174591.fb2 Muerte En Invierno - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

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9

Hawkes observó el cadáver de Collier. Mac y Stella estaban a su lado.

– El asesino era más alto que la víctima -dijo Hawkes-. Mirad los hematomas.

Señaló hacia el cuello del muerto.

– Tiró hacia atrás y hacia arriba para poder hacer palanca. Los hematomas empiezan en la nuez de Adán y van hacia arriba. Como éste.

Hawkes se colocó detrás de Mac e hizo una demostración. Mac pudo sentir el flojo apretón de Hawkes hacia arriba.

– Probablemente alzó a nuestra víctima del suelo.

Hawkes dio un paso atrás y miró de nuevo hacia el cadáver.

– El muerto pesa noventa y cinco kilos y mide un metro ochenta y dos -dijo Hawkes-. Vuestro asesino mide por lo menos un metro noventa y tres, tal vez incluso un metro noventa y cinco o noventa y siete y es muy fuerte. No hay marcas de roce, simplemente un diáfano apretón alrededor del cuello desde atrás y un tirón muy poderoso. Sin lucha.

– ¿Y? -preguntó Stella.

– El asesino es diestro -dijo Hawkes-. El moretón más grande y el aplastamiento principal están en el lado derecho.

– O sea, que si encontramos a un gigante zurdo, ¿debemos suponer que es inocente? -preguntó Mac con cara seria.

– Esto elimina los gigantes zurdos.

– Quien sea ya ha hecho esto antes -dijo Stella.

– Sabía lo que estaba haciendo -añadió Hawkes-. ¿Te gusta la ópera?

– Nunca he asistido a ninguna -dijo Stella.

Mac había ido a la ópera más de una vez. A su esposa le encantaba la ópera. Y él se había acostumbrado a las artificiales e inanes historias, a las sobreactuaciones y a los pomposos vestidos. Lo que más le gustaba era ver a Claire vestida para una de esas noches. Siempre sonreía ilusionada. Él había ido apreciando poco a poco la música y las voces.

– Tengo dos entradas para Don Giovanni, para mañana -dijo Hawkes-. Me las dio Donatelli, de homicidios. Un primo suyo canta en el coro. La esposa de Donatelli tiene gripe, lo cual, según me dijo, era un favor que le debía a Dios.

– ¿No vas a ir? -preguntó Stella.

– Prefiero los CDs -dijo Hawkes-. ¿Quieres ir?

– No, gracias.

– ¿Y tú, Mac?

Mac se lo planteó y miró a Stella.

Tenía las mejillas sonrosadas, pero era difícil saber hasta qué punto lo estaba bajo las luces quirúrgicas. Tenía los ojos húmedos y a Mac le dio la impresión de que se tambaleaba un poco.

– Quédatelas -dijo ella.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó.

– Estoy resfriada.

Mac tendió la mano y Hawkes sacó las dos entradas del bolsillo. Mac les echó un vistazo. Eran buenos asientos.

– Gracias -dijo guardándoselas.

Mientras recorrían el pasillo, bajo la grisácea luz que entraba por las ventanas, Stella le preguntó:

– ¿Realmente te gusta la ópera?

Estuvo a punto de decir: «Me gustaba», pero en su lugar dijo:

– Depende de la obra.

En el laboratorio, Danny Messer estaba de pie frente a una gran mesa sobre la que había una cadena de acero de setenta centímetros de largo.

– ¿Por dónde empezamos? -dijo mirando a Stella y a Mac.

Mac señaló con el mentón hacia la cadena.

– De acuerdo -dijo Danny-. Cadena estándar. Algunos de los eslabones tienen números diminutos que indican el fabricante. Una cosa está clara: esta cadena coincide con los fragmentos que encontramos en la habitación del hotel. He llamado al fabricante: garantizan que la cadena aguantaría un peso de cuarenta kilos. La mujer con la que hablé me dijo que sostener más de cuarenta kilos con la cadena por fuera de una ventana provocaría que varios de los eslabones se abriesen.

– ¿Y la ropa de Collier? -preguntó Mac.

Danny sonrió y se acercó al microscopio. Junto a éste había toda una serie de placas numeradas. Danny colocó una de las placas en el microscopio, enfocó y dio un paso atrás.

– Examiné las manchas blancas y marrones -dijo Danny-. Harina. Sólo en la espalda de la chaqueta.

Stella examinó la placa.

– Trasladaron el cuerpo de Collier en un vehículo en el que había harina -dijo Mac.

– Es casi como si hubiese estado tumbado en una alfombra de harina -dijo Danny.

– Restos de insectos en la harina -dijo Stella-. ¿También en las otras muestras?

– Sí.

– La Administración Federal permite un nivel bajo de insectos en la harina que usan las panaderías -dijo Mac.

– Lo recordaré cuando pida la cena esta noche -dijo Danny.

Stella se hizo a un lado y Mac observó por el microscopio y dijo:

– Los insectos son diferentes en cada panadería.

– Y -añadió Danny- hay diferentes clases de harina, diferentes aditivos. Seguiré la pista que lleva al productor de ésta. Conseguiré una lista de sus clientes. Entonces podremos relacionar la harina y los insectos con una panadería en particular.

– Tal vez -dijo Stella con los brazos cruzados.

– Tal vez -coincidió Danny.

– Empecemos por la panadería Marco’s -dijo Stella.

Todos sabían por qué. La huella dactilar que habían encontrado en la habitación ubicada sobre la de Alberta Spanio pertenecía a Steven Guista, un individuo con un amplio historial de arrestos, de físico corpulento, que conducía una furgoneta de la panadería Marco’s, propiedad de Dario Marco, el hermano del hombre contra quien debía que haber declarado Alberta Spanio.

– ¿Tenemos algo de Flack? -preguntó Mac.

– Todavía no -respondió Danny-. Está esperando en el apartamento de Guista. El juez Familia firmó la orden.

Mac miró a Stella, que contuvo las ganas de sonarse la nariz.

– Voy a por mi maletín -dijo.

Les llevó veinte minutos llegar al apartamento de Guista. Habían pasado muchas cosas en esos veinte minutos.

Don Flack examinó con mucha atención el pequeño apartamento de Guista, escuchando también el ruido de pasos proveniente del rellano. Allí podría haber vivido un monje.

Había un sucio sillón reclinable de color verde en el pequeño salón, encajado junto a la puerta que daba al recibidor. Presentaba una profunda concavidad en el medio, lugar que indicaba dónde debía de pasar Guista la mayor parte del tiempo. Un pequeño televisor Zenith en color reposaba sobre una vieja cajonera frente al sillón.

Había una mesa de fórmica con patas de aluminio en la cocina y tres sillas a juego con asiento y respaldo de plástico. La nevera tenía muy pocas cosas en su interior, y en el armario guardaba tres tazas de café, cuatro platos y un par de pesados vasos. Bajo el fregadero, una olla y una desconchada sartén con base de teflón.

El dormitorio era diminuto. La gran cama, muy bien hecha con una colcha verde y cuatro almohadas, ocupaba la mayor parte del espacio. No había libros ni revistas sobre la mesita de noche. En la pared, a los pies de la cama, colgaba un cuadro en el que se veía tres caballos comiendo hierba en un pasto despejado.

El pequeño lavabo tenía una antigua bañera mucho más grande de lo que cabría esperar, con patas en forma de garra y viejos mangos de porcelana.

Lo que más le sorprendió a Flack del apartamento es que parecía inmaculadamente limpio, casi séptico, como si nadie viviese en él. No había mucha ropa en los cajones del armario. A Guista parecía gustarle el color verde, tanto para sus calcetines y camisas como para los escasos muebles.

Don regresó a la zona del salón-cocina y se sentó en una de las sillas frente a la mesa de fórmica, mirando hacia la puerta de entrada.

Se preparó para pasar el resto del día y de la noche en aquel pequeño apartamento.

En el otro extremo del rellano, Big Stevie y Lilly compartían fiesta, comían y empezaron a ver en la tele la reposición de un capítulo de la serie «Gunsmoke», uno de los emitidos en blanco y negro con Dennis Weaver en el papel de Chester.

Stevie quería quedarse. Había hecho suficiente para un solo día, más que suficiente. Esperaba que lo valorasen. No esperaba una bonificación. Un pequeño gesto de valoración serviría. Y además era su cumpleaños.

Pero en ese momento tenía que pensar. Había alguien en su apartamento, un hombre, esperándole, escudriñando en su ordenado vestuario, sus pantalones, camisas y chaquetas, sus tazas de café y su bote de cereales.

Big Stevie sabía que tenía que largarse, pero estaba a gusto sentado con Lilly, comiéndose lo que quedaba de pastel, bebiendo zumo de naranja.

Seguramente se trataba de la policía. Pero era demasiado pronto para que lo hubiesen encontrado. De hecho, no esperaba que lo hicieran, pero allí estaban.

Entonces se le ocurrió otra cosa. Intentó no pensar en ello. Pero, ¿qué pasaría si no fuesen policías? ¿Qué pasaría si el señor Marco hubiese decidido que había que quitar de en medio a Big Stevie, que podía irse de la lengua? ¿Y si el señor Marco había pensado que Big Stevie era ya demasiado mayor para ese trabajo? No, no podía ser. No podía pasar. Pero quién podía asegurarlo…

Stevie tenía que entrar en su apartamento y descubrirlo. Tenía que hacerse con las pocas cosas que le importaban y marcharse a otra parte. Hablaría con Marco y se iría a Detroit o Boston. Conocía ambas ciudades.

– No tengo miedo -dijo Lilly.

– ¿Qué?

– El hombre que está escondido en el granero no va a matar a Marshall Dillon -le explicó la niña-. La música te lo hace creer, pero si matan a Marshall Dillon, no habría más programas y sabemos que hubo un montón más.

– Eres inteligente -dijo Stevie acariciándole la cabeza con la mano.

– Más inteligente que la media de los osos -dijo ella.

Stevie no lo entendió.

Acabó el capítulo. Marshall Dillon le disparó al chico malo escondido en el granero. Stevie se puso en pie. Tenía que descubrir la verdad.

– Quédate aquí. Tal vez oigas algún ruido en el rellano, pero quédate aquí. Cierra la puerta con llave cuando salga.

– ¿Tienes que irte?

– Cosas de trabajo.

– El hombre que espera en tu apartamento.

– Sí.

– ¿Volverás cuando hayas acabado con él?

– Hoy no.

Se metió las manos en los bolsillos y sacó el perro de arcilla pintado de blanco que ella le había regalado.

– Gracias -dijo alzándolo.

– ¿De verdad te gusta?

– Es el mejor regalo de cumpleaños que me han hecho nunca -dijo volviendo a guardar el perro en el bolsillo.

Stevie bajó el volumen del televisor y caminó hacia la puerta. La abrió lentamente, sin hacer ruido, ante la atenta mirada de Lilly.

– Cierra con llave -susurró.

Ella asintió, le siguió hasta la puerta y cerró en cuanto salió.

En el rellano, Stevie permaneció inmóvil durante unos segundos y después caminó con mucho sigilo hasta la puerta de su apartamento. El tipo que estaba dentro, ¿habría dejado la puerta abierta? Probablemente, no. Querría oír cómo Stevie introducía la llave en la cerradura y la giraba. Por eso Stevie decidió lanzarse contra la puerta.

Don debería haber estado preparado, pero aquel gigantesco hombre voló a través de la puerta hecha añicos demasiado rápido para él y le embistió antes de que pudiese sacar el arma.

Cuando iba a ponerse en pie, el hombre se dejó caer sobre él con todo su peso.

– Soy policía -jadeó Don.

El hombre grande estaba encima del detective, al que había clavado al suelo. Le dolía la espalda porque se había hincado una de las patas de la silla.

Stevie se sintió aliviado. Marco no había enviado a nadie a matarlo. Podía manejarse con la policía. Llevaba muchos años haciéndolo. Anthony Korncoff, que se había pasado toda la vida entre rejas, dijo en una ocasión que la capacidad de sobrevivir de Stevie se debía en gran medida a su relativa falta de inteligencia.

«Todo tú eres instinto animal», le dijo Korncoff.

Stevie lo tomó como un cumplido. Veía siempre el lado sencillo. No tenía otro remedio. Una vez que mentía, se aferraba a esa mentira. Nunca se ponía nervioso. No iba a ponerse nervioso ahora.

– ¿Qué quieres? -preguntó Stevie.

– Deja de aplastarme y te haré un par de preguntas -dijo Don intentando pasar por alto el dolor que le producía el peso de aquel hombre.

– ¿Preguntas sobre qué? -insistió Stevie.

Era posible que el hombre que aplastaba a Don contra el suelo hubiese matado a Cliff Collier horas antes. Y sin duda tenía algo que ver con el asesinato de Alberta Spanio. Existían serias probabilidades de que si Don le comentaba algo de eso, aquel tipo enorme le matase.

– Déjame respirar -dijo Don con un hilo de voz.

Stevie se lo pensó dos veces y se retiró. Fue un error. Don se dispuso a sacar el arma de la pistolera bajo su chaqueta cuando los dedos de Stevie le rodearon el cuello.

Don pudo sentir los gruesos pulgares apretándole el cuello, profundizando, con rapidez. Disparó. No estaba seguro de hacia dónde había apuntado el arma. Esperaba haberlo hecho hacia Stevie Guista.

Stevie gruñó y aflojó los pulgares ligeramente. Don le golpeó en la nariz con la culata de la pistola y Stevie se puso en pie con piernas temblorosas. Sangraba por la herida de bala en el muslo de su pierna izquierda y también por la nariz rota.

Don se echó hacia atrás sobre el suelo. No quería herir de gravedad a aquel hombre, pero no iba a tener otra opción.

Dudó. Big Stevie le dio un golpe en la mano y la pistola salió volando. Aterrizó en el fregadero de la cocina.

Stevie disponía de una oportunidad. Le habían disparado. Era posible que los vecinos hubiesen oído el ruido. ¿Debía matar al policía? ¿Tenía la fuerza suficiente para hacerlo? ¿Perdería más sangre y aumentaría el dolor? ¿Y qué iba a ganar matando a otro policía?

No tenía opción. Stevie echó a correr renqueante hacia la puerta y el rellano.

Tras él escuchó cómo el policía intentaba ponerse en pie. La puerta del apartamento al otro lado del rellano se abrió. Allí estaba Lilly, mirándole.

– Estaré bien -dijo el hombre-. Vuelve dentro. Cierra con llave.

– Estás herido -dijo con voz lastimera al ver la herida en su pierna.

La niña empezó a llorar.

Le echó un vistazo al policía que trataba de ponerse en pie.

– Nunca nadie había llorado por mí -dijo.

Sonrió con la cara cubierta de sangre y los dientes teñidos de rojo.

Stevie reemprendió la carrera sin mirar atrás. Metió la mano en el bolsillo y encontró el perro de arcilla. Lo apretó con fuerza, pero no tanto como para romperlo.

Mac y Stella no se toparon con Stevie por cuestión de un par de minutos. Vieron las gotas de sangre en la escalera mientras subían. No sabían de quién era aquella sangre, pero estaban convencidos de que, sin duda, era de alguien que bajaba, no que subía. La sangre dejó un pequeño rastro que ellos fueron siguiendo en dirección contraria.

Cuando llegaron a la puerta del apartamento de Stevie, Mac ya había sacado el arma.

La niña con la que había hablado horas antes estaba arrodillada junto a Don Flack, que se encontraba sentado en el suelo, con una mueca de dolor en el rostro.

– Tengo una o dos costillas rotas -dijo-. Guista no puede haber ido lejos. Salió hace un par de minutos. Le disparé.

Stella se acercó a Don y Mac se dio la vuelta, pistola en mano, dispuesto a seguir el rastro de sangre.

La mujer, alta, guapa, con el pelo corto de color rubio platino, de unos cuarenta y cinco años, llevaba un traje gris, blusa blanca y un sencillo collar de perlas falsas alrededor del cuello. Evidenciaba tener clase en medio de aquel fuerte olor a pan. El lejano sonido de voces atravesaba las puertas que, al fondo del pasillo, conducían al horno de la panadería.

Danny quiso ajustarse las gafas, pero no lo hizo. Por alguna razón, supuso que aquella mujer habría interpretado el gesto como una muestra de inseguridad.

– ¿Por qué desea ver al señor Marco? -le preguntó sin apartar la vista del agente uniformado a la espalda de Danny. El agente en cuestión era ancho de hombros, era un policía experimentado de piel morena. Se llamaba Tom Martin. Miró a la mujer a los ojos sin parpadear.

Una de las primeras lecciones que había aprendido en la Academia, veinte años atrás, era que cuando uno se topa con un individuo duro de pelar no hay que parpadear. Literalmente y también en sentido figurado: no hay que parpadear. Su instructor, un veterano muy condecorado, le había sugerido que observase los ojos de las estrellas de cine.

«Charlton Heston, Charles Bronson», le dijo su instructor. «No parpadean. Forma parte de su secreto. Hazlo tuyo.»

Martin sabía dónde estaba y por qué. No esperaba tener que afrontar problemas, pero en otras ocasiones se había enfrentado a situaciones aparentemente inocentes que acababan transformándose en una absoluta locura. De ese modo había adquirido la cicatriz rosada que lucía en el mentón y también un montón de experiencia.

– El señor Marco está ocupado -dijo la mujer, que ni siquiera se presentó.

– Sólo quiero echar un vistazo en la panadería y hacer unas cuantas preguntas -dijo Danny.

– Yo puedo responder a sus preguntas -dijo ella.

– ¿Steven Guista está aquí?

– Libra hoy y mañana -respondió-. Es su cumpleaños. El señor Marco recuerda los cumpleaños de sus empleados más fieles.

Danny asintió.

– ¿Está aquí su furgoneta? -preguntó Danny.

– No. El señor Marco ha dejado que la use el día de su cumpleaños.

– ¿Una furgoneta? -preguntó Danny.

– Es una furgoneta pequeña de reparto.

– Me gustaría ver la panadería y al señor Marco ahora -dijo Danny-. Puedo volver con una orden de registro.

– Lo siento, pero… -empezó a decir.

– ¿Venden pan?

– A eso nos dedicamos -dijo ella.

– Me gustaría comprar una barra recién hecha.

Ladeó ligeramente la cabeza intentando decidir si estaba bromeando o no.

– ¿De qué clase? -preguntó.

– Una de las que reparte Guista.

– Tenemos ocho clases diferentes de pan.

– Pues una de cada -dijo Danny-. Las pagaré.

– Espere aquí -dijo echando a andar a toda prisa hacia las puertas del horno, taconeando sobre las baldosas.

La puerta de la oficina estaba a la izquierda de donde se encontraban los agentes. Podía leerse el nombre de Dario Marco en letras doradas. Danny miró a Martin, quien asintió y abrió la puerta. Entraron dentro y se encontraron en una pequeña recepción con las paredes cubiertas con paneles de madera. Sobre el escritorio había una placa con un nombre: Helen Grandfield.

Tras el escritorio había una puerta. Desde detrás de ésta llegó la voz de un hombre. Danny y Martin caminaron hacia allí. Danny llamó a la puerta y entró sin esperar respuesta.

Dario Marco, delgado, con pantalones anchos y la camisa abierta hasta el pecho, estaba sentado frente a su mesa hablando por teléfono. Le habían interrumpido. Se detuvo de golpe, miró a los dos hombres y dijo:

– Te llamo luego.

Colgó el aparato y se volvió para encarar a Danny y a Martin.

– No recuerdo haber dicho que podían pasar -dijo.

Debía de tener sesenta y pocos años, y llevaba el pelo obviamente teñido. En su juventud probablemente fue un hombre bien parecido, pero los kilos de más y todo lo que hubiese hecho durante su vida se habían cobrado un precio en sus flácidos rasgos.

– Lo siento -dijo Danny.

– ¿Qué desean?

– ¿Cuándo fue la última vez que habló con su hermano? -preguntó Danny.

Marco miró al policía, quien no apartó la vista. Marco ganó. Estaba mejor entrenado. Marco parpadeó y se volvió hacia Danny, dando a entender, al mirar de arriba abajo al investigador del CSI, que no estaba impresionado.

– ¿Cuál de ellos? -preguntó Marco.

– Anthony.

Marco negó con la cabeza.

– Anthony es la oveja negra de la familia -dijo Dario Marco-. No hablamos. Ni siquiera fui a visitarle a la cárcel.

Retó a Danny con la mirada. Había un montón de maneras de comunicarse con un preso.

– Compruebe sus llamadas de teléfono, el registro de visitas -dijo Dario.

– Ya lo hicimos.

– Entonces, ¿qué más quieren?

– Steven Guista -dijo Danny.

– Hoy libra. Es su cumpleaños. Le he dado dos días libres. He tenido que despedir a siete de los panaderos y reducir la producción a la mitad desde que empezó la moda de las dietas. El pan es el chico malo. ¿Se imagina? Cosas de la vida. Pero si aparece en la mismísima Biblia, por amor de Dios. ¿Qué quieren de Stevie? ¿Ha hecho algo?

– Nos gustaría hablar con él y echar un vistazo a su furgoneta -dijo Danny.

– La tiene él.

– Lo sé. Nos lo ha dicho su secretaria.

– Helen es mi ayudante.

Se abrió la puerta y entró la mujer con una gran bolsa blanca de papel.

– Lo siento -le dijo a Marco.

No parecía arrepentida. Marco se encogió de hombros. Ella le entregó la bolsa a Danny.

– Si no le importa, me gustaría entrar y elegir yo mismo el pan -dijo Danny.

– ¿Acaso cree que he salido a la calle a comprarlo? -preguntó ella.

Danny se encogió de hombros y no pudo resistir el impulso de colocarse bien las gafas.

– Está bien -dijo Marco-. Enséñales a estos señores el horno y después enséñales dónde está la puerta.

Volviéndose hacia Danny, añadió:

– No más preguntas. Si vuelven por aquí, háganlo con una orden judicial.

Helen Grandfield se dio la vuelta y acompañó a los agentes hasta la puerta. La siguieron por el pasillo y atravesaron las puertas que daban a la panadería. El olor a pan cocido era fuerte, bueno y reconfortante.

– Elijan lo que quieran -dijo Helen mientras una docena de panaderos y ayudantes, todos ellos con delantales y gorros de papel de color blanco, les miraban y después retomaban el trabajo.

Danny guardó panecillos y barras de pan en otra bolsa blanca de papel, después dejó las dos bolsas en el suelo mientras recogía una muestra de harina de la mesa sobre la que reposaba la masa de pan sin cocer esperando para entrar en el horno. Introdujo la harina en otra bolsa.

– Gracias -dijo Danny pasándole su maletín a Martin y alzando del suelo las dos bolsas de papel con pan.

Martin se fijó en que el agente del CSI agarraba las bolsas con los dedos por encima del borde. Danny Messer quería conservar las huellas dactilares de Helen Grandfield.

– ¿Eso es todo? -preguntó ella.

– Eso es todo -asintió Danny.

Fue hacia la puerta de la panadería junto a Martin. Helen Grandfield no los siguió. Antes de salir, Danny escaneó de forma automática las paredes, el suelo, escuchó, olió… Habían recorrido unos cuatro metros del pasillo, dejando atrás la puerta de la oficina de Marco, y se hallaban frente a otra oscura puerta de oficina, cuando Danny se detuvo y bajó la vista. Martin hizo lo mismo y vio cómo Danny apoyaba una rodilla en el suelo.

Había dos oscuras líneas de unos treinta centímetros de largo y separadas por unos trece centímetros. Abrió su maletín e hizo unas cuantas fotografías de las marcas y después tomó muestras del material de los arañazos.

Cuando ya casi había acabado, se abrió la puerta de la panadería al fondo del pasillo. Danny y Martin miraron a Helen Grandfield.

Ella miró a Danny a los ojos desde la distancia. A él no le importaba ser el primero en parpadear. No estaba para esa clase de cosas. Lo que le importaban eran aquellas marcas, que podían ser, debido al color, a la textura y al olor, las marcas de los tacones de unos zapatos.