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La señora Murátoglu nos ha traído a un restaurante que se llama Imbros y cuyo propietario, como no podía ser de otro modo, es natural de esa isla. Nos sentamos al aire libre, en una calle larga que parece muy estrecha, porque en el centro se juntan las mesas de los restaurantes y los bares de ambos lados. Para llegar aquí hemos recorrido una calle atestada de puestos donde fríen mejillones, luego hemos seguido recto por otra calle también atestada de establecimientos de mejillones, aunque esta vez rellenos, y un poco más abajo empezaron a acariciar nuestro olfato olores a especias, a embutidos, a albóndigas picantes y mújoles, que colgaban en las tiendas de alimentos como cuelgan las uvas de la parra. No sé qué recordaré más cuando volvamos a Atenas: Santa Sofía, el Bósforo o los olores de Estambul.
– Pero, bueno, ¿es que los turcos no se hartan nunca de comer? -pregunta Adrianí a la señora Murátoglu, sorprendida.
– No lo crea. No comen mucho. Nosotros, los griegos, comemos el doble -suena a nuestras espaldas la voz del restaurador imbrio, a quien la señora Murátoglu nos presentó como Sotiris.
– Pero ¿qué me está diciendo? -protesta Adrianí-. Vayas donde vayas, la mitad de los establecimientos son restaurantes.
– Los turcos no son esclavos de la comida, son esclavos de los sabores, madam -la instruye el imbrio-. A los turcos les gusta rodearse de una decena de platos, para pasar horas enteras picando. Yo, la verdad, prefiero a los griegos.
– ¿Por qué? -quiero saber.
– Porque son insaciables y, por lo tanto, más fáciles de satisfacer. Les echas una zapatilla asada sobre la mesa, quizás una musaka, y en menos de una hora han terminado y te dejan en paz. Con los turcos pasas horas yendo y viniendo con los platos y las bandejas.
Dicho esto, se acerca a la mesa de al lado para saludar a un tipo que ronda los sesenta y cinco y está cenando solo. Se ve que se conocen, porque el imbrio se sienta frente a él y empiezan a charlar.
La señora Murátoglu menea la cabeza mientras observa al dueño del restaurante.
– Si supiera cuántos restaurantes griegos había en Pera, comisario… -se dirige a mí-. Y no sólo en Pera, sino también en las islas, en el barrio de Arnavutkóy, en Zerapiá. Ahora sólo queda el de Sotiris, otro establecimiento en Zerapiá y un tercero en la isla de Prínkipos.
– ¿Por qué? ¿Los dueños los vendieron? -pregunta Adrianí.
– Algunos vendieron, otros murieron y sus hijos no quisieron seguir, prefirieron irse a Grecia…
Para mi gran alivio, la señora Murátoglu sigue charlando con Adrianí, quien, como fiel súbdita de la televisión, adora las historias, especialmente las más tristes. Yo, por el contrario, detesto visceralmente las glorias pasadas que se cuentan con dolor. Recorro con la mirada las mesas alineadas a lo largo de la calle. Están todas llenas, los comensales beben y conversan, aunque produciendo la mitad del ruido que en cualquier taberna ateniense, donde generalmente no te enteras de lo que dice tu acompañante.
Aquí todos conversan en tono moderado; tanto es así que, cuando suena mi móvil, lo oigo. Lo saco del bolsillo y, por enésima vez, compruebo que me he equivocado, no es el mío, cosa que me ocurre sin falta un par de veces al día. Tengo la impresión de que suena y lo saco del bolsillo, sólo para descubrir que me equivocaba. Soy consciente de que vivo con la esperanza de recibir una llamada de Katerina, pero cada vez me quedo frustrado. Desde que llegamos aquí, no ha habido ningún contacto; ni nosotros la llamamos, ni ella nos llama a nosotros. La última vez que hablamos fue cuando le comunicamos que veníamos aquí de viaje, la víspera misma de nuestra partida. La idea de decírselo en el último momento fue de Adrianí, que cuando enfila el camino de la amargura, no lo abandona ni aunque el agua le llegue al cuello. Quería que Katerina se diera cuenta de que nos marchábamos para olvidar. Ella captó el mensaje, incluso nos deseó buen viaje, pero no se ofreció a acompañarnos al aeropuerto.
Aquella despedida envolvió nuestra relación con nuevas capas de aire frío, y a mí, con la ansiedad de no saber qué ocurriría al día siguiente, de ahí que el móvil suene en mi imaginación a cada momento. Adrianí se ha fijado en mi nueva relación con el móvil, y la observa con atención, pero no hace ningún comentario.
Aparto la mirada para evitar la suya y veo que el sesentón se ha levantado y se está acercando a nuestra mesa. Se detiene junto a la señora Murátoglu y se nos queda mirando mientras nosotros esperamos que se presente. Sin embargo, no lo hace, y pasa directamente a las preguntas:
– Perdonen, ¿son ustedes de Grecia?
Es la manera más fácil de entablar conversación, preguntándote lo obvio. Parece que a la señora Murátoglu se le ocurre lo mismo, porque responde en tono ligeramente irónico:
– Sí, señor. ¿Y usted?
El hombre pasa por alto la pregunta de la señora Murátoglu y prosigue amablemente con las suyas.
– Lamento interrumpirles la cena, pero ¿podrían decirme si han venido en avión o en autocar?
– En avión desde Atenas -le ilumina la señora Stefanaku.
– ¿Y dónde se alojan, si me permiten la pregunta?
– En el hotel Eresin, en Taksim -remata la señora Murátoglu el informe.
– De modo que no ha podido venir con ustedes ni haberse alojado en un hotel… -masculla el sesentón, más para sí mismo que para nosotros.
– Perdón, pero ¿por qué quiere saberlo? -intervengo en un tono algo abrupto, ya que, como madero, estoy acostumbrado a hacer preguntas, no a contestarlas. Por si acaso, le informo de que soy policía.
– Quería saber si ha viajado con ustedes una anciana dama, pero es imposible que ella haya venido en avión desde Atenas.
Seguramente viajó en autocar desde Tesalónica. -Acto seguido, añade un «muchas gracias y perdonen la interrupción» y vuelve a su mesa.
Nos miramos y tratamos de recordar, sobre todo por deferencia hacia ese hombre, pues estamos seguros de que en el grupo no hay ninguna anciana. La señora Murátoglu se vuelve hacia su mesa y le responde:
– No, no recuerdo a ninguna viajera con esa descripción. Mi edad, desde luego, concuerda, pero lo de dama… -añade en broma.
Cuando volvemos a salir a «Pera», como dice la señora Murátoglu, sin usar la palabra «calle», es casi medianoche, pero el tráfico sigue igual que cuando bajamos, a las ocho de la tarde. La muchedumbre todavía entra y sale de las tiendas, que siguen abiertas, como también las librerías, las tiendas de discos y de ropa.
– Pero ¡qué mar de gente hay aquí! -exclama Adrianí y añade una de las frases que forman parte de su repertorio habitual-: ¡La marcha de los diez mil! [6]
Esa marea de gente que inunda la calle principal de Pera a las doce y cinco de la noche no la encuentras ni en las calles más céntricas de Atenas, como la avenida Panepistimíu o la plaza de Omonia, en hora punta. El gentío cubre todo lo ancho de la calle peatonal y reduce la visibilidad a las espaldas de los que van justo delante. Al menos diez personas por segundo desembocan a la vía peatonal desde las calles adyacentes, tantas que no caben en las cafeterías ni en los bares.
– ¿Siempre ha sido así? -pregunta Adrianí a la señora Murátoglu.
Ella sonríe.
– Cuando nosotros nos marchamos, la ciudad sólo tenía un millón de habitantes, señora Jaritu. Ahora oficialmente tiene catorce, extraoficialmente dieciséis y, sottovoce, diecisiete. Pero es aquí donde siempre ha latido el corazón de la ciudad. Tanto entonces como ahora.
– ¿Ustedes venían a menudo? -inquiere Adrianí.
– Nosotros vivíamos en Ferikioy, al otro lado de Taksim, cerca de Tatavla. Aunque siempre veníamos a comprar a Pera. -Echa una ojeada a su alrededor y añade con cierta amargura-: Ahora ha venido a menos, porque cada barrio tiene su propia zona comercial. Igual que en Atenas.
Uno de cada dos establecimientos, a derecha e izquierda, es de comida. No es que en Grecia sea distinto, pero aquí no se trata de puestos de suvlakis y comida rápida. Todos son restaurantes de autoservicio, con los platos expuestos en mostradores y, detrás, hombres con delantales de un blanco resplandeciente y gorros de cocinero.
Veo que Adrianí se acerca al mostrador de uno de esos establecimientos. En un primer momento se me ocurre que quiere entrar para rematar su cena, ya que perdió el poco apetito que tenía cuando me vio sacar el móvil, pero se queda de pie delante del escaparate, inspeccionando las comidas. Observa las bandejas de guisos, la variedad de albóndigas, los arroces y las carnes, mira los kebab, cerca de la pared, y es incapaz de apartar la vista.
– ¿Le gusta cocinar, señora Jaritu? -pregunta la señora Murátoglu.
– ¿Cómo lo sabe?
– Por su forma de mirar. Con ojo de experta. -Hace una pequeña pausa y añade indecisa-: Y con un poco de envidia.
La señora Murátoglu lo ha dicho en tono muy amistoso y sin malicia, pero yo creo que Adrianí se cabreará y me dispongo a aplacarla, para que no se estropee la relación con la única persona con la que últimamente nos llevamos bien. Adrianí, sin embargo, me pilla por sorpresa y responde a la señora Murátoglu con una sonrisa:
– Todas las buenas cocineras tienen envidia, señora Murátoglu, y me gusta la riqueza de estos platos y que te entran por los ojos.
Seguimos remontando Pera en dirección a la plaza Taksim, y en repetidas ocasiones tenemos que abrirnos camino entre la muchedumbre.
– Sus colegas, señor comisario -susurra la señora Murátoglu señalándome una bocacalle a nuestra izquierda.
Veo que un pelotón de polis, provistos de cascos, escudos y porras, han cerrado la calle de lado a lado, listos para intervenir a la mínima provocación. Pienso en lo que nos dirían a nosotros, al ministro del Interior y al Gobierno entero, si cada noche apostáramos un pelotón antidisturbios en la calle Sandarosa o en Jarilau Trikupi. Nos llovería la gama completa de adjetivos, desde el cariñoso «pasma» hasta el despectivo «fascistas» y el grito de guerra «Estado policial».
– ¿Están aquí todas las noches o es que hoy ocurre algo especial? -pregunto a la señora Murátoglu.
– Yo no paso por aquí todas las noches, como usted bien sabe. Pero los he visto siempre que he pasado.
En la plaza Taksim, el gentío se dispersa gracias a su extensión, exactamente como ocurre en la plaza de Sintagma. Cruzamos la plaza y torcemos a la izquierda para ir al hotel Eresin, donde nos alojamos.
La prioridad de acceso al cuarto de baño fue establecida entre Adrianí y yo ya en el primer mes de nuestro matrimonio. Primero voy yo, que soy más rápido, y luego Adrianí, que de este modo dispone de tiempo ilimitado. Hasta tal punto estamos sintonizados que muchas veces sabe en qué momento voy a salir y me espera de pie delante de la puerta.
Esta noche hace lo mismo, pero, antes de entrar, se detiene en el umbral y me mira.
– Sigues comiéndote el coco con nuestra hija, ¿no? -dice.
– ¿Por qué lo preguntas? ¿Acaso a ti no te pasa lo mismo?
Parece pensárselo y no contesta enseguida.
– A mí lo que me reconcome es su terquedad -dice al final.
– ¿Qué terquedad?
– Vamos, no te hagas el tonto. Su terquedad en amargarnos a todos, a nosotros, a Fanis y a los consuegros, sólo para salirse con la suya. Y de acuerdo, aceptemos que a mí no me tiene consideración. Aceptemos que tampoco pensó en ti, a quien se supone que adora, y que ahora sigue sin llamar por teléfono porque es terca como una muía. Pero te diré una cosa. Si tan terca es que no la aguantan ni sus padres, ¿cómo va a soportarla Fanis? No te extrañes si dentro de tres años se divorcian. Y reza para que no hayan tenido un niño entretanto, porque ahora está de moda: primero tienen un niño, luego se divorcian y luego endilgan el pequeño a la abuela para que lo críe.
– No llames al mal tiempo -grito, casi enfadado-. ¡Acaba de casarse!
– Esa manera de casarse no cuenta, aunque, por desgracia, también requiere un divorcio. -Cuando Adrianí está enfadada de veras, te deja sin palabras cada vez que te atreves a abrir la boca.
– También nosotros podríamos llamarla por teléfono y poner fin a este voto de silencio.
– ¿Cómo quieres que hable con ella cuando hasta me da vergüenza hablar con los consuegros, que con razón la tratan como la tratan?
– Podría hablar yo con ella. -Me arrepiento enseguida de lo que he dicho, porque sé el chaparrón que se me viene encima, y no me equivoco.
– Claro, ¡tu hijita y tú! -grita Adrianí fuera de sí-. Siempre estáis conchabados, yo siempre quedo fuera. Y cada vez que me he atrevido a presionarla, para enseñarle un par de cosas útiles, tú has salido en su defensa. Primero en el colegio, luego en la universidad, después durante el doctorado. Si me hubieras dejado enseñarle lo que toda mujer debe saber, sea ama de casa, abogada o ministra, no habríamos llegado a este punto. Porque ahora la que lo paga, y sin tener ninguna culpa, soy yo. Tú te lo has buscado.
Nos hemos dejado llevar y gritamos como si estuviéramos en casa, hasta que alguien empieza a dar golpes en la pared para que nos callemos. Lo hacemos a la vez y nos miramos aterrorizados. Adrianí se mete presurosa en el baño, como si quisiera esconderse de unas invisibles miradas despectivas. Yo me meto en la cama, me vuelvo de costado y fijo la mirada en la ventana que tengo delante. Es la postura que presagia otra noche de vigilia.
<a l:href="#_ftnref6">[6]</a> Se refiere a la obra de Jenofonte La Andbasis o La marcha de los diez mil, que narra la expedición militar de Ciro el Joven contra su hermano y el retorno a la patria de los mercenarios griegos que lucharon a su servicio. (N. de la T.)