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Cruzamos por última vez el puente de Atatürk. El taxi lo recorre y luego tuerce a la izquierda. Me oriento mejor que la mayoría de los turistas gracias al aprendizaje forzoso que me impuso María Jambu, por eso sé que nos dirigimos al paseo marítimo y que pasaremos por delante del Mercado Egipcio. Son las siete y media de la mañana y, por primera vez, se abre ante mis ojos otra Constantinopla, ahora con sus pequeños comercios cerrados y las persianas bajadas, con edificaciones de planta única apiñadas, descuidadas y con la pintura desconchada. A lo largo de la avenida, los vendedores ocupan las aceras para vender salepi y roscas de pan crujientes, como en Tesalónica.
Instantes antes de mi partida, descubro que parte de la belleza de la ciudad procede de su pulso, de esa fiebre que sube cada mañana y desciende a última hora de la noche. Esa fiebre oculta gran parte de su fealdad; la febrilidad te distrae y no te fijas en ella. Ahora que las calles están vacías y no hay hombres ni vehículos que actúen como rompeolas visuales, queda al descubierto su aspecto mísero.
En cuanto el taxi toma el desvío hacia el aeropuerto, la miseria da paso a los grandes centros comerciales del paseo marítimo, a las murallas bizantinas y al mar. Echo una última ojeada a los barcos que entran y salen del puerto, a la costa asiática, al otro lado, y al enorme petrolero que avanza lentamente delante de ella.
Adrianí mira a través del parabrisas mientras, con la mano izquierda, aprieta las asas de un bolso. Es un bolso de viaje que ha superado los límites de la gordura y está a punto de reventar. La vi llenarlo con pasión castigadora en el hotel, pero opté por hacer la vista gorda, para no abandonar la ciudad enfurruñados.
– Te preocupaste y te quejaste en vano -le digo-. Como ves, salimos según lo previsto.
– Gracias a la vela que encendí en la iglesia de la Santísima Trinidad cuando me dejaste plantada para ir al Mar Negro -replica ella con frialdad.
– Hiciste bien. Pero, con vela en la Santísima Trinidad o sin ella, tampoco yo pensaba perder este vuelo.
Mi mujer se vuelve y me dirige una mirada de soslayo.
– Te creo, pero me quejo por si acaso; así sé que he cumplido con mi deber y tengo la conciencia tranquila.
Bueno, me digo, al menos ahora sé que me grita por deber y no debo tomármelo demasiado en serio.
El control de equipajes en la entrada del aeropuerto nos lleva un cuarto de hora, porque obligan a Adrianí a abrir el bolso de viaje. Los polis proceden a vaciarlo por completo y registran todo su contenido sin encontrar nada sospechoso. Adrianí tarda diez minutos más en volver a apelotonar en su interior todo lo que había, y bajo una gran tensión, porque los demás pasajeros no dejan de empujar nuestro equipaje para poder colocar el suyo. Al final le echo una mano mientras despotrico contra nadie en particular.
– Si me hubieras dicho que te llevarías media ciudad, hubiese pedido que nos cedieran un cuarto especial para el registro -le digo cuando terminamos.
Ella me taladra con una mirada gélida, pero evita echar más leña al fuego. Cuando nos acercamos al check-in de las líneas Olympic, se detiene y me mira con sorpresa.
– Tu colega y su mujer han venido a despedirnos -susurra-. No sé qué decir, no me lo esperaba. ¡Qué amables!
Confieso que yo también estoy sorprendido. Anoche Murat y yo nos despedimos, intercambiamos nuestros números de móvil y le di recuerdos para su mujer. Y ahora les veo esperándonos junto al check-in para desearnos buen viaje.
– Ayer nos dijimos goodbye -digo a Murat mientras le estrecho la mano.
– Yes, but Nermin wanted to say goodbye too.
Nermín abraza primero a Adrianí y luego se me acerca. Recuerdo que, la noche en que fuimos a cenar a su casa, Murat me advirtió que no le diera la mano y me limito a hacer una pequeña reverencia. Nermín me la devuelve y Murat me da un paquete que llevaba en la mano.
– What is this? -pregunto extrañado.
– Es para su hija -explica Nermín-. Un regalo de boda. A wedding gift.
– Es una alfombra hecha a mano -añade Murat-. La puede colgar en la pared o ponerla en el suelo.
– Para que su hija tenga algo de Estambul en su nueva casa -concluye Nermín-. Y para que, cada vez que ustedes vean la alfombra, recuerden su primer viaje a Estambul, asociado para siempre al feliz acontecimiento de la boda.
– Muchísimas gracias -dice Adrianí emocionada.
Las mujeres vuelven a abrazarse y esta vez se besan mientras yo me encargo de los agradecimientos entre hombres.
– Llevan veinte kilos de sobrepeso -anuncia la empleada de Olympic cuando nos llega el turno en el check-in-. Puedo pasar por alto cinco kilos, pero más, no. ¿No pueden quitar algo para aligerar el equipaje?
Busco a Adrianí por si se le ocurre algo, pero ella ha recurrido a Nermín para zafarse de la bronca y habla con ella por gestos.
– Es imposible quitar quince kilos, a no ser que los abandone aquí -digo a la empleada.
– Entonces tiene que pagar el sobrepeso.
– ¿Dónde se paga?
– En la ventanilla de Olympic.
– What is it? -pregunta Murat cuando ve que me alejo del check-in.
– I have to pay for overweight.
Él me detiene y se acerca a la empleada. Se inclina y le susurra algo al oído. La mujer observa primero a Murat y luego a mí y me dice:
– Pasen, haremos una excepción en su caso.
– ¿Qué le has dicho? -pregunto mientras nos alejamos de la zona de facturación.
Murat se echa a reír.
– Aquí la policía es como una tarjeta de crédito. Abre todas las puertas. Aunque al final tienes que pagar los intereses. -Mira a Adrianí, que sigue hablando por señas con Nermín-. Mañana estaré aquí otra vez -dice-. Nermín se va a Alemania para ver a su familia. -Suelta un suspiro y continúa-: Cada vez que se va de viaje, sea por trabajo o para ver a los suyos, yo echo de menos Alemania.
– ¿Por qué? -me sorprendo.
– Porque en Alemania la soledad es más llevadera. En Turquía, las familias son grandes y viven juntas. A tu alrededor siempre oyes ruido, gente que habla, niños que lloran, madres que les regañan, y eso hace la soledad todavía más insoportable. En Alemania, en cambio, son muchos los que viven solos, los ves a tu alrededor continuamente, y eso te consuela, porque sientes que no eres el único.
Adrianí, cargada con el bolso de viaje, y yo, con la alfombra bajo el brazo, llegamos al control de pasaportes y nos disponemos a decir adiós.
– You are always welcome to stay with us. We have a bigjlat -dice Nermín.
– Diles que ellos también serán bienvenidos en nuestra casa si vienen a Atenas, cuando quieran y durante el tiempo que quieran -responde con vehemencia Adrianí cuando le traduzco la invitación.
La despedida trae nuevos abrazos. Murat me estampa un beso en la mejilla.
– De parte de Nermín -me explica con una sonrisa-. Ella no puede besarte en público y me ha pedido que lo haga yo.
Se me ocurre que es bonito recibir un beso de una mujer tan bella, aunque sea a través de su marido. Agitamos las manos por última vez antes de dirigirnos al control de equipaje de mano.
– Les has invitado a casa, pero ¿dónde van a dormir? -pregunto a Adrianí mientras esperamos nuestro turno.
– En la habitación de Katerina. Está vacía.
Esta vez el bolso de viaje pasa el control sin que lo abran.
– ¿Puedes explicarme por qué lo abrieron en la entrada y aquí no? -pregunta Adrianí.
– No lo sé. Lo que sí sé es que el sobrepeso que llevas ha podido costamos un ojo de la cara. Menos mal que ha intervenido Murat para arreglarlo.
– Todo se arregla cuando hay buena voluntad. -Ya me ha soltado uno de esos aforismos suyos que me sacan de quicio.
Mientras el avión despega, Adrianí se santigua y yo miro por la ventanilla. Constantinopla se extiende debajo de nosotros casi sin freno, el mar es su única contención. Intento identificar algún monumento, alguna zona que haya recorrido durante estos días, pero es inútil, todo se me antoja muy parecido. El avión toma altura y mi mente va alejándose poco a poco de la ciudad, mientras pienso que dentro de una hora y diez minutos abrazaremos a Katerina y a Fanis. Me acomodo en el asiento, me relajo y cierro los ojos.
¿Y María? ¿Seguirá aún viva?