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23. El Arrebato Chino

Pensó que le iban a estallar los pulmones a causa del esfuerzo; corría con mayor rapidez que cuando abandonó la casa, seguido de cerca por los «Robinsones». El dolor que sentía en los pulmones, combinado con el que sentía en los muslos y en las piernas, le hizo olvidar en parte el tormento de su brazo herido y fracturado. Se había colocado el brazo roto en el interior del mono y sostenía la Luger en la mano derecha.

Corrió sin descanso, tropezando con las piedras y levantando el polvo de la carretera que casi le conduciría hasta el promontorio y la villa. No intentó siquiera calcular el tiempo que había transcurrido, pero estaba seguro de que era bastante. Al cabo de una eternidad, llegó a la elevación situada por encima de la villa y se arrodilló para que no le vieran. Apoyándose en el hombro derecho, se incorporó para echar un vistazo.

A pocos metros más abajo, vio una mancha amarronada y unos restos humanos esparcidos a su alrededor, como si un niño caprichoso se hubiera entretenido en descuartizar dos muñecos: era lo que quedaba de los dos «Robinsones» que había quemado la víspera.

Bond captó un movimiento en la fachada de la villa. El guardián que no había acompañado a Heather, se hallaba agazapado junto a la entrada principal con la pistola ametralladora lista para disparar, vigilante y alerta. Chernov debía de estar nervioso, pensó Bond. Ya se habría enterado de la muerte de los dos «Robinsones» en las inmediaciones de la villa y estaría preocupado por la tardanza de los otros dos. Habría allí dentro muchos dedos dispuestos a apretar un gatillo, aunque suponía que Chernov aguardaría el regreso de Heather. Nadie hubiera apostado un céntimo por la supervivencia de Bond teniendo tantas probabilidades en contra.

Chernov estaría dentro en compañía de Mischa, preparando la matanza ritual. El momento de las ejecuciones ya debía de estar muy próximo. Lenta y dolorosamente, Bond trató de situarse detrás de la casa, consciente de que la bomba de relojería estaba a punto de estallar. Bajó poco a poco y se levantó una vez más. La parte trasera de la casa se encontraba a unos cincuenta metros de distancia, que cubrió rápidamente inclinando el cuerpo hacia un lado, tal como había hecho durante el camino de vuelta desde el templo de Pak Tai. Es curioso, pensó, cómo se modificaba el sentido del equilibrio cuando uno tenía un brazo fuera de combate. Llegó al murete sin que nadie le viera y avanzó en silencio hacia la casa.

De repente, se oyó un sonido procedente del otro lado de la villa, el sonido que Bond más temía escuchar desde que iniciara el camino de vuelta a la casa: un penetrante grito de mujer, que más parecía el de un animal sometido a un doloroso suplicio. En su mente apareció la vívida imagen de Ebbie con la boca abierta a la fuerza mientras Chernov sostenía un bisturí en la mano, dispuesto a inflingirle el terrible castigo.

En aquel momento, el guardián dobló la esquina para echar un vistazo a la parte de atrás. Se detuvo en seco con la boca abierta. Levantó la pistola ametralladora, pero, antes de que pudiera disparar, la Luger de Bond vibró un par de veces y dos balas le penetraron en el pecho, derribándole al suelo como si fuera un bolo. Mientras se acercaba, Bond creyó percibir un movimiento a su derecha por el rabillo del ojo, pero, al volverse con la Luger a punto, no había nadie. Era una broma que le había gastado la luz matutina.

De pronto, se oyó un grito procedente de la parte anterior del jardín y el rumor de unos pies que corrían, pero, antes de que apareciera nadie por la esquina, Bond se abalanzó sobre el guardián y le arrancó la pistola ametralladora que, sólo por el tacto, identificó como una Uzi. Era una versión reducida, y tenía la caja plegada; se preguntó por que razón el KGB utilizaba armas israelíes.

Mischa dobló la esquina en el instante en que Bond levantaba la Uzi con una sola mano, y disparaba contra el hombre de confianza de Chernov una descarga que casi le partió por la mitad. Disparó mientras corría y se encontró en la parte anterior de la villa casi sin percatarse de ello.

– Suelte el cuchillo y no se mueva -le gritó a Chernov, que es encontraba de pie junto a la puerta sin más arma que el bisturí y con el rostro más pálido que la cera.

Chernov se encogió de hombros, soltó el bisturí y levantó las manos.

Maxim Smolin, Susanne Dietrich y Jungla Baisley aún se encontraban encadenados en un rincón, mientras que Ebbie yacía amarrada a una plancha colocada sobre tres caballetes de aserrar.

– ¡Dios mío, la cosa iba en serio! -exclamó Bond-. Usted debe de estar loco, Chernov.

– La venganza no es sólo el placer de los dioses -dijo Chernov, retrocediendo asustado; en sus ojos seguía brillando una mezcla de furia y decepción-. Un día, James Bond, todos los fantasmas de SMERSH se levantarán para aplastarle. Eso será una venganza.

Bond raras veces experimentaba el deseo de causar daño a otra persona, pero, en aquel momento, se imaginó a Chernov alcanzado por los tres dardos de acero de la pluma letal: uno en cada ojo y uno en la garganta. Sin embargo, tenía que apresar vivo a Chernov.

– ¡Ya lo veremos! -contestó-. Las llaves, mi general. Quiero soltar estas cadenas.

Chernov vaciló un instante; luego sus manos se extendieron hacia la mesa donde se encontraban las llaves.

– Tómelas con cuidado -Bond dominaba ahora por completo la situación-. Suélteles.

Chernov volvió a dudar mientras sus ojos parpadeaban, mirando hacia un punto situado a la espalda de Bond. No, pensó éste, no caeré en esta vieja trampa.

– Haga lo que le digo, Kolya…

Bond sintió que se le erizaban los cabellos de la nuca y se volvió, dejando la frase inconclusa.

– Yo que tú, Jacko, depositaría el arma con mucho cuidado sobre la mesa.

Norman Murray había penetrado en silencio por la puerta principal, empuñando en la mano derecha una PPK Walther, modelo especial de la policía.

– ¿Cómo…? -preguntó Bond sin dar crédito a lo que veían sus ojos.

– Kolya -dijo Murray muy tranquilo-, yo dejaría las llaves donde están. La venganza que desea tendrá que retrasarse un poco porque tengo la sensación de que pronto subirán unos visitantes. Siento llegar tan tarde, pero fue bastante complicado evitar a mi gente y a los británicos.

Chernov emitió un sonido ininteligible.

– Bueno, para poder salir con seguridad, tendremos que utilizar a este Bond como garantía, ¿no es cierto? -preguntó.

– ¡Norman! -exclamó Bond, retrocediendo-. Pero, ¿qué demonios…?

– Ah, Jacko, los males de este perverso mundo. ¿Recuerdas el encantador libro de Robert Louis Stevenson, La isla del tesoro? Es un gran libro. ¿Recuerdas la escena en que el joven Jim Hawkins conoce al proscrito Ben Gunn? Bueno, el viejo Ben Gunn intenta explicarle a Jim cómo se entregó a la piratería, y le dice: «Todo empezó jugando a los dados sobre las benditas lápidas sepulcrales.» Bueno, pues supongo que a mí debió de ocurrirme algo parecido. Ahora, deja este cañón sobre la mesa, Jacko Bond.

Éste se volvió de espaldas y depositó cuidadosamente la Luger al lado de las llaves.

– Ahora, manos arriba, Jacko.

– Tengo un brazo roto.

– Bueno, pues, mano arriba. Qué pedante eres, Jacko.

Cuando se volvió de cara, levantando muy despacio la mano derecha, Bond ya había conseguido sacar la pluma del bolsillo superior del mono y ahora la mantenía oculta en la palma de la mano derecha. Dos traidores, pensó; y el segundo, nada menos que un oficial de la Rama Especial de la República de Irlanda. Un hombre que mantenía relaciones secretas muy especiales con el Servicio británico de espionaje y que incluso colaboraba con el propio «M» en persona.

– Muy bien -añadió Murray-. Tal como te estaba diciendo, Jacko, todo empezó, en cierto modo, jugando a los dados sobre las lápidas de las tumbas; sólo que lo mío eran los caballos. El viejo chiste de siempre, caballos lentos y mujeres rápidas. Las deudas y una dama que me comprometió una noche en Dublín y me embroquetó como un pavo en Navidad. Quiero que sepas que lo mío no fue una cuestión de política, sino más bien de dinero.

– ¿Dinero? -repitió Bond en tono despectivo-. ¿Dinero? Entonces, ¿por qué te molestas en rescatarme de Chernov?

– Verás, es más bien una tapadera. A nadie se le ocurriría descubrir su propia tapadera, ¿no crees, Jacko? Yo jugaba, en realidad, a tres bandas: con mi gente, con vosotros los británicos y con estos tipos. Soy un agente triple, Jacko, y no supe que el secreto había sido descubierto hasta que te vi en el aeropuerto de Dublín. Pero eso ya es agua pasada.

– No te preocupes, Norm. Y no vuelvas a decirme que no te llame Norm porque ahora eres el camarada Norm.

– Quizá tengas razón. No sé cómo lo voy a pasar en aquel país. Hará un frío de mil diablos. Pero es que ahora todos me persiguen, Jacko. Tu jefe «M» va tras de mi con toda seguridad; por eso pienso largarme con Kolya -Murray miró a Chernov-. ¿No cree que deberíamos irnos, Kolya? Los sabuesos ya están al llegar. Me pisaban los talones cuando me fui de Dublín.

– Nos iremos en cuanto finalice este asunto -dijo Chernov, asintiendo muy serio.

Aprovechando aquella momentánea distracción, Bond pudo girar las dos piezas de la pluma en sentido contrario al de las manecillas del reloj con el índice y el pulgar de la mano derecha, colocando después el arma con la cara hacia afuera, y el pulgar en el gatillo.

– ¡Norman! -gritó, modificando la posición de su cuerpo de tal forma que quedara alineado con la cabeza de Murray. A continuación, apretó rápidamente el gatillo dos veces-. Lo siento, Norman -añadió mientras los dos dardos de acero dejaban unos pequeños orificios rojos en la cabeza del hombre de la Rama Especial, precisamente por encima de sus ojos.

– ¡Jacko!

La voz debió de ser un reflejo porque seguramente Murray ya estaba muerto cuando habló, inclinándose hacia adelante y soltando el arma mientras Bond aprovechaba el momento para recuperar la Luger que había sobre la mesa.

La misión ya estaba cumplida. Los que hubieran podido causar un escándalo habían muerto. Chernov sería una jugada maestra. Bastaría con efectuar una somera limpieza y facilitar una explicación plausible a la prensa.

– Bueno, pues, Kolya Chernov… -la voz de Bond no era tan firme como él hubiera deseado porque apreciaba de veras a Murray-. Tome las llaves y suelte a esta buena gente -y mirando a Ebbie, Bond añadió-: Cuando estés libre, ve al teléfono y marca el número que yo te diré, cariño. Es el del residente de mi Departamento en Hong Kong. Tendrás que cubrir al general mientras yo hablo con él. Ahora todo tiene que ser oficial.

Cuando Chernov le retiró las esposas, Ebbie se fue al teléfono. La conversación duró apenas tres minutos. Entretanto, los demás fueron liberados también. Jungla y Smolin, por propia iniciativa, encadenaron a Chernov, el cual parecía haber perdido toda su capacidad de luchar.

Bond colgó el teléfono y apoyó la mano sana sobre la mesa. Sintió una leve presión en el hombro y una mano que se deslizaba por su brazo hasta posarse sobre la suya.

– Gracias -dijo Ebbie con la voz entrecortada por la emoción-. Te estoy muy agradecida, James.

– No es nada -dijo él.

Experimentó de nuevo un intenso dolor, la cabeza le empezó a dar vueltas y se le doblaron las piernas. En un remoto rincón de su mente, se alegró de poder olvidar.

James Bond recuperó el conocimiento en una habitación privada de hospital. El residente del Servicio se encontraba junto a su lecho. Bond le conocía muy bien porque hablan trabajado juntos, una vez en Suiza y otra en Berlín. Bond no tardó en advertir que tenía el brazo izquierdo escayolado.

– Tienes dos fracturas y algunos desgarros musculares.

– Pero, dejando esto aparte -dijo Bond sonriendo-, ¿le ha gustado la comedia, señora Lincoln?

Era una antigua broma que ambos solían compartir en otros tiempos.

– «M» te felicita y quiere que te comunique su severa reprimenda por el hecho de haber permitido que esta chica te acompañara hasta aquí.

Bond cerró los ojos; se sentía profundamente cansado.

– No es fácil detener a una chica como Ebbie. No te preocupes, no es el único error que he cometido.

– Quiere que regreses a Londres. Los médicos dicen que mañana podrás dejar el hospital, pero que deberás quedarte aquí un par de semanas. Nuestro jefe ha accedido a ello a regañadientes. Los matasanos te quieren vigilar el brazo, ¿comprendes?

– ¿Y los demás? -preguntó Bond.

– Todo arreglado. Sin jaleos ni preguntas. A Chernov le han enviado a Londres, esta tarde. Por cierto, tú estuviste fuera todo el día.

– Abridle en canal -dijo Bond, haciendo una mueca reveladora de una insólita crueldad innata en él.

– De momento, negamos cualquier conocimiento sobre el asunto. Los nuestros le someterán a severas pruebas antes de que el hecho trascienda al público…, si es que alguna vez lo hace. Miss Dietrich, el joven Baisley y Maxim también se han ido. Smolin ha quedado inservible para las operaciones de campaña, pero ya le encomendarán algún trabajo en la sección del Bloque del Este del Cuartel General. Tú procura descansar, James. Ya has recogido hasta las últimas migajas de Pastel de Crema y ya no tienes que preocuparte por nada.

– ¿Dónde está Ebbie?

– Tengo una sorpresa para ti.

El residente hizo un guiño y abandonó la habitación. Un minuto más tarde, entró Ebbie Heritage. Se lo quedó mirando, y después se acercó a la cama.

– No quise dar mi brazo a torcer -dijo sonriendo-. No quise dar mi brazo a torcer y les dije que yo te cuidaría. Cuando me dijeron que sí, me llevé una sorpresa. Nos tratan a cuerpo de rey, James. Incluso tenemos guardaespaldas hasta que tú estés en condiciones de viajar.

– Buena falta me hacen -dijo Bond mientras Ebbie apoyaba la palma de una mano sobre la frente de James.

– Qué gusto me da -Bond tenía el brazo lesionado, pero otras partes de su cuerpo funcionaban a la perfección-. Tienes la mano muy fría.

– Hay un viejo dicho chino que dice: «La mujer con la palma fría tiene fuego bajo la falda» -contestó Ebbie, mirándole con dulzura.

– Jamás lo había oído -dijo Bond, parpadeando.

– Ah, ¿no?

– Jamás.

– Pues, es auténtico. Lo sé porque me lo dijo una vez un anciano caballero japonés.

Decidieron alojarse en el Hotel Mandarín, donde, a pesar de la escayola, ambos disfrutaron de dos semanas muy agradables.

Al fin, tomaron un vuelo de la Cathay Pacific. Mientras la alfombra de luces de Hong Kong se perdía de vista, la simpática sobrecargo se acercó a ellos para presentarse.

– ¿Míster Bond? ¿Miss Heritage? Bienvenidos a bordo -esbozaba una ancha sonrisa y tenía una risa contagiosa-. ¿Lo pasaron bien en Hong Kong?

– De maravilla -contestó Ebbie.

– Ha sido una estancia llena de sorpresas -añadió Bond.

– ¿Estuvieron de vacaciones? -preguntó la sobrecargo.

– Fueron, más o menos, unas vacaciones de trabajo.

– Y ahora regresan a Londres -la sobrecargo soltó casi una risotada-. Esta ruta tiene un nombre especial en la Cathay Pacific, ¿saben ustedes?

– ¿De veras? -dijo Ebbie, tomando un sorbo de champán.

– Pues, sí. A esta ruta de Hong Kong la llamamos «Arrebato Chino», ¡ja, ja!

Ebbie se rió de buena gana mientras Bond esbozaba una sonrisa burlona.

– Seguro que volveremos -dijo-. Algún día volveremos.