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Mac llegó a la calle a tiempo de ver salir de la zona de carga y descarga, junto a una tienda, la pequeña furgoneta blanca con las letras de la panadería Marco impresas en la puerta de atrás.
Echó a correr, casi resbaló al pisar la capa de hielo bajo la nieve, y llegó a la zona de carga y descarga a tiempo de ver la pequeña furgoneta blanca girar derrapando hacia la derecha en la esquina, a unos treinta metros de distancia.
Stella llegó a su altura. Ninguno de los dos jadeaba, pero el aire frío les dolía en los pulmones. Ambos sabían que para cuando llegasen a su coche y salieran tras Guista, él les habría despistado.
Mac bajó la vista para fijarse en el trozo de calle sobre el que había estado la entrada del conductor de la furgoneta. La mancha de sangre era del diámetro de una lata de refresco. Guista sangraba ahora de manera más abundante. Su carrera hasta la furgoneta había empeorado el estado de la herida.
Stella llevaba un pequeño kit de trabajo en el bolsillo. Se agachó cerca de la mancha de sangre, tomó una muestra y la introdujo en un tubito. Hizo lo mismo con una segunda muestra y después guardó los tubitos en su kit de bolsillo.
Varias personas se detuvieron para mirarles, pero sólo durante unos segundos. Hacía demasiado frío.
– ¿Y ahora? -preguntó Stella levantándose, intentando disimular que le dolían los brazos y las piernas.
– Telefonearemos a los hospitales -dijo Mac al tiempo que un coche con cadenas ilegales para nieve pasaba a su lado-. Llamaremos para que busquen la furgoneta.
– Está sangrando mucho -dijo Stella observando la mancha oscura-. Tal vez no llegue a un hospital.
– Tal vez no lo intente -replicó Mac-. ¿Y Flack?
– Costillas rotas. Guista se le tiró encima. Estará bien. He llamado a una ambulancia.
– Voy con él -dijo Mac encaminándose al edificio de apartamentos-. Vuelve al laboratorio y haz las llamadas telefónicas. Yo…
El móvil de Mac empezó a sonar. Lo sacó del bolsillo y apretó el botón verde. Stella echó a andar deprisa delante de él hacia el coche, que estaba aparcado a una manzana de distancia.
– Sí -dijo Mac.
– He encontrado la bala en el hueco del ascensor -dijo Aiden-. Tenías razón.
– Me pondré con eso en cuanto llegue.
– Eso no es todo -prosiguió Aiden-. Danny ha encontrado algo que te va a interesar.
– Dile que voy de camino -dijo Mac.
Se encontraron casi dos horas después. Eran cerca de las siete. Aiden no había podido ducharse. Dos bolsas de panecillos y pan de la panadería Marco’s del Bronx descansaban sobre la mesa.
Después de llevar a Flack al hospital para que lo examinasen con rayos X y le vendasen las costillas, Mac compró unos gyros y bebida en un restaurante griego cercano.
Comieron despacio, excepto Stella, que se limitó a mordisquear la corteza de su pan de pita.
– Las marcas de los tacones que encontré en la panadería pertenecen a los zapatos de Collier -dijo Danny-. Lo he comprobado. Debieron de estrangularlo allí.
Mac miró a Aiden.
– La bala que mató a Lutnikov es de un calibre 22 -dijo ella.
– Louisa Cormier tiene un 22 -dijo Mac.
– Pero no había sido utilizado -respondió Aiden.
– Tal vez tenga otro -añadió Mac-. O bien se libró del utilizado y lo reemplazó por el que vimos.
– Cubriéndose así las espaldas -dijo Stella.
– Escribe novelas de misterio.
– Tendríamos que haber comprobado el registro de la pistola que nos enseñó. ¿Tenemos indicios suficientes para pedir una orden? -preguntó Aiden.
– No -dijo Mac-. ¿Te fijaste en las manos de Louisa Cormier cuando hablamos con ella?
– Las tenía limpias -dijo Aiden encogiéndose de hombros.
– Se las había frotado -aclaró Mac-. Tenía las manos rojas. ¿Por qué?
Mac miró a su alrededor y esperó.
– Lady Macbeth -respondió Danny.
– Escritora de misterio -dio Stella-. Residuos. Residuos de disparo. Temía que los encontrásemos.
Mac alzó el informe sobre residuos de disparo que Aiden había preparado.
Durante un disparo, los gases que escapan dejan un residuo en la mano y la ropa de quien dispara, principalmente plomo, bario y antimonio.
– No pudo haberlo limpiado todo -dijo Aiden.
Todos sabían que podían tomar muestras de la piel de Louisa Cormier y después examinarlas en el laboratorio de absorción atómica con un microscopio electrónico.
– Tal vez no sabe que no puede limpiarlo por completo -dijo Mac-. Si busca más información en internet y empieza a escudriñar, probablemente haya quemado la ropa que llevaba.
– ¿Entonces? -preguntó Danny-. ¿Podemos obligarla a someterse a una prueba con GSR?
– No con las pruebas de las que disponemos -dijo Aiden-, pero tal vez podamos ponerla nerviosa para que cometa un error.
– ¿Cómo? -preguntó Danny.
– Le mentiremos -dijo Aiden-. Mac es el mejor mentiroso que conozco.
– Gracias -dijo Mac-. Será lo primero que hagamos mañana por la mañana. ¿Alguna novedad sobre Guista?
– Todavía nada -respondió Stella.
– ¿Qué tal está Don? -preguntó Danny.
– Fuera del hospital -dijo Mac-. El médico le dijo que se fuera a casa y le dio un par de analgésicos. Probablemente ya esté metido en la cama.
Mac estaba equivocado.
Don Flack, intentando no temblar, estaba frente a una pequeña casa en Flushing, Queens. Llamó al timbre. Eran las nueve pasadas. La noche había hecho descender la temperatura por debajo de los 17 ºC bajo cero, y eso sin contar el viento cortante.
Había luces encendidas dentro de la casa. Volvió a llamar, intentando no respirar hondo. El médico que le había vendado las costillas, el doctor Singh, le había dicho que se tomase una de las tabletas de hidrocodeína y se metiese en la cama. Don había cumplido a medias sus indicaciones. Se tomó una tableta en cuanto salió del hospital.
Abrieron la puerta. La calidez de la casa salió a su encuentro y se vio frente a una guapa adolescente morena con un libro en la mano.
– ¿Sí? -preguntó.
– ¿Está el señor Taxx en casa? -le preguntó.
– Sí -dijo la chica-. Ahora le aviso. Entre.
Flack cruzó la puerta y la cerró.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó la chica.
– Estoy bien.
Ella asintió y entró en la habitación que se abría a la derecha diciendo:
– Papá, alguien ha venido a verte.
La chica volvió a mirar de inmediato a Flack.
El calor del interior, la punzada de dolor y la hidrocodeína se mezclaron en el cuerpo del detective. Se balanceó ligeramente.
– ¿Está enfermo? -preguntó la chica.
– Estoy bien -mintió.
Ed Taxx salió de la habitación segundos después. Llevaba puestos unos vaqueros arremangados por abajo y una sudadera de los New York Jets.
– Flack -dijo-, ¿estás bien?
– Sí. ¿Podemos hablar?
– Claro -dijo Taxx-. Pasa. ¿Quieres café, té o alguna otra cosa?
– Café -dijo Flack siguiéndole y controlando una mueca de dolor.
– ¿Podrías traerle una taza de café al detective Flack? -le preguntó Taxx a la joven.
La chica asintió.
– ¿Con leche, azúcar…?
– Solo -respondió Flack mientras Taxx se iba en una dirección y su hija en otra.
Pasaron a un pequeño y despejado salón. Los muebles no eran nuevos, pero tenían buen aspecto, todo estaba limpio y había flores; era la habitación de una mujer. Dos sofás, casi iguales, estaban colocados uno frente a otro con una mesita baja de color gris entre ellos y ejemplares recientes del Entertainment Weekly y del Smithsonian Magazine encima.
Taxx se sentó en uno de los sofás. Flack tomó asiento en el de enfrente.
– Cliff Collier ha muerto -dijo Flack.
– Me han llamado -dijo Taxx sacudiendo la cabeza-. ¿Hay alguna pista sobre el asesino?
– Yo le he disparado al asesino -dijo Flack mirándole a los ojos-. Pero anda suelto. Escapó.
– No conocía bien a Collier -dijo Taxx-. Compartimos turno de vigilancia dos noches. ¿Erais amigos?
– Fuimos juntos a la Academia -dijo Flack intentando no moverse, sabiendo que el resultado sería una sorda punzada de dolor en el pecho.
La muchacha regresó con dos tazas amarillas idénticas y dos posavasos de corcho. Dejó las tazas frente a cada uno de ellos.
– Gracias, cariño -dijo Taxx sonriéndole a su hija.
– Vuelvo a mi cuarto -dijo ella-, a menos que…
– Puedes marcharte -dijo Taxx.
La chica echó la vista atrás una última vez y salió lentamente, con la esperanza, pensó Don, de escuchar algún ramalazo de la conversación entre su padre y aquel inesperado visitante.
– Mi esposa está jugando al bridge en una casa de aquí al lado -dijo Taxx.
Permanecieron unos segundos en silencio, bebiendo café.
– ¿Tienes problemas? -preguntó Flack.
Taxx se encogió de hombros.
– Asuntos Internos está investigando -dijo-. Posiblemente reciba una reprimenda y me jubilarán dentro de un año, no quiero volver a trabajar en la calle. No puedo decir que me preocupe mucho. Alguien tiene que cargar con la culpa de haber perdido a una testigo estrella.
Frank dio un sorbo al café. Estaba caliente, pero no quemaba.
– Me da la impresión de que los periódicos y la televisión querrán ver en el asesinato de Cliff su implicación con el asesinato de Alberta Spanio, o sea, que lo mataron para que no hablase -dijo Don.
– No lo creo -respondió Taxx dándole un sorbo a su taza-. No le conocía bien, pero estuve allí. No tuvo nada que ver con el asesinato de Alberta Spanio.
– Entonces, quien mató a Cliff creía que había visto o sabía algo -dijo Flack-. O que se había supuesto algo. Lo que yo realmente creo es que Cliff estaba siguiendo una pista por cuenta propia y le pillaron.
– Para mí tiene sentido.
– Quienquiera que lo hiciese, tal vez ahora vaya a por ti.
Taxx asintió y dijo:
– He estado pensando en eso. Pero no le encuentro razón alguna.
Flack le preguntó a Taxx qué había ocurrido en el hotel.
– Ya te lo dije -dijo Taxx-. Llamamos a su puerta.
– ¿Llamasteis?
– Creo que llamó Collier. Yo dije su nombre. No hubo respuesta. Collier tocó la puerta y me miró. Me pidió que la tocase. Lo hice. Estaba fría.
– ¿De quién fue la idea de echar la puerta abajo?
– No lo hablamos -dijo Taxx-. Simplemente, lo hicimos. Cuando estábamos dentro, Collier corrió hasta el lavabo y yo fui hacia la cama de Alberta.
– ¿Por qué fue al lavabo?
– Llegaba un aire muy frío desde allí -dijo Taxx-. Nos miramos y asentimos, algo así. Ya sabes cómo van las cosas cuando estás en el terreno.
– Sí -dijo Flack-. ¿Por qué fue él al lavabo y tú a ver el cuerpo?
Taxx tenía la taza de café en la mano.
– No lo sé. Salió así. Le vi correr al lavabo. Me tocó la cama.
– ¿Cuánto tiempo estuvo allí metido?
– Cinco, diez segundos -dijo Taxx-. Flack, ¿qué te pasa? Pareces…
– El tipo que mató a Cliff se tiró encima de mí antes de que le disparase. Tengo dos costillas rotas.
– ¿Y has conducido hasta aquí?
– No ha sido tan difícil.
– ¿Quieres pasar la noche aquí? -le preguntó Taxx-. Tenemos una habitación libre.
– No, gracias -dijo-. Estoy bien. Cuando Alberta Spanio se fue a la cama, ¿qué hizo?
– Lo mismo que las tres noches anteriores -dijo Taxx-. Comprobamos las ventanas para asegurarnos de que estaban cerradas.
– ¿Quién lo hizo?
– Los dos -afirmó Taxx.
– ¿Quién comprobó la ventana del lavabo?
– Collier. Después salimos, y Alberta cerró la puerta. Oímos el pestillo.
– ¿No hubo ruidos durante la noche? -preguntó Flack.
– ¿En su habitación? No.
– ¿Y en alguna otra parte?
– No.
– Tal vez haya que traer a alguien para que vigile tu casa hasta que pillemos al tipo que mató a Cliff.
– Estoy bien armado -dijo Taxx-. Sé cómo usar mi pistola.
– Podrías llevarla encima y dejarla en la mesita de noche.
Taxx se levantó la sudadera de los Jets y dejó a la vista la pequeña pistolera con el arma prendida de su cinturón. Después se bajó la sudadera.
– Tuve la misma idea cuando supe lo que le había pasado a Collier, pero no puedo imaginar qué fue lo que oímos o vimos Collier y yo que provocara que Marco enviase a uno de los suyos para acabar con nosotros. Sin duda tiene que saber que las noticias de la mañana hablarán de esto y que lo crucificarían si me pasase algo. ¿Más café?
– No, gracias -dijo Flack poniéndose en pie muy despacio.
– ¿Seguro que no quieres pasar la noche aquí?
– No, gracias.
– Cuídate -dijo Taxx acompañándole hasta la puerta.
– Intenta pensar en algo que tal vez hayas olvidado o pasado por alto -dijo Flack.
– Lo he hecho, he repasado cada minuto, pero… Seguiré intentándolo -dijo Taxx-. Ten mucho cuidado ahí fuera esta noche.
Flack atravesó la puerta y se adentró en la noche helada. La puerta se cerró a su espalda privándole del último instante de calor. Algo se le había pasado por alto. Lo sabía, podía sentirlo.
Ahora se iría a casa en coche, despacio, sabiendo que el dolor iba ganando la partida, al menos de momento, hasta que llegase a casa y pudiese tomarse otra tableta de hidrocodeína. Por la mañana, hablaría con Stella para saber si tenía algo nuevo. El resto de la actividad de la mañana dependería de si habían atrapado o no a Stevie Guista.
Se montó en el coche y rebuscó en el bolsillo de su chaqueta. El movimiento provocó un agudo dolor en su pecho. Sacó el bote de pastillas, se dispuso a abrirlo, pero cambió de opinión.
Tardó casi dos horas en llegar a su casa.
La mujer encargada del monitor de vídeo del cruce de la parte alta de la ciudad era Molly Ives. Era bajita, negra, estudiaba derecho por las noches y tenía una mente despierta. Su turno, el turno de noche, había empezado hacía quince minutos.
Le echó un vistazo a la furgoneta de la panadería detenida en el semáforo del cruce entre la Calle 96 y la Tercera. No estaba segura de si se trataba o no de la furgoneta sobre la que le habían dejado una nota en el sujetapapeles que tenía al lado. Sus dudas desaparecieron cuando el semáforo se puso en verde y pudo leer las palabras Panadería Marco’s en el lateral de la furgoneta al pasar.
Molly Ives telefoneó a la centralita de la policía, que a su vez contactó con un coche que patrullaba por la zona. Cinco minutos más tarde, el coche patrulla le cortaba el paso a la furgoneta de la panadería y los dos agentes de policía salían del auto.
Se aproximaron a la pequeña furgoneta, con las armas en la mano, cada uno de ellos a un lado del vehículo.
– Salga -dijo uno de los agentes-. Con las manos en alto.
La portezuela de la furgoneta se abrió y el conductor bajó muy despacio.
Big Stevie había dejado de sangrar. Se había sentado en la parte de atrás de la furgoneta con la calefacción puesta, se había sacado la camiseta y la presionaba contra la herida de su pierna derecha, en el muslo. Cuando palpó por detrás encontró el orificio de salida de la bala. Sangraba menos, pero el agujero era grande. No había roto el hueso. Enrolló la camiseta alrededor con fuerza.
Tenía que abandonar la furgoneta. Tenía que ver a un médico o a una enfermera…, a alguien. No podía saber qué estaba ocurriendo en el interior de su pierna. Podía haber una hemorragia interna, podía sufrir una embolia. Y tenía que conseguir dinero para marcharse de la ciudad. Steven Guista necesitaba muchas cosas y sólo había un lugar al que podía acudir.
Condujo, pensando en tomar por el puente hacia Manhattan, pero cambió de opinión y se dirigió al vecindario que mejor conocía. El vendaje improvisado estaba resistiendo bastante bien, pero una parte de la sangre se filtraba. Se detuvo junto a una cabina de teléfono frente a una tienda de alimentación abierta las veinticuatro horas a la que había acudido una docena de veces antes. Aparcó y salió cojeando de la furgoneta.
– Soy yo -dijo cuando respondió la mujer. Le dictó el número de la cabina desde la que estaba llamando. Ella colgó. Él esperó, temblando, mareado. Las luces de la tienda no daban calor alguno. Ella llamó diez minutos más tarde.
– ¿Dónde estás? -le preguntó la mujer.
– Brooklyn -dijo-. Fui a mi casa. Un policía me disparó.
La pausa fue tan larga que Stevie preguntó:
– ¿Estás ahí?
– Estoy aquí. ¿La herida es mala?
– Es en la pierna. Necesito un médico.
– Voy a darte una dirección -dijo ella-. ¿Podrás recordarla?
– No tengo ni lápiz ni papel ni nada -respondió.
– Entonces repítela para ti mismo. Líbrate de la furgoneta. Toma un taxi.
Le dio el nombre de una mujer, Lynn Contranos, y una dirección. El se la repitió.
– Voy a llamarla y a decirle que vas para allí.
La mujer colgó. Stevie sacó unas cuantas monedas del bolsillo, llamó a información para pedir el número de un servicio de taxis, volvió a telefonear y esperó. Mientras esperaba no dejó de canturrear el nombre de la mujer a la que se suponía que tenía que ver: Lynn Contranos.
El día de su cumpleaños estaba a punto de finalizar. No quería pensar en ello. Tenía los pantalones pegados a la pierna, la sangre se había enfriado.
Repitió el mantra una y otra vez, sin pensar en nada más allá de la dirección que le habían dado. Si se centraba en una sola cosa tal vez podría salir de ésa.
Quince minutos más tarde no había aparecido ningún taxi. Big Stevie volvió a meterse en la furgoneta, encendió la calefacción y esperó, observando la acera para ver si llegaba el coche.
«Si no está aquí dentro de diez minutos, conduciré yo.» Estaba empezando a tener problemas para recordar el nombre y la dirección a la que se suponía que tenía que acudir, pero él siguió repitiéndolos mientras esperaba un coche que tal vez no llegase jamás.
Mac estaba sentado en el salón, concretamente en el gastado sillón marrón con la otomana a juego. Su esposa le mimaba. Él adoraba ese sillón, ahora destrozado, pero el amor se había esfumado. Ahora era sólo un lugar en el que sentarse a trabajar o desde el cual ver un partido de béisbol por el televisor o un concurso de perros o una vieja película.
Esa noche, vestido con un chándal gris limpio, intentaba trabajar. Sobre la arañada mesita de madera que tenía a un lado se acumulaban dos pilas de libros, nuevos, todavía olorosos, y veintisiete páginas perfectamente mecanografiadas sujetas por un clip. En una pequeña bandejita del tamaño de los libros había una taza de café recién calentado en el microondas.
También había una pila de reseñas de libros, viejas y nuevas, que había sacado de internet.
Todavía no eran las diez.
Había ordenado los libros de Louisa Cormier cronológicamente. Su primer libro se titulaba Génesis. Las reseñas habían sido medianamente buenas, pero las ventas fueron fenomenales. Con la cuarta novela, las reseñas dijeron que Louisa Cormier había traspasado un punto de inflexión y pertenecía ya a la pléyade de los escritores de misterio. La comparaban, y siempre salía ganando, con Sue Grafton, Mary Higgins Clark, Marcia Muller, Faye Kellerman y Sara Paretsky.
Mac le dio un sorbo a su café. No estaba lo bastante caliente, pero no quiso levantarse, ir a la cocina y volver a meter la taza en el microondas. Dio un trago más largo y esperó encontrar interesante la obra de Louisa Cormier.
Antes de que pudiese abrir el primer libro, sonó el teléfono.
Eran pasadas las diez de la noche. Stella miraba por encima del hombro de Danny cómo éste construía la imagen en la pantalla del ordenador del laboratorio.
A Stella le escocían los ojos. No tenía ninguna duda de que había pillado algo. Algo que le taponaba la nariz, que humedecía sus ojos y que le producía picor en la garganta. Intentó ignorarlo.
La imagen de la pantalla parecía uno de esos videojuegos que anuncian por la televisión, uno de ésos donde los protagonistas, que realmente no parecen tan humanos como dicen, se matan unos a otros con ruidosas armas, golpes impresionantes y ensordecedores ruidos.
En la pantalla aparecía una pared de ladrillos generada por ordenador. Había una única ventana en dicha pared.
– ¿Cuántos metros hay entre la ventana de la habitación de Guista y la ventana del lavabo? -preguntó.
– Tres metros y medio -respondió Stella.
Los dedos de Danny teclearon algo y movió el ratón hasta que la imagen se desplazó hacia abajo. Apareció de repente una segunda ventana.
– Redúcelo para que podamos ver las dos ventanas -le pidió Stella.
Danny lo hizo. Una ventana estaba justo encima de la otra.
– Era de noche -le recordó.
Danny oscureció la escena.
– ¿La luz del lavabo estaba encendida? -le preguntó.
Stella sacó sus notas y un pequeño paquete de pañuelos de papel. Pasó las páginas de notas y dijo:
– Dormía con la luz del lavabo encendida.
– Luz del lavabo encendida -repitió Danny.
Y una luz amarilla empezó a brillar en la ventana inferior.
– Ahora la cadena desde la habitación de Guista a la ventana del lavabo -dijo Stella sonándose la nariz.
– Cadenas, cadenas, cadenas, cadenas -dijo Danny colocándose bien las gafas y buscando-. Aquí. Escoge una cadena.
Las mostró.
– Ésta se parece bastante a la que usó -dijo Danny.
– ¿Puedes hacer que cuelgue de la ventana de Guista hasta la del lavabo? -preguntó Stella.
– Definitivamente, has pillado algo.
– Si usó la cadena para descolgar a alguien -dijo Stella en lugar de responder a su comentario-, la persona tenía que ser pequeña, valiente y confiar en que la ventana del lavabo estuviese abierta.
– O saber que estaba abierta -dijo Danny.
– ¿Puedes poner a una persona en el extremo de la cadena?
Apareció una figura masculina, vestida como un ninja.
– Que sea más pequeño.
Danny redujo el tamaño de la figura.
– ¿Puedes abrir la ventana?
– ¿Hasta qué punto quieres que la abra?
Ella consultó las notas de nuevo y dijo:
– Algo menos de treinta y cinco centímetros.
Danny abrió la ventana a escala.
– Más estrecha -dijo-. ¿Quieres que el ninja sea más pequeño?
– Claro.
Hecho.
– Considerando que está a escala, ¿cuánto dirías que él o ella podría pesar? -preguntó Stella.
Danny se echó hacia atrás, recapacitó y dijo:
– Unos cuarenta kilos. Cuarenta y nueve a lo sumo.
– Y tuvo que abrir la ventana y colarse dentro.
– Y tuvo que volver a salir a través de ese reducido espacio -dijo Danny-. ¿Un acróbata? Podríamos investigar en gimnasios y circos.
Stella se lo pensó y respondió:
– ¿Puedes poner algo en el extremo inferior de la cadena, en la ventana de abajo, donde encontramos el agujero de tornillo?
– ¿Algo?
– ¿Una pieza circular de metal?
– ¿Cómo de grande?
– Empecemos con algo grande, de doce centímetros de diámetro.
Danny buscó. Apareció una imagen en la parte inferior de la ventana del lavabo. Un círculo.
– ¿Puedes destacarlo, en perpendicular a la ventana?
– Puedo intentarlo.
Manipuló el círculo y le dio aspecto tridimensional.
Ambos miraron la cadena, el aro y la ventana y llegaron a la misma conclusión.
– ¿Lo dices tú o lo digo yo? -preguntó Danny.
– Deshazte del ninja.
– De acuerdo -dijo Danny al tiempo que el ninja se esfumaba.
– Engancha el extremo de la cadena al aro -dijo ella.
Danny se le adelantó antes de que acabase la frase.
– Guista enganchó el aro y tiró hasta sacarlo -dijo Danny mostrándolo en la pantalla-. Eso fue lo que ocurrió. Eso también explica por qué usó una cadena de metal en lugar de una cuerda. Una cuerda se habría balanceado con el viento. Una cadena podía quedar enganchada del aro y resultaría más sencillo fijarla con un garfio. Y después descolgó a quien mató a Alberta Spanio.
– ¿Y por qué el asesino no pudo simplemente abrir la ventana y colarse? -preguntó Stella mirando la pantalla del ordenador-. ¿Por qué todo ese jaleo de la cadena y el gancho? Tal vez el asesino no entró por la ventana.
– ¿Por qué alguien pasaría por todo esto para abrir una ventana que no iba a usar? -preguntó Danny.
– Tal vez para que descendiera la temperatura de la habitación y la del cadáver y no pudiésemos saber la hora del asesinato.
– ¿Para qué?
Stella se encogió de hombros.
– Tal vez querían que pareciese que alguien había entrado por la ventana -dijo Danny-. Pero la nieve lo complicó todo.
– Todavía nos falta algo -dijo Stella antes de estornudar.
– Resfriado -dijo él-. A lo mejor es gripe.
– Alergias -respondió Stella-. Tenemos que encontrar a Guista y conseguir algunas respuestas.
– Si todavía sigue vivo -dijo Danny.
– Si todavía sigue vivo -repitió Stella.
– Tengo unas aspirinas con vitamina C en mi maletín -dijo Danny-. ¿Quieres una?
– Dame tres -respondió.
Danny se levantó sin apartar los ojos de la pantalla.
– ¿Qué pasa? -preguntó Stella.
– A lo mejor estamos equivocados. Es posible que alguien se descolgara por la cadena.
– El hombre menudo que el empleado del hotel vio con Guista -dijo ella.
– ¿Volvemos al principio? -dijo Danny.
– ¿La base de datos?
– Busquemos al hombre pequeño -dijo Danny-. Vayámonos a casa y empecemos de nuevo por la mañana.
Por lo general, Stella habría dicho algo así como «Empecemos ahora, hay varias cosas que aclarar». Pero esa noche no. No se encontraba bien y la posibilidad de ir a casa le parecía estupenda.
Los dos se fueron a casa. Al llegar a la mañana siguiente, dispondrían de información que amenazaba con echar por la ventana su teoría.
Los dos chicos negros que bajaron de la furgoneta de la panadería, con las manos en alto, no podían tener más de quince años.
Los agentes de policía, uno de ellos una mujer negra llamada Clea Barnes, siguieron apuntando al conductor. Su compañero, Barney Royce, era diez años mayor que ella y no tenía tan buena puntería. Él estaba y había estado siempre en la media. Por suerte, en sus veintiséis años de servicio nunca había tenido que disparar a nadie. Clea, sin embargo, en cuatro años de vestir el uniforme, había tenido que disparar a tres personas. Ninguna de ellas había muerto. Barney suponía que los punks y los borrachos creían que Clea era presa fácil. Se equivocaban.
– Alejaos de la furgoneta -ordenó Barney.
– No hemos hecho nada -dijo el conductor con malas maneras que ambos policías conocían de sobra.
– No -dijo Clea-. Sí que habéis hecho algo. ¿De dónde habéis sacado esa furgoneta?
Los dos chicos, ambos con anoraks negros sin gorras ni gorros, miraron hacia la furgoneta como si no la hubiesen visto antes.
– ¿Esta furgoneta? -dijo el conductor cuando Barney se acercó a los chicos para comprobar si iban armados. No llevaban nada.
– Esa furgoneta -repitió Clea con paciencia.
– Un amigo nos deja conducirla -dijo el conductor.
– Háblanos de ese amigo -dijo Barney.
– Es un amigo -dijo el conductor encogiéndose de hombros.
– Nombre, color de piel… -dijo Clea.
– Un tío blanco -dijo el conductor-. No pillé su nombre.
– No sabes su nombre pero te deja llevar su furgoneta -dijo Barney.
– Así es -respondió el chico.
– Tenéis una oportunidad -dijo Clea-. Os vamos a meter en el coche, os tomaremos las huellas, veremos si estáis fichados, y si nos decís la verdad podréis marcharos. Ahora mismo. Pero sin tonterías.
El muchacho sacudió la cabeza y miró a su amigo.
El otro habló por primera vez.
– Estábamos en Brooklyn -dijo-. Fuimos a ver a unos amigos. De camino al metro, vimos a ese grandullón blanco caminando por ahí. Dando vueltas delante de una tienda. No es la clase de barrio en el que esperas encontrar a un blanco dando vueltas, ya sea grandullón o no.
– ¿Así que decidisteis robarle? -preguntó Barney.
– Yo no he dicho eso. Además, mientras caminábamos, llegó un taxi. El se montó. Le echamos un vistazo a la furgoneta cuando el taxi se largó. Tenía las llaves puestas.
– ¿Y os la llevasteis? -preguntó Clea.
– Era mejor que el metro -dijo el primer muchacho.
– ¿Dónde está esa tienda de Brooklyn? -preguntó Barney.
– Avenida Flatbush -respondió el segundo chico-. J.V.’s Deli.
– Bien -dijo Clea-. Y ahora la pregunta del millón, la que a lo mejor permite que os larguéis si no tenéis cargos: ¿qué clase de taxi era y a qué hora se montó en él el tipo grandullón?
El segundo chaval sonrió y dijo:
– Era uno de esos servicios de automóviles. Green Cab número 4304. Se montó pocos minutos después de las nueve.
Aiden se dio una ducha, se lavó el cabello, se puso uno de sus pijamas más calentitos y encendió el televisor de su dormitorio. The Daily Show empezaría dentro de una media hora. Mientras tanto, sintonizó la CNN y se acomodó con una libreta, echándole un vistazo de vez en cuando a la pantalla.
En la libreta había escrito:
«Uno, llamar al agente de Cormier. Preguntarle sobre el calibre 22 que, supuestamente, le dio. Preguntarle por los manuscritos que le entrega. ¿En disquete? ¿Impresos?
»Dos, ¿tenemos indicios suficientes para pedir una orden de registro del apartamento de Cormier? Hablarlo con Mac.
»Tres, averiguar más cosas sobre el pasado de Cormier.
»Cuatro, hablar con todos los inquilinos que usan el ascensor. Averiguar si tienen alguna pistola calibre 22. Podemos equivocarnos con Cormier. Aunque no lo creo».
No había quedado gran cosa de la bala, pero sí lo suficiente para hacerla coincidir con el arma si la encontraban.
Atendió a medias a The Daily Show, intentando descubrir si había pasado por alto algo. Tomó unas cuantas notas más cuando el programa acabó, después sintonizó la ABC para ver Nightline. Esa noche se hablaba sobre los asesinos en serie, y se preguntaba si eran una representación del mal. Los invitados eran un abogado, un analista del FBI, un psicólogo y un psiquiatra.
Aiden apagó el televisor con el mando a distancia. Ella sabía que el mal existía. Lo había visto con sus propios ojos, sentado al otro lado de una mesa. Había una diferencia palpable entre un loco y alguien malo.
La maldad no era un diagnóstico aceptable para un asesino. No había una descripción clínica para él, ningún número lo representaba. Existían docenas de variaciones, todas ellas psicológicas, en los libros de referencia sobre los asesinos en serie: los brutales, los asesinos ocasionales, los pederastas…, pero ninguna de esas definiciones encajaba con la realidad de toparse con alguien sencillamente malo.
No quería seguir pensando en eso justo antes de irse a dormir, no quería volver a debatirse sobre los argumentos relacionados con la pena de muerte. Si alguien era realmente malvado, no había cura ni tratamiento posible para él. Podías tenerlos bajo control toda la vida o ejecutarlos.
Apagó la luz y se durmió casi al instante.
Big Stevie no le dijo al taxista la dirección exacta de a dónde iba. No quería que la apuntase o la recordase. Le dio una dirección a una manzana de distancia. Habría preferido que fuesen dos manzanas, pero no confiaba en sus endebles piernas.
Era un riesgo. Stevie había estado repitiendo sin cesar la dirección en su cabeza y temía olvidarla si le decía al conductor otra dirección, pero tenía que andarse con cuidado. El señor Marco habría querido que fuese cuidadoso.
Cuando el coche se detuvo, Stevie pagó al conductor y añadió una propina decente, no demasiado cuantiosa ni demasiado escasa. Hizo un doloroso esfuerzo para no cojear ni hacer ninguna mueca de dolor, para que no se acordase de él.
El conductor se fue en cuanto Stevie cerró la portezuela. No le preguntó si tenía que esperarle. Stevie se encontró en una zona vagamente familiar de Brooklyn Heights. No había nadie caminando por las aceras, ni tampoco pasaban coches por aquella estrecha calle. Se sucedían los edificios de ladrillo rojo de tres plantas y los de granito. La basura se amontonaba junto a montículos de nieve. Ambas aceras parecían fortificadas con barricadas formadas por nieve y basura.
Stevie estaba en el lado opuesto a donde tenía que ir. Cojeaba, sintió una mayor debilidad a cada paso, sabiendo que había empezado a sangrar otra vez y que, probablemente, habría dejado una mancha de sangre en el coche. No había podido evitarlo.
Estaba a punto de cruzar la calle cuando se percató de la presencia de otro coche. Estaba aparcado un poco más adelante en la acera donde él estaba. Las ventanillas estaban enteladas. No tenía el motor en marcha.
Le dio la impresión de ver dos figuras en el asiento de delante, pero las ventanillas enteladas no permitían ver gran cosa. ¿Estaban observando la entrada del edificio al que se dirigía?
¿Serían policías? No, no podía ser. Tal vez no le estuviesen buscando. Tal vez simplemente estuviesen esperando a alguien o se habían detenido para hablar de algo o… Stevie no las tenía todas consigo. Lo que le había ocurrido ese día le había hecho pensar. Prefería que otros pensasen por él, gente en la que pudiese confiar, como Marco, pero ése era el problema. Estaba empezando a desconfiar de Marco.
«Mantente alerta», se dijo adentrándose en las sombras de un oscuro portal desde el que podía vigilar a los que estaban en el coche.
«Hice el trabajo del hotel. He matado a un policía. Le he roto los huesos a otro. Si me detienen, es posible que Marco se preocupe por si me voy de la lengua. Él me conoce, pero puede preocuparse. ¿Y puedo culparle por ello? Sí.»
No podía esperar. Stevie tenía que ir a algún sitio donde pudiesen coserle. Estaba sangrando otra vez, y de manera abundante.
¿Debería confiar en Lynn Contranos? No la conocía. ¿A qué otro lugar podía ir? No disponía de más opciones. Bueno, tal vez una, pero tenía que prescindir de ella en la medida de lo posible. Cruzó la calle y se encaminó hacia el edificio. No echó la vista atrás, pero oyó cómo la portezuela del coche se abría y se cerraba a su espalda.
Encontró el nombre en una placa de plástico en la pared de piedra: Lynn Contranos, masajista terapeuta. Apretó el botón sintiendo que dos personas se le aproximaban. No hubo respuesta. Volvió a apretar el botón y escuchó la voz de una mujer a través del pequeño interfono.
– ¿Sí?
– Soy Steven Guista -dijo.
– Quédate ahí -dijo antes de que su voz se apagase.
¿Reconoció la voz? No estaba seguro. Segundos después oyó el sonido de una campanilla metálica en la puerta. Alargó la mano hacia el pomo, consciente de que las dos personas estaban ya a escasos metros de distancia. En lugar de abrir la puerta, Stevie se volvió deprisa, sorprendiéndoles. Eran dos hombres, ambos mucho más jóvenes que él, pero ninguno tan corpulento. Uno de los hombres tenía una pistola en la mano derecha.
Stevie los reconoció. Uno era ayudante en la panadería Marco’s. El otro era el guardia de seguridad de la panadería. Este último era el que empuñaba el arma.
Stevie no dudó. Le clavó un potente puñetazo en el estómago al hombre de la pistola, quien se dobló hacia delante. Al mismo tiempo, con la mano libre buscó el cuello del otro hombre, que parecía buscar algo en su bolsillo.
Stevie se olvidó del dolor que sentía en la pierna y se concentró en mantenerse con vida.