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Como muchos de sus compañeros de la Royal Navy, el oficial de navegación, era conocido con el cariñoso apodo de Vasco. Bajo la rojiza luz de la sala de control del submarino, se inclinó ahora hacia el capitán y le rozó el brazo.
– Ya llegamos a la cita, señor.
El capitán de corbeta Alec Stewart asintió.
– Paren las máquinas. Aletas en el centro.
– Máquinas paradas -anunció el oficial de guardia.
– Aletas en el centro -contestó el piloto de mayor antigüedad de los dos que permanecían sentados frente a las palancas de mando de las aletas que controlaban la profundidad del submarino.
– ¿Sonar? -preguntó el capitán en voz baja.
– Actividad distante alrededor de la isla de Bornholm, tráfico habitual que entra y sale de Rostock, dos objetivos que parecen pequeñas patrulleras lejanas, costa arriba a unas cincuenta millas, marcación cero-dos-cero. Ninguna señal de submarino.
El capitán de corbeta Alec Stewart arqueó una ceja. No era un hombre feliz. Por una parte, no le gustaba comandar su submarino nuclear Trafalgar Class en aguas prohibidas. Por otra, no le gustaban los «tipejos».
Sabía que les llamaban «tipejos» sólo porque había leído esa expresión en una novela. Él los hubiera llamado «fantasmas» o tal vez simplemente espías. Sea como fuere, no le hacía la menor gracia tenerlos a bordo, aunque el jefe ostentara un grado de la Armada. Durante las maniobras navales, Stewart había llevado a cabo simulacros de operaciones encubiertas, pero hacerlas de verdad en tiempo de paz le pegaba tres patadas en el vientre.
Cuando los «tipejos» subieron a bordo, le pareció que el grado naval era una simple tapadera, pero, pasadas unas horas, descubrió que Halcón Marino -que así llamaban al jefe- estaba muy familiarizado con los asuntos del mar, al igual que sus dos compañeros.
Pese a ello, el asunto contenía demasiados ingredientes de capa y espada para su gusto. Además, no le iba a ser nada fácil. Las órdenes, bajo el encabezamiento de Operación Halcón Marino, eran escuetas, pero muy explícitas:
Prestará usted a Halcón Marino y a sus compañeros todo el apoyo de que precisen. Navegará en silencio y sumergido a la máxima velocidad posible hasta la siguiente cita.
Se facilitaban a continuación unas coordenadas que, tras un rápido vistazo a las cartas, confirmaron los peores temores de Stewart. Era un punto situado a unas cincuenta millas a lo largo de la pequeña franja costera de la Alemania Oriental, emparedado entre la República Federal de Alemania y Polonia, a unas cinco millas de la costa.
En el punto de cita permanecerá usted preparado y sumergido bajo las órdenes directas de Halcón Marino. Bajo ningún pretexto dará usted a conocer su presencia a ningún otro buque1 sobre todo de las unidades navales de la República Democrática Alemana o la Unión Soviética que operen en los puertos cercanos. Al llegar a la cita, es probable que Halcón Marino desee abandonar el barco junto con los dos oficiales que le acompañan. En este caso, utilizarán la lancha inflable que han traído consigo y, tras su partida, se sumergirá usted a profundidad de periscopio y aguardará su regreso. Si la misión de Halcón Marino alcanza el éxito, éste regresará probablemente acompañado de otras dos personas. Les ofrecerá usted las máximas comodidades y regresará a la base según las instrucciones arriba apuntadas. Nota: esta operación está protegida por la Ley de Secretos Oficiales. Ordenará usted a todos los miembros de su tripulación que no comenten la operación ni entre sí ni a otras personas. Un equipo del Almirantazgo le interrogará personalmente a su regreso.
«¡Maldito Halcón Marino!», pensó Stewart. ¡Y maldita operación! No era fácil llegar, sin ser detectado, al destino del buque: bajo el mar del Norte, subiendo por el Skagerrak, bajando por el Kattegat, bordeando las costas danesa y sueca, surcando canales angostos -ejercicio naval muy peliagudo de por sí- hasta salir al Báltico. Las cincuenta y tantas millas finales les llevarían directamente a aguas jurisdiccionales de la Alemania del Este, llenas a rebosar de buques del Bloque Oriental, por no hablar de los submarinos rusos de las bases de Rostock y Stratsund.
– Profundidad de periscopio -musitó Stewart, consciente de la silenciosa atmósfera que reinaba a su alrededor.
Los pilotos elevaron lentamente el submarino desde su profundidad de 80 metros por debajo de la superficie.
– Profundidad de periscopio, señor.
– Elevación de periscopio.
El sólido tubo de metal se deslizó hacia arriba y Stewart empujó las manijas hacia abajo. Pulsó el mando de la visión nocturna y efectuó un circuito completo. Sólo pudo ver la costa, desierta y llana. Nada más. Ni luces ni barcos. Ni siquiera una embarcación de pesca.
– Descenso de periscopio.
Empujó las manijas hacia arriba, se dirigió al tablero de la radio y tomó el micrófono de transmisión interna. Lo conectó con el pulgar y dijo en voz baja:
– Halcón Marino a la sala de control, por favor.
Arriba, en la proa, rodeado por un equipo de alta seguridad situado precisamente detrás de unos tubos de torpedo, en el único espacio disponible, Halcón Marino y sus dos compañeros permanecían tendidos en unas literas improvisadas, un metro y medio por encima de la cubierta. Ya llevaban puestos los trajes de inmersión con fundas de pistolas impermeables sujetas a los cinturones. La voluminosa lancha inflable ya estaba lista.
Al oír la orden del capitán, Halcón Marino apoyó los pies en la cubierta metálica y se dirigió pausadamente a la sala de control, situada a popa del buque.
Sólo los pertenecientes al cerrado círculo de la comunidad del espionaje internacional hubieran reconocido en Halcón Marino al comandante James Bond. Sus compañeros eran miembros de la Flotilla Especial de Lanchas -abreviada como FEL-, conocidos por su discreción y utilizados a menudo por el Servicio de Bond. Stewart levantó los ojos cuando Bond agachó la cabeza para entrar en la sala de control.
– Le hemos llevado hasta aquí a la hora prevista. Sus modales no mostraban ninguna deferencia especial, sino sólo mera cortesía.
– Bien -asintió Bond-. En realidad, llevamos aproximadamente una hora de adelanto, lo cual nos da un poco más de margen -estudió el Rolex de acero inoxidable que llevaba en la muñeca izquierda-. ¿Podremos salir dentro de veinte minutos?
– No faltaba más. ¿Cuánto tardarán?
– Supongo que emergerá usted sólo parcialmente, por lo que nos bastará el tiempo suficiente para inflar la lancha y alejarnos de la succión de sumersión. ¿Diez, quince minutos le parece?
– ¿Y utilizaremos las señales de radio sólo en los casos previstos?
– Tres «bravos» por parte suya para indicar peligro. Dos «deltas» por la nuestra cuando queramos que emerja de nuevo a la superficie y nos reciba a bordo. Utilizaremos la escotilla de salida de proa según lo acordado. No habrá ningún problema, ¿verdad?
– Estará un poco resbaladiza, sobre todo, a la vuelta. Tendré a punto a un par de marineros para que les ayuden.
– Y una cuerda. A ser posible, también una escala. Que yo sepa, nuestros huéspedes no poseen ninguna experiencia en subir a bordo de submarinos, de noche.
– Cuando usted quiera.
Los «huéspedes» que le iban a endilgar molestaban a Stewart más que ninguna otra cosa.
– Muy bien, pues, vamos allá.
Bond regresó junto a los oficiales de la Flotilla Especial de Lanchas, el capitán Dave Andrews y el alférez de navío Joe Preedy, ambos pertenecientes al cuerpo de la Armada. Juntos repasaron rápidamente las instrucciones, repitiendo cada uno de ellos su papel en el plan de contingencia en el caso de que algo fallara. Arrastraron la lancha inflable, las hélices y el pequeño y ligero motor hasta la escala metálica que conducía a la escotilla de proa y, desde allí, a la cubierta y al frío del Báltico. Dos marineros vestidos con trajes impermeables los aguardaban al pie de la escala, uno de ellos preparado para subir en cuanto recibiera la orden.
En la sala de control, el capitán de corbeta Stewart, volvió a echar un rápido vistazo a través del periscopio y, mientras éste bajaba, ordenó emerger hasta la cubierta, y «luz negra». En cuanto se cumplió la segunda orden, el interior del barco quedó completamente a oscuras, exceptuando el resplandor de los instrumentos de la sala de control y el ocasional destello de alguna linterna roja protegida por una pantalla. Una de ellas la llevaba el marinero que aguardaba al pie de la escala. Éste subió a toda prisa en cuanto oyó anunciar en voz baja a través de los altavoces:
– ¡Cubierta en superficie!
El marinero abrió la escotilla de proa. Un aire glacial penetró a través del pequeño círculo de arriba. Joe Preedy subió el primero por la escala, ayudado por el débil resplandor rojizo de la linterna del marinero. A medio subir, Dave Andrews tomó un extremo de la lancha inflable, se lo pasó Bond, la izó hasta Preedy y, junto con éste, levantó la pesada lancha hasta la cubierta. Bond les siguió y el marinero le pasó las hélices y el ligero motor, el cual formaba parte del equipo secreto de la Flotilla Especial de Lanchas. Fácil de manejar y provisto de unas pequeñas palas de hélice, el motor IPI puede funcionar con gran eficacia y en un silencio casi absoluto, utilizando el combustible de un depósito de cierre automático acoplado a la parte trasera de la lancha.
Por último, Bond le pasó el tubo del aire a Preedy y, cuando alcanzó la resbaladiza cubierta metálica, la lancha inflable ya se había convertido en una alargada embarcación, provista de asientos bajos como los de los vehículos deportivos y unos asideros para las manos.
Bond comprobó que el transceptor estuviera firmemente sujeto a su traje impermeable y permaneció de pie en cubierta, mientras los dos hombres de la FEL lanzaban la embarcación al agua. El marinero Sostuvo un cabo desde la redondeada proa hasta que las hélices y el IPI fueron trasladados a la lancha. Después, Bond se deslizó desde la cubierta del submarino a la popa de la lancha. El marinero soltó el cabo y la lancha se alejó del submarino.
Bond efectuó una rápida lectura de la brújula luminosa que llevaba colgada del cuello, les indicó los datos a los hombres de la FEL, dejó la brújula en una cavidad de plástico de la lancha y, utilizando su paleta a modo de timón, dio la orden de avanzar. Remaron con anchas paladas regulares y consiguieron alcanzar una considerable velocidad en medio de las negras aguas. Al cabo de dos minutos, Bond comprobó el rumbo y, en aquel momento, oyó el silbido del agua provocado por la inmersión del submarino. A su alrededor, la noche se mezclaba con el mar y tardaron casi media hora en distinguir la costa de la Alemania del Este, tras remar sin descanso y controlar constantemente el rumbo. Tardarían un buen rato en llegar a la orilla. En caso de que todo fuera bien, podrían utilizar el motor para regresar a toda prisa al submarino.
Pasada más de una hora, alcanzaron la costa y se dirigieron a la pequeña ensenada, cuya blanca arena destacaba en medio de la oscuridad circundante. Penetraron en ella ojo avizor porque su situación era sumamente vulnerable. En la popa, Andrews levantó la linterna sin la pantalla y efectuó dos rápidas señales de Morse hacia la estrecha franja de arena. Inmediatamente recibieron una respuesta consistente en cuatro largas señales luminosas.
– Aquí están -murmuró Bond.
– Así lo espero -masculló Preedy.
Cuando la embarcación ya estaba a punto de alcanzar la orilla, Andrews saltó al agua y tomó el cabo de proa para guiar la lancha. Dos figuras se acercaron corriendo a la orilla.
– Meine Ruh' ist hin -Bond se sintió un poco ridículo, citando a Goethe, un poeta del que apenas sabía nada, en mitad de la noche y en una desierta playa de la Alemania del Este-. He perdido la paz.
– Mein Herz ist schwer -contestó una de las figuras de la orilla, completando la rima-. Mi corazón está triste.
Los tres hombres ayudaron a la pareja a subir a bordo y la acomodaron rápidamente en el centro de la lancha. Andrews haló el cabo de proa para invertir la lancha, mientras Bond marcaba el rumbo en el compás. Al cabo de unos segundos, se alejaron remando. Treinta minutos más tarde, pondrían en marcha el motor y emitirían la primera señal para el submarino que aguardaba.
En la sala de control, el operador del sonar había seguido su avance por medio de un dispositivo de señales de corta distancia instalado en la lancha. Al mismo tiempo, controlaba la zona circundante mientras su compañero hacía lo propio a una escala más vasta.
– Parece que ya vuelven, señor -dijo el operador de sonar de mayor antigüedad.
– Cuando pongan el motor en marcha, hágamelo saber.
Stewart parecía nervioso. No tenía ni idea de lo que se llevaban entre manos los tipejos y la verdad es que tampoco deseaba saberlo. Sólo esperaba la vuelta de sus pasajeros sanos y salvos en compañía de quienquiera que llevaran consigo, y un regreso a la base sin el menor contratiempo.
– Sí, señor. Creo que… Oh, Dios mío… -el operador del Sonar se detuvo en seco en cuanto oyó la señal a través de los auriculares y vio la señal visual en la pantalla-. Tienen compañía. Marcación cero siete cuatro. Viene desde detrás del promontorio situado a estribor. Una embarcación rápida y ligera. Me parece que es un Pchela.
Stewart soltó una maldición, cosa que hacía muy de tarde en tarde en presencia de la tripulación. Un Pchela era un aerodeslizador de fabricación rusa. Aunque ya eran muy anticuadas y llevaban dos ametralladoras de 13 milímetros y un viejo radar de reconocimiento tipo Pot Drum, aquellas embarcaciones eran extraordinariamente rápidas tanto en los bajíos como en mar picada.
– Es un Pchela, señor, y se está acercando a ellos rápidamente -dijo el operador del sonar.
En la lancha inflable, oyeron el rugido de los motores de la patrullera en cuanto abandonaron la orilla y se alejaron remando.
– ¿Utilizamos el motor y vamos por él? -le preguntó Dave Andrews a Bond.
– No lo conseguiremos.
Bond sabía lo que hubieran tenido que hacer y no le gustaban las consecuencias que de ello hubieran podido derivarse.
– Deja que se sitúe al lado y prepárate para el choque -dijo Andrews, ahorrándole la molestia de tomar una decisión-. No me esperes. ¡Regresaré por mi cuenta a tierra siempre y cuando no me alcance la mina magnética!
Andrews saltó rápidamente y desapareció en el agua.
Bond sabía que Andrews llevaba dos pequeñas cargas magnéticas que, convenientemente colocadas, abrirían unos boquetes en los depósitos de combustible del aerodeslizador. También sabía que, probablemente, harían saltar en pedazos al hombre de la FEL.
En aquel instante, la luz de un reflector les alcanzó de lleno mientras la patrullera aminoraba la velocidad, hundiéndose en el agua desde las hojas acopladas a la parte inferior del casco para posar la proa sobre la superficie. Se escuchó una orden en alemán a través del megáfono.
– ¡Alto! ¡Alto! Vamos a subir a bordo para que nos indiquen el asunto que les trae. Es una orden militar. Si no se detienen, abriremos fuego. ¡Arriba las manos!
– Levanta las manos -le dijo Bond a Preedy-. Muéstrales que no vas armado y haz lo que te digan. Habrá una explosión. Cuando eso ocurra, agacha la cabeza, colócala entre las rodillas…
– Y despídete de tu trasero -murmuró Preedy.
– …y cúbrela con los brazos.
La patrullera ya tenía el casco sumergido en el agua y, con los motores parados, se iba acercando a la lancha con el reflector encendido. La distancia entre ambas embarcaciones era de unos cincuenta metros cuando la proa de la patrullera desapareció en medio de una cegadora llamarada blanca que inmediatamente se tomó carmesí. Un segundo después, se oyó una explosión seguida de un rugido más sordo.
Bond levantó la cabeza y vio que Andrews había colocado las minas a la perfección. Era de esperar que así fuera, pensó. Un buen oficial de la FEL conoce con toda exactitud la mejor posición para obtener el máximo efecto en todas las embarcaciones del bloque del Este, y Andrews había realizado su tarea impecablemente. La embarcación ardía por los cuatro costados y se podían ver con claridad la proa y las hojas sobresaliendo en el agua. En menos de un minuto, la patrullera se hundió.
La onda explosiva inclinó la lancha de costado y le hizo perder el control sobre el agua. Bond extendió una mano hacia el motor. Lo levantó por encima de la popa, lo colocó en posición en el agua y pulsó el botón de encendido. El pequeño IPI se puso en marcha y las palas de las hélices empezaron a girar. Por medio de una manija, Bond podía gobernar la embarcación y controlar al mismo tiempo su velocidad.
Bond estaba preocupado por la vulnerabilidad de su situación, puesto que toda la zona aparecía iluminada por las llamas de la patrullera. Las preguntas se agolpaban en su mente: ¿habría alertado la patrullera a otras embarcaciones de aquella franja costera tan severamente vigilada? ¿Habrían detectado la lancha a través de un sistema de radar de tierra o de embarcación rápida? ¿Habría conseguido Dave Andrews escapar tras colocar las minas magnéticas? Dudaba mucho de ello. ¿Se habría sumergido el submarino para evitar ser detectado? Cabía esta posibilidad, ya que un submarino nuclear era más valioso para su capitán que una Operación Halcón Marino. Bond pensó en todas estas cosas, mientras Preedy se encargaba de la navegación, utilizando su propio compás.
– Dos puntos a estribor. Un punto a babor. No. Babor. Sigue virando a babor. En el centro del barco. Ya vale…
Bond pugnaba por controlar el avance de la lancha, sosteniendo el motor con la mano en el agua dado que éste parecía estar a punto de desprenderse. Necesitó toda su fuerza para conseguir que la pequeña embarcación no torciera el rumbo, pidiéndole constantemente a Preedy que virara a babor y luego a estribor en medio de unas intensas sacudidas. El agua y el viento le azotaban el rostro; a la mortecina luz de la patrullera, contempló a sus dos pasajeros protegidos con anoraks y gorros de lana. La posición de sus hombros denotaba bien a las claras el terror que sentían. Después, con la misma rapidez con que antes se iluminaron las aguas, la oscuridad volvió a caer sobre ellas.
– Media milla. ¡Apaga el motor! -gritó Preedy desde la popa.
Ahora lo sabrían. De un momento a otro, descubrirían si su buque nodriza les había abandonado o no.
Tras haber visto la destrucción del aerodeslizador a través del radar, Stewart se preguntó si Halcón Marino y sus compañeros habrían perecido en la explosión. Les concedería cuatro minutos. En caso de que el sonar no les detectara entonces, tendría que sumergirse y disponerse a abandonar en silencio las aguas prohibidas. Al cabo de tres minutos y veinte segundos, el operador del sonar indicó que los había detectado.
– Están regresando, señor. Van muy rápido y utilizan su propio motor.
– Preparados para emerger al mínimo. Recuperación de un grupo por la escotilla de proa.
Se acusó recibo de la orden.
– Media milla, señor -anunció el operador del sonar.
Stewart se sorprendió de haber sido tan estúpido. Todos sus instintos le dijeron que se largara antes de que les detectaran. Maldito Halcón Marino, pensó. ¿Halcón Marino? Qué idiotez. ¿No era ese el titulo de una antigua película de Errol Flynn [1]?
El operador de radio recibió a través de los auriculares dos D en código Morse, transmitidos por Bond desde la lancha casi parada.
– Dos Deltas, señor.
– Dos Deltas -replicó Stewart con escaso entusiasmo-. Cubierta en superficie. Luz negra. Recuperación de grupo en la escotilla de proa.
El grupo de Halcón Marino fue izado a bordo y sus componentes bajaron por la escalera. Preedy lo hizo en último lugar, porque, primero, desgarró los costados de la lancha y le aplicó una carga explosiva que la destruiría bajo el agua sin dejar el menor rastro. Stewart dio la orden de inmersión y cambio de rumbo. Sólo entonces se dirigió a proa para hablar con el grupo de Halcón Marino.
Arqueó las cejas al ver que faltaba uno. No tuvo que preguntar nada.
– No volverá -dijo Bond.
Después, el capitán de corbeta Stewart vio a los dos nuevos miembros del equipo de Halcón Marino. ¡Mujeres! Traía mala suerte tener mujeres a bordo. Los capitanes de submarinos son muy supersticiosos.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> "The Sea Hawk", dirigida por Michael Curtiz, 1940.