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Dedo Gordo Chang era conocido por este nombre a causa de una deformidad que tenía en la mano derecha: el pulgar era casi tan largo y el doble de grueso que el dedo índice. Los enemigos decían que le había crecido así de tanto contar las crecidas sumas de dinero que pasaban por sus manos, procedentes de sus múltiples y variados negocios. Cuando se trataba de asuntos de dinero, se le podía encontrar generalmente en una casucha de dos habitaciones situada en una de las empinadas callejuelas que arrancaban de Queen's Road.
Bajaron en ascensor hasta el entresuelo y atravesaron la suntuosa galería de tiendas del hotel. Bond acompañó a Ebbie por las pintorescas calles. A través de un paso elevado desde el que se podían ver los tranvías de vistosos colores que llenaban Des Voeux Road, entraron en el lujoso Prince's Building. A través de otro paso, llegaron a Gloucester House y al Landrnark, una de las más espléndidas galerías comerciales del Distrito Central. Abajo, junto a la gran fuente circular, un conjunto de jazz interpretaba la composición Do you know what it means to miss New Orleans? Bond sonrió al escuchar la dulce melodía. Bajaron a la planta baja, tan sólo se detuvieron un momento para que Bond hiciera una rápida compra (una bolsa de bandolera con una correa muy larga) antes de salir a Queen's Road por la puerta de Pedder Street.
Tardaron un cuarto de hora en llegar a la guarida de Dedo Gordo Chang. La puerta estaba abierta y Chang se hallaba sentado detrás de una mesa en una pequeña habitación oscura que olía a sudor y a comida rancia, mezclados con el aroma de unos pebetes perfumados que ardían ante un pequeño relicario.
– Ah, mi viejo amigo -el obeso chinito dejó al descubierto unos dientes ennegrecidos-. Muchos años desde que su sombra cruzó mi miserable puerta. Por favor, entre en mi choza.
Bond observó que Ebbie arrugaba la nariz.
– Olvida, honorable Chang, que conozco su verdadero hogar, el cual es tan lujoso como el palacio del emperador. Por consiguiente, soy yo quien se avergüenza de acudir a su despacho.
Con una mano, Chang, señaló dos sillas muy incómodas y no demasiado limpias.
– Bienvenida, hermosa dama -dijo, mirando a Ebbie y sonriendo-. Bienvenidos los dos. Siéntense. ¿Puedo ofrecerles una taza de té?
– Es usted muy amable. No nos merecemos este trato tan señorial.
Chang batió palmas, y en el acto apareció una niña vestida con un pijama negro. Chang le dio unas rápidas instrucciones y la chiquilla hizo una reverencia y se retiró.
– Mi segunda hija de mi tercera esposa -explicó Chang-. Es una holgazana y una inútil, pero, por sentido del deber y por bondad, le permito hacer pequeños recados. La vida es muy difícil, vaya si lo es.
– Venimos para hablar de negocios -expuso Bond.
– Todo el mundo quiere hacer negocios -dijo Chang, mirándole de soslayo-. Pero, a mí, raras veces me resultan rentables, teniendo que mantener a tanta gente y con estas mujeres chismosas y estos hijos que siempre me piden más de lo que les puedo dar.
– Su vida debe de ser muy dura, honorable Chang -dijo Bond, mirándole gravemente.
Dedo Gordo Chang exhaló un prolongado suspiro. La niña reapareció con una bandeja en la que había unos cuencos y una tetera. La colocó delante de Chang y, obedeciendo sus órdenes, llenó los cuencos con una expresión de profundo cansancio en el rostro.
– Su amabilidad sobrepasa nuestras miserables necesidades -dijo Bond, sonriendo mientras golpeaba dos veces la superficie de la mesa con los dedos para expresarle a la niña su gratitud antes de tomar un sorbo del amargo brebaje.
Confiaba en que Ebbie se lo bebiera sin pestañear.
– Me alegro mucho de verle, míster Bond. ¿En qué puedo servirle a usted y a esta deliciosa dama?
Bond se sorprendió de que Chang fuera al grano con tanta rapidez. Por regla general, el chino dedicaba una hora, o más, a intercambiar cumplidos con él antes de entrar en materia. Su rápida respuesta le puso en guardia.
– Probablemente será imposible -dijo Bond, despacio-. Pero me ha hecho usted tantos favores en el pasado…
– ¿De qué se trata?
– Necesito dos revólveres y municiones.
– Pero, ¿es que pretende que me metan en la cárcel y me envíen encadenado a los burócratas de Beijing que vendrán de todos modos en 1997?
En Hong Kong ya se utilizaba la denominación china de Pekín -Beijing- a medida que se acercaba el año de la cesión del poder a China. Era curioso que los vendedores callejeros ya ofrecieran gorros verdes con la estrella roja entre las habituales baratijas turísticas que vendían.
Bond bajó la voz sin dejar de interpretar el papel que se esperaba de él.
– Con todos mis respetos, eso jamás había constituido un obstáculo para usted en el pasado. El nombre de Dedo Gordo Chang es bien conocido en mi profesión y se pronuncia con gran reverencia por ser un santo y seña infalible para la obtención de ciertos artículos prohibidos en el Territorio.
– Ciertamente está prohibido importar armas y, en los últimos años, las condenas que se han impuesto por estas cosas han sido muy grandes.
– Pero usted aún tiene acceso a ellas, ¿verdad?
– Sí, pero con enormes dificultades. Quizá podría encontrar un revólver y unas cuantas municiones, aunque todo resultaría muy caro. Pero dos sería un milagro y el precio estaría por las nubes.
– Supongamos que puede usted obtener dos revólveres; por ejemplo, un par de viejos Enfield de 38 mm con sus correspondientes municiones, claro.
– Eso sería imposible.
– Sí, pero si pudiera conseguirlos… -Bond hizo una pausa mientras el chino sacudía la cabeza con un gesto de aparente incredulidad-. Si pudiera conseguirlos, ¿cuánto costarían?
– Una auténtica fortuna. Un rescate digno de un emperador.
– ¿Cuánto? -le apremió Bond-. ¿Cuánto en efectivo?
– Mil hongkongs por cada uno, el tamaño no cuenta. Otros dos mil hongkongs por cincuenta municiones, lo que hace en total cuatro mil dólares de Hong Kong.
– Dos mil por todo el lote -dijo Bond sonriendo.
– Pero, bueno, ¿quiere que mis mujeres y mis hijos vayan desnudos por la calle? ¿Quiere que no pueda disponer de dinero ni para llenar el cuenco de arroz?
– Dos mil -repitió Bond-. Dos mil, devolución de las armas antes de irme y mil hongkongs adicionales.
– ¿Cuánto tiempo piensa quedarse?
– Sólo unos días. Como máximo, dos o tres.
– Tendré que pedir limosna por las calles. Tendré que convertir a mis mejores hijas en vulgares prostitutas callejeras.
– Dos de ellas ya se ganaban el dinero a espuertas por la calle la última vez que estuve aquí.
– Dos mil dólares y dos mil más cuando devuelva las armas.
– Dos mil y otros mil al efectuar la devolución -dijo Bond sin dar su brazo a torcer.
Tenía buenas razones para pedir revólveres. No podía fiarse de una pistola automática pedida en préstamo, alquilada o robada en Hong Kong. Sabía que, por muchos que fueran los recursos de Dedo Gordo Chang, éste sólo podría proporcionarle armas básicas.
– Dos mil, y otros dos con la devolución.
– Dos y uno. Es mi última oferta.
Dedo Gordo Chang elevó las manos al cielo.
– Me verá pidiendo limosna en Wan Chai, como Desnarigado Wu o Pata Coja Lee -Chang hizo una pausa, implorando con los ojos una suma más alta. Bond no dijo nada-. Bueno, pues, dos mil. Y mil más cuando me devuelva las armas, pero tendrá que dejarme quinientos hongkongs en depósito por si no volviera.
– Siempre he vuelto.
– Hay una primera vez. El hombre siempre vuelve hasta que llega la primera vez. ¿Qué otra cosa me va usted a sacar, míster Bond? ¿Quiere acostarse con la más bella de mis hijas?
– Cuidado -dijo Bond, dirigiéndole una mirada de advertencia-. Me acompaña una dama.
Chang comprendió que había ido demasiado lejos.
– Mil perdones. ¿Cuándo desea recoger los artículos?
– ¿Le parece bien ahora? Antes tenía usted un arsenal bajo el suelo de la habitación de atrás.
– Y mis buenos dólares me costaba mantener alejada a la policía.
– No lo creo, Chang. Olvida que yo conozco exactamente cómo trabaja usted.
– Un momento -Dedo Gordo Chang lanzó un suspiro-. Disculpe, por favor.
El chino se levantó y pasó a través de la cortina de cuentas ensartadas que separaba las habitaciones.
Ebbie se disponía a hablar, pero Bond sacudió la cabeza, formando con los labios la palabra «luego». Bastante se había arriesgado llevándola consigo, ahora que todos los componentes de Pastel de Crema eran sospechosos.
Oyeron rebuscar a Chang en la habitación contigua. Después, se abrió inesperadamente la cortina de cuentas y, en lugar de Chang, apareció un europeo vestido con pantalones y camisa blancos; era un hombre alto y delgado, de unos sesenta años, con el cabello color gris acero y ojos a juego. Sus ojos parpadearon alegremente cuando Ebbie exclamó:
– ¡Swift!
– Buenos días a los dos -dijo el hombre, hablando en un inglés desprovisto de acento.
Bond se movió rápidamente y se situó entre Ebbie y el recién llegado. Swift levantó una mano para tranquilizarle.
– Nuestro común jefe me dijo que probablemente establecería contacto con usted aquí -dijo Swift en voz baja-. En caso de que ello ocurriera, yo debería decir: «Nueve personas resultaron muertas en Cambridge y en la isla de Canvey se produjo un incendio de petróleo.» ¿Significa eso algo para usted?
El hombre hizo una pausa, clavando sus ojos grises en Bond.
A menos que tuvieran a «M» maniatado en alguna casa franca y lleno de pentatol de sodio hasta las cejas, no cabía duda de que aquél era efectivamente Swift -uno de los más destacados miembros del Servicio- y de que había recibido órdenes directas de «M». Bond conservaba siempre en la mente una clave de identificación de su jefe como medida extrema de seguridad. Cualquier persona que se la repitiera tenía que ser auténtica. La clave de aquellos momentos, invariada desde hacía varios meses, la había recibido Bond en el despacho de «M» sin que ambos se intercambiaran ni una sola palabra.
– Yo tengo que contestar que la frase procede del cuarto volumen de la excelente biografía de Winston Churchill escrita por Gilbert -Bond le tendió la mano al desconocido-. Página quinientas setenta y tres. ¿No es así?
Swift asintió y le dio un firme apretón de manos.
– Tenemos que hablar a solas.
Chasqueó los dedos y apareció a su espalda la segunda hija de la tercera esposa de Chang.
– Ebbie -dijo Bond sonriendo-. Ebbie, no te importa irte unos minutos con esta niña mientras nosotros hablamos de hombre a hombre, ¿verdad?
– ¿Y por qué debería hacerlo? -replicó Ebbie, indignada.
– ¿Y por qué no? -terció Swift, mirándola con expresión autoritaria.
Ebbie se resistió aún unos segundos, pero, al final, siguió humildemente a la niña. Swift miró hacia la cortina.
– Bueno, ya se han ido todos. Disponemos de unos diez minutos. Estoy aquí en calidad de mandadero personal de «M».
– ¿Destituido? -preguntó Bond con ironía.
– No, pero sólo porque conozco a todos los participantes. Ante todo, «M» se disculpa por haberle colocado en esta intolerable situación.
– Menos mal. Ya me empezaba a cansar de jugar al escondite. Ni siquiera sé nada sobre Smolin.
– Sí, eso me dijo. «M» me pidió que averiguara, con la máxima urgencia, cuánto sabe usted y cuántos cabos ha atado.
– En primer lugar, no me fío de nadie, ni siquiera de usted, Swift. Pero hablaré porque no es probable que usted pudiera conseguir esta clave de alguien que no fuera «M». Lo que yo sé, o por lo menos, sospecho, es que se produjo un terrible error en Pastel de Crema; tan terrible que dos agentes resultaron muertas y Londres comprendió que había que hacer algo al respecto. Es probable que uno o más de uno de los supervivientes sea un agente doble.
– Casi es exacto -dijo Swift-. Hay, por lo menos, uno que siempre ha sido un agente doble. Se vio muy claro cuando Smolin se quedó en su sitio; y, en efecto, no tenemos idea de quién pueda ser. Pero hay mucho más.
– Siga.
– Son tantas las responsabilidades de «M» que ciertas personas del Foreigh Office piden su dimisión. Le han fallado muchas cosas y, cuando emergió de nuevo a la superficie la cuestión de Pastel de Crema, comprendió que estaba a punto de ocurrir una catástrofe. «M» presentó un plan a los mandarines del servicio diplomático y éstos lo rechazaron categóricamente por considerarlo demasiado peligroso y estéril. Por consiguiente, tuvo que actuar por su cuenta. Le eligió a usted porque es su agente más experto. No le facilitó toda la información de que disponía e incluso le ocultó una buena porción de datos, porque pensó que usted terminaría por atar los cabos.
Así, pues, «M» estaba acorralado. No era de extrañar que el viejo insistiera tanto en que la operación no contaba con su bendición. Recordó la descripción que le hizo Q'ute en París: "«M» lleva tres días encerrado en su despacho. Parece un general asediado".
Como si leyera sus pensamientos, Swift añadió:
– «M» aún está asediado. De hecho, me sorprende incluso que haya querido hablar conmigo. Nos reunimos en medio de unas extraordinarias medidas de seguridad. Pero no durará mucho como se descubra otro agente doble en su casa, o cerca de ella. ¿Me sigue?
– ¿Sabe Chernov -Dominico- algo de todo eso?
– Posiblemente. Tengo orden de revelarle lo que usted todavía no haya descubierto. «M» está muy satisfecho de su actuación hasta ahora. Pero necesita usted saber un par de cosas -Swift hizo una pausa para crear una atmósfera más tensa-. En primer lugar, el agente doble que se oculta en Pastel de Crema tiene que ser eliminado sin posibilidad alguna de rehabilitación. ¿Está claro?
Bond asintió. «M» jamás hubiera podido darle directamente aquella orden. Bajo la reciente normativa del Foreign Office, el asesinato no estaba permitido. Ello significó el final de la vieja Sección Doble-O, aunque «M» siempre decía que Bond era para él 007. Ahora, le pedían que matara en nombre del Servicio y para salvarle el pellejo a «M». Pese a todo, estaba muy tranquilo. La revelación de Swift le había dado nuevos bríos. «M» era un viejo diablo extremadamente astuto y marrullero. Era, además, muy despiadado. Tenía la cabeza en el tajo y había elegido a Bond para que le salvara. «M» sabía que, de entre todos sus agentes, James Bond sería el único que lucharía codo con codo al lado de él hasta el final.
– Por consiguiente, tengo que identificar al agente doble.
– Exacto -dijo Swift, asintiendo rápidamente-. Y en eso no puedo ayudarle porque tampoco tengo la menor idea.
Podía ser cualquier de ellos: Smolin, Heather, Ebbie, Baisley o Dietrich. Precisamente en aquel momento, a Bond le vino a la memoria otra posibilidad.
– ¡Santo cielo! -exclamó.
– ¿Qué? -preguntó Swift, acercándose.
– Nada.
Bond se cerró por completo, porque, de repente, se había dado cuenta de que había otro contendiente. No quiso pensar en las ramificaciones en caso de que hubiera dado en el clavo.
– ¿Está seguro de que no hay nada? -le acució Swift.
– Lo estoy.
– Muy bien, pues, porque hay otra…, otra persona. Para reforzar su posición como jefe del Servicio, «M» necesita una jugada maestra. La investigación de Pastel de Crema proporcionó el hombre y el medio. Quiere a Dominico, y le quiere vivo.
– Lo hubiéramos podido apresar en Irlanda.
– ¿Y correr el riesgo de provocar un grave incidente en territorio extranjero? Cierto que la Rama Especial irlandesa colabora mucho con nosotros, pero no creo que llegaran a tanto. No, tenemos que apresarle aquí, en este territorio que todavía es británico. Aquí tenemos unos derechos. Esa es otra de las razones por las cuales «M» le encomendó la misión, James. En cuanto descubrió que Dominico había estado a punto de abandonar el territorio soviético para proseguir la acción contra Pastel de Crema, le puso a usted como anzuelo.
– ¿Porque figuro en la lista de las fuerzas de choche de su departamento?
– Ni más ni menos.
El hecho tenía su lógica. «M» nunca tenía reparos en colocar a los hombres del calibre de Bond en situaciones delicadas.
– Y, para facilitar las cosas, me ordenaron encauzar a Jungla hacia Oriente. Chernov es un individuo muy obstinado, y cayó en la trampa.
– Querrá usted decir que yo caí en la trampa -dijo Bond, mirándole con frialdad.
– Más bien sí. Si usted no hubiera venido, James, probablemente yo hubiera tenido que resolver solito este asunto, porque Chernov ya está aquí.
– ¿En la isla de Cheung Chau?
– Está usted muy bien informado -dijo Swift, mirándole sorprendido-. Yo pensaba que iba a darle una pequeña sorpresa.
– ¿Cuándo llegó?
– Anoche. Han llegado varias personas durante las últimas veinticuatro horas. Algunas, vía China. En conjunto, Dominico tiene aquí un ejército considerable. Ha hecho unos cuantos prisioneros e incluso se ha traído algunos aquí: Smolin y Heather. Supongo que, en estos instantes ya debe tener encerrados bajo llave a Jungla y a su chica alemana en la isla. De nosotros depende deshacer este embrollo, James. Le sugiero que volvamos a reunirnos esta noche a eso de las diez y media en el vestíbulo del Hotel Mandarin. ¿Le parece bien?
– Si usted lo dice…
– Buscaré un medio para que podamos llegar a Cheung Chau. La llaman la isla Alargada o la isla de las Pesas porque tiene, más o menos, la forma de unas pesas de gimnasia. La casa está en el lado oriental de la isla, en un promontorio que hay en el extremo norte de la bahía de Tung Wan. Está muy bien situada y se construyó a la medida, por encargo del GRU. Chernov se estará desternillando de risa ahora que está allí… Por lo menos, me imagino que está allí.
– A las diez y media, pues -dijo Bond, consultando el reloj-. Le reservo un par de sorpresas a Dominico.
– Usted también está dispuesto a dar la vida por «M», ¿verdad? -preguntó Swift con la cara muy seria.
– Pues, sí, maldita sea; y él lo sabe.
– Me lo figuraba.
Swift esbozó una ligera sonrisa, volvió la cabeza y dio una voz a través de la cortina de cuentas. En la parte trasera de la casa, se abrió una puerta. Ebbie fue la primera en entrar.
– ¿Cómo te va la vida, Emilie? Perdón, hubiera debido llamarte Ebbie -dijo Swift.
– Corriendo peligros, como siempre. Me parece que los soviéticos quieren tomar una revancha conmigo. ¿Se dice así, revancha?
– Se dice venganza -dijo Bond.
En aquel momento, Dedo Gordo Chang entró en la estancia, llevando varios artículos envueltos en hule que Bond empezó a guardar inmediatamente en su bolsa de bandolera.
– ¿No quiere examinar las armas? -preguntó Chang, momentáneamente desconcertado.
Bond arrojó varios fajos de billetes sobre la mesa. El dinero en efectivo fue sólo una pequeña parte de la lista de compras que le había dado a Q'ute.
– Entre amigos de confianza, es innecesario contar el dinero -dijo, haciendo una mueca-. Un antiguo proverbio chino, tal como usted sabe, Dedo Gordo Chang. Y ahora, por favor, déjenos solos.
El chino soltó una carcajada, recogió los billetes y retrocedió hacia la habitación del fondo.
– Cuando salgamos, sugiero que usted y Ebbie lo hagan en primer lugar -dijo Swift.
En el transcurso de su conversación con Bond, Swift habló constantemente en voz baja. Ahora, lo hizo en un tono casi soporífero. Bond recordó la descripción que figuraba en los archivos («Siempre tranquilo, suele hablar en voz baja»). Se acercó a la cortina y echó un vistazo a la otra habitación para cerciorarse de que Chang se había marchado por la puerta de atrás, dejándoles solos. Tras haberlo comprobado, habló rápidamente.
– A las diez y media, ¿eh?
– Cuente con ello.
Con un movimiento de cabeza casi autoritario, Swift les mandó alejarse. Bajaron los empinados peldaños llenos de tenderetes de mercachifles y vendedores de dim sum.
– Swift -dijo Ebbie, pronunciando «Svift».
Casi tenía que correr para seguirle el paso a Bond.
– ¿Qué ocurre?
– Fue entonces cuando a Heather y a mí se nos ocurrió la idea de utilizar nombres de pájaros y peces como apellidos.
– ¿Por Swift?
Bond apartó el rostro de un tenderete de dim sum. La comida debía de ser deliciosa, pero, para su sensible olfato, resultaba excesivamente picante.
– Ja. En inglés, Swift significa no sólo «rápido» sino, asimismo, «vencejo». Entonces, Heather dijo que teníamos que emplear nombres de animales y pájaros, al fin, nos decidimos por los peces y los pájaros.
Bond soltó un gruñido y apretó el paso. Ebbie le tomó de un brazo para poder seguir mejor sus largas y poderosas zancadas. No dieron ningún rodeo sino que regresaron directamente al Hotel Mandarin por Pedder Street, esquivando el tráfico hasta llegar a Ice House Street. Bond se pasó todo el rato estudiando los rostros chinos de los transeúntes chinos, como si un millón de ojos les observaran y se transmitieran mutuamente miles de señas imperceptibles. De vuelta en el hotel, se encaminó directamente a los ascensores, llevando a Ebbie casi a rastras.
– Espera junto a la puerta -le dijo nada más llegar a la habitación.
Tardó menos de cuatro minutos en trasladar los artículos que le había proporcionado Q'ute desde la maleta a la bolsa de lona. Después, ambos regresaron al vestíbulo del hotel y Bond se acercó al mostrador principal de recepción, seguido de Ebbie. Una graciosa chinita que no tendría más de quince años levantó los ojos del teclado de un ordenador y le preguntó en qué podía servirle.
– ¿Tendría la amabilidad de comunicarme si hay servicio de transbordador a la isla de Cheung Chau? -preguntó Bond.
– Cada hora, señor -respondió la chinita-. Compañía de Transbordadores Yaumati. Desde el muelle de los Servicios de Distritos Lejanos -contestó la niña, señalando en dirección al muelle.
Bond asintió y le dio las gracias.
– Tenemos que irnos -le dijo a Ebbie.
– ¿Por qué? Estamos citados con Swift. Tú acordaste.
– Es cierto. Lo acordé. Ven conmigo. Debes saber que ya no confío en nadie, Ebbie: ni en Swift y ni siquiera en ti.
Se oyó el silbido de unas sirenas de la policía y, al llegar a la entrada principal del hotel, vieron que la gente empezaba a congregarse al otro lado de la calle, en los jardines que rodeaban el Connaught Centre. Sorteando el tráfico, ambos se abrieron paso por entre la gente en el preciso momento en que llegaban dos vehículos de la policía y una ambulancia.
Bond consiguió ver la causa del tumulto a través del gentío. Un hombre yacía en el suelo en medio de un charco de sangre. A su alrededor reinaba un terrible silencio y sus inmóviles ojos grises miraban al cielo sin ver. La causa de la muerte de Swift no resultaba inmediatamente visible, pero los asesinos no podían andar muy lejos. Mientras se alejaba del grupo, Bond tomó a Ebbie de un brazo y la empujó hacia la izquierda, hacia el Muelle de los Distritos Lejanos.