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Capítulo 2

El que soltó aquel inimitable «los pecados de los padres los pagarán los hijos» seguro que no tuvo descendencia. Porque miro a mi alrededor y no veo a un solo padre que maltrate a su hijo. La mayoría los viste con lo más chic del mercado; hasta aquellos que no disfrutan de los ingresos necesarios encuentran una imitación convincente para no causar problemas psicológicos a sus vástagos; además, les procuran clases de inglés, de francés, de alemán y de recuperación de todo, y cuando por fin aprueban los exámenes de ingreso en la universidad les compran un coche, porque, si no, «el niño tiene que tomar dos autobuses para llegar a la facultad». Y aunque consideremos que todo esto son errores educativos, y, por lo tanto, «pecados», desde luego, los padres de la actualidad no atormentan a sus hijos.

Digo todo esto porque puedo afirmar con orgullo que yo no he cometido esos pecados. Katerina fue a clases de recuperación el tiempo necesario, ni un minuto más. Su inglés fue por mucho tiempo un inglés de bachillerato y ni siquiera ahora dispone de otro medio de transporte que no sea el autobús.

Pero ¿qué ocurre cuando las decisiones de los hijos atormentan a los padres? Nada dice al respecto el desconocido crítico de los progenitores. Porque, aunque Katerina hiciera su doctorado sin pedirnos apenas nada y viviendo de manera espartana, sus decisiones caían sobre nuestras cabezas como rayos en cielo despejado. Nos quería, se preocupaba por nosotros, cuidaba de nosotros, pero ella fue siempre el centro de las decisiones, y nosotros, los destinatarios de sus peroratas. En segundo de bachillerato nos anunció que estudiaría Derecho. Cuando se licenció y yo empecé a preguntar a amigos y conocidos dónde encontrar un bufete de prestigio para que ella hiciera las prácticas, nos comunicó que quería doctorarse. Durante todos esos años, su propósito declarado era convertirse en juez, pero cuando terminó el doctorado nos hizo saber que pensaba quedarse junto a su profesor, para seguir una carrera académica. Al final, optó por entrar en la fiscalía. Sin embargo, mientras hacía sus prácticas en un conocido bufete de abogados, descubrió de pronto las virtudes de la abogacía y decidió campar por ese terreno.

Los que me conocen saben muy bien que mi gran sueño era ser el padre orgulloso de una fiscal. Puede que mi deseo fuera una obsesión paterna. Pero, aunque alguien calificara mi obsesión de «pecado», a Katerina jamás se la impuse. Muy al contrario, cuando nos comunicó su decisión final pensé que quizás una carrera de letrada fuera más realista que las tareas enmohecidas de los juzgados, y que mi sueño de verla condenar a criminales detenidos por mí resultaba más bien imposible, porque yo no pertenezco al cuerpo de delitos fiscales y ella se pasaría media vida procesando cheques sin fondo y tarjetas de crédito impagadas.

A mi actitud de no imponer nada contribuyó sustancialmente la alegría de Adrianí cuando supo que su hija había optado definitivamente por la abogacía. Como esposa de un policía, laboralmente hablando, no le hace ninguna gracia el paquete «Ministerio del Interior-Ministerio de Justicia». En su opinión, ya que Katerina decidió estudiar Derecho y, en consecuencia, pasar su vida laboral entre ladrones, estafadores y criminales, era mejor estar del lado de los delincuentes que del Estado, porque resulta mucho más lucrativo liberar a criminales que detenerlos, cosa que todavía no me cabe en la cabeza.

Todos esos cambios, variaciones, marchas atrás y alteraciones tuvieron un final feliz cuando Katerina nos anunció que Fanis y ella habían decidido casarse. Adrianí saltaba de alegría.

– ¡Por fin, hija mía! Me has quitado un peso de encima. ¡Una pareja tan bien avenida sin pasar por la iglesia!

– Por la iglesia es un decir -replicó Katerina riendo.

– ¿Cómo que «un decir»? -se extrañó Adrianí-. Las bodas se hacen con cura y padrinos.

– En nuestro caso, será con unos testigos. Nos casaremos por lo civil.

El jarro de agua fría dejó helada a Adrianí, que tardó unos cinco minutos en recuperar su temperatura normal. Empezó entonces a enumerarle a Katerina los inconvenientes del matrimonio civil, que eran de naturaleza material, emocional y familiar. Arrancó con los argumentos materiales.

– Poca gente va a las bodas civiles, recibiréis muchos menos regalos. ¿Cómo vais a montar vuestra casa sin regalos?

– Da igual, porque seguiremos viviendo en el apartamento de Fanis. Yo todavía estoy haciendo las prácticas y tenemos que pasar con un solo sueldo. No podemos cambiar de casa. Si no cabemos ni nosotros, ¿dónde vamos a meter los regalos?

A continuación, Adrianí esgrimió el argumento de que las bodas celebradas en la iglesia acababan menos en divorcio.

– ¿Cómo se casa la mayoría de la gente, por la Iglesia o por lo civil? -preguntó Katerina.

– Por la Iglesia, naturalmente.

– Entonces, la mayoría de los divorcios son de gente casada por la Iglesia.

Adrianí, viendo que tampoco este argumento tenía éxito, pasó a lo sentimental. Preguntó a Katerina si se le había ocurrido que privaría a su padre y a su madre de la alegría de verla como una novia.

– También en el ayuntamiento seré una novia. Sea por lo civil, sea por la Iglesia, una novia es una novia.

– ¿Una novia que no viste de blanco? -se escandalizó Adrianí, incrédula.

– ¡Mamá, eso es precisamente lo que no soporto!

– ¿Qué es lo que no soportas? ¡Explícamelo de una vez para que lo entienda!

– ¡El vestido de novia, el velo, el ramo, las peladillas! Sí, iremos al ayuntamiento para oficializar nuestra relación, ¡pero sin la hipocresía de los vestidos y las peladillas, que se supone que inauguran nuestra vida en común cuando ya llevamos dos años viviendo juntos!

– ¿Olvidas que tu padre es policía? ¿Cómo les explicará a sus compañeros que su hija prefiere el matrimonio civil al eclesiástico? Me parece que no piensas en absoluto en tu padre, Katerina.

Mi hija hizo lo que hace siempre que Adrianí esgrime mi profesión como último argumento. Se volvió y me lo preguntó a la cara:

– ¿Eso te supone un problema, papá?

Entonces sentí por primera vez el gran anhelo de conducirla hasta el altar. Tal vez Katerina tuviera razón. Quizás esta tradición haya quedado deslucida con el paso de los años; es de esa época en que las muchachas se quedaban en casa con sus madres hasta que el padre las entregaba a su futuro esposo y nuevo señor. Puede que haya asistido a tantas bodas donde alguno de mis compañeros entregaba a su hija, generalmente a un colega más joven, que daba por sentado que en mi caso sucedería lo mismo. Sea como sea, sentí que se me caía el alma a los pies, porque vi que, después de despedirme del sueño de ver a mi hija convertida en fiscal, ahora tenía que despedirme de ese otro sueño. Fue una de las raras ocasiones en que la ira se apoderó de mí.

– Dime una cosa, Katerina: ¿cuántas veces has venido a mi despacho?

Ella me miró sorprendida.

– Yo qué sé. Muchas.

– ¿Y nunca te has fijado en lo que cuelga de la pared detrás de mi escritorio?

– Un crucifijo.

– ¿Cuántas veces has entrado en una sala de tribunal?

– Vale, ya lo he pillado. También allí hay una cruz.

– Y aunque Jesucristo cuelgue a diario por encima de la cabeza de tu padre, y aunque tú, en tu profesión, te lo encuentres cada día delante, ¿sigues insistiendo en que te casarás por lo civil y no por la Iglesia?

Por lo general, cuando pide mi opinión está segura de antemano de que le daré la razón o de que contestaré con evasivas que enfurecerán a Adrianí, no a ella. En esta ocasión, mi respuesta la había confundido y parecía buscar una salida.

– Papá, entiendo tu problema, pero podemos arreglarlo -dijo al final.

– ¿Cómo? ¿Se te ocurre alguna solución?

– Podemos decir que la boda tendrá lugar en Estambul, que nosotros deseábamos casarnos allí. Tus compañeros sabrán apreciarlo.

No sé qué me entristeció más. Si su opinión despectiva de mis colegas, como si fueran todos como Despotópulos y deliraran con reconquistar la ciudad, o su empecinamiento y falta de flexibilidad. Lo segundo resultaba mucho más preocupante, por motivos no sólo profesionales, sino también personales. En lo profesional, Katerina había decidido ser abogada, y la rigidez de principios y posiciones éticas supone para los abogados el camino sin retorno que conduce al fracaso. La inflexibilidad es buena para los fiscales, pero, por desgracia, Katerina había renunciado a la única profesión que comulgaba con su naturaleza. En todos los años que llevo trabajando en la policía, he conocido a abogados engreídos, descarados, chanchulleros y lameculos, pero nunca, ni por casualidad, he conocido a un abogado inflexible.

La otra cosa que me atormentaba era la sospecha de que hubiera heredado la inflexibilidad de mí. Durante toda mi vida profesional he hecho lo que me ha dado la gana, directa o indirectamente, sin preocuparme por mi seguridad física. Eso lo he pagado muy caro, y aún más caro lo habría pagado si no hubiera tenido encima de mi cabeza a Guikas, que en parte me ha protegido, y no por tenerme especial simpatía, sino porque yo le saco las castañas del fuego y me necesita.

Ahora que descubría esa misma rigidez en mi hija, recordaba lo que yo había tenido que soportar y me entraba la fiebre cuartana -como decía mi madre, que en paz descanse-, acompañada de un hondo sentimiento de culpa, porque era evidente que Katerina había heredado su defecto de mí.

– ¿Y qué opinan los padres de Fanis de todo esto? -quiso saber Adrianí.

Katerina se encogió de hombros.

– No lo sé. Yo me he encargado de hablar con vosotros, y Fanis, con los suyos. Aunque ellos no tienen este problema. Nos casemos donde nos casemos, Fanis llevará el mismo traje.

Por desgracia, a su falta de flexibilidad se añadía la estimación equivocada de las cosas. Porque los padres de Fanis montaron en cólera cuando supieron que la boda no se celebraría por la Iglesia y, como era natural, culparon a Katerina. No sé si Fanis les dijo que así lo deseaba ella, pero, aunque no se lo dijera, Pródromos y Sebastí consideraron que Katerina tenía la obligación de insistir en que se casaran por la Iglesia, ya que era ella quien iba a vestirse de novia.

De modo que la boda en el ayuntamiento se convirtió en un velatorio. Nosotros, negros por la tristeza y la amargura, los padres de Fanis, todo el día de morros, y Katerina, sin haber comprendido todavía los efectos que habían causado su empecinamiento y muy confusa. Al final de la ceremonia, Pródromos y Sebastí rozaron la mejilla de Katerina lo imprescindible para dar la impresión de que la besaban. La misma frialdad mostraron hacia nosotros. A duras penas pronunciaron un «que nuestros hijos sean muy felices», como si se les hubiera escapado a su pesar. Obviamente, nos consideraban responsables de no haber enseñado a nuestra hija a respetar determinados valores y tradiciones. Hasta parecían extrañarse de que yo, un policía, hubiera inculcado a mi hija unos principios tan relajados y poco respetuosos con la tradición. Katerina se había convertido en la oveja negra, y nosotros, en los pastores malos.

A mí todo eso me resbalaba, y me importaba un pito el mal humor de mis consuegros, pero a Adrianí le dolió. Como si no tuviera bastante con el matrimonio por lo civil, la ofensa de los consuegros la hundió en la miseria. Dejó de comer, dejó de hablar, dejó de llamar a Katerina por teléfono y, cuando nos llamaba ella, no quería ponerse. Después de la boda cayó en luto riguroso.

Entonces recordé lo que me dijo Katerina acerca de Estambul. La boda no se celebraría allí, pero nosotros podíamos hacer un viajecito y, de este modo, alejarnos de la crisis. Cuando se lo propuse a Adrianí, temí que se cerrara en banda y me dijera que no, pero ella me miró y susurró incrédula:

– ¿Crees que nos sentará bien?

Fue muy fácil convencerla de que sí. Sólo se opuso a mi ocurrencia de hacer el viaje por carretera con el Mirafiori.

– Entonces prefiero quedarme aquí -declaró categóricamente-. Ya tengo suficiente con haberme quedado tirada con la boda de mi hija. No soportaría quedarme tirada con tu trasto.

Así que acabamos en un autocar admirando las bellezas de esta ciudad. El primer día visitamos la iglesia de San Salvador; el segundo, la Mezquita Azul y el acueducto bizantino; ayer, la sede ecuménica del Patriarcado y la iglesia de la Virgen de Blaquerna; y, hoy, Santa Sofía.

Ahora, mientras recuerdo todo aquello, regresamos de Santa Sofía. Miro por la ventanilla mientras escucho a nuestra guía, que dice que en estos momentos atravesamos el puente de Atatürk, el segundo que comunica a la ciudad por encima del Cuerno de Oro. El primer puente, y también el más antiguo, es el del barrio de Gálata.

Adrianí va sentada en el asiento de atrás, junto a la señora Murátoglu, que es el miembro más simpático del grupo. Nació aquí, pero su familia abandonó la ciudad inmediatamente después de los sucesos de septiembre [5] y desde entonces vive en Atenas. Cada dos años, no obstante, se apunta a un viaje turístico y regresa para «venerar la tierra patria». «Algunos van en peregrinación a Jerusalén, otros a La Meca, y yo vengo aquí», explica riéndose.

A Adrianí le cae muy bien y siempre busca su compañía, porque «la señora Murátoglu tiene nivel: se nota en su forma de vestir, en sus modales, en todo», dice. Desde que llegamos aquí, el humor de Adrianí es cambiante, aunque logra distraerse, sobre todo cuando visitamos los monumentos y se deja llevar por el ambiente. Pero en cuanto volvemos a encontrarnos a solas en la habitación del hotel, vuelve a deprimirse. Al mismo tiempo, la embarga el temor de contagiarme su melancolía y, para entretenerse y olvidar, me propone que salgamos a la calle.

El autocar ha cruzado ya el puente y enfila una calle empinada, flanqueada a la izquierda por unos astilleros. Contemplo desde lo alto el Cuerno de Oro, y las gasolineras, las barcazas y los miles de coches que recorren el paseo marítimo, por donde ayer fuimos a la sede del Patriarcado.

– Aquel paseo marítimo no existía en los viejos tiempos -le dice la señora Murátoglu a Adrianí-. Para ir al Patriarcado o a Balatás, tenías que subir a unos barquitos lentísimos que hacían escala en todos los embarcaderos. Los barquitos parecían de juguete y el trayecto resultaba divertido. Además, en aquella época la gente no tenía las prisas que tenemos hoy.

Miro las mezquitas de la otra orilla, que parecen alineadas y equidistantes, hasta que desaparecen de mi vista cuando llegamos a un bulevar ancho, impersonal y sin ningún interés, donde viejas casas de dos plantas coexisten con modernas construcciones baratas que albergan tiendas variopintas y dispuestas sin orden alguno: una tienda de ultramarinos, un comercio de recambios de coches; al lado, una tienda de alfombras y jarapas; más allá, otra de ropa interior y, aquí y allá, en medio de todo eso, unos bares que venden refrescos, tostadas y zumos de fruta.

– Estamos en el bulevar de Tarlábasi, que era uno de los barrios más abigarrados de la ciudad -nos informa la guía-. Aquí vivían griegos, turcos, armenios y algunos judíos.

– ¿Es aquí donde se encuentra Beyoglu? -pregunta el estratega jubilado.

– Beyoglu es el nombre turco, mi general -explica la señora Murátoglu-. Los griegos siempre lo llamamos Pera. La Grande Rue d'Opéra, así lo llamaban no sólo los griegos, sino también los franceses. Recuérdelo porque, cuando haya reconquistado Constantinopla, tendrá que restablecer los viejos nombres y no los sabrá.

Se produce un silencio y nadie tiene nada que añadir. Miro por el espejo retrovisor a la guía turística, que es de Estambul. Ha bajado el micro, contempla la calle y sonríe.

El autocar desemboca en la plaza Taksim y enfila la calle donde se encuentra nuestro hotel.


  1. <a l:href="#_ftnref5">[5]</a> El 6 de septiembre de 1955 se produjeron episodios violentos contra la población griega de Estambul: casas, comercios, iglesias y colegios griegos fueron incendiados como respuesta a un atentado contra Kemal Atatürk, supuestamente cometido por griegos. Los sucesos de septiembre señalaron el inicio de un éxodo masivo de los griegos. (N. de la T.)