. Las otras dos, la foto del hombre y de la otra mujer, se apoyan en el icono del santo. Delante de todas ellas arde un candil.
– ¿Quiénes serán? ¿Tienes alguna idea? -pregunta Murat.
– No, las caras no me suenan de nada.
El cadáver está en la tercera planta. Es una mujer de edad avanzada, bien conservada y bien vestida. Lo de bien vestida es más bien una suposición, ya que el vómito se ha secado sobre la blusa y la cubre por completo. La misma imagen que la de Kemal Erdémoglu. La mujer está tendida en un diván, delante de las ventanas de la tercera planta, que dan al patio de la iglesia. Miro a mi alrededor y, sobre la mesa solitaria que ocupa el centro de la habitación, no hay restos de empanada de queso, ningún plato. La casa brilla como una patena.
– Limpió la casa -observa Murat como si le costara creérselo.
– Es lo que hizo toda su vida. Dejar la casa limpia antes de irse.
Murat no se ocupa en absoluto de la víctima. Saca el móvil y empieza a hacer llamadas. No hace falta que se lo pregunte, sé que llama a la Brigada Científica y al Departamento Forense.
De repente empieza a invadirme el pánico. Este asesinato trastocará mis planes por completo; quizá no pueda irme de la ciudad, ni siquiera sólo para la boda. Mi primera desazón es por Katerina, que se llevará un disgusto, y la segunda por Adrianí, que se pondrá furiosa. Y aquí no hay baraja marcada que valga: se la ha llevado María Jambu.
Quizá se deba al pánico, que me impulsa a buscar desesperadamente una solución, pero lo cierto es que mi mente empieza a despejarse.
– Quiero que hagas venir a Efterpi Lasaridu -digo a Murat, al tiempo que saco mi libreta del bolsillo-. Vive en Çimen sokak, en Fanar. El conductor del coche patrulla que me llevó el otro día sabe dónde está la casa.
Murat me mira dubitativo, pero no me lo discute. Saca de nuevo el móvil mientras también yo busco el mío para llamar a Adrianí:
– Necesito el número del móvil de la señora Kurtidu.
– ¿Para qué?
– No es momento de hacer preguntas -la corto-. Tenemos otra víctima y vamos contrarreloj. Dame el número de la señora Kurtidu.
Adrianí comprende que no debe insistir y me da el número.
Intento ocultar mi desasosiego y mostrarme cortés:
– Señora Kurtidu, ¿sería tan amable de darme el teléfono de Ioanna Sarátsoglu?
– Ya vi que anoche charlaban muy animadamente -me dice ella con su habitual jovialidad-. Ioanna es una excelente persona. Fue profesora de mi hija, Marika.
A punto estoy de decirle que no busco novia, pero me reprimo y rápidamente llamo a la señora Sarátsoglu.
– Señora Sarátsoglu, necesito que me haga un favor. Quiero que venga a Psomaziá, a la casa de Ekaterini Dágdelen. Está enfrente de la iglesia. Es una casa de tres plantas, prácticamente en ruinas. ¿Mando un coche patrulla a buscarla?
– No se moleste, iré en mi coche -contesta tras reflexionar unos instantes.
– ¿Te importaría decirme cuál es tu plan? -pregunta Murat.
– Si María tenía las fotografías junto a los iconos y el candil, sin duda se trata de personas queridas para ella. Es posible que Efterpi Lasaridu y una profesora que conocí anoche puedan identificarlas.
– De acuerdo, pero ahora tengo que salir de aquí, porque voy a vomitar.
En el instante en que nos disponemos a abandonar la habitación, me fijo en un documento impreso en turco que se encuentra encima de la mesa.
– ¿Qué es esto? -pregunto a Murat.
Él le echa un rápido vistazo sin tocarlo.
– Es un formulario de cesión de poderes para un abogado -responde.
– O sea, que la víctima debía de ser abogada.
– Sí, y María la atrajo hasta esta casa con el pretexto de querer encargarle la venta del inmueble. La envenenó en la planta superior, para que no tuviera fuerzas para bajar las escaleras y pedir ayuda.
A mis dos ayudantes, Vlasópulos y Dermitzakis, no les irían mal unas cuantas lecciones de Murat. Si lo tuviera en mi departamento, no quedaría crimen sin resolver.
– Tenías razón, María Jambu se ha ido -dice Murat cuando ya estamos en la calle, al fin lejos de la pestilencia-. No hemos encontrado ni el veneno ni su maleta.
A los diez minutos se plantan ante nosotros la furgoneta de la Brigada Científica y la ambulancia, acompañadas de un coche patrulla. El forense llega por separado, en su propio coche. Murat les da instrucciones y desaparecen en el interior de la casa. Los policías intentan alejar a los curiosos, que se han olido el espectáculo y acuden como moscas. Entre ellos, el sacerdote, que sale de la iglesia y se me acerca.
– ¿Qué ha pasado? -pregunta inquieto.
– Ya lo sabrá mañana.
Me mira extrañado pero no insiste. Cruza la calle para volver a la iglesia.
Efterpi Lasaridu es la primera en llegar. Lo hace en un coche patrulla; el conductor, amablemente, le abre la puerta y la ayuda a bajar. En cuanto me ve, corre hacia mí.
– ¿Ha muerto alguien más? -pregunta acongojada.
Sé que la voy a obligar a contemplar un espectáculo espeluznante; será un duro golpe, teniendo en cuenta su edad.
– Señora Lasaridu, procure mantener la calma -le advierto-. Lo que va a ver no es agradable. Aunque voy a decirle una cosa: puedo equivocarme, pero creo que usted no conocía a la víctima. Antes, sin embargo, quisiera mostrarle otra cosa.
La guío hasta el interior de la casa y la ayudo a subir las escaleras. Murat nos sigue. Cuando alcanzamos el primer piso y abro la puerta, Efterpi Lasaridu, temiendo lo peor, cierra los ojos. Al abrirlos y ver que allí no hay nada, se tranquiliza.
– ¿Reconoce a alguna de las personas que aparecen en las fotos?
La anciana las mira con atención.
– Éste es Lefteris -dice; se refiere a Lefteris Meletópulos-. A la mujer no la conozco, pero debe de ser su esposa. Las edades concuerdan. -Entonces se fija en la fotografía de la otra mujer-. Y ésta es Safó, su cuñada. -Se santigua y murmura-: Que Dios nos ampare.
– Ahora debe mostrarse fuerte, señora Lasaridu -le digo y la acompaño al piso superior.
Cuando ve el cadáver tendido en el diván, se tapa la boca con ambas manos para ahogar un grito. Sólo consigue farfullar:
– ¿Cómo has podido, María? ¿Cómo has podido?
– ¿Conoce a la víctima? -pregunto.
La expresión de la anciana cambia bruscamente.
– ¿Y quién no conocía a esta serpiente en Constantinopla, señor comisario? Media ciudad la maldecía y le deseaba que enfermara de cáncer, pero se adelantó la mano de María.
La tomo del brazo y la saco de la habitación.
– ¿Quién era? -pregunto.
– Felicidad Aslanidu, abogada. Felicidad para sí misma, desgracia para los demás -concluye.
– ¿Qué tenía que ver María con ella?
– María, nada. Que yo sepa, fue Lefteris quien tuvo tratos con la abogada. El turco la contrató para que convenciera a Lefteris de que le vendiera el negocio. Dicen las malas lenguas que la mitad del dinero que se ahorró el turco al comprar la tienda fue para Aslanidu.
– ¿Hay pruebas de eso?
– ¿Pruebas? -exclama la señora Lasaridu fuera de sí-. ¿Pruebas? Esa mujer engañó a la mitad de los griegos que huyeron. Caía sobre ellos como un cuervo, se los camelaba, «no sabes cómo te entiendo», «haré todo lo que esté en mi mano», y vendía sus casas y sus negocios a sus clientes por una porquería. Sólo dejaba tras de sí lamentos y desolación. -Toma aliento y prosigue con más calma-: María me contó que, cuando se descubrió la patraña y Lefteris sufrió la embolia, su mujer fue a ver a la abogada y le preguntó cómo había podido cometer semejante canallada. Felicidad Aslanidu le gritó: «¡Encima que os ayudé, vienes a pedirme cuentas!», y la echó de su despacho. Entonces apenas empezaba a ejercer. Imagínese con qué dineros amasó su fortuna.
Me dispongo a ayudarla a bajar las escaleras cuando Murat nos detiene.
– ¿Puedo hacerle yo también una pregunta? -dice y saca del bolsillo la fotografía que me había dado Eminé-. Pregúntale si reconoce este lugar.
La señora Lasaridu mira la fotografía y dice enseguida:
– Es Giresun -afirma.
– Teşekkür ederitn, Madame -dice Murat y le da una palmadita en la espalda-. Sagol -añade.
No sé qué le ha dicho, aunque supongo que ha empleado un superlativo de teşekkür, que quiere decir «gracias».
– ¿María era de Giresun? -pregunto a Efterpi Lasaridu.
– Sí, pero la familia vivía en Trebisonda. Lambros, su padre, trabajaba en las empresas de Konstantinidis; no sé si habrá oído hablar de él, era el comerciante y banquero más rico de Giresun. Lambros ocupaba un cargo importante y todos le tenían en gran estima. Pero se obcecó en la idea de liberar la región del Mar Negro y huyó a las montañas. Claro que la culpa fue también de Konstantinidis, que le hablaba de la «República del Mar Negro». Antes de ir a la guerra mandó a su mujer y a María a casa de su hermano, que vivía en Giresun. De allí vinieron a esta ciudad.
– ¿Recuerda dónde vivían?
– Cerca del castillo, no sé exactamente dónde.
Ya nos lo ha contado todo, y la ayudo a bajar lentamente las escaleras. En la calle la espera el coche patrulla para llevarla de vuelta a su casa.
– Muchas gracias, señora Lasaridu, nos ha sido de gran ayuda -le digo mientras la ayudo a subir al coche.
– Que el buen Dios se apiade de María, señor comisario. Que el buen Dios la perdone. Aunque haya matado, no ha cometido ninguna injusticia -son sus palabras de despedida.
En el mismo momento en que la señora Lasaridu se va, llega la señora Sarátsoglu. Se olvida de saludarme y, yendo al grano, me pregunta qué ocurre.
– Tengo que enseñarle algo que no le gustará, señora Sarátsoglu, pero es necesario que lo vea.
Está claro que viene mentalizada, porque no hace ningún comentario y me sigue en silencio hasta la primera planta. En cuanto ve las fotografías en la estantería, exclama:
– La pareja de la foto son Zoé y Minás. A los demás no los conozco. -Se vuelve y me mira extrañada-: ¿María tenía esta foto? ¿De dónde la sacó, señor comisario?
– No tengo la menor idea, pero la llevaba consigo.
Su reacción al ver el cadáver de Felicidad Aslanidu se parece mucho a la de Efterpi Lasaridu, tal vez un poco más contenida. Sólo cuando salimos de la habitación se permite dar rienda suelta a sus sentimientos:
– ¡Hizo muy bien! Que Dios me perdone, pero ¡María hizo muy bien! -Se dirige a mí, porque siente la necesidad de explicar su reacción-: Soy una mujer instruida, señor comisario, soy profesora, he enseñado a alumnos y a alumnas durante años. Y no creo en la venganza personal, pero sí en la justicia divina.
– No hace falta que me acompañes a Giresun -dice Murat-. Ya has hecho todo lo que estaba en tu mano.
No le falta razón, pero yo quiero ir, a pesar de todo. No porque crea que mi colega turco me la jugará, como pensaría Guikas, ni porque tema que los turcos me darán una puñalada trapera en el último momento, como habría pensado Despotópulos. Sencillamente, quiero conocer a esa mujer que enciende candiles en una planta y asesina en la de arriba.