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No era simplemente lo que en Irlanda se suele llamar «tiempo moderado». La lluvia azotaba el parabrisas, impidiendo prácticamente la visión de los faros traseros de otros vehículos. Bond conducía con excesiva precaución mientras Heather lloraba a su lado.
– Yo tengo la culpa… Ya han desaparecido tres…, y ahora Ebbie. Oh, Dios mío, James…
– No la tienes. Quítate esta idea de la cabeza.
Sin embargo, Bond comprendía muy bien los sentimientos de la joven, tras haberle oído contar toda la historia en su despacho, hacía apenas unas horas.
La noticia del asesinato en primera plana del Evening Press le hizo comprender a Bond la imprudencia de dirigirse al castillo de Ashford. Tomó la carretera de salida del aeropuerto, estuvo a punto de chocar con un viejo Cortina amarillo con una antena formada por un colgador de metal, y después se desvió antes de llegar a la carretera principal de acceso a Dublín, por el norte. Vio un letrero indicador del hotel International Airport que ya conocía de otras veces. Aparcó el automóvil cerca de la entrada del hotel y miró a Heather.
– Deja de llorar -era una orden ni cruel ni despiadada, pero orden al fin y al cabo-. Deja de llorar y te diré lo que vamos a hacer.
En aquel momento, si alguien se lo hubiera preguntado, Bond no hubiera podido decirle lo que pensaba hacer, pero necesitaba la confianza y la colaboración de Heather. La muchacha le miró con los ojos enrojecidos.
– ¿Que podemos hacer, James?
– Ante todo, nos registraremos en éste hotel, sólo por una noche. No quiero aprovecharme de la situación, Heather, pero tendremos que pedir una sola habitación. Yo me acostaré en un sofá arrimado a la puerta. Somos el señor y la señora Boldman. Tomo una habitación de matrimonio sólo para protegerte. ¿De acuerdo?
– Lo que tú digas.
– Pues, entonces, arréglate un poco la cara y pareceremos un matrimonio inglés de lo más normal… O tal vez un matrimonio irlandés, según me salga la voz.
Una vez dentro, Bond consiguió imitar perfectamente el suave acento irlandés, pidió una habitación y le habló del mal tiempo a la remilgada recepcionista.
La habitación era cómoda, pero sin ninguna floritura; un típico lugar de paso. Heather se tendió en la cama. Ya no lloraba, pero se la veía cansada y asustada.
Entre tanto, Bond había adoptado unas rápidas decisiones. «M» le había empujado hacia aquel trabajo, dejando bien claro que no podría disfrutar de ningún apoyo oficial, pero él tenía sus propios contactos, incluso allí, en la República de Irlanda. Con tal de que sus caminos no se cruzaran con los de la embajada, no veía ninguna razón para no aprovecharlos.
– Comeremos en seguida -dijo-. Tú podrías refrescarte un poco en el cuarto de baño mientras yo hago unas llamadas.
Aunque Smolin los siguiera, con la ayuda conjunta de la HVA, el GRU y el KGB, no era probable que los teléfonos del International Airport hubieran sido intervenidos. Echando mano de sus facultades mnemónicas, Bond marcó un número y, al sonar el tercer timbrazo, contestó una mujer.
– ¿Está el inspector Murray? -preguntó Bond con su mejor acento dublinés.
– ¿De parte de quién?
– Dígale que de uno de sus chicos. Lo sabrá cuando hable conmigo.
La mujer no hizo ningún comentario. A los pocos segundos, Bond oyó la voz del inspector Norman Murray, de la Rama Especial de la Garda.
– Norman, aquí Jacko B.
– Ah, ¿eres Jacko? ¿Y dónde estás?
– En un lugar no muy seguro, Norman.
– ¡Bendito sea Dios! ¿Qué demonios estás haciendo ahí? Esperemos que no te hayas metido en ningún lío… ¿Y por qué no estoy yo enterado de tu presencia en el país?
– Porque no lo anuncié. No se trata de ningún lío, Norman. ¿Cómo está la encantadora señora Murray?
– Estupendamente.
Corre de un lado para otro todo el día y se dedica a jugar al squash basta bien entrada la noche. Te enviaría sus mejores saludos si supiera que hemos hablado.
– Prefiero que no lo sepa.
– Entonces, es que estás metido en un lío. ¿En un lío oficial?
– Pero más bien no se nota, tú ya me entiendes.
– Perfectamente.
– Estás en deuda conmigo, Norman.
– Lo sé muy bien, Jacko. Vaya si lo sé. ¿En qué puedo ayudarte? -hubo una leve pausa-. Oficiosamente, claro.
– Para empezar, está el asunto del castillo de Ashford.
– Jesús, espero que no se trate de nada de todo eso.
– Puede que sí. Pero, aun así, tendría que ser extraoficial. ¿Ya han identificado a la chica?
– Puedo averiguarlo. ¿Te llamo?
– Yo te llamaré, Norman. ¿Estarás aquí dentro de una hora?
– Sí. Pasada la medianoche, me encontrarás en casa. Esta semana tengo el turno de noche, pero mi mujer se irá por ahí a jugar al squash.
– Eso te crees tú.
– Vete al cuerno, Jacko. Llámame dentro de diez minutos o un cuarto de hora. ¿De acuerdo?
– Gracias.
Bond colgó inmediatamente el aparato, rezando para que Murray no estuviera controlado por la embajada. Nunca se sabía cómo podían reaccionar los de la Rama. Marcó otro número. Esta vez, contestó una voz despreocupada y cautelosa a un tiempo.
– ¿Mick? -preguntó Bond.
– ¿Por qué Mick pregunta usted?
– Por Big Mick. Dígale que soy Jacko B.
– Jacko, granuja -rugió la voz desde el otro extremo de la línea-, pero, ¿dónde estás? Supongo que en un hotel de lujo con la chica más guapa con que pueda soñar un hombre, sentada sobre tus rodillas.
– No la tengo sentada sobre las rodillas, Mick, pero hay efectivamente una chica muy guapa -Heather salía en aquel instante del cuarto de baño con la cara lavada-. Una chica guapísima -añadió Bond para que ella lo oyera.
Heather tomó su bolso de mano y, sin esbozar la menor sonrisa, volvió a encerrarse en el cuarto de baño.
– ¿Ves como te lo decía yo? -Big Mick soltó una risotada-. Y, si hay una mujer, habrá problemas, te conozco muy bien.
– Podría ser, Mick. Podría ser.
– ¿En qué puedo ayudarte, Jacko?
– ¿Tienes trabajo, Mick?
– Más o menos -contestó Mick, riéndose-. Un poco por aquí y un poco por allá, ya sabes.
Bond lo sabía. Conocía a Big Mick Shean desde hacía casi quince años y, aunque el irlandés tuviera a veces ciertos asuntos pendientes con la ley, a él le sobraban razones para no desconfiar. Le había adiestrado en ciertas actividades tales como vigilancia, inspección sobre el terreno y despiste.
– ¿No tendrías por casualidad unas ruedas disponibles, Mick?
Bond sabía que, si Big Mick no tenía automóvil, se lo podría proporcionar.
– Tal vez.
– Podría necesitar tres, con un par de tipos dentro de cada uno de ellos.
Hubo una pausa un tanto larga.
– Seis tipos y tres juegos de ruedas. Y eso, ¿cuánto costará?
– Un par de días de trabajo. Tarifas habituales.
– ¿En efectivo?
– En efectivo.
– ¿Dinero peligroso?
– Siempre y cuando haya peligro.
– Con los sujetos como tú, siempre hay peligro, Jacko. ¿Cómo es el trato?
– Tan fuerte y seguro como la pata de un perro. A lo mejor, necesitaré que nos vigiles a mí y a la chica…, desde lejos.
– ¿Cuándo?
– Probablemente mañana por la mañana. Ya te digo, serán dos o tres días.
– Llámanos hacia medianoche, Jacko. Tratándose de ti, los cacharros tendrán que ser respetables…
– Y seguros.
– Eso iba a decir.
– Queremos darnos una vueltecita por el campo, eso es todo.
Big Mick pareció dudar un instante.
Cuando habló de nuevo, lo hizo en voz baja y en tono muy serio.
– No será hacia el Norte, ¿verdad, Jacko?
– Justo en dirección contraria, Mick. Por eso no te preocupes.
– Dios te bendiga, Jacko. A nosotros no nos gusta la política, tú ya me comprendes.
– Te volveré a llamar hacia medianoche.
– Muy bien.
Bond colgó el teléfono en el momento en que Heather salía por segunda vez del cuarto de baño. Se había arreglado la cara e iba perfectamente peinada.
– Qué lástima, con lo guapa que estás -dijo Bond, esbozando una sonrisa.
– ¿Qué quieres decir?
– Me gustaría llevarte a cenar. Dublín presume de tener excelentes restaurantes. Por desgracia…
– No podemos exhibirnos por ahí.
– No. Me temo que tendremos que conformarnos con que nos sirvan unos bocadillos y un café aquí, en la habitación. ¿Qué te apetece?
– ¿Podríamos pedir una botella de vino en lugar de café?
– Lo que tú prefieras.
Bond llamó al servicio de habitaciones y descubrió que tenían bocadillos de salmón ahumado. Los pidió junto con una botella del mejor Chablis que había en la lista. Después, sacó la varilla y la pistola que guardaba en la maleta. No iba a permitir que le pillaran con el truco más viejo de los manuales y que se presentara otra persona en sustitución del camarero; era uno de los pocos detalles que solían cuidar bien en las malas películas. Antes de que llegara el camarero, tomó el teléfono y volvió a marcar el número del inspector Murray, según lo acordado. La llamada fue muy breve. Sabía exactamente cuánto tiempo tardaría Murray en localizar su número y, por consiguiente, también su paradero en el hotel International Airport. En su trabajo no podía uno fiarse nunca de nadie.
– ¿Norman? Aquí, Jacko. ¿Hay algo?
– Saldrá en la prensa de la mañana, Jacko. Pero quiero hablarte de otra cosa.
– Dime tan sólo lo que publicará la prensa.
– Una chica de aquí, Jacko. Sin estudios. Trabajaba como camarera a horas y se llamaba Betty-Anne Mulligan.
– Ya. ¿Tienen alguna idea por allí?
– Ninguna en absoluto. Es una buena chica. Veintidós años. No tenía novio. La familia está destrozada.
– ¿Y la mutilación?
– Creo que ya lo sabes, Jacko. Vosotros habéis tenido un par por vuestros barrios. A Betty-Anne Mulligan le machacaron la cabeza y después le extirparon la lengua. Cuando ya estaba muerta. Un trabajo muy profesional, según me han comunicado.
– ¿Nada más?
– Sólo la ropa que llevaba. El impermeable y el pañuelo de la cabeza.
– ¿Y eso?
– No eran suyos, Jacko, no eran suyos. Pertenecían a una cliente del hotel. Hacía un día precioso cuando Betty-Anne se fue al trabajo. La lluvia empezó a media tarde y la chica tenía que recorrer un largo camino para regresar a casa. Más de tres kilómetros, y no llevaba abrigo ni nada con que cubrirse la cabeza. Una cliente se compadeció de ella…
– ¿Su nombre?
– La señorita Elizabeth Larke, Jacko. ¿Te suena de algo ese nombre?
– No -contestó Bond con toda sinceridad-, pero puede que me suene mañana. En caso afirmativo, te llamaré.
– Buen chico. Ahora si…
Bond no había cesado de mirar el reloj. Le quedaban treinta segundos antes de que pudieran localizarle.
– No, Norman. No hay tiempo. Tus preguntas tendrán que esperar. ¿Aparecerá el nombre de la cliente en los periódicos?
– No. Y tampoco el detalle sobre la lengua.
– Bien. Ah, Norman, eso es absolutamente extraoficial. Estaré en contacto.
– Jacko… -oyó que decía Murray mientras él colgaba el teléfono.
Bond se pasó un minuto contemplando el teléfono en silencio hasta que la llamada del camarero le interrumpió los pensamientos.
– Heather, ¿te reunías muy a menudo con Ebbie? Creo que ya te lo pregunté, pero necesito saber más detalles.
Se tomaron los bocadillos y bebieron un Chablis del 78. Una buena cosecha, pero con un precio exagerado. Heather levantó la copa para que se la volviera a llenar.
– Nos reuníamos dos o tres veces al año.
– ¿Y cumplíais las normas de rigor?
– Sí. Tomábamos muchas precauciones. Reservábamos habitación en los hoteles bajo nombres falsos…
– ¿Cómo por ejemplo?
– Ella era siempre Elizabeth. Yo, Hetty. Nuestros apellidos eran nombres de pájaros y peces.
– Ya. ¿Teníais una lista?
– No. Cada vez que nos reuníamos, nos inventábamos los nombres que llevaríamos en nuestro próximo encuentro -Heather soltó una cantarina carcajada, casi de colegiala-. Ebbie y yo estábamos muy unidas. Era la mejor amiga que jamás he tenido. En mis tiempos, he sido miss Sole [lenguado], miss Salmon [salmón], miss Crabbe [cangrejo]. A veces, cambiábamos ligeramente la ortografía como en miss Pyke [lucio], con y griega en lugar de i latina.
– ¿Y qué eres esta vez?
– Tú me has puesto miss Arlington, pero yo hubiera sido Hetty Sharke [tiburón].
– ¿Y el pájaro?
Los ojos de Heather se llenaron de lágrimas. Bond temió por un instante que fuera a venirse abajo otra vez y trató de calmarla. Heather asintió en silencio, tragó saliva y habló con un hilillo de voz.
– Nos reíamos mucho juntas. Ella había sido Elizabeth Sparrow [gorrión], When [reyezuelo], Jay [grajo], Hawke [halcón] con una e añadida.
– ¿Y esta vez?
– Larke [alondra].
– Con e final, claro.
– Sí.
O sea que la señorita Larke, cómodamente alojada en el hotel del castillo de Ashford, era Ebbie Heritage. ¿Fue simplemente amable y le prestó a la pobre camarera su impermeable y su pañuelo o vio tal vez a alguien que le infundió sospechas, en cuyo caso trataría de largarse cuanto antes del hotel?
– ¿Teníais algún sistema de retirada por si algo fallara?
– Siempre -contestó Heather, asintiendo-. Pero eso fue una emergencia. Hicimos planes de éste tipo la primera vez que nos reunimos después de nuestra rehabilitación. Si algo fallara o yo no apareciera, ella hubiera tenido que ir a Rosslare, al Great Southern, el gran hotel que da al puerto. Eso por si tuviéramos que salir a escape en el transbordador. Pero ahora…
Su voz se perdió, ahogada por las lágrimas.
Bond consultó el reloj. Ya eran las once pasadas. Por un instante, estuvo tentado de consolar a Heather y decirle que Ebbie estaba sana y salva. Pero la experiencia le decía que era mejor guardarse la información.
– Mira, Heather, mañana va a ser un día muy duro. Tengo que bajar unos minutos. No debes abrir la puerta a nadie más que a mí. Haré una llamada Morse V (tap-tap-bag), dos veces consecutivas. Si viene alguien, no contestes. Y no te pongas al teléfono. Prepárate para acostarte. Apartaré los ojos cuando me abras la puerta…
– Vamos, James, ya soy una mujer hecha y derecha. He trabajado en el frente, no lo olvides.
Heather soltó una risita que a Bond le infundió una leve sospecha. Aquella agente de primera a quien se había encomendado el objetivo posiblemente más importante de la Operación Pastel de Crema parecía haberse emborrachado con menos de media botella de Chablis. A Bond la cosa le olía a chamusquina. La chica parecía una entusiasta aficionada que pretendiera ganarse el reconocimiento profesional. Bond se puso la chaqueta.
– Muy bien, pues, miss Heather Dare. Nada de abrir la puerta como no sea a mí, y nada de contestar al teléfono. No tardaré.
Una vez abajo, Bond se fue al bar pidió un vodka con tónica y pagó con un billete de diez libras inglesas. El cambio se lo devolvieron en moneda irlandesa como si no hubiera la menor diferencia entre el valor de ambas monedas. Bond convenció por tanto al camarero de que le entregara tres libras en monedas de diez peniques para poder utilizar una de las cabinas telefónicas del vestíbulo.
Después, examinó pausadamente el bar, la cafetería y el vestíbulo, e incluso entró en un curioso espacio cerrado, provisto de sillones tapizados con cuero negro de imitación, que ocupaba buena parte del vestíbulo como una especie de búnker.
Allí no había nadie que le inspirara el menor recelo. Ningún olor, nada impropio, tal como hubiera dicho su viejo amigo, el inspector Murray. Tras cerciorarse de que todo iba bien, se dirigió a las cabinas telefónicas situadas junto a la puerta, buscó el número del castillo de Ashford en la guía, y marcó.
– Quisiera hablar con una de sus clientes, miss Larke -le dijo a la lejana telefonista-. Elizabeth Larke.
– Un momento -hubo un clic en la línea y, después, se volvió a escuchar la voz-: Lo siento, señor, miss Larke ya se ha ido.
– ¿Cuándo? Llamo en nombre de una amiga suya que tenía que reunirse con ella en éste hotel, miss Sharke, S-h-a-r-k-e. ¿No le ha dejado ningún recado?
– Le pondré con Recepción.
Hubo una breve pausa. Después, otra voz anunció:
– Recepción.
Bond repitió la pregunta. Sí, miss Larke había dejado un recado, diciendo que se adelantaba.
– ¿No sabe usted adónde ha ido?
– Ha dejado una dirección en Dublín -la muchacha hizo una pausa, sin saber si facilitársela o no.
Al fin, cedió y le indicó a Bond la dirección de Ebbie en Dublín, cerca de Fitzwilliam Square.
Bond le dio las gracias, cortó la comunicación y marcó el número de la Rama Especial de la Garda en el castillo de Dublín.
– Soy Jacko otra vez, Norman -dijo cuando Murray se puso al aparato.
– Me pillas de milagro. Iba a salir. Espera un minuto.
El minuto se prolongó más de la cuenta. Murray quería localizar la llamada.
– Muy bien, hombre. De todos modos, necesitaba hablar contigo.
– Eso lo dejaremos para mañana, Norman. Una pregunta: ¿crees que los chicos de Mayo habrán terminado con miss Larke, la clienta que tuvo la amabilidad de prestarle su impermeable a la chica?
Otra pausa: uno, dos, tres. Murray se estaba entreteniendo para dar tiempo a los ingenieros.
– ¿Y bien? -le apremió Bond.
– Supongo que sí, siempre y cuando tuvieran una dirección en la que poder ponerse en contacto con ella. He hablado con el comisario encargado del caso. No despierta sospechas; es tan dulce como un corderito, me dijo. Un corderito y una alondra (lark), ¿qué te parece? -añadió Murray, soltando una carcajada.
– Gracias, Norman.
Bond colgó el teléfono en el acto. Murray le conocía oficialmente como Jacko B. El nombre era su seudónimo telefónico en la República de Irlanda desde hacía mucho tiempo. En realidad, pensó Bond ahora, ya debía estar un poco gastado, pero a nadie se le había ocurrido cambiárselo. Aunque habían trabajado juntos un par de veces, Murray no se llamaba a engaño con respecto al Servicio cuando Jacko B se ponía en contacto con él. Las relaciones entre ambos estaban presididas por el recelo, pero eran claras e inequívocas. Tras haber mantenido tres conversaciones con él sin tener idea de su paradero, Murray acudiría sin duda a ver al residente de la embajada en Merrion Road.
Aún no era medianoche, pero Big Mick nunca andaba muy lejos de un teléfono. Apilando las monedas sobre el teléfono público, Bond marcó el número. Mick contestó de inmediato.
Una vez ambos se hubieron identificado, éste dijo:
– Tengo los vehículos y los hombres. Dame los detalles, Jacko.
Bond le facilitó el número de matrícula de su automóvil de alquiler y luego añadió:
– Hacia las diez o diez y media de mañana por la mañana, tendrás que recogernos cerca del Green. Nosotros habremos aparcado el vehículo y subiremos por Grafton Street. ¿De qué coches dispones, Mick?
– De un Volvo rojo oscuro, de un Audi azul oscuro y de un viejo Cortina beige en muy buen estado. ¿Adónde vamos y cómo nos quieres?
– Tomaremos el camino directo a Rosslare. Quiero que uno de los vehículos se adelante, por ejemplo, el Cortina, y que el Volvo y el Audi circulen muy pegados a mí. Sígueme si puedes, Mick. Pero no exageres, que no se note demasiado. Hazme una señal luminosa con los faros si tenemos compañía persistente. Hazme dos, si ves a un hombre de tez morena con el cabello muy corto y la cara cuadrada que se pavonea en lugar de caminar…
– No creo que se pueda pavonear mucho dentro de un vehículo -dijo Big Mick en tono sarcástico.
– Es un militar alemán. Es la única descripción que te puedo dar -dijo Bond, comprendiendo que no era fácil describir a Maxim Smolin por teléfono. Le había visto sólo una vez en París hacía tres años y había estudiado en los archivos unas siete fotografías suyas, pero no servían de mucho. Volviendo a Big Mick Shean, añadió-: Hasta mañana y gracias, Mick. ¿Te parece bien el dinero en el sitio de siempre?
– Eres todo un caballero, Jacko. Hasta mañana entonces.
Bond colgó el teléfono y se disponía a subir a la habitación cuando se le ocurrió otra cosa. Tal vez fuera un mal pensado, pero no podía evitar sentir cierta inquietud. Antes de subir al ascensor, se detuvo junto al teléfono interno de los clientes y marcó el número de la habitación. Frunció el ceño al oír que comunicaba. Heather le había desobedecido. Al llegar al dormitorio, Bond llamó dos veces a la puerta en Morse V. Se abrió la puerta y una figura en blanco y rosa regresó corriendo a la cama. Bond cerró la puerta, puso la cadena y se volvió a mirar a Heather, tendida en la cama con una leve sonrisa en los labios. Al ver que el teléfono de la mesilla de noche estaba descolgado, Bond lo señaló con la cabeza.
– Ah -dijo Heather, ensanchando la sonrisa mientras apartaba las sábanas para dejar al descubierto un brazo desnudo, un hombro y parte del escote-. Soy terrible con los teléfonos, James. No puedo soportar que suenen sin ponerme, y he preferido descolgarlo -colgó el aparato y, mirando a Bond desde la cama, apartó un poco más la ropa-. Si quieres dormir aquí, James, no me quejaré.
Se la veía tan vulnerable que Bond tuvo que hacer un enorme esfuerzo de voluntad para rechazar el ofrecimiento.
– Eres un encanto, Heather, y me siento muy halagado. Exhausto, pero halagado, y mañana será otro día. Por si fuera poco, será un día muy duro.
– Es que me siento tan… sola y desdichada.
Dicho esto, Heather se volvió de lado, hundió la cabeza en la almohada y se la cubrió con la sábana.
Bond tomó con mucho cuidado una de las almohadas sobrantes de la cama y se quitó la chaqueta y los pantalones. Después se envolvió en una corta bata de seda que llevaba en la maleta de huida y en una manta que sacó del armario. Tras lo cual, se tendió en el suelo pegado a la puerta, con una mano ligeramente apoyada en la culata de su pistola automática.
Al fin, se quedó dormido.
De repente, se despertó sobresaltado. Eran las cinco de la madrugada y alguien manipulaba con extremo cuidado el tirador de la puerta.