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9. El Castillo De Los Horrores

Según los cálculos de Bond, debían llevar aproximadamente tres horas en la carretera. Hacia la mitad del camino, perdió el sentido de la dirección, aunque su instinto le decía que estaban dando incesantes vueltas por el mismo sitio. Con la cabeza metida en el oscuro y sofocante saco y el cuerpo incómodamente encogido en el suelo del vehículo, Bond trató de establecer adónde se dirigían exactamente. Cuando se dio por vencido, empezó a examinar las distintas teorías que se le habían ocurrido en la ambulancia.

Estaba seguro de que Smolin cumpliría su amenaza de sacarles una exhaustiva información sobre Pastel de Crema. La reputación de aquel hombre bastaba para convencerle de que así sería. En caso de que fueran ciertos los datos que Norman Murray le había facilitado, cabía la posibilidad de que Smolin no las tuviera todas consigo. Si la arrogancia de que había hecho gala al principio hubiera sufrido algún menoscabo, tal vez actuara de forma absurda, lo cual constituiría una ventaja para Bond. Este sabía que, a partir de aquel momento, el sesgo que tomaran los acontecimientos dependería en parte de él.

Se detuvieron una vez. Sin descender del vehículo, Smolin le dijo a Bond:

– Parece que su amiga se ha despertado y van a sacarla a dar un paseito. Está perfectamente bien, pero todavía un poco aturdida.

Bond se movió, tratando de cambiar de posición, pero el tacón de Smolin se hundió en uno de sus hombros, casi obligándole a lanzar un grito de dolor. Comprendió que el interrogatorio no se llevaría a cabo según métodos sofisticados, sino en una atmósfera de brutalidad.

Al final, pareció que abandonaban la carretera y subían por un camino más escarpado. Debían de circular a unos cincuenta kilómetros por hora y los baches eran constantes. Llegaron a un tramo liso, se desviaron ligeramente y se detuvieron. Bond oyó que se apagaban los motores y se abrían las portezuelas. Sintió el aire fresco en su cuerpo. Smolin se apartó y unas manos le quitaron el saco y le soltaron las esposas a Bond.

– Ya puede salir del automóvil, míster Bond.

Este parpadeó para que sus ojos se acostumbraran a la luz, mientras se frotaba los entumecidos brazos. Luego se incorporó rígidamente y descendió del vehículo. Parecía que las piernas no fueran suyas, y le dolían tanto los brazos y la espalda que apenas podía moverse. Tuvo que apoyarse en el automóvil para no perder el equilibrio.

Pasaron varios minutos antes de que pudiera sostenerse debidamente en pie. Aprovechó el tiempo para echar un vistazo a su alrededor. Se encontraban en una calzada circular frente a un sólido edificio gris con almenas y una torre cuadrada en cada extremo. La puerta principal era de roble macizo y cerraba un arco normando, al igual que las ventanas. Era, pensó Bond, un típico castillo neogótico de principios de la era victoriana. Disponía, además, de varios refinamientos propios del siglo veinte, tales como numerosas antenas en lo alto de una torre y una enorme antena parabólica en la otra. El edificio se levantaba en medio de una vasta extensión de césped de, por lo menos, cinco kilómetros de anchura. No había ni rastro de árboles o arbustos.

– Bienvenido.

Smolin estaba tranquilo y parecía de muy buen humor. En aquel instante, Bond vio que Heather era ayudada a descender del Mercedes aparcado frente a ellos y oyó los ladridos de unos perros al otro lado de la puerta, mezclados con el rumor de unos pestillos que alguien estaba descorriendo. Segundos más tarde, se abrió la puerta y tres pastores alemanes corrieron hacia la calzada de grava.

– Aquí, Wotan, Siegi, Fafie. ¡Aquí! -gritó Smolin.

Los enormes perros de sedoso pelaje corrieron brincando hacia Smolin con visible placer. Después, al percibir la presencia de Bond, uno de ellos le mostró los dientes y empezó a rugir.

– ¡Ya basta, Fafie, ya basta! ¡Quieto! ¡Vigila! -dijo Smolin en alemán. Luego, dirigiéndose a Bond, añadió-: Yo que usted no haría ningún movimiento brusco. Fafie puede ser especialmente peligroso cuando le digo que vigile a alguien. Estos animales están muy adiestrados y tienen un instinto asesino tremendo. Por consiguiente, ándese con cuidado -dejó de acariciar a los otros dos perros y, señalándoles a Bond, les dijo-: Siegi, Wotan. ¡Vigilad! Sí, a él. ¡Vigilad!

Dos hombres acababan de salir del castillo en compañía de una muchacha rubia vestida con una ajustada blusa de seda de color rosa subido y una falda plisada que revoloteó alrededor de sus piernas cuando echó a correr en dirección a Heather, llamándola en alemán, con los ojos brillantes de emoción y una sonrisa de felicidad reflejada en el rostro. Se movía con gracia inocente como si ignorara las bellas proporciones de su cuerpo. Bond se quedó de una pieza al oír sus palabras.

– Heather… Irma… Tú también estas a salvo. Pensé que nos iban a dejar abandonadas. Pero no ha sido así -añadió, abrazando a su amiga.

– Me temo que se trata de un pequeño engaño -dijo Smolin, mirando a Bond mientras Heather exclamaba:

– ¡Ebbie! Pero, ¿qué…?

– ¡Adentro! -gritó Smolin, cortando las conversaciones que acababan de iniciarse entre sus hombres y las desconcertadas muchachas-. ¡Todo el mundo dentro ahora mismo!

Todos se encaminaron hacia la puerta, rodeados por los perros que parecían vigilar especialmente a Bond y a las chicas, mientras les dirigían hacia un amplio vestíbulo embaldosado con una ancha escalinata y una galería de madera de pino que discurría por tres de sus lados.

Heather parecía tranquila; todavía se hallaba bajo los efectos del sedante, pensó Bond. En cambio, Ebbie temblaba visiblemente. Sus claros ojos azules miraron horrorizados a Bond. Poco a poco, le reconoció y recordó aquella noche, hacia cinco años, en que Bond y los hombres de la Flotilla Especial de Lanchas la recogieron junto con Heather en la costa alemana.

– ¿Es él? -preguntó Ebbie, mirando a Heather mientras apuntaba acusadoramente a Bond con una mano.

Heather sacudió la cabeza y le dijo algo en voz baja, mirando primero a Smolin y después a Bond, el cual estaba estudiando en aquel momento todos los detalles del vestíbulo: el terciopelo azul oscuro de las cortinas, las tres puertas y el pasadizo que conducía a otras zonas del castillo y los grandes retratos del siglo dieciocho, que contrastaban fuertemente con el grupo allí reunido.

Smolin dio unas secas órdenes a los hombres que habían aparecido en compañía de Ebbie. Los cuatro de la ambulancia y los dos que habían conducido los vehículos se encontraban de pie junto a la puerta. Por su actitud y por los visibles bultos que se observaban bajo su ropa, se veía a las claras que iban armados; armados hasta los dientes, pensó Bond que, justo en aquel momento, vio asomar una pistola ametralladora por detrás de la espalda de uno de los conductores. Debía haber más… y, probablemente, otros hombres montando guardia alrededor de la extensión de césped. Hombres, armas y perros; cerrojos, barrotes y pestillos; y un largo recorrido por campo abierto en caso de que consiguieran llegar tan lejos.

– Irma, querida, ven aquí con Emilie, aunque me parece que ella ya conoce a míster Bond.

Éste se alegró de ver que Ebbie se había repuesto lo bastante como para simular una expresión de perplejidad.

– No creo que… -dijo Ebbie.

– Qué descuido -dijo Smolin en tono glacial-. Míster Bond, usted no conoce a Fräulein Nikolas… o Ebbie Heritage tal como ahora prefiere llamarse, ¿verdad?

– No, no tengo éste gusto -Bond se acercó a ella con una mano tendida y le dio un tranquilizador apretón-. Es un placer.

Esta última afirmación era completamente sincera, porque, ahora que tenía a Ebbie al lado, Bond experimentó un deseo que raras veces sentía la primera vez que veía a una mujer. A través de la expresión de su rostro, trató de darle a entender que todo iría bien, tarea harto difícil dado que los pastores alemanes no le perdían de vista y, aunque no se mostraban agresivos, le hacían sentir constantemente su presencia.

– Qué curioso -comentó Smolin-. Hubiera jurado que le había reconocido, Bond.

– Bueno, es que… -Ebbie hizo una pausa para recuperar el aplomo-. Me ha recordado a alguien a quien conocí. Sólo por un instante. Ahora veo que es inglés y no le conozco. Pero, de todos modos, también es un placer.

Buena chica, pensó Bond, mirando a Heather en un intento de tranquilizarla. Aunque sus ojos aún no lograban concentrarse en las cosas, Heather consiguió esbozar una confiada sonrisa. Por un momento, Bond hubiera podido jurar que la chica intentaba transmitirle un mensaje de significado más profundo. Era como si ya hubieran llegado a un mutuo entendimiento.

– Bueno, pues -dijo Smolin, acercándose-. Sugiero que nos sirvan una apetitosa comida. Se trabaja mejor con el estómago lleno, ¿no lo creen así?

– ¿A qué trabajo se refiere, coronel Smolin?

– Oh, por favor, llámeme Maxim.

– ¿Qué clase de trabajo? -repitió Bond.

– Tenemos muchas cosas de que hablar. Pero, primero, quiero mostrarle sus aposentos. Las habitaciones de los invitados son excelentes aquí en… -Smolin hizo una pausa, como si no quisiera revelar el nombre del lugar. Después añadió con una sonrisa-: Aquí, en el Schloss de Varvick. ¿Recuerda el Schloss de Varvick, James?

– Me suena -dijo Bond, asintiendo.

– De chico, lo habrá leído probablemente en Dornford Yates. No recuerdo en qué libro.

– ¿A falta de otro nombre mejor, Maxim?

– A falta de otro nombre mejor -repitió Smolin.

– O sea que ésta es su base en la República de Irlanda, ¿eh? El Schloss del GRU. ¿O tal vez sería más apropiado decir el Castillo de los Horrores?

Smolin soltó una sonora carcajada.

– Bueno, muy bueno. Pero, ¿dónde está nuestra ama de llaves? ¡Ingrid! ¡Ingrid! ¿Dónde se ha metido esta chica? Que alguien vaya por ella.

Uno de los hombres desapareció por una puerta de servicio y regresó al cabo de unos segundos acompañado de una mujer morena y de facciones angulosas.

Smolin le ordenó que mostrara las habitaciones a sus «invitados», añadiendo que miss Heritage ya estaba instalada.

– No estarán apretujados -dijo, poniendo los brazos en jarras y echando la cabeza hacia atrás-. Hay un salón común, pero cada cual dispone de su propio dormitorio.

Se acercaron dos hombres y Smolin le ordenó a Fafie que les siguiera. La esbelta figura de Ingrid empezó a subir por la escalinata como si caminara sobre un cojín de aire. Pese a lo cual, sus movimientos resultaban siniestros en lugar de graciosos.

– Aquí se está muy bien -dijo Ebbie-. Anoche me gustó mucho, pero después me pareció una especie de santuario.

Su inglés no era tan perfecto como el de Heather, pero su personalidad parecía más abierta, a primera vista por lo menos. Heather, en cambio, daba la impresión de haberse encerrado en el caparazón de sus largas piernas, su delgado cuerpo y la bella máscara de su rostro. Ebbie era muy agraciada, pero no parecía percatarse de su atractivo. Se mantenía erguida como para mejor exhibir la hermosura de su cuerpo.

El pequeño grupo, seguido por Fafie, subió a la galería, giró a la derecha y avanzó por un lustroso entarimado de madera de pino. Al final de un corto pasillo, había una sólida puerta, también de madera de pino, que se abría a un espacioso sajón decorado al estilo centroeuropeo con papel de terciopelo en las paredes, un mullido sofá, sillones a juego y sólidas mesas de roble adosadas a las paredes. Una mesa de juego con patas de bola y garra, una librería gótica que llegaba casi hasta el techo y en cuyos estantes sólo había revistas, y un pesado escritorio ocupaban el resto del espacio. En las paredes colgaban tres oscuros grabados alemanes con escenas de montaña y nubes que cubrían los valles. El suelo era de la misma lustrosa madera de pino y en él podían verse mullidas alfombras colocadas al azar alrededor de una alfombra central ovalada. Bond recelaba mucho de las alfombras. Le preocupaba asimismo que la estancia no tuviera ventanas. Había, aparte la de la entrada, tres puertas, una en cada pared, que debían ser las de los dormitorios.

– Yo tengo la habitación de allí -dijo Ebbie, dirigiéndose a la puerta situada justo enfrente de la de entrada-. Espero que a nadie le importe.

La chica miró directamente a Bond a los ojos y después bajó los párpados como haciendo un gesto de invitación. Mantenía una pierna adelantada, mostrando la curva de su muslo bajo la fina tela de la falda.

– A quien llega primero, se le sirve primero, solía decir mi vieja niñera -contestó Bond, asintiendo.

A continuación, volviéndose hacia Heather, Bond le dijo que eligiera. La muchacha se encogió de hombros y se encaminó hacia la puerta de la izquierda. La siniestra, pensó Bond, recordando la antigua tradición teatral del demonio que hace su entrada en el escenario por la izquierda: la siniestra, el lado de los malos presagios.

Acudió de nuevo a su mente todo el enredo de preguntas y teorías. ¿Qué papel jugaba en todo aquello Jungla Baisley? ¿Le habría «M» despistado deliberadamente? ¿Habría cometido Swift un descomunal error de juicio al decirle a Heather que activara a Smolin? ¿Cómo era posible que éste se hallara tan bien informado sobre sus movimientos, y por qué consideraba necesario distanciarse del incidente de Londres en el que Heather estuvo a punto de morir? ¿Y si la deliciosa Ebbie hubiera prestado a propósito su impermeable y su pañuelo a la camarera del castillo de Ashford?

Al entrar en su dormitorio, descubrió que el mobiliario era opresivo. Había una cama enorme con un cabezal de roble intrincadamente labrado, un armario muy grande y un anticuado lavamanos de mármol a modo de tocador. El cuarto de baño era moderno, con azulejos verde aguacate, un pequeño botiquín, una diminuta bañera y un bidé a juego apretujado entre la bañera y el excusado. Bond regresó al dormitorio y descubrió en la puerta a uno de los hombres de Smolin con su maleta de huida.

– Me temo que la cerradura está rota -dijo el hombre en inglés-. Herr coronel ordenó que se inspeccionara su contenido.

Que Herr coronel se vaya al infierno, pensó Bond mientras daba las gracias al hombre. No era probable que hubieran descubierto nada de interés. Le habían quitado la ASP y la varilla, pero le habían dejado el encendedor, la cartera y una pluma…, tres piezas fabricadas por la Rama Q con la bendición de Q'ute. Le pareció raro que Smolin no hubiera mandado cachearle para detectar la presencia de objetos secretos. Semejante descuido era impropio de su fama.

Cuando estaba a punto de abrir la maleta, oyó que las dos muchachas, conversaban en voz alta en el salón. Salió rápidamente y les hizo señas de que callaran, indicándoles el teléfono y la lámpara para recordarles que las habitaciones estarían provistas, casi con toda seguridad, de dispositivos de escucha.

Necesitaba encontrar algún medio de hablar con las chicas sin que le oyeran, para descubrir las tres preguntas clave que Heather tenía orden de hacerle a Smolin y averiguar más detalles sobre Swift. En otros tiempos, hubieran podido encerrarse en uno de los cuartos de baño, abrir los grifos y hablar. Pero aquel viejo truco ya no podía utilizarse porque los modernos sistemas de filtro eliminaban los sonidos extraños. Ni siquiera se podía hablar en susurros sobre el trasfondo de una radio a todo volumen.

Se acercó al escritorio y trató de abrir la tapa. No estaba cerrado y, en sus casilleros, había papel de escribir y sobres. Tomando unas hojas de papel, les indicó a las chicas por señas que se sentaran junto a una de las mesas laterales y siguieran hablando mientras él se acercaba a la puerta para echar un vistazo. Debían estar muy seguros de sí mismos porque la puerta no estaba cerrada con llave y no parecía que ningún guardián vigilara en el pasillo.

Bond regresó a la mesa, se sentó entre las dos chicas, se inclinó sobre el papel y sacó la pluma. Escribiendo rápidamente, hizo las preguntas en orden de importancia. Al ver que la conversación de las muchachas empezaba a languidecer, le preguntó a Ebbie cómo la habían contactado.

– Lo hicieron por teléfono. Después del asesinato de la chica.

Ebbie se acercó un poco más a él y le rozó un brazo con una mano. Bond empezó a escribir las preguntas, dos en cada hoja de papel y por partida doble, una para Ebbie y otra para Heather.

– ¿La telefonearon?

– Ja. Me dijeron que me fuera en cuanto la policía finalizara el interrogatorio. Tendría que dirigirme por carretera a Galway donde se pondrían en contacto conmigo en el Corrib Great Southern Hotel.

El hombro de Ebbie oprimió fuertemente su brazo, dejándole una agradable sensación de hormigueo.

Bond le pasó dos hojas de preguntas a Heather y otras dos a Ebbie, y les indicó por señas que escribieran las respuestas. Heather tenia una pluma, pero no así Ebbie a quien Bond tuvo que prestar la suya.

Entre tanto, seguía conversando como si las respuestas tuvieran una importancia vital para él.

– ¿Y dijeron que eran de Gran Bretaña?

Hubo una leve vacilación mientras Ebbie intentaba escribir.

– Sí -contestó al fin la muchacha-, dijeron que les enviaba la gente para la que antes solíamos trabajar.

Ebbie sonrió, dejando al descubierto la blancura de sus dientes y la rosada punta de su lengua.

– ¿Y no experimentó usted ningún recelo?

– Ninguno en absoluto. Parecían unos perfectos caballeros ingleses. Me prometieron una noche en un lugar seguro y me dijeron que, luego, vendría un avión y me llevaría a otro sitio.

Ebbie frunció el ceño y siguió escribiendo, sin apartar el hombro del brazo de Bond.

– ¿Le dijeron algo sobre Heather?

Tras una angustiosa pausa, la joven contestó:

– Me dijeron que estaba a salvo y que pronto vendría. Yo nunca…

Al volverse a mirar a Heather, Bond vio que estaba escribiendo sin ninguna dificultad.

– Tú estabas inconsciente en la ambulancia -le dijo, haciéndole un guiño para que no la sorprendiera su pregunta-. Smolin me habló de algo que se llamaba Pastel de Crema. ¿Qué sabes al respecto?

Heather le miró con asombro y sus labios estuvieron a punto de formar la palabra «pero»; por suerte, recordó a su auditorio y contestó que no pensaba hablar de ello. Todo el asunto había sido un despreciable enredo del que ni ella ni Ebbie eran responsables.

– Fue un error -repitió-. Un terrible error.

Bond se inclinó hacia adelante y empezó a leer las respuestas de las chicas, recorriendo rápidamente con los ojos la primera página y después la segunda. Mientras leía, volvió a experimentar el recelo que previamente había sentido. En aquel instante, se abrió inesperadamente la puerta y apareció Smolin, flanqueado por dos de sus hombres. Hubiera sido absurdo tratar de ocultar los papeles, pero, aun así, Bond los retiró de la mesa, y se levantó esperando desviar con ello la mirada de Smolin.

– Me deja usted de piedra, James -dijo Smolin, hablando en un pausado tono amenazador-. ¿Cree que sólo tenemos dispositivos de escucha en nuestra llamada suite de invitados? Tenemos son et lumiere, amigo mío…, sonido e imágenes -Smolin soltó una de sus habituales carcajadas-. No sabe usted la de veces que hemos metido a la gente en un compromiso en estas habitaciones. Ahora sea buen chico y déme estos papeles.

Uno de los hombres se adelantó hacia ellos, pero Heather le arrebató las hojas a Bond y corrió rápidamente a su dormitorio. El hombre trató de atajarla, pero falló y cayó contra la pared mientras ella cerraba la puerta y corría el pestillo.

Smolin y el otro hombre desenfundaron sus pistolas automáticas. Entre tanto, el que había caído ya estaba nuevamente en pie y aporreaba la puerta, gritándole a Heather en alemán que saliera. No se escuchaba el menor ruido. Al fin, Heather salió con la cabeza echada altivamente hacia atrás. A su espalda, el humo se escapaba en espiral de una papelera metálica.

– Han desaparecido -dijo como si tal cosa-, quemados. Y no es que te hubieran servido de mucho, Maxim.

Smolin dio un paso al frente y la abofeteó el rostro, primero con el dorso de la mano y después con la palma. Heather se tambaleó, pero recuperó rápidamente el equilibrio; tenía el rostro intensamente escarlata.

– Bueno, pues, ¡se acabó! -Smolin respiró hondo, apretando los dientes-. No esperaremos la comida. Creo que ha llegado el momento de hablar…, y vaya si hablaréis. Los tres.

Se dirigió hacia la puerta y solicitó a gritos la presencia de más hombres, los cuales subieron ruidosamente por la escalera, empuñando sus armas.

– Creo que usted será el primero, James -dijo Smolin, apuntándole con un dedo que parecía un puñal.

De nada hubiera servido luchar puesto que dos de los hombres le agarraron por los brazos y le empujaron hacia el pasillo; bajó con ellos la escalinata principal.

Ingrid contemplaba la escena como un fino insecto negro, rodeada por los rugientes perros. Los hombres empujaron a Bond hacia otra puerta, le obligaron a bajar otra escalera de madera de pino y le condujeron por un largo pasadizo hasta una estancia en la que sólo había una silla de metal, clavada en el suelo. Le hicieron sentar, le pusieron grilletes en las muñecas y los tobillos y le aherrojaron a los brazos y las patas de la silla Bond tenía dos hombres a su espalda; Smolin, mirándole con fría rabia, se encontraba situado directamente frente a él.

Bond se preparó para el dolor físico o, peor todavía, para lo que los soviéticos solían calificar de interrogatorio químico. Hizo todo lo que le habían enseñado, vació su mente, la llenó de estupideces y empujó la verdad hacia lo más hondo de su subconsciente. Cuando ésta surgió, su terror no tuvo límites. Smolin, el principal objetivo de Pastel de Crema, habló muy despacio.

– James -empezó a decir-, cuando «M» le invitó a almorzar y después le llevó a dar un paseo por el parque, explicándole en qué consistía Pastel de Crema y diciéndole que le negarían en caso de que algo fallara…, ¿cuál fue su primer pensamiento?

Smolin había empezado precisamente por la verdad que Bond acababa de sepultar en lo más hondo de su ser y que sólo bajo la más dura de las presiones hubiera revelado a su interrogador.