174591.fb2
– ¿Hecho? -preguntó el hombre.
– Hecho -contestó Big Stevie Guista.
Big Stevie llamó por teléfono desde un bar en la misma calle que el Zabar’s. Llevaba una bolsa de ropa llena de comida -salchichón, panecillos, quesos-, un buen trozo de queso gorgonzola, varios de sus patés favoritos de especias, refrescos y galletas espolvoreadas con azúcar.
Su plan era montar una mini fiesta de cumpleaños con Lilly, la niña que vivía al otro lado del rellano, frente a su apartamento. Su madre estaría trabajando.
Si Big Stevie se hubiese casado alguna vez y hubiese tenido hijos, sus nietos serían de la edad de Lilly. Tal vez. Era una buena niña. Compartiría la fiesta con ella, quizá verían un rato la tele. Mañana dormiría hasta tarde. Feliz cumpleaños, Steven Guista. No podía quejarse.
– Bien -dijo la voz al otro lado de la línea.
Tanto aquel hombre como Stevie sabían que era mejor no decir nada más. Colgaron.
La furgoneta de reparto de Stevie estaba aparcada de forma ilegal frente a una boca de incendio, de la que apenas se veía la parte superior entre la nieve. No encontró ninguna multa bajo el limpiaparabrisas cuando montó. Nunca le multaban. La policía y la gente que veían aparcada la furgoneta solían pensar que estaba de reparto, que era lo que él siempre decía si alguien se quejaba. Aunque muy pocas personas sentían el impulso de discutir con Big Stevie por nada.
Stevie salió de donde estaba aparcado muy lentamente, mirando por encima del hombro, lo cual entrañaba cierta dificultad porque su cuello era más bien corto.
La caja de carga de la furgoneta estaba vacía, los cables de los colgadores no tenían nada. Había dejado el cadáver del policía en el callejón hacía más de dos horas. No olía a muerte, sólo al inconfundible y familiar aroma de pan.
A Stevie le gustaba ese olor. Le gustaba más cuando era de pan recién hecho. De vez en cuando, a Stevie le gustaba ese trabajo.
El cuerpo yacía junto a un contenedor de basura en un callejón detrás de Ming Lo’s Dim Sum en Chinatown. El que había sido Cliff Collier estaba tumbado boca arriba, con las piernas estiradas, los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza colocada en un extraño ángulo, como si mirase hacia un lugar ubicado detrás de él.
Stella había comido en el Ming Lo’s al menos una docena de veces, siempre en domingo al mediodía, siempre con algún familiar de paso en Nueva York deseoso de ver algo de la ciudad. La entrada de Ming Lo’s, que estaba en el otro lado del edificio que daba a la calle Mott, tenía unas brillantes luces de neón, y una gran escalera mecánica tras las puertas de cristal. En lo alto de las escaleras había un enorme salón repleto de mesas. Los camareros y camareras chinos empujaban carritos con entremeses para los clientes, la mayoría de ellos chinos, que seleccionaban entre docenas de posibilidades, y comían con palillos o directamente con los dedos. Los familiares de Stella siempre quedaban impresionados.
Se preguntó hasta qué punto les impresionaría a esos mismos familiares ver a un hombre muerto en el callejón.
«Esto es lo que yo hago», dijo imaginando una posible conversación con una tía o un primo. «Le hago preguntas a gente muerta.»
La idea de los entremeses chinos, que por lo general le daban hambre, le hizo sentir unas ligeras náuseas. Tenía el estómago revuelto. Stella se acuclilló junto al cadáver. Danny ya había tomado fotografías del muerto, de la pared y del contenedor de basura.
Don Flack estaba cerca de la puerta trasera del Ming Lo’s, hablando con el operario de la cocina que había encontrado el cuerpo. Claramente asustado, el corpulento hombre respondió en chino, por lo que tuvo que traducirle una joven ataviada con un vestido de seda que temblaba al hablar.
Flack se sacó el abrigo y se lo colocó a la joven sobre los hombros. Ella asintió a modo de agradecimiento. El hombre corpulento hablaba muy rápido, nervioso.
– Sabía que el hombre muerto no era un indigente -tradujo la joven-. Estaba demasiado bien vestido y llevaba el pelo bien cortado.
Flack asintió con su libreta en la mano.
– ¿Vio algo, oyó algo? -preguntó Flack.
La joven tradujo. El hombre corpulento negó enfáticamente con la cabeza.
Flack volvió a mirar el cadáver. Había conocido a Collier, no demasiado bien pero lo suficiente para llamarle por el nombre y sentirse cómodo a su lado al preguntarle por la familia. Don recordaba que Collier no tenía familia, pero su padre y su madre vivían en Queens. El padre de Collier era un policía jubilado.
Danny, Stella y Don se percataron del olor, una mezcla de calor, aroma salado y dulce típico de la cocina china. A Danny le habría gustado pedir wonton frito o algo de eso que tan bien olía. Tal vez podría proponerle a Stella que, cuando acabasen con lo de fuera, entrasen, hiciesen algunas preguntas y comiesen algo.
Stella tocó con cuidado el cuello del muerto y volvió el cuerpo ligeramente. Había poco espacio tras el contenedor, pero logró estirar la mano para hacerse con su pequeño aspirador de mano y usarlo sobre la chaqueta de la víctima, el cuello y el cabello.
Flack no pensaba en comida china. No es que no le gustase, pero no dejaba de pensar en el muerto.
– Gracias -le dijo a la joven.
Ella no tuvo que traducir. El hombre corpulento le echó un vistazo al cadáver y volvió al interior del restaurante a toda prisa. La chica le devolvió el abrigo a Flack. Se miraron a los ojos. Podría haber habido algo, pero él no quiso prestarle atención, no en ese momento, no ahí, no con Collier tumbado en el suelo.
Cuando la chica regresó al restaurante, Flack se volvió y vio cómo Mac Taylor se aproximaba por el callejón, caminando despacio, con las manos metidas en los bolsillos del abrigo.
Mac se detuvo junto a Danny, miró el cuerpo y a Stella acuclillada junto a él. Mac tenía los labios cerrados y apretados, entrecerró los ojos y contempló el callejón.
– Tiene el cuello roto -dijo Stella.
Volvió el cuerpo hacia un lado. El lugar donde estaba era muy estrecho y el cadáver era ancho de hombros. Ella podría haber pedido ayuda, pero no quiso contaminar el lugar más de lo que ya lo estaba.
– El callejón está lleno de huellas de pisadas sobre la nieve -dijo Danny-. Al menos seis personas diferentes. Tengo todas las huellas.
Danny había utilizado en primer lugar un aerosol de cera para fijar los detalles de las huellas y evitar que se derritiesen. Después había seleccionado todas las huellas, usando para ello una bolsa con polvos mezclados con agua. Se había arrodillado y vertido la mezcla directamente en la huella, y añadido una pizca de sal para detener la fijación del yeso.
– ¿Alguna de un número particularmente grande? -preguntó Mac.
– Un par -dijo Danny-. Una muy clara, ahí.
Danny sabía por qué Mac le había hecho esa pregunta. Collier medía más de un metro ochenta y pesaba más de ochenta kilos. También estaba en buena forma. Hawkes lo pesaría para saber las medidas exactas.
Quienquiera que hubiese matado al detective Collier tenía que ser más fuerte y al menos tan grande como él, si se trataba de un único asesino. De nuevo, Hawkes sería capaz de decir algo más en ese sentido.
Danny señaló hacia el trío de huellas que conducían hacia el contenedor y dos más, aproximadamente del mismo tamaño, que se alejaban. Estas últimas no eran tan profundas como las primeras. Quien había dejado allí el cadáver cargaba con el peso del cuerpo de Collier sobre sus hombros.
– Haz un molde de las huellas que se alejan -dijo Mac-. Mide la densidad de la nieve. Encontraremos una fórmula para asegurarnos de que acarreaba con el cuerpo de Collier. Mira en su billetera. Comprueba si dice algo de su peso.
Danny asintió. No había duda de que las huellas pertenecían al que había acarreado con el cuerpo de Collier, pero debían servir como prueba en un juzgado y Mac quería que todo estuviera confirmado.
Flack se unió a Danny y a Mac y observó trabajar a Stella.
Nadie tuvo que formular la pregunta. De algún modo, los cuatro miembros de la unidad CSI sabían que el asesinato del detective estaba relacionado con el asesinato de Alberta Spanio, la mujer a la que había estado protegiendo hacía unas horas.
Stella se puso en pie y se quitó los guantes.
Mac pudo ver los puntos del contenedor que habían sido espolvoreados en busca de huellas dactilares. Había un montón, pero eso no significaba que alguna de ellas perteneciese a la persona que había dejado allí el cuerpo de Collier.
– No lo mataron aquí -dijo Stella.
Mac asintió.
– No hay huellas de pisadas en la nieve tras el cuerpo -dijo ella-. Si lo hubiesen matado aquí, tendrían que haberle dado la vuelta. Y no hay señal de algo así.
– Ni signos de lucha -dijo Mac.
– Tampoco.
– Tenemos huellas de pisadas -dijo Danny.
Fue Stella quien asintió entonces. Ya no tenía nada más que hacer allí. El resto del trabajo lo realizarían en el laboratorio.
Cada uno de ellos tenía una teoría, la cual estaban dispuestos a modificar con la siguiente prueba.
El primer pensamiento de Black fue que Collier había encontrado una pista sobre el asesinato de Alberta Spanio, la había seguido y el asesino le había pillado por sorpresa.
Danny creía que Collier había visto o recordado algo acerca del asesinato y se lo había dicho a la persona equivocada, o bien el asesino había supuesto que Collier sabía algo que podía desvelar su identidad.
Stella opinaba que Collier podía haberse visto involucrado en el asesinato de Alberta Spanio y que lo habían matado para proteger al asesino o asesinos.
– Ed Taxx -dijo Mac-. Buscadle. Puede estar en la lista del asesino. Si Collier sabía o vio algo que hizo que le matasen, es posible que Taxx sepa lo mismo.
Flack asintió.
– Y tenemos que encontrar a Stevie Guista -añadió Mac echándole un vistazo al cadáver y asintiendo en dirección a los enfermeros que acababan de llegar.
Mac le echó un vistazo a su reloj.
– ¿Alguien tiene hambre? -preguntó.
– Sí -dijo Danny frotándose las manos y golpeando el suelo con los pies, pues estaban empezando a entumecérsele.
– Yo paso -dijo Stella.
Don negó con la cabeza y observó a los enfermeros desplazar el contenedor de basura y meter al muerto en una bolsa negra.
El cuarteto no se movió. Observaron en silencio hasta que se llevaron el cadáver. Mac se fijó en tres galletitas chinas de la suerte que había sobre la nieve, justo donde había estado el contenedor. Se agachó y las recogió.
Mac y su esposa habían estado en el Ming Lo’s en una ocasión. Aquella noche comieron galletitas de la suerte. No recordaba qué mensaje le había salido.
Tras unos cuantos segundos, tiró las galletitas sin abrir en el contenedor y se volvió hacia los otros.
– ¿Unos entremeses?
Big Stevie llamó a la puerta y esperó hasta que Lilly preguntó:
– ¿Quién es?
– Soy yo, Stevie.
Cuando ella abrió la puerta, él le tendió la bolsa de Zabar’s. Pesaba demasiado y acabó apoyándola en el suelo.
– Es mi cumpleaños -dijo-. ¿Qué te parecería celebrar una fiesta de cumpleaños?
Entró en el apartamento y cerró la puerta.
– Ya sabía que era tu cumpleaños -dijo ella mientras se encaminaba hacia la pequeña cocina y empezaba a sacar las cosas de la bolsa, deteniéndose a comprobar el tacto y el olor de lo que había traído-. Te he hecho un regalo.
A Stevie le pilló desprevenido, le emocionó. Debió de notársele en la cara.
– No es gran cosa. Te lo daré después de comer.
Él se quitó el abrigo y también los zapatos, dejó el abrigo en la silla cercana a la puerta y los zapatos sobre la esterilla junto a la silla.
– ¿Y por qué no antes de comer? -dijo intentando recordar la última vez que le habían hecho un regalo de cumpleaños. Cuando era un muchacho; porque él nunca había sido un niño «pequeño».
– De acuerdo -respondió Lilly sacando el último paquete de la bolsa.
Fue al dormitorio de la izquierda, entró y volvió a salir segundos después con un pequeño paquete muy bien envuelto con papel rojo y cinta rosa. Depositó el pequeño paquete sobre su enorme manaza.
– Ábrelo.
Así lo hizo, con extremo cuidado para no romper ni la cinta ni el papel. Era un animal pequeñito, tamaño bolsillo. Lilly lo había hecho con arcilla o algo parecido y lo había pintado de blanco.
– Es un perro. Había pensado hacer un caballo, pero era demasiado difícil. ¿Te gusta?
– Sí -dijo dejando el perro sobre la mesa.
Se tambaleó pero no llegó a caer.
– ¿Puedo ponerle un nombre?
– Claro.
– Rolf, como el perro de Barrio Sésamo.
– Rolf -repitió él-. Suena como un ladrido.
– Supongo que se trata de eso.
– Bien. ¿Comemos?
Lilly trajo platos, cuchillos, tenedores, servilletas de papel y vasos.
– ¿Te encontró esa gente que te buscaba? -preguntó desenvolviendo el salchichón.
– ¿Qué gente?
– Un hombre y una mujer, vinieron cuando mamá se fue a trabajar.
– ¿Dijeron quiénes eran? -le preguntó a Lilly mientras ésta colocaba con delicadeza una rodaja de salchichón en uno de los panecillos que había abierto.
– Creo que eran policías -dijo pasándole el bocadillo que le había preparado, y después le entregó la tarjeta que le habían dado a su madre antes de marchar.
Stevie guardó silencio. Observó la tarjeta del CSI con el nombre de Mac Taylor y un número de teléfono y se la devolvió a la niña. Después cogió el bocadillo y lo miró como si fuese un objeto desconocido.
– Creo que uno de ellos está en tu apartamento esperándote -dijo la niña mordiendo su bocadillo.
Stevie se guardó el perro de arcilla en el bolsillo y se volvió sobre la silla hacia la puerta, como si con el suficiente esfuerzo, pudiese ver a través de las paredes hasta su apartamento.
Tenía que pensar. Le llevaría tiempo. Pensar no era una de sus mejores virtudes. Le dio un buen mordisco a su seco bocadillo. La textura era seca, pero el sabor resultaba satisfactorio, conocido.
Jacob Laudano estaba empezando a preocuparse de verdad. Todo había sido demasiado fácil, y ahora le habían telefoneado para contarle qué tenía que decir si la policía iba a buscarle.
¿Por qué tendría que ir a buscarle la policía? De acuerdo, tenían una razón para ir en su busca, pero podría escabullirse, a menos que estuviesen dispuestos a pillarle. No tenían pruebas contra él. No podían hacerle nada.
Jacob El Jockey Laudano medía un metro cuarenta y cinco y pesaba cuarenta y dos kilos, dos más de los que pesaba cuando corría. Teniendo en cuenta que habían pasado ocho años desde la última vez que había montado a caballo, había sabido mantenerse en su peso, llevar comida a la mesa y pagar el alquiler de su apartamento de una sola habitación en el East Side, y disponer de dinero suficiente para comprarse ropa y tomarse alguna que otra copa.
No necesitaba dinero para ir con mujeres, no era como Big Stevie. No muchas mujeres querían verse atrapadas bajo el volumen de Steve o tener que mirarle la cara de cerca. Pero Jake, por alguna curiosa razón difícil de entender desde su punto de vista, le resultaba atractivo a ciertas mujeres, algo que él aceptaba sin cuestionárselo. Sabía que tenía algo que ver con su estatura. No era un tipo feo, pero la cara que veía reflejada en el espejo por las mañanas o en el espejo del bar Denny Khan’s no era la de Tom Cruise precisamente. Rondaba los cincuenta pero parecía más joven. De nuevo, su estatura.
Nunca le habían gustado los caballos excepto para apostar, y fue eso lo que le trajo problemas. Durante un tiempo, la cosa fue bien. Apostaba en sus propias carreras y jugaba todas sus bazas para intentar que el favorito no ganase. Era una habilidad muy poco valorada, sobre todo por parte de los otros jockeys, que finalmente se volvieron contra él.
Jake entró en el negocio cuando tenía veintiséis años. En aquella época puso su agilidad y su falta de escrúpulos respecto a la ley al servicio del negocio tradicional de la familia: robo con allanamiento de morada.
No le fue mal durante más de diez años, pero un día, menuda suerte, estaba rebuscando en el cajón inferior de una cómoda, donde la gente suele ocultar cosas pequeñas y valiosas, cuando la puerta del apartamento se abrió de repente.
Menuda suerte. Jake quiso salir por la ventana. El tipo le golpeó, le bloqueó la salida y le propinó un puñetazo en el pecho más potente de lo que jamás se lo habían dado, o de los que le iban a dar durante los dos años siguientes al norte del Estado.
El tipo resultó ser un tercera base de los Mets. Menuda suerte.
Jake hizo algunos contactos mientras estuvo en prisión, lo que le llevó a ciertas conexiones cuando estuvo fuera, conexiones que le proporcionaron trabajo porque seguía siendo bueno entrando y saliendo de sitios a los que la gente corpulenta, gorda y a menudo vieja que le contrataba no podía acceder. La primera vez que le ofrecieron un golpe por diez mil dólares dijo: «Por supuesto».
Había matado a otras tres personas desde entonces, todos por el precio establecido de diez mil. Jake El Jockey tenía una reputación. No intentaba nunca conseguir más dinero, fuera quien fuese quien le contratase.
La herramienta preferida por Jake era un cuchillo largo y afilado, que clavaba en el cuello del objetivo cuando estaba durmiendo.
Se arregló la corbata frente al espejo y colocó bien el nudo. Alguien le dijo en una ocasión que «sabía lucir un traje». A él le había gustado.
Sonó el teléfono. Jake siguió con la corbata hasta salir del baño y responder.
– Sí.
Entonces escuchó.
– La cosa fue bien -dijo Jake-. Tal como te dije. Entrar y salir. Nada de preguntas… Sí, me vieron, pero no la cara… Si lo hace, lo haré, pero no querrá venir aquí… De acuerdo, de acuerdo, te llamaré.
La llamada concluyó. Volvió a colocar el aparato en su sitio y lo observó durante unos segundos. ¿Acaso algo había ido mal?
Estaba muy oscuro en el hueco del ascensor, pero Aiden tenía consigo una larga linterna que había colocado sobre una viga metálica.
Llevaba puestos los guantes y había dejado un paquete de bolsas para pruebas encima de su maletín, junto a la linterna. No había tanta basura como esperaba, pero aun así había la suficiente para hacer que el trabajo resultase maravilloso.
Era un reto.
Había hojas de periódico fechadas en los años cincuenta. En una de ellas podía leerse la palabra «Ike» en lo que parecía parte de un titular. Rebuscó entre sobres, todos viejos, pero no reconoció los nombres impresos en ellos. Encontró el envoltorio de una golosina Baby Ruth, toda una serie de tornillos, chinchetas y otros objetos de metal. Encontró dos ratas muertas bajo una masa irreconocible en un rincón. Una de las ratas hacía mucho que había muerto y se veía ya parte de su esqueleto. La otra todavía estaba húmeda y olía mucho.
Estuvo allí durante cuarenta y cinco minutos, tras los cuales acabó su búsqueda con un preservativo reseco envuelto en su funda de papel de aluminio. Demasiado para un edificio de apartamentos de clase alta de Manhattan.
No había ninguna bala. Estaba tan segura de ello como de que necesitaba una ducha.
Quería salir del hueco del ascensor y llegar al sótano. Con una rodilla sobre el suelo de cemento, echó un último vistazo, enfocando la luz de la linterna hacia los rincones y después hacia el ascensor detenido, que ella había fijado antes de bajar allí. Fue entonces cuando la vio: la bala, o lo que quedaba de ella, descansaba sobre una viga estructural de metal. No había llegado a caer al suelo.
Aiden volvió a bajar al hueco del ascensor con unas pinzas y una bolsa de plástico, tomó tres fotografías y recogió la bala.