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En lugar de volar a Atenas, subo a un avión que se dirige a Trebisonda. Y lo cierto es que, antes de abrocharme el cinturón de seguridad por culpa de unas perturbaciones atmosféricas, ya había tenido que ponérmelo en el hotel por culpa de las perturbaciones de Adrianí.
– ¡Desde luego, tú ya no tienes remedio! -estalló cuando le dije que pensaba ir a Giresun-. Pasas de todo, de tu hija, de Fanis, de tus consuegros y hasta de mí. No piensas más que en esa tal María. Si hubiera sabido que ocurriría esto, te habría propuesto ir de vacaciones al Amazonas.
Intenté tranquilizarla sin perder la calma, porque me sabía culpable.
– No te preocupes. Como muy tarde, estaré de vuelta el domingo a última hora, quizás antes.
– Ése es problema tuyo. Que sepas que el lunes por la mañana yo subiré al avión de Olympic y volveré a Atenas. Que lo haga sola o acompañada, eso ya depende de ti.
Así zanjó toda posibilidad de seguir discutiendo. Y no me deseó un buen viaje a Trebisonda.
A pesar de las turbulencias familiares, tuve tiempo de avisar a Markos Vasiliadis, no sin antes ponerme de acuerdo con Murat.
– María Jambu necesitará ayuda -le dije-. Si la detenemos, alguien tendrá que buscarle un abogado y cuidar de ella en la cárcel. Y si muere, alguien deberá ocuparse del funeral. Efterpi Lasaridu no está en condiciones.
Así que Markos Vasiliadis está sentado dos filas más adelante que nosotros y mira por la ventanilla del avión. A mi lado, Murat ha cerrado los ojos y da la impresión de estar dormido. Yo ni puedo mirar por la ventanilla, ya que ocupo el asiento del pasillo, ni puedo conciliar el sueño, porque, a pesar de mis promesas a Adrianí, tengo miedo de no llegar a tiempo para la boda de Katerina.
Murat entreabre los ojos y me sonríe.
– No me gustan los aviones -confiesa-. No me siento seguro en las alturas, por eso trato de dormir.
Por suerte, no llevamos equipaje y nos encaminamos directamente a la salida. Yo sólo llevo el neceser con la maquinilla de afeitar y el cepillo de dientes, más que nada para convencer a Adrianí de que el viaje durará poco. Ella, no obstante, me lanzó una mirada llena de desdén y dijo:
– Camisas y ropa interior se pueden comprar hasta en Bangladesh. ¡Imagínate en Trebisonda!
En la salida nos espera un oficial de alta graduación, uniformado, que saluda a Murat y me estrecha la mano, pero ignora por completo a Vasiliadis. Tras el «mucho gusto» inicial, entabla conversación con Murat.
– Hemos localizado el autobús -nos informa mientras nos dirigimos al coche patrulla-. La mujer viajó de noche, y llegó hace tres días directamente a Giresun. No pasó por Trabzon -dice, empleando el nombre turco de Trebisonda-. La policía de Giresun está intentando localizarla. Espero tener noticias antes de que lleguéis allí.
El oficial se despide de nosotros y nos deja en manos del conductor del coche patrulla. Salimos a una avenida, tan impersonal e indistinta como todas las avenidas que comunican a las ciudades con los aeropuertos. Conforme nos acercamos a la ciudad, sin embargo, empiezan a alzarse a ambos lados bloques de ocho y de diez pisos, tan coloridos como los de Estambul, aunque aquí no predomina el verde pistacho sino el color teja oscuro.
Los tres miramos por las ventanillas, cada uno por razones distintas. Murat, llevado por la curiosidad del recién llegado, puesto que no conoce la zona. Vasiliadis, para no pensar en lo que le espera cuando se encuentre con María. Y yo, para olvidarme de Adrianí y de la posibilidad de no asistir a la boda de mi hija..
– Supongamos que la encontramos. ¿Qué hacemos después? -pregunto a Murat para romper el silencio.
– No nos precipitemos en tomar decisiones. Encontrémosla primero.
El coche patrulla tuerce a la derecha y enfila una avenida que corre paralela a la orilla del mar. El cielo está encapotado, y el mar, negrísimo y agitado.
– Por el color del mar, diría que se va a estropear el tiempo -le digo ingenuamente a Murat.
Él se echa a reír y traduce mi comentario al conductor, que también se ríe con ganas.
– ¿Sabes por qué lo llaman Mar Negro? -me pregunta Murat.
– No. Nosotros lo llamamos Pontos Euxinos.
– Lo llaman Mar Negro porque está negro como la pez.
– Antiguamente lo llamaban Negro, Euxino, que significa «acogedor», para halagarlo, apelar a su misericordia y serenarlo -explica Vasiliadis.
– Es posible, aunque en la actualidad conviene que esté negro -replica Murat.
– ¿Cómo es eso?
– Porque así no se nota la suciedad. Cinco países distintos lo utilizan como vertedero. A los cinco les conviene, y por eso no se ponen de acuerdo en limpiarlo. -Hace una pequeña pausa y me dice, más calmado-: No me hagas caso. Yo soy de Alemania, es decir, un inadaptado.
Aún avanzamos por la avenida cuando el tráfico se vuelve más lento y Murat indica al conductor que active la sirena. Turismos y camiones se hacen a un lado para dejarnos pasar. El conductor le dice algo a Murat y éste me lo traduce:
– No tardaremos en llegar, máximo una hora.
La zona, densamente poblada, recuerda las costas de Creta. Atravesamos pueblos y pequeñas ciudades. El verde impera por todas partes, aunque los cipreses de antaño han cedido el protagonismo a los bloques de diez pisos, pintados con el característico rojo teja de la zona. El rojo mira al verde desde lo alto.
– ¡Ya la tenemos! -anuncia Murat con alegría después de hablar por el móvil-. Vive en un barrio que se llama Zeytinlik.
– «Olivar» en griego -me explica Vasiliadis.
– Los que viven en la casa avisaron a la policía local. Así la localizamos.
– ¿Eso hacen aquí? ¿Avisan a la policía cuando llega a su casa un desconocido? -le pregunto a Murat, asombrado-. Nosotros sólo lo hacíamos durante la dictadura.
– También aquí la costumbre empezó durante la dictadura de Evrén, como la llaman. Esta zona padeció mucho en la época de Evrén y no han olvidado el terror. La gente prefiere dormir tranquila.
A un lado el mar, al otro bosques de avellanos. Dos kilómetros más adelante se abre ante nosotros una ciudad costera asentada en una bahía. Frente al puerto hay un islote, parecido a las islas Zodorú, en Creta, aunque éste es muy verde. Una bandada de gaviotas sobrevuela el islote trazando círculos. El cielo sigue plomizo, y el mar, tempestuoso.
– Hemos llegado -dice el conductor a Murat, y señala una colina un poco más adelante.
Mientras subimos la colina, diviso, en lo alto, el castillo de la ciudad. Antes de llegar al castillo, el coche patrulla tuerce hacia el sureste y prosigue el ascenso. En ese barrio predominan las casas antiguas de dos y tres plantas. Deben de haberlas declarado de interés cultural, porque están bien cuidadas y el color rojo teja brilla por su ausencia.
El coche patrulla se detiene en una curva y el conductor señala una casa de dos plantas, situada un poco más arriba. Bajamos del coche para proseguir a pie. El conductor se dispone a acompañarnos, pero Murat le ordena que nos espere junto al coche.
La casa, a todas luces restaurada, está bien conservada. Todo indica que nos esperan, porque la puerta se entreabre enseguida. En el umbral aparece una mujer que debe de rondar los sesenta, con la cabeza cubierta con un pañuelo. Murat le dirige un par de palabras y ella abre la puerta de par en par, diciéndonos hoş geldiniz a cada uno por separado.
El vestíbulo, cuadrado y espacioso, tiene el suelo de baldosas. A la mesa está sentado un hombre con cabello y bigote blancos que, o bien es mayor que la mujer, o bien lo ha vapuleado más la vida. También el hombre nos da la bienvenida y luego empieza a hablar con Murat. Como no quiero interrumpir la conversación, pido a Vasiliadis que me la traduzca.
– María llamó a la puerta en torno al mediodía -empieza Vasiliadis-. Cuando le abrieron, dijo que ésta era la casa donde había nacido y preguntó si le permitirían verla. La dejaron pasar. Ella entró y empezó a observar a su alrededor. «Nosotros no teníamos mesa en el recibidor», les dijo, «y aquí había un aparador con un espejo.» Aquello convenció al matrimonio de que, efectivamente, había sido su casa. -Vasiliadis interrumpe la traducción para oír lo que dice la mujer-. Nos llevará arriba, para ver a María -concluye.
La mujer nos conduce por una escalera de madera al piso superior y abre una de las dos puertas que dan al pasillo. En la habitación sólo hay una cama. Por lo demás, la estancia está vacía. En la cama está tendida una mujer con el cabello blanco, labios carnosos y vello sobre el labio. Está en los huesos, y las mejillas, hundidas, se le han pegado a las encías.
Oigo la voz de la hanum que habla con Vasiliadis y con Murat, pero yo no puedo apartar la vista de María. Mira la pared de enfrente con ojos extraviados. Cuando entramos en la habitación, se volvió y nos lanzó una mirada de indiferencia, para después fijar la vista en la pared, como si nuestra presencia allí no fuera con ella.
– Subió al primer piso como si estuviera escalando una montaña -Vasiliadis reemprende la traducción de las palabras de la hanum-. Abrió enseguida la puerta de esta habitación y dijo: «Éste era mi dormitorio, aquí dormía yo». Se tendió en la cama como si fuera suya todavía y desde entonces ya no se ha levantado. El matrimonio se dio cuenta de que estaba muy enferma, se asustaron y llamaron al médico. Éste dijo que tenían que trasladarla al hospital enseguida para hacerle unos análisis, pero María no quiso y a los propietarios de la casa les pareció una falta de hospitalidad insistir. Se limitaron a avisar a la policía, por si a la mujer le sucedía algo y para no verse envueltos en problemas.
Vasiliadis concluye la traducción, se acerca a María y le dice con ternura:
– María, soy Markos, Maricos Vasiliadis. ¿Te acuerdas de mí?
– Tres días, cielo y mar -dice María, y no está claro si le responde a él o si su mente viaja por otros mundos-. Tres días, cielo y mar.
– Dice la hanum que no deja de murmurar esta frase y otras, todas incomprensibles -me explica Vasiliadis-. Cuando le hablan no contesta, sólo repite esas frases. -Hace una pequeña pausa antes de añadir-: Sé de qué habla. También nos lo decía a nosotros. Se refiere a su viaje de Giresun a Estambul. Durante tres días no veía más que cielo y mar.
– María, un trozo grande no, también han de comer los demás -dice. De repente la ahoga la tos y su cuerpo enclenque empieza a sacudirse. No tose con mucha fuerza, pero no porque el acceso de tos sea más débil, sino porque no le quedan energías ni para eso-. ¡María, quita las manos de la empanada! ¡María, quita las manos de la empanada! -repite una y otra vez entrecortadamente. Y luego un nuevo acceso de tos.
– ¿Qué dice? -pregunta Murat, que está a mi lado.
– Según Vasiliadis, describe su viaje de Giresun a Estambul. Duró tres días y tres noches. Parece ser que su madre había preparado una empanada de queso para que tuvieran algo que comer en el barco.
Murat me escucha y menea la cabeza.
– Ahora sabemos por qué hizo de la tirópita un arma a la vez que un regalo -dice y sale de la habitación.
– María, un trozo grande no, también han de comer los demás.
Vasiliadis se acerca a la cama, toma la mano de la mujer y lo intenta de nuevo:
– María, soy Markos.
– Tres días, cielo y mar.
– Sí, lo sé. Viajaste tres días y tres noches de Giresun a Estambul. Yo soy Markos, Markos Vasiliadis. ¿Me reconoces, María?
Ella vuelve la mirada sin mover la cabeza y dice:
– Comeré tu caca. Beberé tu pipí.
Vasiliadis se cubre el rostro con las manos y se echa a llorar.
– Es lo que le decía a mi hermana cuando le cambiaba los pañales -dice-. Le besaba las manitas y le decía: «Comeré tu caca. Beberé tu pipí».
Intenta contener las lágrimas, pero no lo consigue. La hanum observa a María y menea la cabeza, como hacen las mujeres cuando se sienten impotentes ante la desgracia.
– ¿Cómo es posible que lo recuerde todo? -me pregunta Vasiliadis-. La travesía por el Mar Negro, lo que le decía a mi hermana cuando era un bebé… Todo.
Le doy una palmadita amistosa en la espalda, sin añadir ningún comentario. No quiero decirle que podría ser el último destello de luz antes de la muerte. Mi padre no se enteraba de nada hacia el final de su vida. Le pedía agua a mi madre y, después de bebería, la insultaba porque no le daba agua. Pocas horas antes de su muerte, se acordó de la guerra civil, de las batallas en Vitsi y en Grammos, y empezó a contar guerrilleros.
La hanum se acerca a Murat, que está de pie junto a mí, y le dice algo.
– ¿Qué te ha dicho? -le pregunto.
– Dice que, si lo preferimos, ella y su marido podrían ir a pasar unos días a casa de su hija, en Tirébolu, para que María se sienta completamente en casa, ya que no quiere ir al hospital. Vasiliadis puede quedarse también para cuidar de ella.
– No, no. Será mejor llevarla al hospital -interviene Vasiliadis, que ha oído las palabras de la hanum.
Murat lo toma del brazo y lo conduce fuera de la habitación. Me quedo a solas con María. Ella mantiene la mirada perdida siempre fija en la pared. La observo y me pregunto de dónde ha sacado fuerzas este cuerpo esquelético para matar a cuatro personas, preparar empanadas de queso, recorrer Constantinopla de arriba abajo e ir siempre un paso por delante de nosotros. Es como si hubiera calculado sus fuerzas al milímetro, para que la pudieran llevar hasta su cama, donde por fin podría venirse abajo.
– ¡María, quita las manos de la empanada! ¡María, quita las manos de la empanada!
Murat y Vasiliadis vuelven a entrar en la habitación.
– De acuerdo, me quedaré en Giresun, en un hotel -dice Vasiliadis-. Pero que esta gente no se vaya de su casa, bastantes sacrificios han hecho ya.
No hago ningún comentario. Comprendo que Murat lo ha convencido de que reconsidere su decisión. Echo una última mirada a María, a la que vuelve a sacudir la tos, y salgo del dormitorio.
– ¿Qué le has dicho a Vasiliadis? -pregunto a Murat.
– Le he preguntado si había pensado bien la opción del hospital. Le he dicho que allí María dormirá y despertará con un policía en la habitación, apostado para vigilarla. ¿Y cómo la tratarán los médicos y las enfermeras cuando sepan lo que ha hecho? ¿Es ésa la mejor manera de pasar los últimos días de su vida?
– Y, sin embargo, sería lo correcto. -Al instante me maldigo por pronunciar estas palabras, mientras me pregunto si no lo habré dicho a propósito para ver la reacción de Murat, porque todavía noto sobre mí la mirada de Guikas y de Despotópulos -pero que se vayan ambos a la mierda-, o para sacudirme la responsabilidad con el «tú lo has dicho».
Murat me mira. Aunque para sus adentros me mande al infierno, no se le nota.
– He hablado con el médico -prosigue tranquilamente-. Opina que el cáncer está generalizado. Por eso no insistió en los análisis y el TAC. Consideró que le acarrearían un sufrimiento gratuito. Además, estas pruebas no se pueden realizar aquí, tendrían que trasladarla al hospital de Trabzon. -Al poco añade, decidido-: Vámonos de aquí. Algunas cosas es mejor no verlas. Dentro de unas horas, dentro de unos días como mucho, estará en manos de Dios. Él la juzgará.
– Discúlpame, no quería ofenderte -le digo-. Sencillamente, no quería que tuvieras problemas por mi culpa. ¿Qué le dirás mañana a tu jefe?
– Lo mismo que le dirás tú al tuyo. Que llegamos tarde y la encontramos muerta. Lo he arreglado con el médico, que expedirá el certificado de defunción con fecha de hoy. ¿Por qué crees que no permití que nos acompañara el conductor?
Dejamos a Vasiliadis con María y bajamos hacia el coche patrulla. Intento borrar de mi mente la imagen de María y sustituirla con la de Katerina y Fanis. Por fin, mientras el coche baja hacia el puerto, lo consigo.