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17. Carta De Ultratumba

El sampán olía fuertemente a pescado seco y a sudor humano. Tendidos en la proa, mientras contemplaban a una vieja desdentada que estaba junto a la caña del timón y las parpadeantes luces de Hong Kong a sus espaldas, Bond y Ebbie sintieron que el cansancio y la tensión se iban apoderando poco a poco de ellos. La tarde, con sus repentinos cambios de humor y sus acontecimientos, quedaba ya muy lejos, al igual que la visión del cuerpo de Swift tendido frente a las portillas del Connaught Centre. Tras el sobresalto inicial, Bond experimentó una insólita confusión mental. Sólo de una cosa estaba seguro: de que Swift no le había engañado. A menos que Chernov hubiera sido diabólicamente astuto. Hubo momentos en el transcurso de la conversación en casa de Dedo Gordo Chang en que lo dudó. Ahora estaba solo y, para poder identificar al agente doble de Pastel de Crema y atrapar vivo a Chernov, no tendría más remedio que ofrecerse él mismo como cebo.

El instinto le dijo que era mejor iniciar cuanto antes la persecución y trasladarse a la isla a la mayor rapidez posible. Se encontraba a medio camino de la terminal del transbordador cuando comprendió que tal vez fuera precisamente eso lo que Chernov pretendía. Aminoró el paso, sujetando con fuerza la bolsa a su izquierda mientras con la mano derecha tomaba del brazo a Ebbie. Esta no había visto el cadáver y no cesaba de preguntar qué ocurría y adónde iban. Bond tiraba de ella casi con rabia, hasta que, en determinado momento, sus fragmentarios pensamientos empezaron a reordenarse y pudo volver a razonar con lógica.

– Swift -dijo, sorprendiéndose de la calma de su voz-. Era Swift. Parecía muerto.

Ebbie emitió un pequeño jadeo y preguntó, con un hilillo de voz, si estaba seguro de ello. Bond le describió lo que había visto, sin omitir el menor detalle. En cierto modo, quería asustarla. Hecho curioso, Ebbie reaccionó con mucha serenidad. Tras un prolongado silencio, mientras paseaban por el pintoresco muelle, Ebbie se limitó a musitar:

– Pobre Swift. Era tan bueno con nosotros…, con todos nosotros -después, como si se percatara súbitamente de las repercusiones que tendría aquel suceso, añadió-: Y pobre James. Necesitabas su ayuda, ¿verdad?

– Todos la necesitábamos.

– ¿Vendrán también por nosotros?

– Vendrán por mí, Ebbie, ignoro si por ti. Depende del lado en el que trabajes.

– Tú sabes en qué lado estoy. ¿Acaso no intentaron matarme en el castillo de Ashford cuando yo le presté el abrigo y el pañuelo a aquella pobre chica?

Ebbie acababa de apuntarse un tanto. Chernov no hubiera cometido la torpeza de matar a una inocente en la República de Irlanda. Bond necesitaba confiar, por lo menos, en otro ser humano. Ebbie parecía sincera, se lo había parecido desde un principio. Decidió aceptarla, aunque con ciertas reservas.

– De acuerdo, Ebbie, te creo -dijo, tragando saliva. Luego le comunicó que Chernov se encontraba en la isla con sus hombres; que tenía en su poder a Heather y a Maxim Smolin; y, casi con toda seguridad, también a Jungla y a Susanne Dietrich-. Es muy probable que ahora estemos sometidos a cierta forma de vigilancia. Incluso es posible que estén aguardando nuestro ataque en Cheung Chau. Reconozco que, últimamente, el KGB ha refinado mucho sus métodos de presión psicológica. Nos colocan en una situación muy tensa en el momento de nuestra mayor debilidad. Ambos estamos cansados, desorientados y bajo los efectos del cambio de horario. Esperarán que hagamos automáticamente los movimientos previstos. Necesitamos tiempo para descansar y elaborar un plan viable.

Pero, ¿qué hacer? En aquel lugar, aunque las multitudes eran constantes, no había modo de esconderse porque miles de ojos vigilaban. Bond no disponía de ninguna casa franca; sólo contaba con su experiencia y con las armas que guardaba en la bolsa; y con Ebbie Heritage, cuyas habilidades como agente ignoraba. Su única posibilidad consistiría en llevar a cabo la compleja tarea de localizar a sus vigilantes, aunque no sabía cómo. Después, todo sería cuestión de suerte; podrían intentar cambiarse de hotel. Apoyado en un muro mientras contemplaba el puerto, atrajo a Ebbie hacia sí. Tres barcazas estaban siendo remolcadas hacia el centro de la bahía. Los juncos y sampanes se apartaban a su paso. Uno de los altos transbordadores de automóviles de doble cubierta se alejaba por la izquierda y dos transbordadores de la compañía Star, que cubrían cada diez minutos la distancia entre Hong Kong, y Kowloon, se saludaron con un silbido de sirena al cruzarse en el centro del puerto. Bond estudió los distintos medios de identificar a los agentes dobles en Hong Kong. El Hotel Mandarin estaba excluido como lugar de descanso, porque sin duda tendrían a gente vigilando. Kowloon le parecía una idea mejor.

Con mucho cuidado, Bond le explicó a Ebbie lo que tendría que hacer. Después, lo repasó por segunda vez y, mirándola sonriente, le preguntó si estaría dispuesta a colaborar.

– Pues, claro que sí, les vamos a dar su merecido. Yo tengo cuentas pendientes con ellos, James. Por lo menos, dos…, tres, contando a la pobre chica a la que presté el abrigo y el pañuelo. Saldremos triunfantes, ¿verdad? -preguntó, Ebbie, esbozando una leve sonrisa.

– Sólo faltaría -contestó Bond con fingida convicción, pese a constarle que para salir triunfantes allí, en Asia, contra la clase de gente que Kolya Chernov tenía a su disposición y con la ayuda adicional de por lo menos un componente de Pastel de Crema como aliado, necesitarían una suerte loca.

Se alejaron del puerto, subieron por la escalera al aire libre situada junto a la Oficina Central de Correos y se dirigieron al paso elevado cubierto que les condujo a la acera de Connaught Road en la que se hallaba ubicado el Hotel Mandarin. Las oficinas ya estaban cerrando y había mucha gente por las calles, pero, aun así, todo estaba presidido por un curioso orden.

– Mantén los ojos bien abiertos -le aconsejó Bond a Ebbie.

Sin embargo, en cuanto empezó a mirar, se percató de la cantidad de personas que calzaban zapatillas de gimnasia. Un equipo de vigilancia las hubiera utilizado sin la menor duda.

Al llegar al hotel, giraron a la derecha para entrar en la Ice House Street. Esta vez, se dirigían a la entrada de ladrillos rojos cubierta de hiedra de la estación de ferrocarril Mass Transit situada a menos de cien metros de la fachada posterior del hotel. Era la parte de Hong Kong de la llamada Estación Central.

La Mass Transit es, con toda justicia, el orgullo de Hong Kong y la envidia de muchas ciudades. Por su eficiencia y pulcritud, pocos ferrocarriles subterráneos del mundo se le pueden comparar. El metro de Moscú tiene, es cierto, sus barrocas estaciones; París tiene su célebre estación del Louvre con objets d'art a la vista; Londres tiene un encanto algo desvaído y Nueva York, su aire de peligro inminente. Pero Hong Kong posee unos relucientes vagones provistos de aire acondicionado, unos andenes impecablemente limpios y un ordenado sentido de la obediencia, visible tanto en los aparatos electrónicos como en los pasajeros. Bajaron desde la calle hasta el moderno complejo subterráneo donde Bond se encaminó directamente a la taquilla y pidió dos billetes turísticos que permitían efectuar recorridos ilimitados. Entregó treinta dólares de Hong Kong y recibió dos tarjetas plastificadas a cambio.

Todos los billetes de la Mass Transit tienen el tamaño de una tarjeta, pero los normales llevan unas franjas electrónicas que los aparatos electrónicos reconocen. Los billetes son tragados por el aparato electrónico cuando finaliza cada viaje y, de este modo, se pueden volver a utilizar y se consigue un ahorro de miles de dólares anuales. Los billetes turísticos, en cambio -cada uno de ellos con una vista del puerto-, permiten efectuar viajes ilimitados y ahorrar mucho tiempo. El deterioro de las tarjetas plastificadas está fuertemente sancionado, al igual que el hecho de fumar o llevar comida y bebidas en la fría e impoluta atmósfera del sistema de la Mass Transit.

Tomando de un brazo a Ebbie y sujetando con fuerza la bolsa de bandolera, Bond bajó otros peldaños para dirigirse al andén. Un tren entró silbando en dirección a Kowloon.

Lo tomaron por los pelos, se acomodaron en los espartanos asientos y estudiaron el sencillo plano que Bond recogió al comprar los billetes. Bond señaló con un dedo la estación en la que deberían bajar y empezó a mirar con disimulo a su alrededor. Nadie pareció fijarse en ellos cuando el tren entró en la estación de Admiralty y volvió a ponerse en marcha para iniciar el recorrido bajo el puerto hasta Tsim Sha Tsui, a escasa distancia de la ancha y célebre Nathan Road. Allí pensaban bajar por primera vez. Los trenes que se dirigían a Kowloon seguían el mismo camino hasta Mong Kok o Prince Edward, lugar en el que las líneas se ramificaban en la de Tsuen Wan y la de Kwun Tong, la cual describía una gran curva hacia el nordeste. El tren en el que ellos viajaban pertenecía a la segunda línea que les alejaría demasiado del centro. Bond consideraba conveniente limitar la acción a una zona relativamente pequeña, para, de este modo, tener más facilidad de movimiento.

Al bajar vio, entre los pasajeros, a dos jóvenes chinos muy bien vestidos que evitaban cuidadosamente mirarle. Giró a la izquierda como si quisiera salir y observó que los dos chinos se acercaban.

– Sube otra vez al tren en el último segundo -le dijo a Ebbie, situándose a la altura de las puertas de un vagón. Era un truco muy viejo, pero podía dar resultado. Cuando las puertas empezaron a cerrarse, Bond empujó a Ebbie al interior del vagón y la siguió inmediatamente después. Para su decepción, vio que los chinos hacían lo mismo en un vagón de atrás. Entonces, Bond le dijo a Ebbie que bajara en la siguiente estación, la de Jordan, pero que no lo hiciera hasta el último momento.

Tardó un instante en percibir que los dos hombres aún estaban allí, pisándoles los talones. Ambos vestían trajes de color gris claro e impecables camisas y corbatas, pese al calor de la tarde. Se les hubiera podido tomar fácilmente por dos hombres de negocios que regresaban a sus despachos. Pero la experta mirada de Bond descubrió en ellos una excesiva precisión. Estaba seguro de que había entrado en acción otro equipo, el cual se encontraría seguramente por aquella zona. Salieron de la estación de Jordan y giraron a la derecha para adentrarse en la ruidosa Nathan Road, en dirección al puerto. Con rostro sonriente, Bond le comunicó a Ebbie que les seguían.

– Actúa con naturalidad -le dijo-. Párate a mirar los escaparates de las tiendas. Camina despacio. Al final de esta calle, llegaremos al Hotel Península. Cuando lleguemos allí intentaremos despistarles.

Las aceras estaban abarrotadas de peatones, más chinos e indios que europeos. Nathan Road parecía el punto de reunión de las culturas orientales. Unas banderas de llamativos colores colgaban sobre la calle. Las modernas vitrinas de los escaparates se apretujaban unas contra otras, pero, por encima de ellas, aún se podían ver los viejos edificios de los años veinte y treinta. Los rótulos de neón y de papel trataban de llamar la atención de la gente en las esquinas, mientras la omnipresente comida producía una amalgama de olores indescifrables. Había muchos establecimientos dedicados a la fotografía y a la electrónica, lo cual les ofreció a Bond y Ebbie la oportunidad de detenerse a cada paso como si compararan los precios mientras observaban a sus vigilantes.

Bond los había bautizado mentalmente con los nombres de Ying y Yang. Su habilidad demostraba bien a las claras que estaban perfectamente entrenados. Pese a lo cual, antes de cinco minutos, Bond creyó identificar a un equipo frente a ellos. Un chico y una chica de unos dieciocho o diecinueve años parecían profundamente enfrascados en una conversación, pero, cada vez que Bond y Ebbie se detenían, ellos, lo hacían también. El joven llevaba la camisa fuera de los vaqueros, lo suficiente para ocultar un arma. Ying y Yang, con sus trajes grises confeccionados a la medida, tenían múltiples lugares donde ocultar las armas. De pronto, a Bond se le ocurrió pensar que a lo mejor eran un escuadrón de ejecución. ¿Acaso no habían liquidado a Swift? No, se dijo. Chernov hubiera deseado estar presente al final. Tenía que haber un testigo del Centro de Moscú. Llegaron al Hotel Península y entraron por una de las puertas laterales que daba acceso a una galería comercial; Bond recordó que alguien le había dicho que aquella zona del hotel había sido un club de oficiales en el período subsiguiente a la segunda guerra mundial. Se preguntó cuántos espectros de comandantes borrachos albergarían aquellas opulentas galerías.

Mientras se volvían para subir la escalinata que conducía al vestíbulo principal, vieron entrar a Ying y a Yang. Los jóvenes habrían entrado, sin duda, por la puerta principal para, de este modo, completar el cerco.

– Adelántate -le ordenó Bond a Ebbie, entregándole la bolsa de bandolera-. Vete con el arsenal al lavabo. Estaré en el vestíbulo en cuanto haya resuelto este asunto.

Por fin se le ofrecía la ocasión de poner a prueba la lealtad de Ebbie. Bond la miró sonriendo, sacó la cajetilla de cigarrillos, se colocó uno entre los labios y empezó a darse palmadas en los bolsillos, buscando el encendedor. Ying y Yang se desconcertaron al ver que se detenía, pero de ninguna manera podían huir de su presa, por lo cual siguieron adelante sin mirar a Bond hasta que éste les cerró el paso y les preguntó en inglés si tenían fuego.

De cerca, parecían gemelos; tenían el cabello negro como el ébano, las caras redondas y los crueles ojos oscuros. Por un instante, los chinos se detuvieron y Ying musitó algo mientras levantaba una mano para introducirla en el interior de su chaqueta desabrochada. Cuando tenía la mano a la altura de la solapa, Bond le agarró la muñeca, la retorció con fuerza y tiró de ella hacia abajo mientras levantaba rápidamente la rodilla derecha. Casi pudo sentir el dolor del hombre cuando su rodilla le golpeó la ingle; pero el jadeo sí pudo oírlo con toda claridad. Casi antes de que éste se produjera, Bond ya había obligado al hombre a girar sobre sí mismo, empujándole hacia Yang en cuyo rostro se estrelló su cráneo. El golpe fue tan fuerte que se oyó un crujido y Bond notó que el cuerpo de Ying se aflojaba entre sus manos.

Antes de que nadie saliera de las tiendas de la galería, Ying y Yang quedaron amontonados en el suelo, semiinconscientes. Ying mantenía el cuerpo doblado a causa del dolor en la cabeza y en la ingle, mientras que a Yang parecia que le hubieran aplastado la cara con un pedazo de hormigón: le salía sangre de la nariz rota y, probablemente, se había partido el pómulo. Bond pidió a gritos que alguien avisara a la policía.

– ¡Esos hombres han intentado robarme! -gritó mientras se acercaba la gente, en medio de un guirigay de chino e inglés.

Se inclinó e introdujo una mano en el interior de la chaqueta de cada hombre. Como ya lo esperaba, iban armados con pesados revólveres de 38 mm.

– ¡Miren! -gritó-. Que alguien llame a la policía. Estos hombres son unos delincuentes.

Los gritos de indignación que escuchaba a su alrededor le indicaron a Bond que la gente estaba de su parte. Con mucho disimulo, empezó a retirarse, arrojó al suelo una de las armas, se metió la otra en el cinto, ocultándola bajo la chaqueta Oscar Jacobson, y empezó a subir la escalera.

– Allá abajo -les dijo a los guardias de seguridad que bajaban en aquel momento y con quienes casi estuvo a punto de chocar-. Un par de ladrones han intentado robar a mi amigo.

Ebbie le esperaba junto a la entrada, en un rincón del espacioso salón dorado donde los camareros corrían por entre las mesas sirviendo el último té de la tarde, supervisados por un jefe de cabello plateado. En lo alto de un lujoso estrado, una orquesta de cuatro miembros interpretaba selecciones de comedias musicales nuevas y antiguas. Sobre todo, antiguas.

Bond tomó la bolsa de bandolera y le comunicó a Ebbie que tenían que actuar con rapidez. Se dirigió a la entrada principal y miró a su alrededor en busca de la pareja identificada como el equipo de apoyo. Pero no vio rastro de ellos ni en el vestíbulo ni fuera, en el patio de entrada. Atravesaron la calle cuando el denso tráfico se lo permitió y se dirigieron a la zona portuaria, llena de edificios en construcción. Bond seguía buscando incesantemente al otro equipo.

– A lo mejor, los hemos despistado -dijo, apretándole un brazo a Ebbie-. Ven, sigamos por la izquierda. Lo menos que podemos hacer es buscarnos un hotel decente por unas horas. El Regent está por aquí. Es un enorme bloque de ladrillo, pero me han dicho que rivaliza seriamente con el Mandarin.

La vista del Regent quedaba bloqueada por los andamiajes de las obras, pero, una vez los hubieron dejado atrás, apareció el hotel con su calzada elevada y su patio de entrada lleno de Rolls-Royces y Cadillacs. Sin embargo, no fue sólo eso lo que vieron. En cuanto doblaron la esquina, se toparon directamente con el chico y la chica.

Bond asió la culata del revólver, y estaba a punto de extraer el arma cuando el joven le dirigió la palabra. No llevaba nada en las manos, pero la chica le protegía sin ninguna duda.

– ¿Míster Bond? -inquirió el joven.

– Sí -contestó Bond, retrocediendo en previsión de un posible ataque.

– No se alarme, señor. Míster Swift dijo que, si algo le ocurriera, yo debería entregarle eso a usted

– la mano se acercó pausadamente a un bolsillo del que el joven sacó un sobre-. Seguramente se habrá enterado del grave accidente que ha sufrido míster Swift esta tarde. Me llamo Han. Richard Han. Trabajaba para míster Swift. Ya está todo arreglado. Supongo que ya se habrá librado de los dos rufianes que le seguían. Oímos mucho jaleo…

– Sí -dijo Bond, cauteloso.

– Bueno, pues. Habrá un Walla Walla en la Ocean Terminal a las diez cuarenta y cinco. Yo estaré allí para despedirles. A las diez cuarenta y cinco en la Ocean Terminal. ¿De acuerdo?

Bond asintió mientras los jóvenes se tomaban de la mano y daban media vuelta.

– ¿Qué es un Walla Walla? -preguntó Ebbie más tarde mientras descansaban en la cama de una habitación situada en un piso alto del Regent.

– Es un sampán motorizado -contestó Bond-. Algunos dicen que se llama Walla Walla por el ruido que hacen los motores. Otros, que se llama así porque el primer propietario de una embarcación de esta clase era un tipo de Washington.

– Eres muy inteligente -dijo Ebbie, acurrucándose al lado de Bond-. ¿Cómo lo haces para aprender todas estas cosas, James?

– A través de la guía oficial de Hong Kong. Me la leí de cabo a rabo mientras tú te pasabas el rato en el cuarto de baño.

No tuvieron dificultades en encontrar habitación en el Regent. Bond exhibió su tarjeta Platimun del American Express a nombre de Boldman, y dijo que el precio no sería problema. Nadie se extrañó de que no llevara equipaje, aunque Bond explicó que, más tarde, se lo enviarían desde el aeropuerto. Mostró la bolsa de bandolera que llevaba colgada al hombro, pero no permitió que nadie se la subiera a la habitación.

Tras pedir al servicio de habitaciones una sencilla cena europea de tres platos para dos, Bond abrió el sobre. En su interior había una hoja de papel con un breve mensaje y un mapa de la isla de Cheung Chau.

En caso de que algo ocurra, le he entregado eso a un joven colega. Richard Han le prestará todo el apoyo que pueda. He organizado el transporte a Cheung Chau. La mujer le dejará en el puerto situado al oeste de la isla. Le interesa una villa de color blanco que se encuentra casi enfrente del Hotel Warwick, en el lado oriental, a diez minutos a pie del estrecho istmo. Tome la calle que discurre en medio de las casas a la derecha del embarcadero del transbordador. La villa está muy bien situada en lo alto del lado norte de la bahía de Tung Wan, y da a una hermosa franja de agua y arena. Huelga decir que el Warwick se encuentra en el lado sur. Que yo sepa, no hay dispositivos de alarma, pero el lugar está siempre muy bien vigilado cuando alguien se aloja allí. Tiene por lo menos un teléfono y el número local es el 720302. Recuerde los nueve que resultaron muertos en Cambridge y el incendio de la isla de Canvey. Si lo consigue, yo no estaré allí para desearle suerte, pero la tendrá de todos modos.

SWIFT

Bond no tuvo más remedio que aceptar la nota, el mapa y la persona de Richard Han como auténticas. Por lo menos, había encontrado un medio de trasladarse a Cheung Chau y de localizar la casa. Antes de que les subieran la cena, Bond se fue al cuarto de baño para examinar las armas y el equipo que contenía la bolsa de lona. Decidió armar a Ebbie con unos de los revólveres de 38 mm. Él se quedaría el del mismo tipo que les había arrebatado a Ying y Yang. El resto podría llevarlo en la bolsa. Una vez localizada la villa, sabía lo que tenía que hacer. Con un hombre como Chernov no podía uno correr ulteriores riesgos. Regresó al dormitorio, comió con buen apetito, esperó a que Ebbie utilizara primero el cuarto de baño y luego se quitó la ropa y se tomó una ducha. No tenían ninguna muda de ropa, pero, por lo menos, se habían refrescado y estaban limpios. Bond se secó vigorosamente con la toalla, y se tendió en la cama. A pesar de su cansancio, Ebbie hizo gala de una innegable inventiva que encantó a Bond. Tras echar un sueñecito, el agente volvió a repasar los puntos esenciales de aquella noche.

– ¿Lo has comprendido? -le preguntó a Ebbie al término de la instrucción-. Te quedarás donde te diga hasta que yo vuelva. Después, improvisaremos -añadió, dándole un beso suave en cada oreja.

Se vistieron y se armaron. Bond observó complacido que Ebbie manejaba el revólver y las municiones de repuesto con visible maestría.

Salieron del hotel poco después de las diez. A las diez cuarenta y cinco en punto, Richard Han se reunió con ellos junto a la gran galería comercial llamada Ocean Terminal, cerca del muelle de los transbordadores Star. Se alejó con ellos de los muelles principales y bajó por un camino al puerto donde les esperaba la vieja desdentada con su sampán.

– ¿Sabe adónde tiene que llevarnos? -preguntó Bond.

Han asintió.

– Y no debe darle dinero -dijo-. Ya ha cobrado lo suficiente. La travesía durará casi tres horas. Lo siento, con el transbordador se tarda sólo una, pero así es mejor.

En realidad, tardaron casi cuatro; en el transcurso del viaje la mujer no les dirigió ni una sola vez la palabra, y se mantuvo tranquilamente sentada junto a la caña del timón.

Eran casi las tres de la madrugada cuando Bond y Ebbie desembarcaron en la isla de Cheung Chau, situada a doce kilómetros al oeste de Hong Kong. El sampán se balanceó y cabeceó mucho en alta mar, pero, cuando se acercaban al puerto, la anciana apagó el motor y utilizó un remo para alcanzar en silencio la orilla situada entre los juncos y los sampanes, algunos de ellos amarrados juntos y otros fondeados en el embarcadero. Por fin llegaron al muro del puerto y la mujer les susurró algo que no entendieron, pero que interpretaron como una invitación a desembarcar. Juntos se encaramaron a la ancha franja de hormigón que bordeaba el agua, y Bond levantó un brazo para despedirse de la mujer.