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4. Esquiva Y Regatea

El hombre que se arrojó contra el camarín del ascensor debía suponer que Heather estaba sola. Más tarde Bond comprendió que, en la oscuridad del vestíbulo, sólo debió resultar visible la trinchera blanca de Heather, ya que ésta fue la primera en salir cuando se abrieron las puertas. A Bond le empujaron contra la pared de cristal del ascensor y, en un primer momento, no supo si sacar la pistola o bien la varilla. Sin embargo, no podía permitirse el lujo de vacilar. El asaltante ya tenía una mano sobre el hombro de Heather y la estaba obligando a volverse mientras con la otra mano, levantada en alto, sostenía un objeto que parecía un martillo de grandes dimensiones. Tratando de recuperar el equilibrio, Bond resbaló contra el cristal y levantó la pierna derecha para golpear con ella la parte inferior de las piernas del atacante. Notó que uno de sus pies establecía contacto y oyó un gruñido amortiguado, mientras el hombre fallaba el golpe y el martillo se estrellaba en el espejo posterior del ascensor en lugar de alcanzar a Heather.

Bond aprovechó el momento de confusión para sacar la varilla plegable de la funda que llevaba sujeta al cinto. La impresionante arma telescópica de acero alcanzó en el cuello al hombre y éste se desplomó al suelo sin emitir ni un solo grito. Se oyó tan sólo el sordo rumor de la varilla, seguido de un chirriante ruido en el instante en que la cabeza del asesino cayó sobre los cristales rotos.

De repente, se hizo el silencio, puntuado tan sólo por los entrecortados sollozos de Heather. Bond se inclinó para ver si había alguna luz de emergencia en el camarín del ascensor. Con una mano tocó el panel de control y las puertas empezaron a cerrarse. Se abrieron de nuevo cuando el mecanismo de seguridad se puso en marcha al rozar las piernas del asaltante tendido en el suelo. Tres veces ocurrió lo mismo hasta que Bond descubrió un botón que previamente le había pasado por alto, y el ascensor quedó inundado de luz.

Heather estaba acurrucada en un rincón, lejos del cuerpo inerte enfundado en unos pantalones vaqueros negros, un jersey negro de cuello de cisne y unos guantes negros. El hombre tenía el cabello oscuro, pero los rojos regueros de sangre le conferían una macabra apariencia punk. El espejo destrozado reflejaba las manchas de sangre y las grandes resquebrajaduras en forma de estrella mostraban una caleidoscópica imagen en negro y rojo.

Con el pie derecho, Bond dio la vuelta al cuerpo. El individuo no estaba muerto. Tenía la boca abierta y la cara completamente cubierta de cortes producidos por los cristales rotos, desde la raíz del pelo hasta la boca. Algunas de las heridas parecían bastante profundas, pero la respiración acelerada era perfectamente audible y la sangre parecía circular con normalidad. Cuando recuperara el conocimiento, el golpe que le había propinado Bond le dolería más que los cortes.

– Un par de aspirinas y quedará como nuevo -musitó Bond.

– Mischa -dijo Heather con vehemencia.

– ¿Le conoces?

– Es uno de los agentes más destacados que tenían en Berlín; ha sido adiestrado en Moscú.

Heather trató de levantarse, procurando interponer el mayor espacio posible entre su persona y el cuerpo del hombre al que acababa de identificar como Mischa. Las puertas se abrían y se cerraban sin cesar al contacto con las piernas de Mischa, y su rítmico rumor resonaba en medio del silencio que los rodeaba.

– Qué persistentes son las puertas de los ascensores -dijo Bond, inclinándose sobre el desdichado Mischa.

Buscó a su alrededor y, al fin, sacó de debajo del cuerpo el arma destinada a partirle la cabeza a Heather. Era un mazo de carpintero por estrenar. Sopesó en la mano el enorme martillo de madera con su impresionante cabeza. Limpió el mango con un pañuelo y volvió a dejarlo en el suelo. Después, se inclinó de nuevo cacheó el cuerpo por si hubiera alguna otra arma oculta.

– No lleva calderilla, y ni siquiera una cajetilla de cigarrillos -anunció Bond, incorporándose-. ¿Hay, por casualidad, algún otro medio de salir de éste maldito edificio, Heather? ¿Una escalera de incendios o algo por el estilo?

– Sí. Hay una escalera metálica en zigzag en la parte de atrás del salón. La mandé instalar cuando reformé la casa. ¿Por qué lo preguntas?

– Porque nuestro amigo Mischa no ha venido solo y has tenido mucha suerte, mi querida Heather. Teniendo en cuenta lo que el camarada coronel Maxim Smolin les hizo a las otras dos chicas y pretendía hacerte a ti.

– No creo que Maxim… -dijo Heather. Tras una pausa preguntó-: ¿Por qué?

– Mischa no lleva nada más encima, sólo éste instrumento para matarte. No hay ningún cuchillo y ningún instrumento médico para la rápida extirpación de una lengua…, y ésa es la marca de fábrica, ¿no?

Heather asintió, asustada. Bond empujó el mazo con un pie hacia el fondo del ascensor, tomó al inconsciente Mischa por el cuello del jersey y, levantándole sin hacer el menor esfuerzo, lo empujó hacia el vestíbulo. Después, pulsó con el dorso de la mano el botón de subida. Al llegar a la entrada del salón de belleza, Heather puso en marcha la alarma de seguridad instalada en un armarito metálico adosado a la pared. Tras lo cual, abrió la puerta de doble hoja.

– No enciendas las luces -le ordenó Bond-. Muéstrame el camino.

Bond sintió que una fría mano de Heather tomaba la suya mientras ambos avanzaban por entre las pilas y los secadores de la peluquería, y salían a un pasillo en el que se abrían numerosas puertas tan blancas como las de una clínica. La última, que tenía una placa bien visible en la parte superior, en la que podía leerse en letras rojas Salida de Emergencia, daba al exterior y se abría mediante una barra de contacto. El frescor de la noche les azotó el rostro en cuanto salieron a la plataforma metálica. Desde allí, casi se podían tocar con la mano los edificios colindantes. A la derecha, una estrecha escalera zigzagueaba hasta abajo.

– ¿Cómo salimos? -preguntó Bond-. Cuando lleguemos abajo, quiero decir.

Abajo sólo se podía ver un patinillo cuadrado, rodeado de altos edificios.

– Sólo los que tienen las llaves pueden utilizar la salida. Nosotros tenemos cuatro juegos, uno para cada uno de mis encargados (peluquería, belleza, masajes) y uno para mí. Una puerta da a un pasadizo que discurre a lo largo del local del concesionario de automóviles y que termina en otra puerta. La misma llave abre las dos puertas. Y la otra puerta da a la Berkeley Street.

– ¡Vamos, pues!

Heather se volvió hacia la escalera de incendios y, en el momento en que apoyaba una mano en la barandilla, Bond oyó unas pisadas que corrían hacia ellos desde el otro lado de la puerta.

– ¡Rápido! -dijo sin levantar la voz-. Baja y déjame las puertas abiertas. Hay un Bentley verde oscuro aparcado frente al Mayfair. Entra en el vestíbulo y espérame allí. Si aparezco corriendo y con las dos manos visibles, corre hacia el automóvil. Si llevo la mano derecha en el bolsillo y camino despacio, desaparece durante media hora y después vuelve y espérame. Las mismas señales en los intervalos de media hora. ¡Ahora, vete!

Heather pareció vacilar un instante, pero luego empezó a bajar por la escalera mecánica, cuyos peldaños temblaban peligrosamente bajo sus pies mientras Bond daba media vuelta y se dirigía a la salida de emergencia. El agente sacó la ASP de 9 mm y la apoyó contra su cadera. El rumor de las pisadas era cada vez más próximo. En cuanto creyó que la distancia era adecuada, Bond retrocedió rápidamente y abrió la puerta. Lo hizo respetando las habituales normas, es decir, aguardando el tiempo suficiente para comprobar que sus objetivos no eran policías, los cuales no se hubieran mostrado, por otra parte, demasiado amables con él si hubieran creído que era un delincuente.

Aquellos hombres no eran policías ni por pienso, a no ser que a las fuerzas del orden de Londres les hubiera dado por utilizar revólveres Colt 45 automáticos sin previo aviso. Los hombres que avanzaban corriendo por el pasillo se detuvieron en seco en cuanto vieron a Bond. Hecho curioso, habían encendido las luces del pasillo y ahora se les podía ver con toda claridad. Bond sabía que él también era un blanco fácil, pese a permanecer de lado, tal como tantas veces le habían enseñado a hacer en el cursillo de armas cortas. Eran dos hombres muy musculosos y avanzaban el uno detrás del otro.

El que iba delante, a la derecha de Bond, abrió fuego y el disparo del enorme 45 resonó en el pasillo como una bomba. Un trozo de la jamba de la puerta se desintegró, abriendo un enorme agujero mientras las astillas saltaban por el aire. El segundo disparo pasó entre Bond y la jamba. Bond oyó el silbido de la bala cortando el aire al pasar junto a su cabeza, pero, para entonces, él también había disparado, con el fin de herir tan sólo las piernas o los pies de los asaltantes con los pequeños proyectiles Glaser de su ASP. Le hubiera sido fácil liquidar a los hombres con semejantes municiones. El proyectil del número 12 suspendido en Teflon líquido en el interior de la bala estallaba al penetrar en el cuerpo. Pero Bond no quería matar a nadie. El mensaje de «M» estaba muy claro: «En caso de que algo falle, le tendremos que negar incluso ante nuestras propias fuerzas de policía.» No quería que el servicio le negara y le enviaran a la cárcel de Old Bailey, acusado de asesinato. Apretó el gatillo dos veces, un disparo a cada pared, y oyó un gemido de dolor y un grito. Después, dio media vuelta y bajó rápidamente por la escalera de incendios. Miró hacia abajo y no vio ni rastro de Heather.

Le pareció oír otro grito desde arriba, cuando llegó a la primera puerta, que Heather había dejado abierta. La cruzó a toda prisa, la cerró de golpe a su espalda y corrió el pestillo. Luego, avanzó por el pasillo hacia la puerta que daba a la calle. Al cabo de unos segundos, ya estaba fuera. Giró a la izquierda y más adelante volvió a hacer lo mismo, manteniendo ambas manos bien visibles. Inmediatamente, apareció el conserje del hotel con las llaves del automóvil y abrió la portezuela del Bentley. Bond le entregó una generosa propina y le dirigió una sonrisa a Heather cuando la vio salir del hotel y cruzar la calle.

El vehículo estaba aparcado frente a Berkeley Street. Bond se desplazó a la izquierda en la calzada y rodeó Berkeley Square. Al llegar al otro lado, volvió a girar a la izquierda y después a la derecha, pasando por delante del lujoso Hotel Connaught; giró a la izquierda para entrar en Grosvenor Square y subió por Upper Grosvenor Street, mezclándose con el denso tráfico de Park Lane.

– Mantén los ojos bien abiertos -le dijo a Heather, sentada en silencio a su lado-. Confío en que sabrás descubrir si alguien nos sigue. Voy a cruzar el parque, bajaré por Exhibition Road y después giraré a la izquierda hacia la M 4. Supongo que no será necesario que te explique las normas, pero, por si las hubieras olvidado…

– No las he olvidado -contestó Heather-. Estamos esquivando y regateando, ¿verdad?

– Sí, según el libro de normas. Nunca vueles recto más de medio minuto. Nunca camines delante sin vigilar la espalda. Despista siempre.

– Incluso cuando ellos saben que estás ahí -añadió Heather.

– Exacto -Bond sonrió, pero su boca mostraba una leve mueca de crueldad-. Por cierto, ¿qué equipaje pensabas llevar, Heather?

– Tenía una maleta en casa. Ahora ya no puedo ir por ella.

– Tendremos que comprarnos un cepillo de dientes en el aeropuerto. Todo lo demás tendrá que esperar hasta que lleguemos a Irlanda. ¿Reservaste plaza con tu propio nombre?

– Sí.

– Pues tendrás que anularla. Esperemos que la lista de espera no sea muy larga. La anularemos desde una gasolinera. Aquellos dos debían ser también hombres de Smolin. Esperaban encontrar tu cuerpo apaleado y extirparle la lengua. A juzgar por lo que he visto, hubieran sido muy capaces de hacerlo.

– ¿Le has…?

– ¿Matado? No, pero uno de ellos por lo menos está herido; quizá lo estén los dos. No me entretuve en comprobarlo. Ahora, piensa en un apellido falso.

– Smith.

– No. Según las normas de la casa, no hay que utilizar Smith, Jones, Green o Brown. Tendrás que inventarte algo más convincente.

– Arlington -dijo Heather-. Como Arlington Street. Suena distinguido.

– Es también el nombre del célebre cementerio norteamericano. Puede ser un mal presagio, pero servirá. ¿Seguimos aún sin tener compañía?

– Teníamos detrás un Jaguar XL que no me gustaba ni un pelo, pero ha girado hacia Marlowe's Road. Creo que nadie nos sigue.

– Muy bien. Ahora, escúchame, Heather. Anula tu pasaje en la Aer Lingus y procura conseguir una plaza a nombre de Arlington tan pronto como lleguemos. Yo me encargaré del resto. ¿De acuerdo?

– Lo que tú digas.

Heather estaba razonablemente tranquila y en su voz apenas se advertía la menor tensión. A Bond le era imposible deducir hasta qué extremo llegaba su profesionalismo.

Se detuvieron en la primera gasolinera de la M 4, a unos dos kilómetros del aeropuerto de Heathrow. Bond le indicó una cabina telefónica que estaba libre mientras él aguardaba junto a otra en la que una mujer parecía estar marcando todos los números telefónicos que contenía su pequeña agenda negra. Al final, Bond tuvo que utilizar la cabina de Heather. Esta hizo una seña afirmativa con la cabeza para darle a entender que había anulado el pasaje. Bond echó mano de su memoria telefónica y marcó el número del mostrador de la British Airways, en Heathrow. Preguntó si había plazas en el vuelo de las 20.15 a Newcastle. Tras recibir una respuesta afirmativa, pidió que reservaran dos plazas a nombre de miss Dare y míster Bond.

De vuelta en la zona de estacionamiento, introdujo la ASP y la varilla en el doble fondo de su maleta de huida, ocultándose tras el portaequipajes abierto del automóvil. Allí, las armas estarían a salvo de los sistemas de detección del aeropuerto y no podrían ser descubiertas en caso de registro. Como último recurso, tendría que utilizar el permiso del Servicio, aunque, en realidad, todos los oficiales de la Rama Especial de la Garda irlandesa estarían al corriente de su presencia en la República.

En quince minutos, llegaron al aeropuerto y Bond se dirigió hacia el aparcamiento en el que pensaba dejar el Bentley hasta su regreso. Durante el trayecto en autobús desde el aparcamiento al edificio de la terminal, le explicó a Heather el pian que había elaborado para subir al aparato que les conduciría a Dublín. Ya lo había puesto en práctica otras veces.

– Las listas de pasajeros de los puentes aéreos no suelen ser muy exactas. Los pasajeros del puente aéreo utilizan la misma puerta que los del vuelo a Dublín.

Bond le explicó, después, a su acompañante lo que debería hacer en caso de que no consiguiera acomodarse en un asiento del vuelo 177 de la Aer Lingus.

En las primeras fases, deberían ir por separado; se reunirían más tarde cuando él, bajo el nombre de míster Boldman, se presentara en el mostrador de Dublín. Bond le sugirió a Heather que se comprara una maleta de mano con los artículos más imprescindibles.

– Claro que en Heathrow no te será posible comprar nada que sea imprescindible de verdad -añadió, recordando los tiempos felices en que los aeropuertos y las estaciones de ferrocarril ofrecían prácticamente de todo durante las veinticuatro horas del día.

Se apearon del autobús en la Terminal Uno. Faltaban veinte minutos para las ocho, y ambos actuaron con rapidez. Heather se dirigió al mostrador de la Aer Lingus y Bond a la zona del puente aéreo donde recogió los billetes reservados a sus verdaderos nombres y los pagó con su tarjeta de crédito. Llevando su maletín, regresó a toda prisa al mostrador de la Aer Lingus, recogió el billete a nombre de Boldman y esperó hasta que Heather apareció con un maletín de fin de semana recién comprado en la tienda del aeropuerto.

– He conseguido un dentífrico, un cepillo, ropa interior y perfume -dijo Heather.

– Muy bien. Ahora, vámonos al puente aéreo de Newcastle.

Mientras bajaban por la rampa y cruzaban las puertas de salida, mostrando sus billetes a los guardias de seguridad, Bond observó a través del monitor de partidas que los pasajeros ya estaban subiendo al vuelo EI- 177 a través de la puerta 14. Tras recoger las correspondientes tarjetas de embarque, no les fue difícil situarse al final de la cola y escabullirse por la puerta hacia el pasillo. Bond le dijo a Heather que se adelantara hacia la puerta 14. En caso de que alguien les buscara, los empleados de la compañía le confirmarían que ambos iban a salir en el vuelo de Newcastle.

Si «M» hubiera roto las reglas y tuviera a gente vigilándoles, nadie podría descubrir sus reservas para el vuelo de Dublín hasta que fuera demasiado tarde. Pero Bond pensaba en la gente de Smolin que, a lo mejor, ya estaba haciendo investigaciones en el aeropuerto. El instinto adquirido durante sus largos años de experiencia con SMERSH y SPECTRE estaba muy afinado, pero Bond no captó el menor indicio. No presintió ni vio a nadie que le vigilara por cuenta de Smolin.

Subieron por separado a bordo del vuelo EI-177 y se sentaron dejando tres filas de separación; no volvieron a reunirse hasta que cruzaron el canal verde de la aduana en el aeropuerto de Dublín, una hora más tarde. Fuera llovía y el cielo estaba muy encapotado, pero Bond se sentía con ánimos para dirigirse por carretera al condado de Mayo. Mientras Heather comprobaba si estaba abierta la tienda del aeropuerto para comprarse un poco de ropa, él se fue a la oficina de alquiler de automóviles. Tenían un Saab disponible -no pudieron facilitarle su vehículo preferido Bentley Turbo tal como hubiera deseado-; Bond rellenó los impresos, utilizando su tarjeta de crédito y un permiso de conducir a nombre de Boldman. Cuando una típica irlandesa uniformada de rojo se disponía a acompañarle muy sonriente al automóvil, Bond se volvió y vio a Heather apoyada contra una columna a pocos metros de distancia. Estaba más pálida que la cera y sostenía en la mano un ejemplar del Evening Press de Dublín.

– ¿Qué ocurre, Heather? -le preguntó dulcemente.

– Ebbie -contestó la muchacha en un susurro-. Mira -añadió, mostrándole los titulares-. Debe de ser Ebbie. Los muy cerdos.

Bond sintió que se le erizaban los cabellos de la nuca. Los titulares proclamaban en llamativas letras mayúsculas: MUCHACHA APALEADA Y MUTILADA EN UN HOTEL. Echó un vistazo al reportaje. Sí, era el hotel del castillo de Ashford, en el condado de Mayo, y la muchacha, todavía no identificada, había sido apaleada hasta morir. Parte del cuerpo había sido mutilado. Sí, pensó Bond, tenía que ser la número tres: Ebbie Heritage o Emilie Nikolas. Smolin, en el caso de que el coronel Maxim Smolin estuviera efectivamente detrás de los asesinatos, debía de tener dos equipos en acción. Mientras contemplaba a la temblorosa Heather, Bond comprendió que no estaría a salvo en ningún lugar.

– Tendremos que actuar con rapidez -le dijo en voz baja-. Ahora sigue a esta encantadora chica vestida con uniforme rojo.