174590.fb2
Bond experimentó un intenso dolor cuando las mandíbulas le apresaron la parte inferior del brazo, obligándole a abrir involuntariamente los dedos de la mano derecha y soltar la pistola, la cual cayó produciendo un sordo ruido al suelo. Oía los gritos de Ingrid sobre el trasfondo de los rugidos de los perros y las maldiciones de Smolin medio en ruso y medio en alemán, y sentía el cálido aliento de Fafie en el rostro. El perro rugía sin soltar la presa, y movía la cabeza de uno a otro lado como si quisiera arrancarle el brazo.
Bond golpeó fuertemente con la mano libre los órganos genitales del perro, tal como le habían enseñado a hacer. El rugido se transformó en un gañido de dolor y, por espacio de un segundo, las mandíbulas se abrieron. Bond aprovechó el momento para rodar por el suelo y levantar la mano derecha hacia el cuello del animal. Los dedos localizaron la tráquea y apretaron con fuerza como si quisieran arrancarle la laringe. Bond levantó el brazo izquierdo para agarrar a la bestia por la cerviz, pero, para entonces, la sensación de dolor y el instinto de peligro ya habían provocado la reacción de Fafie, el cual empezó de nuevo a rugir. Bond tuvo que hacer acopio de sus escasas fuerzas sólo para resistir. El dolor de la herida del brazo se iba agudizando y su debilidad era cada vez mayor. Pero, como el perro, sabía que estaba luchando por su propia vida y siguió apretando la tráquea del animal.
Le pareció oír la cuarteada vocecita del instructor de la escuela de adiestramiento con tanta claridad como la primera vez que asistió a uno de los muchos cursillos de autodefensa en los que había participado. «Nunca se asfixia nada o a nadie utilizando ambas manos, tal como hacen en las películas. Utilicen siempre la presión de una sola mano para obtener los mejores resultados.
»Aprieten con la mano sobre la tráquea y utilicen toda su fuerza en la nuca con el otro brazo.» Puso en práctica el consejo mientras Fafie se agitaba en un intento de librarse de su presa. Por un breve instante, Bond se dejó llevar por su innato amor a los animales. Pero no fue más que un segundo. Aquello era cuestión de vida o muerte. Fafie iba a por todas.
– Fafie! Anfassen! Anfassen! -gritaba Ingrid-. Fafie! ¡Agárrale! ¡Agárrale!
Pero Bond estaba echando mano de sus últimos recursos. Sus dedos se hundieron en el tupido pelaje de Fafie y apretaron con fuerza. Sintió que el animal perdía el conocimiento. De repente, las mandíbulas de Fafie se aflojaron y su cuerpo se convirtió en un peso muerto.
Bond simuló que seguía luchando con el perro mientras miraba de soslayo para ver adónde había ido a parar su pistola ASP. Rodó por el suelo, soltó un gemido y se movió para dar la impresión de que Fafie le estaba atacando. Se sentía extrañamente frío y calculador y, a pesar del intenso dolor que le producía la herida, estaba firmemente decidido a recuperar la pistola, situada a la izquierda, justo al alcance de su mano.
Miró hacia Smolin y vio con horror que se encontraba tendido debajo de Wotan, el cual estaba a punto de hundirle los dientes en la garganta al menor movimiento. Bond comprendió que el coronel no podía correr el riesgo de parpadear tan siquiera, puesto que Siegi aguardaba al acecho dispuesto a intervenir, al igual que los hombres situados detrás de Ingrid.
Bond atravesó la barrera del dolor de su brazo y, utilizando a Fafie como escudo, giró a la derecha, recuperó la ASP, se volvió de nuevo a la izquierda y efectuó dos disparos contra Siegi. Abrió fuego una sola vez contra Wotan y la bala Glazer alcanzó de lleno al animal, arrojándole contra la pared. Un cuarto disparo, bajo y dirigido hacia la puerta, se estrelló en la jamba y abrió un gran boquete a través de la madera y el yeso. Los hombres se apartaron a toda prisa, pero no así Ingrid, la cual se quedó donde estaba.
– ¡Ya basta! -gritó Smolin, levantándose para abalanzarse sobre Ingrid. Agarrándola por la muñeca, tiró con fuerza hacia abajo y después hacia adelante y hacia atrás, y la arrojó al otro extremo de la estancia donde el ama de llaves se estrelló contra la pared en medio de un desagradable crujido mientras gritaba de rabia, dolor y decepción. Luego, Ingrid resbaló silenciosamente por la pared y cayó al suelo, convertida en un negro guiñapo.
Smolin sostenía una pistola automática en una mano y gritaba en dirección a la destrozada puerta.
– ¡Alex! ¡Yuri! Soy vuestro superior. El KGB ha urdido una despreciable conspiración contra nosotros. Ahora estáis con los hombres del KGB. Volveos contra ellos. Son unos traidores y sólo podrán atraer la deshonra y la muerte sobre vuestras cabezas. ¡Atacadlos ahora!
Durante un par de segundos, sólo hubo silencio en el pasillo; después se oyó un grito, seguido de un disparo y el rumor de unos golpes. Smolin le hizo una seña a Bond, indicándole que se situara a la derecha de la puerta, mientras él se pegaba a la pared del lado contrario. Se oyó otro disparo, otro grito y el rumor de una pelea.
A continuación, una voz gritó en ruso:
– Camarada coronel, ya los tenemos. ¡Rápido, ya los tenemos!
Smolin le hizo una indicación a Bond y ambos salieron al pasillo. Una vez allí, Smolin gritó en inglés:
– ¡Liquídelos a todos, James! ¡A todos!
A Bond no le hizo falta que se lo repitieran dos veces. A su derecha, dos hombres trataban de inmovilizar a un tercero mientras otro yacía inconsciente en el suelo. Tuvo que efectuar tres rápidos disparos con la ASP para despachar al grupo. Las mortíferas balas Glazer cumplieron perfectamente su misión: la primera estalló en el lado izquierdo de uno de los hombres que luchaban, descargando la mitad de su contenido en el estómago del que forcejeaba con él. La segunda alcanzó al hombre que yacía tendido en el suelo. El tercer disparo eliminó al cuarto hombre sin que tuviera tiempo de enterarse de lo que pasaba.
El ruido de los disparos en el angosto pasadizo era ensordecedor, tanto más cuanto que Smolin había vaciado dos veces el cargador de su pistola automática. Bond se volvió y comprobó que el coronel también había dado en el blanco. Dos cadáveres, uno espatarrado y otro encogido como un ovillo, demostraban bien a las claras la puntería de Smolin.
– Lástima -musitó Smolin-. Mex y Yuri eran unos hombres estupendos.
– A veces, no le queda a uno otra alternativa. Ahora ya me ha demostrado la veracidad de sus afirmaciones, Maxim. ¿Cuántos quedan arriba?
– Dos. Supongo que deben de estar con las chicas.
– Entonces, bajarán de un momento a otro.
– Lo dudo. Allá arriba apenas se oye lo que ocurre en el sótano -Smolin respiraba afanosamente-. Lo hemos utilizado muchas veces. Hombres fuertes gritaban aquí a pleno pulmón mientras la gente hacía el amor en las habitaciones de arriba sin enterarse de nada.
Bond oía las palabras de Smolin, pero el mundo había empezado a dar vueltas a su alrededor y sus ojos no podían concentrarse en nada. Sintió una cálida pegajosidad en el brazo y un ciego dolor que empezaba en la herida y se extendía a todo el cuerpo. Oyó que Smolin le llamaba como desde muy lejos, experimentó un mareo y perdió el conocimiento.
Soñó con serpientes y arañas. Reptaban y se arrastraban a su alrededor mientras él trataba de salir de un oscuro y tortuoso laberinto, hundido hasta los tobillos en aquel amasijo de repugnantes criaturas. Tenía que conseguirlo. Veía una débil luz al final del túnel. Después, ésta desaparecía y él volvió a encontrarse como al principio, rodeado por un rojizo resplandor. Allí. Allí estaba otra vez la luz, pero una enorme serpiente se enredaba en sus pies y le impedía avanzar. No tenía miedo, sabía tan sólo que necesitaba salir de allí. Otra serpiente se había unido a la primera y varios reptiles más pequeños se enroscaban alrededor de sus piernas, tirando de él hacia abajo. Ahora, una de las serpientes se había enroscado en su brazo, clavando los dientes en él. Experimentó un dolor insoportable. Bajó la mirada y vio que un nido de arañas se alojaba en la herida causada por la mordedura de la serpiente. Otras arañas enormes y peludas le recorrían el rostro, se introducían en las ventanas de su nariz y en su boca, y le obligaban a toser para escupirías. Las arañas le producían náuseas, pero ya debía de estar más cerca del final del túnel porque la luz le escocía en los ojos ¡y una voz le llamaba por su nombre!
– ¡James! ¡James Bond! ¡James!
Las serpientes y las arañas habían desaparecido, dejándole tan sólo un insoportable dolor en el brazo. El rostro de una muchacha apareció ante sus ojos. Los labios se movían.
– Vamos, James. Todo ha terminado.
La visión del rostro se borró y Bond oyó que alguien decía:
– Ya está recuperando el conocimiento, Heather.
– Gracias a Dios.
Bond parpadeó, abrió y cerró los ojos y, por fin, los abrió del todo y vio a Ebbie Heritage.
– ¿Cómo…? -dijo.
– Está usted bien, James. Todo pasó.
Bond se movió y sintió un hiriente dolor en el brazo derecho y una extraña rigidez.
– No disponemos de mucho tiempo -Maxim Smolin apartó a Ebbie a un lado-. Se va usted a poner bien, James, pero… -miró el reloj de pulsera.
Empezó a recordarlo todo con meridiana claridad. Smolin se irguió y miró a Bond mientras rodeaba con un brazo los hombros de Heather Dare.
– Lo siento -Bond respiró hondo-. ¿Me he desmayado?
– No tiene nada de extraño -dijo Smolin-. Los dientes del maldito perro le han hecho una herida muy profunda. ¿Cómo se nota el brazo?
– Entumecido. Es molesto, pero puedo utilizarlo.
– Ebbie te ha hecho de enfermera -dijo Heather-. Te estamos muy agradecidos, James. Maxim nos contó lo que pasó allí abajo.
– Yo sólo limpié la herida -dijo Ebbie-. Los perros estaban sanos. No creo que haya el menor peligro de infección. Hemos utilizado el antiséptico más poderoso que existe.
– Y el más caro -Smolin esbozó una irónica sonrisa-. El último Hine Cosecha 1914 que nos quedaba. Suave. Muy suave.
– Suave, soberbio y totalmente desperdiciado -dijo Bond, lanzando un involuntario gemido-. Lo lamento.
– Ha sido por una buena causa. ¿Puede incorporarse o levantarse? -preguntó Smolin.
Bond trató de hacerlo. Se encontraba tendido en el sofá de la suite de invitados. Intentó levantarse, pero le fallaron las piernas. Tuvo que agarrarse a los brazos de un sillón para no perder el equilibrio. Ebbie corrió a sostenerle con sus fuertes y hábiles manos.
– Gracias, Ebbie. Gracias por todo -empezó a moverse con cuidado para comprobar silos músculos le respondían. Poco a poco, recuperó las fuerzas-. Gracias, Ebbie -repitió.
– Estamos en deuda con usted. Eso no es nada.
– ¿Qué les sucedió a los demás? -le preguntó Bond a Smolin-. ¿A los hombres que estaban aquí arriba?
– Ya están liquidados.
El agente del GRU se puso muy serio y Bond recordó su propia reacción siempre que terminaba una tarea desagradable. Era mejor borrar aquellos hechos de la imaginación. La gente que los recordaba demasiado, o bien empezaba a gozar con ellos o bien sucumbía bajo el peso del remordimiento.
– ¿Y qué ha sido de Ingrid? -preguntó.
– Vive y descansa. Está consciente, pero no llegará muy lejos. Tiene varios huesos rotos -Smolin empezó a hablar en tono apremiante-. Tenemos que irnos, James. ¿Recuerda a Dominico? Puede llegar de un momento a otro. Tenemos que estar lejos antes de que aterrice.
– ¿Quién es Dominico? -preguntó Ebbie, sorprendida.
– El general Chernov, del KGB -contestó Smolin, haciendo una mueca.
– Dominico es perverso, inteligente y muy hábil en su trabajo -terció Bond, asintiendo-, cosa que, al parecer, le encanta. Ya me las arreglaré, Maxim.
Respiró hondo varias veces y miró sonriendo a las chicas. Heather ya no se daba tantos humos y ahora miraba a Smolin con adoración.
– Sí, estoy seguro de que se las arreglará, James -dijo Smolin con cierta aspereza-. Usted ha resultado herido, pero sobrevivirá. Estoy pensando en nosotros.
– ¿Los automóviles están…?
– Aquí, efectivamente -el coronel sacudió la cabeza con impaciencia-. Disponemos de automóviles, James. Pero creo que no se da usted cuenta de que estamos rodeados por todas partes. Que yo sepa, hay por lo menos diez hombres ahí afuera, armados hasta los dientes. Pertenecen también al KGB. Sólo en la entrada principal hay cuatro. Si ponemos en marcha los vehículos, querrán averiguar por qué, aunque no creo que se tomen la molestia de preguntarlo. Los tipos que hay en las colinas y en las entradas no son de los que hacen preguntas. Son tiradores de precisión.
– Perro devora a perro, ¿eh?
– Primero, dispara. Después, pregunta.
– ¿Dispararían contra un objetivo importante?
– Sí. Contra usted, contra mí o contra las chicas. No le quepa la menor duda de ello. Dominico ha estado constantemente en contacto con éste lugar…, que, por cierto, se llama el Castillo de las Tres Hermanas y es utilizado por el KGB y el GRU desde hace diez años. Ha estado en contacto radiofónico. He echado un vistazo a los cuadernos de la sala de comunicaciones. Le han transmitido su nombre y el mío. La última orden que ha dado Dominico es que nadie salga hasta que él llegue. Cualquiera que intente salir, deberá ser detenido.
Yo he dicho un objetivo importante -repitió Bond. Se iba recuperando poco a poco y sus procesos mentales ya se habían normalizado-. Como, por ejemplo, el general Konstantin Nikolaevich Chernov. ¿Dispararían contra él?
– ¿Sugiere que lo llevemos con nosotros? ¿Que lo apresemos?
– ¿Por qué no?
– Porque no estará solo.
– Bueno, pues, ¿por qué no lo utilizamos como protección? ¿En qué vendrá?
– En helicóptero. Dispone de muchos medios de transporte extraoficiales aquí… Todo legal, claro. La República de Irlanda no es un lugar muy idóneo para jugar con los transportes ilegales. Pero no correrá el riesgo de aterrizar cuando oscurezca. Aquí no hay instalaciones para aterrizar cuando se va el sol.
– ¿Tomará tierra cerca del castillo?
– Habitualmente, volamos en dirección a la entrada principal y aterrizamos delante, cerca de donde ahora se encuentran estacionados los automóviles.
– ¿Quién estará con él?
– Por lo menos, dos guardaespaldas, su ayudante y un hábil interrogador. Todos armados y muy eficientes.
Bond experimentó una súbita punzada de dolor en el brazo e hizo involuntariamente una mueca.
– James, ¿qué le ocurre? -preguntó Ebbie, apoyando una mano en el brazo herido de Bond.
Tenía unos ojos azules irresistibles y unos labios que pedían ser besados.
– Nada serio -contestó Bond, apartando a regañadientes los ojos de ella para mirar a Smolin-. Tenemos que irnos, por grave que sea el peligro. Se me ocurre que lo será mucho menos si nos vamos tan pronto como llegue el general. ¿Qué vehículo es el mejor, Maxim?
– El BMW. Ante todo, es un buen modelo, y, además, está trucado.
Bond empezó a palparse la ropa, le pidió a Smolin su pistola y comprobó con disimulo que aún llevaba encima sus restantes armas secretas. Smolin tomó la ASP que había encima de la mesa, junto con los cargadores de repuesto y la varilla. Bond desmontó y volvió a montar el arma. Después preguntó:
– ¿De acuerdo, pues? Echamos a correr hacia el vehículo en cuanto aparezca el helicóptero?
Las chicas asintieron, pero Smolin no parecía muy convencido.
– ¿Maxim?
– Sí. La única alternativa seria marcharnos ahora y enfrentarnos con los disparos de esta gente. Pero yo preferiría eliminarlos primero.
– ¿Armará a las chicas?
– Ya vamos armadas.
Heather se había vuelto mucho más confiada y profesional. Bond tomó mentalmente nota de que debía preguntarle por qué se le había insinuado con tanto descaro en el Hotel del Aeropuerto…, pero no era una pregunta que pudiera hacerle en presencia de Smolin.
– ¿Tiene las llaves del BMW? -le preguntó a Smolin. Este asintió en silencio-. Pues, entonces, ¿a qué esperamos? Tendríamos que bajar a la puerta principal. Maxim, ¿por qué no se acerca al automóvil? Eso no tendría nada de extraño. Juegue a su alrededor como si tal cosa y háganos una señal en cuanto aparezca el helicóptero.
Mientras bajaban, el castillo se les antojó frío y misterioso. Fuera aún había mucha luz aunque el cielo ya empezaba a rojear por el oeste. En el vestíbulo embaldosado se respiraba una gélida atmósfera casi espectral.
– Será una puesta de sol preciosa -dijo Bond, sonriendo alegremente para animar a las chicas.
Sabía, por la cara que ponía Smolin, que la huida de allí no iba a ser nada fácil. Una vez en la puerta, le preguntó a Maxim cómo deberían colocarse cuando llegaran al BMW.
– ¿Le parece bien que Heather se siente delante conmigo? Usted, James, se sentará detrás con Ebbie. Procuraremos agachamos al máximo.
– Por mi, de acuerdo -dijo Ebbie, mirando muy contenta a Bond.
– Abriremos todas las ventanillas por si tenemos que responder a los disparos -señaló Bond.
– Muy bien -Smolin, asintió-, seria una medida muy prudente.
– ¿Puedo hablar un momento en privado con usted, Maxim? -preguntó Bond, tomándole por un brazo y apartándose con él-. Si conseguimos salir, ¿adónde iremos?
– Para empezar, lejos de éste país. Aunque, a la larga…, no podremos ocultarnos de Chernov.
– ¿Tiene idea de dónde pueden estar Jungla y su compañera Susanne?
– ¿Sabe usted dónde fueron vistos por última vez?
– Sí. ¿Y usted?
– En las islas Canarias.
– Eso me dijeron, pero me parece que ya es una noticia antigua.
– Tenía una semana de antigüedad cuando «M» se la comunicó. Creo que ya deben estar en otro sitio, pero, una vez me vaya, yo habré quemado todos mis barcos. Eso significa que no recibiremos la menor ayuda de mi gente.
– Y muy poca de la mía, si nos atenemos a las normas de «M».
– Chernov esperará que nos dirijamos a Dublín, Shannon o uno de los puertos… Rosslare o Dun Laoghaire.
– No tendremos más remedio que hacerlo -dijo Bond.
– No necesariamente -Smolin le miró de soslayo-. Yo aún puedo utilizar ciertos contactos. Y usted también, en realidad. Sin embargo, creo que los míos nos facilitarían una huida muy discreta.
– Yo no puedo ir al norte, ¿lo sabe? -Bond se inquietó-. Es zona vedada para mi departamento; el territorio corresponde por entero al MI-5. Sería una auténtica persona non grata si apareciera por allí. «Cinco» es muy quisquilloso a éste respecto.
– No pensaba en el norte -dijo Smolin-. Si salimos, tendremos que utilizar algún engaño. Les haremos creer que vamos a Dublín y después daremos media vuelta. Quiero ir al oeste, hacia Cork. Desde allí, sé que podrán ayudarnos a salir con el mayor sigilo. ¿De acuerdo?
– Puesto que usted irá al volante, haga lo que crea más conveniente -contestó Bond, asintiendo.
– Por lo menos, sé dónde podremos cambiar de automóvil -dijo Smolin, esbozando su primera sonrisa en mucho rato-. Conozco asimismo un hotelito donde no es probable que nos busquen.
Bond se disponía a decir algo, pero después cambió de idea.
– ¿Cuántos teléfonos quedan todavía en éste sitio? -preguntó, como si acabara de ocurrírsele otra idea.
– Hay uno aquí, en el vestíbulo -contestó Smolin, indicando una mesita situada bajo la escalera-. Hay otro en la Sala de Comunicaciones -la puerta de la izquierda, al final de la escalera-, y uno en el dormitorio principal, la puerta contigua.
– ¿Todos son extensiones del mismo número?
– Sí -contestó Smolin, facilitándole un número que Bond se aprendió rápidamente de memoria-. La línea está en la Sala de Comunicaciones donde se encuentra el equipo de transmisiones. Los del vestíbulo y el dormitorio principal son extensiones. ¿Por qué?
– Se me ha ocurrido una pequeña idea. Procure distraer a las chicas. Salga con ellas al jardín.
– Si sólo tenemos diez minutos. ¿Es necesario? -preguntó Smolin, arqueando las cejas.
– Creo que sí.
Bond esbozó una sonrisa, dio media vuelta y subió rápidamente la escalera. El brazo ya no le dolía tanto, pero se lo notaba muy débil.
La Sala de Comunicaciones era pequeña y casi todo el espacio estaba ocupado por los equipos de radio, las grabadoras y el ordenador, adosados a la pared más larga. Había unos modernos escritorios de oficina llenos de cuadernos de notas, borradores y calculadoras. El teléfono se encontraba en el escritorio del centro, delante del equipo de transmisión más importante. Bond se desabrochó el cinturón para sacar la caja de herramientas en miniatura que Q'ute le había preparado hacía cierto tiempo. Contenía una serie de herramientas (detonadores, ganzúas, alambres y fusibles) doblados en una cartera de cuero casi plana.
Bond retiró la parte superior de un pequeño cilindro de plástico, eligió una cabeza de destornillador que encajara en la muesca de los tornillos de la parte inferior del teléfono y la ajustó al pequeño cilindro que, de éste modo, se convirtió en el mango. Después, retiró los cuatro tornillos que había en la base del aparato. Una vez el teléfono abierto, se sacó del billetero un paquetito que Q'ute le había entregado momentos antes de que abandonara el edificio del Cuartel General. Contenía seis granitos negros, de cada uno de los cuales se escapaban dos hilos. Cambió la cabeza del destornillador y esta vez utilizó una como las que suelen emplear los joyeros.
Los granitos eran el último grito del llamado «dispositivo de escucha tipo armónica». Bond tardó menos de cuatro minutos en aplicar uno de los granos a las terminales correspondientes y volver a cerrar el teléfono. Agradeció en silencio aquellas habilidades que le había enseñado hacía mucho tiempo el instructor especial de telecomunicaciones de la Rama Q. Era un simpático londinense llamado Philip, conocido en el Cuartel General de Regent's Park como Phil el Ful.
Bond se dirigió luego al dormitorio principal, e insertó otro pequeño artilugio en el teléfono de allí. Abajo, hizo lo mismo con el tercer aparato.
Smolin y las chicas se hallaban en el jardín. El sol ya estaba a punto de ponerse. Bond apenas había terminado su trabajo en el tercer aparato cuando Smolin abrió la puerta y le dijo:
– Me voy al automóvil, James. Ya está al llegar. ¿De acuerdo?
El coronel echó los hombros hacia atrás, abrió la pesada puerta principal y se dirigió lentamente hacia el BMW. Jugueteó un rato con el portamaletas antes de sentarse al volante y accionar el mando central para abrir las ventanillas. En aquel instante, oyeron por primera vez el rugido del motor del helicóptero. Smolin puso en marcha el vehículo, se inclinó para abrir la portezuela del otro lado y les gritó a sus cómplices que subieran.
Cuando éstos apenas habían alcanzado el automóvil, el helicóptero se recortó contra el rojizo resplandor del cielo y se iniciaron los primeros disparos desde las colinas circundantes. Eran disparos de advertencia contra la calzada, lejos del automóvil. Dentro, Maxim Smolin se hallaba inclinado sobre el volante mientras los demás permanecían agachados en el suelo. Ebbie se estremeció de miedo cuando una segunda ráfaga de disparos se estrelló a escasa distancia.
Smolin salió como un piloto de carreras y avanzó zigzagueando para sortear las irregularidades del abrupto camino que conducía a la entrada principal, unos tres kilómetros más allá.
El helicóptero se había apartado tras dar la primera vuelta, como si los disparos le hubieran puesto sobre aviso. Después, sobrevoló la zona en circulo y empezó a descender, tal como Bond esperaba, entre el lugar donde ellos se encontraban y algunos de los tiradores de precisión. Vio que era una versión del enorme KA-25 con dos planos de deriva y doble rotor… la Hormona, como lo llamaban en la OTAN.
– Si conseguimos salir -gritó Heather-, ¿adónde iremos?
– ¡Primero tenemos que salir! -contestó Smolin mientras el helicóptero se situaba directamente encima de él y las balas de las armas automáticas hacían saltar el polvo y las piedras a su izquierda. Bond levantó la cabeza y vio que el aparato giraba sobre su propio eje y se dirigía hacia ellos con sus dos enormes rotores dando vueltas a popa y a proa. Sintió que la corriente de la Hormona azotaba el vehículo como un huracán. El aparato volaba muy bajo y en posición paralela con respecto a ellos. Un hombre medio asomado a la puerta corredera de la parte de atrás sostenía en una de sus manos una pistola ametralladora.
Por su parte, Bond sostenía la ASP con la mano derecha. Efectuó dos disparos y el tirador cayó de la puerta, arrastrando consigo parte del fuselaje. Bond tomó el arma con ambas manos, la levantó ligeramente y efectuó otras dos descargas contra las hojas del rotor inferior. La Hormona vaciló antes de alejarse. El rotor anterior emitió un gemido cuando un disparo le arrancó parte de una hoja.
Smolin soltó una carcajada.
– ¡Ha alcanzado a estos hijos de puta! -gritó-. ¡A estos bastardos asquerosos! Allá van…
Bond miró a través de la ventanilla trasera y vio que el helicóptero se posaba con una sacudida que por poco le aplasta una de las ruedas del tren de aterrizaje, pegándola al fuselaje.
– Eso no se lo van a poder arreglar en el garaje del pueblo -musitó.
Después, los disparos arreciaron de nuevo y tuvo que volver a agacharse al lado del fragante cuerpo de Ebbie.
– ¡Larguémonos cuanto antes de aquí! -gritó Smolin-. ¡Agárrense fuerte! Voy a tomar un atajo.