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Como muchas casas francas de Europa, aquella villa situada en lo alto del promontorio con su vista de belleza sin igual, era, por dentro, de una rigidez espartana. Se observaban los habituales indicios de instalaciones a prueba de sonidos. Un papel de pared insólitamente grueso decoraba el salón principal de la casa en el que entraron a través de las grandes puertas correderas. El mobiliario era funcional, había sillas de bambú y una mesa de madera maciza. No había cuadros en las paredes ni adorno alguno sobre la repisa de la chimenea.
Bond bajó el revólver en cuanto vio que no tenía ninguna posibilidad y miró a Ebbie, indicándole con los ojos que guardara silencio. Al fin, habló, dirigiéndose a Ebbie.
– Miss Heritage, este caballero que nos apunta con la pistola es lo que pudiera decirse una estrella de primera magnitud. Permítame que le presente al general Konstantin Nikolaevich Chernov, Héroe de la Unión Soviética, condecorado con la medalla de la Orden de Lenin. La lista de sus condecoraciones es muy larga, pero le diré que, en la actualidad, es jefe de Investigaciones del Departamento 8, Dirección 5 del KGB. Este Departamento era conocido en otros tiempos con la denominación de SMERSH. Sospecho que el general preferiría seguir llamándolo con este emotivo nombre.
Chernov sonrió complacido, inclinó la cabeza en dirección a Ebbie y luego ordenó a sus hombres que los llevaran a los dos al interior de la villa.
– No sabe usted cuánto me alegro de volver a verle -le dijo el general a Bond, una vez dentro-. Ardía asimismo en deseos de conocer a su acompañante. Por un estúpido descuido, la perdimos en Irlanda, miss Heritage… ¿O sería tal vez más correcto llamarla Fräulein Nikolas?
– Heritage -contestó Ebbie muy tranquila.
– Como quiera -dijo Chernov, encogiéndose de hombros-. En cualquier caso, también me alegro mucho de verla. Eso completa el ridículo asunto de Pastel de Crema. Todos los pollos irán a parar a la cazuela y recibirán su merecido, ¿no es verdad?
Bond ya había decidido qué estrategia debía seguir. Carraspeó, tosió y dijo:
– Mi general, tengo poder para negociar.
– ¿De veras? -los astutos ojos de Chernov se clavaron en los de Bond; había en ellos un brillo burlón-. ¿Tiene poder para pactar?
– Dentro de ciertos límites, sí -mintió Bond-. Se pueden hacer ciertos canjes con las personas que usted retiene aquí: miss Dare, miss Heritage, Maxim Smolin, míster Baisley y Fráulein Dietrich. Estoy seguro de que usted deseará recuperar a ciertas personas. Tenemos a varias en reserva.
Mischa se rió por lo bajo mientras Chernov soltaba una gutural carcajada.
– Todos los relacionados con Pastel de Crema, ¿verdad? Los que están sentenciados a muerte.
– Sí.
Mischa volvió a reírse.
– Bueno, pues, ¿qué hacemos primero, camarada general? ¿Liquidar a los traidores y espías o poner a prueba a sus marionetas amaestradas?
– Disponemos de tiempo, Mischa. Tranquilícese. Estamos en un lugar muy agradable. Hoy hará mucho calor. Al anochecer, pondremos las marionetas a trabajar. Y después, podremos llevar a cabo el ritual que a usted tanto le gusta. Teniéndoles a todos encerrados aquí, podemos permitirnos el lujo de ir despacio. Merecen morir lentamente. Querían que trasladáramos a Smolin y Dietrich a Moscú, pero eso hubiera sido bastante difícil -Chernov exhaló un suspiro y miró a Ebbie con intención-. Ahora, esta joven apellidada Nikolas me podría proporcionar un poco de placer antes de que le arranquemos la lengua y la despachemos al otro barrio. ¿No está de acuerdo? -preguntó, mirando a Bond.
– No puedo estar de acuerdo porque no sé a qué se refiere.
– No me diga. Vamos a tomarnos un café y unos bollos y se lo explicaré. Mischa, ¿ya ha venido el amah con las provisiones para hoy?
– Sí, pero le he dicho que se fuera. Me ha parecido mejor que hoy no hubiera ningún extraño aquí.
– Tiene usted mucha razón, Mischa. Entonces ¿tomaremos un poco de café y comeremos unos panecillos con confitura?
– Hubiera tenido que traerse a su criado, mi general.
– Tal vez. Uno de estos hombres le ayudará -dijo Chernov, señalando con la cabeza a un sujeto que permanecía de pie junto a la puerta y a otro que acababa de situarse cerca de la ventana. Ambos iban armados con pistolas ametralladoras listas para disparar. Mischa le tocó un brazo al que estaba junto a la puerta y le habló en ruso. El individuo se echó la correa de la pistola al hombro y estaba a punto de seguir a Mischa cuando intervino Chernov.
– Puede ayudarle, pero creo que, primero, alguien debería escoltar a la joven al lugar donde se encuentran sus compañeros. Probablemente, tendrán muchas cosas de que hablar. Procure sacar el máximo provecho -añadió, mirando con una sonrisa a Ebbie.
Mischa la llamó y el guardián la apuntó con el cañón de la pistola. Ebbie asintió en silencio y se levantó de la silla, mirando primero a Bond y después a Chernov. Acto seguido, se acercó a Chernov y le escupió en pleno rostro. Éste retrocedió desconcertado, pero su reacción fue tan rápida que Bond ni siquiera pudo ver cómo su mano abofeteaba la mejilla izquierda de Ebbie con la palma y la derecha con el dorso. Ebbie no profirió el menor grito y recibió los golpes sin acercarse siquiera la mano al rostro. Ambos guardianes se adelantaron de un salto, pero ella se limitó a dar media vuelta para seguir al preocupado Mischa. Un guardián se situó a su espalda mientras el otro regresaba a su puesto, junto a la ventana. Chernov se secó el escupitajo del rostro.
– Estúpida muchacha -musitó-. Hubiera podido aliviarle un poco lo inevitable.
– A pesar de su barniz de sofisticación, es usted un hijo de puta extraordinariamente despiadado, Chernov -dijo Bond.
Los archivos del Cuartel General de Regent's Park describían con todo detalle su retorcida crueldad, pero no podían reflejar su degenerada naturaleza. Chernov se hubiera podido equiparar, con toda justicia, al más cruel y perverso jefe que jamás haya tenido el KGB, el infame Lavrenti Pavlovich Beria, de triste memoria.
– ¿Yo? -dijo Chernov, arqueando las cejas-. ¿Despiadado yo? No sea estúpido, Bond. Estas chicas fueron utilizadas por los no menos despiadados planificadores de operaciones de su Servicio. Probablemente les explicaron el riesgo que corrían -lanzando un bufido, Chernov añadió-: Usted y yo sabemos que Pastel de Crema pretendía conseguir la deserción de dos altos y expertos funcionarios, Smolin y Dietrich. Por si eso no bastara, sus jefes añadieron otros dos objetivos. Todo salió a pedir de boca. Pero el KGB y el GRU no podían permanecer impasibles. Dos de las chicas han sido eliminadas. Sería injusto amonestar tan sólo a los demás. Las comunidades de espionaje mundiales tienen que ver que tomamos represalias. En cualquier caso -volvió a encogerse de hombros-, las órdenes de mi presidente son que se lleven a cabo ejecuciones sumarias. Los cuerpos serán abandonados con marcas de advertencia. Algo así como un sacrificio ritual, ¿comprende?
Chernov hablaba con la mayor frialdad e indiferencia, como si las ejecuciones de Heather, Ebbie, Jungla, Dietrich y Smolin fueran tan intrascendentes como la imposición de una multa por exceso de velocidad.
– Entonces, ¿no podemos negociar?
– No se puede negociar con los muertos.
– ¿Y yo, mi general?
– ¡Ah! -exclamó Chernov, señalando con el índice de la mano derecha a Bond. Antes de que pudiera decir nada, llamaron a la puerta y entró el guardián, llevando una gran bandeja con una jarra de café, tazas, un cesto de bollos y tarros de confitura. Le seguía Mischa, que sostenía en una mano la pistola ametralladora del hombre. Era evidente que no quería ser mayordomo de nadie, ni siquiera de Chernov-. ¡Ah! -repitió el general, bajando el dedo-. Aquí tenemos el desayuno.
Mischa y el otro guardián se retiraron. Bond observó que el hombretón situado de pie junto a la ventana miraba la comida con cierta envidia.
– ¿Decía usted, mi general?
– Ya hablaremos cuando hayamos desayunado, mi estimado Bond. Disfrute de mi hospitalidad mientras pueda.
Dicho lo cual, se negó a seguir hablando del asunto. De hecho, se pasó varias horas sin referirse para nada al futuro de Bond. Al terminar el desayuno, Chernov dictó una serie de órdenes. El otro guardián regresó a la estancia y, sin que nadie les dijera nada, ambos hombres tomaron a Bond por los brazos, lo llevaron fuera, y bajaron con él dos tramos de una escalera de piedra. Abrieron una pesada puerta y lo arrojaron al interior de una pequeña celda completamente vacía, a excepción de una pequeña bombilla cubierta por una reja metálica en el techo. No había ventanas ni muebles, sólo el espacio suficiente para que un hombre pudiera permanecer de pie con los brazos extendidos. Mischa apareció en la puerta.
– Míster Bond -dijo, utilizando por primera vez un afeminado ceceo. Llevaba unas prendas de ropa que arrojó al suelo de la celda. Había un mono de trabajo azul oscuro, unos calcetines de nilón, ropa interior y un par de mocasines baratos-. Son de su talla, míster Bond. Nos la han comunicado desde Moscú. El general desea que se desnude y se ponga esta ropa -Mischa sonrió, exhibiendo toda la dentadura-. Usted tiene fama de mago… De llevar artilugios escondidos en las mangas y otras cosas por el estilo. El general cree que así estaremos más tranquilos. Cámbiese ahora, por favor.
Bond no tuvo más remedio que obedecer. Con la mayor lentitud posible, se fue quitando la ropa junto con el valioso equipo que llevaba oculto. Se puso el mono y se sintió ridículo. Mischa tomó sus ropas y salió, dando un portazo. Bond oyó que cerraba con un grueso candado.
Se pasó un rato evaluando la situación. Había un agujerito de diámetro no superior al de un lápiz por encima de la puerta. Le debían de estar observando a través de un sistema de control integrado por minúsculas lentes de fibra óptica. La celda se encontraba debajo de la villa. No había forma de escapar. La única posibilidad que tenía era recuperar el equipo auxiliar oculto en la tierra, cerca de la villa. Temiendo que éste no le sirviera de nada, cruzó las piernas, se sentó impasiblemente en el suelo, y vació la mente de pensamientos e inquietudes para concentrarse en una especie de nada.
No supo cuánto tiempo transcurrió antes de que aparecieran los dos guardianes llevando más comida, que él rechazó. Los guardianes parecieron tomarlo a mal, pero se retiraron.
A medida que pasaban las horas, Bond controlaba cada vez mejor su cuerpo y su mente en la certeza de que, cualquiera que fuera la prueba que le reservara el general, necesitaría hacer acopio de toda su experiencia y de todo su valor físico y mental para combatirla, e incluso utilizarla en provecho propio con el fin de salvar al equipo de Pastel de Crema y a sí mismo de la muerte.
Sintió instintivamente que el día estaba languideciendo. Al fin, abrieron la puerta y los mismos hombres le arrastraron fuera de la celda, le hicieron subir la escalera y le acompañaron a la estancia principal de la casa donde antes había desayunado en compañía de Chernov. Esta vez, la habitación le pareció más pequeña porque estaba llena de gente. A través de la ventana, vio que la blanca arena se teñía de rojo sangre en el ocaso.
Miró a su alrededor y vio a Chernov sentado en un sillón de bambú en el centro de la estancia. Los demás estaban encadenados juntos y, entre ellos, vio dos rostros nuevos. Reconoció en el hombre a Franz Wald Belzinger…, Jungla Baisley por otro nombre. Era el rostro que había estudiado a través de varias fotografías aquella primera tarde, tras almorzar con «M» en el Blades. Lo que más le sorprendió fue la corpulencia de Baisley, el cual debía superar el metro ochenta y cinco de estatura y tenía unos hombros muy anchos. Contaba veintisiete añós, pero aparentaba menos debido tal vez a su despeinado cabello pelirrojo. Al ver a Bond, le dirigió una sonrisa como de bienvenida.
– Creo que los conoce usted a todos a excepción de Fräulein Dietrich y míster Baisley, tal como gusta de ser llamado -dijo Chernov.
Susanne Dietrich era delgada y tenía el cabello rubio. Miró a Bond con rostro asustado mientras Jungla intentaba levantarse, esbozando una sonrisa de universitario norteamericano.
– Hola, míster Bond. He oído hablar mucho de usted.
La voz tenía ciertos matices germánicos, más en la sintaxis que en el acento. El joven no quería demostrar que tenía miedo.
Bond asintió, tratando de esbozar una sonrisa tranquilizadora. Vio a Maxim Smolin, a Heather y a Ebbie. Heather le devolvió la sonrisa, Smolin le guiñó un ojo y Ebbie le lanzó un beso. Menos mal que se enfrentaban a su destino con dignidad. Bond les preguntó si estaban bien y todos asintieron con la cabeza.
– Bueno, pues, yo a eso lo llamaría una reunión de familia -dijo Chernov, soltando una carcajada como si acabara de inventarse el chiste más gracioso del mundo-. ¿O acaso debería llamarlo consejo en lugar de reunión? -preguntó. Al ver que nadie contestaba, añadió-: Estos cinco prisioneros ya saben lo que les va a ocurrir. Han sido informados de su delito y de la razón por la cual van a morir. Conocen, también, el método de sus muertes, que tendrán lugar mañana al amanecer -hizo una pausa, como si saboreara el hecho de antemano-. En cuanto al comandante James Bond, de la Royal Navy, Servicio Secreto de Espionaje… En cuanto a él… Bueno, pues, el Departamento al que represento tiene dictada una orden de ejecución desde hace muchos años. ¿Lo sabe usted, míster Bond?
Éste asintió, recordando las muchas veces que había burlado y causadQ irreparables daños al negro corazón del KGB, antiguamente llamado SMERSH.
– No subestimemos al comandante Bond -dijo Chernov, póniéndose muy serio-. Ha demostrado ser un enemigo valeroso, hábil, extraordinariamente eficiente y audaz. Sería impropio de mi departamento liquidarle simplemente con una bala, un cuchillo o un inyección de racina, el fármaco que tanto les gusta a nuestros primos búlgaros. Como a un torero, al comandante Bond hay que ofrecerle una «oportunidad de luchar» -el general ruso dirigió una siniestra sonrisa a Bond-. Comandante Bond, ¿sabe usted lo que es una «marioneta»? En sentido operativo, quiero decir.
– ¿Alguien a quien es fácil controlar? -preguntó Bond.
– No soy justo con usted, James Bond -dijo Chernov, riéndose-. Son las Fuerzas Especiales del Ejército Rojo, las Spetsnaz, equivalentes, si no me equivoco, a sus SAS, que utilizan la palabra «marioneta». Las «marionetas» son muy útiles durante su adiestramiento. En la Unión Soviética llevamos más de cincuenta años utilizándolas. Nuestra noble antecesora, la Cheka, los llamaba «gladiadores»; más tarde, el NKVD los calificó de «voluntarios», aunque, en realidad, distan mucho de serlo. El SMERSH, en sus distintos disfraces, siempre ha utilizado para designarlos un nombre inglés, lo cual no deja de ser curioso, ¿verdad? Nosotros los llamamos «Robinsones», comandante Bond. Puede que usted les conozca bajo esta denominación. Por consiguiente, vuelvo a preguntarle, ¿sabe usted lo que son los «Robinsones»?
– He oído rumores -contestó Bond, sintiendo que se le encogía el estómago.
– ¿Y creyó en ellos?
– Probablemente.
– Y con razón. Permítame que se lo explique. Cuando alguien es condenado a muerte en la Unión Soviética, el hecho de que muera con rapidez o de que su muerte se utilice en beneficio del Estado depende del lugar que ocupe en la comunidad -otra vez una gélida sonrisa iluminó los ojos de Chernov-. A diferencia de los decadentes británicos, que tan limpiamente se entregan a nosotros por culpa de su autocomplacencia, su laxitud y su incapacidad de ver que pronto acabaremos gobernando por entero su política… -la voz de Chernov se elevó un tono-. A diferencia de los británicos, que son tan remilgados a la hora de utilizar la pena de muerte, nosotros la utilizamos con provecho. Cierto que los ancianos y las mujeres son ejecutados casi inmediatamente. Otros son enviados a centros médicos; algunos colaboran en la construcción y funcionamiento de los reactores nucleares…, encargándose de las tareas más peligrosas. Los hombres más fuertes, aptos y jóvenes se convierten en «marionetas» o «Robinsones». Es un buen adiestramiento para nuestros hombres. Hasta que un soldado no demuestra que puede matar a otro ser humano, no podemos estar seguros de él.
– Eso es lo que he oído decir -Bond se notaba la cara paralizada, como si un dentista le hubiera administrado una inyección-. Dicen que les proporcionan blancos vivos para las prácticas…
– No son simples blancos, comandante Bond. Ellos pueden repeler el ataque, aunque dentro de ciertos límites, claro. Saben que, si intentaran escapar o utilizar las armas contra quienes no deben, serían segados como el trigo. En los ejercicios, son auténticos contrincantes. Matan y son matados. Si son muy buenos, pueden sobrevivir bastante tiempo.
– ¿Tres ejercicios y son indultados?
– Me temo que eso es un cuento de viejas -Chernov sonrió-. Los «Robinsones» jamás sobreviven al final. Saben que están sentenciados y luchan con más denuedo si piensan que, al cabo de tres ejercicios, recibirán el indulto.
Chernov se examinó las uñas. La estancia estaba cargada de tensión. Después, el general soviético se volvió e hizo una seña a los dos guardianes, los cuales se retiraron, cerrando cuidadosamente la puerta que había a su espalda.
– Cuando supimos que usted, un hombre que figura en nuestra lista de muertes, había recibido el encargo de resolver la cuestión de Pastel de Crema, dirigí una petición al Centro de Moscú. Pedí unos cuantos «Robinsones» que ya hubieran superado dos ejercicios y creyeran que sólo les faltaba uno para conseguir el indulto. Solicité que fueran jóvenes. Debería sentirse usted muy honrado, míster Bond. Es la primera vez que nuestros superiores permiten que los «Robinsones» actúen fuera de la Unión Soviética. Esta noche, desde la medianoche hasta el amanecer, usted luchará en esta islita con nuestros cuatro mejores «Robinsones», los cuales intentarán matarle. Irán armados y permitiremos que usted también lleve un arma. Pero, durante seis horas, en la oscuridad y en un terreno que usted no conoce, pero ellos sí, será usted perseguido sin piedad. Jame Bond, quiero presentarle a sus «Robinsones».
Acto seguido, Chernov gritó una orden y uno de los hombres abrió la puerta por fuera.