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– ¿Quién? -preguntó Danny a la mañana siguiente, después de que Stella leyese un correo electrónico en la pantalla que tenía delante.
Danny no había dormido bien. Soñó con una cadena balanceándose debido al frío viento por la que él tenía que descender. Intentaba agarrarse, las manos le resbalaban, y sabía que finalmente acabaría cayendo hacia la oscuridad que se extendía bajo sus pies. Fue una larga pesadilla. Recordaba haber gritado hacia abajo pidiendo ayuda, pero nadie podía oírle debido a la distancia y al ruido del viento. Se sintió aliviado al salir de la cama a las cinco de la madrugada y ponerse a trabajar.
– Jacob Laudano -dijo Stella.
Danny miró hacia la pantalla por encima del hombro de su compañera y leyó en voz alta:
– ¿Jacob El Jockey?
– Así es como le llaman.
– ¿Es jockey?
– Lo era.
– Lo que significa… -empezó a decir Danny.
– Que probablemente sea menudito -dijo Stella-. Veamos…
Movió el ratón y buscó más información.
– La última vez que le pillaron fue el mes de agosto pasado, mide un metro cuarenta y cinco y pesaba cuarenta y un kilos. Mira su expediente.
Danny leyó. La lista era larga e incluía un arresto por apuñalar a una prostituta y cinco arrestos más por peleas en bares, todas ellas con cuchillo.
– La relación de Laudano y Steven Guista es bien conocida.
– ¿Qué hacemos? -preguntó.
– Enganchar un peso de cuarenta y un kilos a la cadena -dijo-. Colgarla a tres metros y medio de altura y comprobar si resiste.
– Necesitaremos más cadena -dijo Danny.
– Necesitaremos más cadena -coincidió Stella-. Pero eso puede esperar. Anoche encontraron la furgoneta de la panadería Marco’s. Está en un depósito de Staten Island.
– Entonces, ¿iremos allí en primer lugar? -preguntó Danny.
Stella negó con la cabeza y dijo:
– Primero iremos a Brooklyn.
– Brooklyn -repitió Danny-. ¿Por qué?
– Anoche Guista montó en un coche de un servicio de vehículos en un punto concreto de Brooklyn -dijo Stella alargando la mano para hacerse con el informe que tenía en la mesa y entregárselo a Danny-. Hablaremos con los de la compañía. Descubriremos a dónde fue. Debería resultar sencillo. Uno de los dos muchachos que se llevaron la furgoneta de Guista para dar una vuelta, recuerda la hora y la compañía.
– Va a ser un día muy ajetreado -dijo Danny-. ¿Qué sabemos de Laudano, el jockey?
– Flack se encarga de eso.
– Tendría que estar durmiendo -dijo Danny.
– Debería estar en el hospital -dijo Stella-, pero no es así. Está en la calle. Vamos.
– Hablando de hospitales -dijo-. No tienes mejor aspecto.
– Estoy bien.
– Tienes la cara roja. Debes tener fiebre.
Ella ignoró su comentario y apretó el botón del ordenador para dejarlo «suspendido», metió unos cuantos informes en una carpeta y se puso en pie.
– El Jockey -dijo Danny casi para sí mismo-. ¿Quién lo habría pensado? No tiene sentido.
– ¿Por qué no? -preguntó Stella dirigiéndose hacia la puerta del laboratorio.
– ¿Un jefe sindical deshonesto con conexiones mafiosas contrata actuación circense para matar a una testigo? Un hombre fuerte y un…
– Hombre bajito -Stella completó la frase.
– ¿Por qué? -preguntó Danny-. Sin duda sabían que se fijarían en ellos.
Stella cogió su maletín con una mano y con la otra sostuvo la carpeta. Danny ocupó su lugar frente al ordenador.
– Tal vez supusieron que daríamos por hecho que fue una actuación circense.
– ¿Arenque rojo? -preguntó Danny.
– Huele a pescado -dijo con una sonrisa.
Stella salió del laboratorio, caminó hasta el ascensor y apretó el botón de la planta baja. Tosió de mala manera.
– ¿Por qué? -dijo la agente de Louisa Cormier, Michelle King, una nerviosa mujer cercana a la cincuentena. Al igual que Louisa, iba bien arreglada, era delgada y vestía un traje de trabajo negro con blusa blanca. No tenía el buen aspecto de su clienta, pero hacía gala de una confiada y atrayente severidad. La estancia olía a humo de tabaco y esencias florales.
Aiden se sentó en una de las sillas de la oficina de King en la avenida Madison. King jugueteaba con un lápiz, golpeando con impaciencia contra el sobre de su mesa de caoba.
– ¿Por qué? -volvió a preguntar Michelle King.
Mac la miró durante diez segundos y dijo:
– Podríamos ir a discutirlo a nuestras dependencias. No creo que le gustase estar allí. Hay cadáveres y pruebas de delitos que a la gente normal no le gusta tener que ver o tocar.
– Le aconsejé a Louisa que tuviese una pistola cargada en su apartamento por si acaso -dijo Michelle King, alargando el brazo hacia uno de los cajones de su mesa, en busca de un cigarrillo.
– ¿Les importa? -preguntó intranquila.
– No vamos a arrestarla por fumar, si es eso lo que nos está preguntando -dijo Mac. Fumar era ilegal en los edificios de la ciudad de Nueva York-. Por otra parte, mucha de la gente con la que tratamos fuma. Lo aceptamos. Forma parte de la idiosincrasia de este trabajo.
– ¿Fumadores pasivos? -preguntó Michelle King encendiendo el cigarrillo con un encendedor de plata-. Es un mito creado por los fanáticos antitabaco, que no tienen nada mejor que hacer.
– ¿Y el asesinato activo? -dijo Mac-. ¿Eso también es un mito?
La agente miró a Aiden, que no dijo nada, pero que por lo visto la ponía más nerviosa que el propio Mac.
– De acuerdo -dijo King-. Le aconsejé que tuviese una pistola, incluso le sugerí que fuese como la mía.
– ¿Podemos echarle un vistazo a la suya? -preguntó con tono firme Mac.
– ¿Creen que yo le disparé a ese hombre? -preguntó ella soltando una bocanada de humo y dejando de dar golpecitos con el lápiz.
– Sabemos que está muerto -dijo Mac.
– ¿Por qué demonios querríamos Louisa o yo matar a ese hombre, fuera quien fuese?
– Se llamaba Charles Lutnikov -dijo Aiden-. Era escritor.
– Nunca he oído hablar de él -dijo King.
– Su nombre y su número de teléfono estaban en su agenda telefónica -dijo Mac.
– ¿Mi…?
– La pasada semana telefoneó tres veces a su oficina -dijo Aiden-. Ha quedado registrado.
– Nunca he hablado con él -insistió King.
– ¿Y su secretaria? -preguntó Mac.
– Esperen un segundo, tal vez me suene ese nombre -dijo King-. Creo que es posible que dejase un mensaje. Lo que Amy, mi ayudante, me dijo fue que le había dicho que tenía algo importante que decirme.
– ¿Le devolvió la llamada?
Se encogió de hombros.
– Amy dijo que parecía nervioso, que fue muy insistente… Bueno, yo soy agente literario. Hay montones de tipos raros deseosos de contarme sus ideas respecto a una novela. Uno de los trabajos de Amy es mantenerlos alejados de mí.
– Pero este tipo raro vivía en el mismo edificio que una de sus mejores clientas -dijo Aiden.
– Mi mejor clienta -la corrigió King-. No lo sabía.
Abrió un cajón de su mesa y, de repente, sacó una pequeña pistola que apuntó hacia Aiden. Ninguno de los dos detectives parpadeó.
– Mi pistola -dijo King entregándosela desde el otro lado de la mesa.
Mac la recogió y se la pasó a Aiden para que la examinase. Dijo:
– Nunca ha sido disparada.
– Ni siquiera la tengo cargada -dijo King-. Es como una manta que tenía cuando era niña. La llevaba conmigo para sentirme cómoda y para que me proporcionase seguridad: me engaño a mí misma creyendo que es real.
– ¿Qué hace con los manuscritos de los libros de Louisa Cormier después de que ella se los entrega? -preguntó Mac.
– No me entrega manuscritos -dijo King-. Me envía correos electrónicos con el manuscrito en cuestión. Los leo y se los envío al editor. El trabajo de Louisa requiere muy pocas correcciones mías o del editor.
King volvió a coger el lápiz, fue a golpear la mesa pero se lo pensó mejor y lo dejó.
– ¿Cómo eran los tres primeros libros? -preguntó Mac.
King le miró interrogativamente.
– Los tres primeros libros eran… un poco toscos -dijo King-. Necesitaron algo más de trabajo. ¿Cómo ha sabido eso?
– Los leí anoche, así como el cuarto y el quinto -dijo Mac-. Algo cambió.
– Gracias a la experiencia y la confianza, el trabajo de Louisa, me agrada decir, mejoró sustancialmente -dijo King.
– ¿Conserva sus libros en el disco duro de su ordenador? -preguntó Mac.
– Los tengo en el disco duro y también tengo copias en disquete de todos los libros de Louisa -respondió King.
– Nos llevaremos prestados los disquetes -dijo Mac.
– Le diré a Amy que haga copias para ustedes -dijo-, pero ¿por qué quieren…?
– No queremos seguir robándole más tiempo por ahora -dijo Mac levantándose de la silla.
Aiden también se puso en pie.
King permaneció sentada.
– Estaremos en contacto -dijo Mac dirigiéndose hacia la puerta.
– Sinceramente, espero que no sea así -dijo King mientras alargaba la mano en busca de sus cigarrillos.
Cuando dejaron atrás la recepción y llegaron al vestíbulo, Aiden dijo:
– Miente.
– ¿Sobre qué?
– Sobre esos primeros libros -dijo Aiden.
Mac asintió.
– Te has dado cuenta -afirmó ella.
– Está protegiendo a su gallina de los huevos de oro.
– ¿Y?
– Vayamos a ver a Louisa Cormier.
Stella vio la mancha roja de sangre en forma de ameba en un montículo de nieve en la acera, junto a una bolsa de basura.
El conductor, un nigeriano llamado George Apappa, la llevó hasta la mancha donde había dejado al hombre que manchara de sangre el asiento trasero. George se percató de la sangre en cuanto llegó a su casa en Jackson Heights. No podría haber pasado por alto la sangre. El hombre había dejado un charco en el suelo y una franja oscura y todavía húmeda en el asiento.
A George le había llevado casi una hora limpiar las manchas. Se metió en la cama con su mujer a las dos de la madrugada y a las seis sonó el teléfono: su jefe le dijo que llevase el coche de inmediato. Le dijo todo eso a Stella con la voz de un hombre que parecía haber planeado dormir hasta el mediodía, pero que en lugar de eso había sido arrancado de la cama, con el temor de que le dijesen que estaba despedido en cuanto llegase al garaje. Stella tuvo la sensación de que los veinte dólares que le entregó ayudarían a subsanar su falta de sueño.
Stella sintió que la miraba desde el coche mientras ella se sorbía la nariz para hacer una fotografía del montículo de nieve, después tomó muestras de esa misma nieve y las metió en una bolsita de plástico.
Empezó a desplazarse lentamente por la acera, deteniéndose cada poco para tomar otra fotografía. El rastro de sangre era bastante fácil de seguir, pues estaba parcialmente congelado. Muy pocos transeúntes habían salido a esas horas a la calle.
Stella se llevó el anverso de la mano a la frente y sintió la humedad y la fiebre. Llevaba un termómetro en su maletín, pero lo reservaba para los cadáveres. Se había tomado tres aspirinas y un vaso de zumo de naranja en el laboratorio. No esperaba gran cosa de ese remedio.
Le llevó cuatro minutos encontrar el portal. Había manchas de sangre en la puerta, no muy grandes pero visibles. Había sangre en el suelo y también restos de algo entre amarillento y marrón que parecía vómito. Sacó fotografías, tomó una muestra de la mancha amarilla-marrón y empezaba a levantarse cuando se percató de una mancha blanca en una grieta del escalón de cemento. Volvió a agacharse. Se trataba de un diente, un diente sanguinolento. Lo metió en una bolsa y se puso en pie para comprobar la lista de nombres de los vecinos del edificio, escritos blanco sobre negro, al lado derecho de la puerta. Aquellos nombres no le decían nada. Los apuntó todos, los seis, en su libreta.
Cualquier cosa que hubiese sucedido allí había tenido lugar antes de las diez, según las palabras del conductor. Era posible que algún vecino hubiese oído aquello que provocó el vómito y la pérdida de lo que parecía un diente bastante sano.
Stella se frotó las manos y llamó a Danny Messer al laboratorio.
– Comprueba estos nombres -le dijo-. ¿Tienes un bolígrafo?
– Tienes una voz horrible -replicó éste.
– Lo sé -convino-. Los nombres.
Le leyó la lista muy despacio, deletreándolos todos.
– Los tengo -dijo Danny.
– Compruébalos todos. Si encuentras algo, llámame. Es posible que Guista hubiese venido a ver a alguno de ellos anoche y que algo se torciese.
– ¿Qué?
– Te envío lo que acabo de encontrar en un taxi -le dijo-. Paga la carrera. Yo le doy la propina.
Stella intentó no toser, pero no pudo evitarlo.
– Stella… -empezó a decir Danny, pero ella le interrumpió.
– Tengo que ir.
Colgó y regresó al coche en el que esperaba sentado George Apappa con los ojos cerrados. Ella abrió su maletín, dejó el disco digital de las fotografías, las muestras de sangre, el diente sanguinolento y el resto de vómito, todo en bolsas separadas, y las introdujo en una bolsa más grande. Después abrió la portezuela del conductor.
Cuando George se despertó, tenía la bolsa en la mano antes de poder hablar.
Le dio la dirección del CSI y le dijo que le entregase la bolsa en mano a Daniel Messer, que la estaba esperando. Messer, le dijo, pagaría la carrera. Ella le dejó un billete de diez dólares encima de la bolsa.
Se fijó en que George estuvo a punto de preguntarle de qué iba todo eso, pero no lo hizo. Dejó la bolsa en el asiento de al lado y cerró la portezuela.
En esta ocasión, cuando Louisa Cormier les abrió la puerta a Mac y a Aiden no tenía tan buen aspecto como la última vez. Parecía no haber dormido y llevaba puesto un blusón varias tallas más grande. Estaba bien peinada, y también el maquillaje era el adecuado, pero no lucía tan perfecta.
Dio un paso atrás y les dejó entrar.
– Michelle, mi agente, me ha llamado para decirme que seguramente pasarían a verme -dijo.
Ni Mac ni Aiden dijeron nada.
– Sospechan que yo maté a ese hombre en el ascensor -dijo con mucha calma.
Mac y Aiden no se inmutaron.
– Siéntense, por favor -dijo Louisa-. ¿Quieren café? Las buenas maneras nunca mueren. Perdonen la expresión, pero…
– No, gracias -dijo Mac por los dos.
Los tres estaban de pie en el recibidor.
– Yo iba a tomarme uno, así que si no les importa… -dijo encaminándose a la cocina-. Siéntense, por favor.
Mac y Aiden se sentaron en la mesa junto a la ventana. Una fría niebla se había asentado sobre Manhattan. Poco podía verse más allá de unas pocas luces a través de la densa grisura y las cúpulas de los rascacielos.
– Lo siento -dijo Louisa Cormier sosteniendo una taza de café humeante en la mano. Se sentó a la mesa, en la misma silla que había ocupado el día anterior-. Me he pasado la noche en vela. Es posible que Michelle les haya comentado que tengo que entregar un libro a finales de semana, no es que mi editor vaya a reprenderme si me retraso, pero nunca lo hago. Escribir para ganarse la vida es un trabajo. Creo que es un error retrasarse. Lo siento, hablo demasiado. Estoy cansada y acaban de decirme que soy sospechosa de asesinato.
– Residuos de disparo -dijo Mac.
– Sé lo que es -respondió ella-. Retazos, restos de pólvora que quedan después de disparar un arma.
– Es muy difícil limpiarlos -dijo Aiden.
Los dos CSI miraron las manos de Louisa Cormier. Las tenía muy rojas.
– ¿Quieren examinar mis manos en busca de residuos de pólvora? -preguntó.
– Los residuos de pólvora se pueden traspasar de un objeto al tocarlos -dijo Mac.
– Interesante -dijo Louisa, y tomó un sorbo de café.
– Cuando ayer estuvimos aquí, tocó usted unas cuantas cosas -prosiguió Mac.
Louisa se puso tensa.
– ¿Se llevaron algo de mi apartamento? -dijo.
Mac ignoró la pregunta. Quería darle las menos pistas posibles. Ni él ni Aiden se habían llevado nada.
– Recientemente, ha disparado un arma -dijo Aiden.
Mac creyó detectar un esbozo de sonrisa en la cara de la escritora.
– Eso no tienen modo de saberlo -dijo Louisa-. No han examinado mis manos y dudo que se llevaran alguna prenda de ropa sin una orden judicial.
Aiden y Mac no respondieron.
– Sin embargo -confirmó-, podrían hacerlo. Creo que encontrarían residuos en mi mano derecha. Disparé un arma hace un par de días, justo antes de la tormenta. Creo que debería llamar a mi abogado -dijo Louisa con una sonrisa.
– La prensa se enteraría -dijo Mac-. Pero está en su derecho de llamar a un abogado antes de responder a más preguntas.
Louisa Cormier dudó.
– Ya les he dicho que disparé un arma. Pruebo todas las armas que uso en mis libros. Peso, ruido, retroceso, tamaño. Disparé hace dos días. Ya se lo he dicho. En un club de tiro llamado Drietch’s en la Calle 58. Les daré la dirección. Pueden preguntarle a Mathew Drietch.
– ¿Qué clase de arma? -preguntó Aiden.
– Un calibre 22 -respondió ella.
– Como el que tiene en el escritorio -dijo Mac.
– Eso es. Decidí escribir sobre un arma como la que tengo -dijo.
– Lutnikov fue asesinado con un calibre 22 -dijo Mac.
– Encontré la bala en el hueco del ascensor -añadió Aiden.
– Encontraremos el arma -dijo Mac-. Y la haremos coincidir con la bala. Nos dijo que no tenía otro arma aparte de la que nos enseñó ayer.
– No la tengo -respondió Louisa-. Mathew Drietch tiene una pistola como la mía. Tiene centenares de pistolas. Puedes elegir la que quieres usar. Al señor Drietch le gustó dejármela.
– ¿Usted no sabe dónde está ese calibre 22 ahora mismo, verdad? -preguntó Mac.
– Supongo que estará bien guardado en el club de tiro -dijo Louisa.
– ¿Le importa si registramos su apartamento? -preguntó Mac-. Podemos conseguir una orden judicial.
– Sí me importa -dijo-, pero si traen consigo una orden, no encontrarán más pistolas que la que guardo en mi escritorio, y saben que no ha sido utilizada recientemente.
– Una pregunta más -dijo Mac.
– No más preguntas -dijo Louisa amablemente-. El nombre de mi abogado es Lindsey Terry. Su nombre aparece en el listín telefónico. Siento parecer un poco descortés, pero no he dormido y…
– Anoche leí algunos de sus libros -dijo Mac.
– Oh -dijo Louisa-. ¿Cuáles?
– La pesadilla de otra mujer, Una mujer en la oscuridad y El lugar de una mujer -dijo Mac.
– Mis primeras tres novelas -dijo Louisa-. ¿Le gustaron?
– La cosa mejora después de esas tres -respondió.
– Siempre he creído que las tres primeras son mis mejores novelas -dijo Louisa-. ¿Ha leído las otras?
– Dos más -dijo Mac.
– Lee usted muy rápido.
– Mucha lectura en diagonal. Le pedí a un profesor de lingüística de la Universidad de Columbia que le echase un vistazo a sus libros -dijo Mac.
– ¿Por qué motivo? -preguntó Louisa.
– Creo que ya lo sabe.
– Ya sabe el nombre de mi abogado -dijo Louisa con tono sombrío-. Y ahora, si me disculpan, tengo que acabar mi libro y descansar un poco.
Cuando Aiden y Mac estaban en el rellano delante del ascensor, Aiden dijo:
– Lo hizo ella.
– Lo hizo ella -convino Mac-. Ahora demostrémoslo.
Caminaron hacia la puerta de entrada, sus pasos producían un eco congelado. Frente a ellos, a unos diez metros de distancia, había un hombre delgado que rondaba la treintena. Impertérrito, pálido, bien afeitado, en vaqueros y camiseta azul y una chaqueta larga Eddie Bauer, con los brazos cruzados observaba cómo se le aproximaban Aiden y Mac.
Cuando los detectives estaban a un par de metros, se colocó en medio de su camino.
– Ustedes están investigando el asesinato de Charles Lutnikov -dijo en voz baja y muy despacio.
– Así es -dijo Mac.
– Yo le maté -dijo el hombre.
Temblaba.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Stella a un par de pasos de distancia de Danny para no echarle encima su aliento.
Estaba enferma, no había duda. Fiebre, escalofríos, náuseas.
Las náuseas no resultaban extrañas entre los investigadores del CSI, y Stella no era una excepción. Rara vez se ponía una mascarilla en el escenario de un crimen, por fuerte que fuese el olor, sin importarle el tiempo que el cadáver hubiese estado metido en una bañera hinchándose y desprendiendo el familiar hedor a putrefacción.
La última vez que le había sobrevenido un inesperado vómito de bilis fue dos semanas atrás, cuando ella y Aiden habían tenido que acudir a la casa de una señora que vivía con un montón de gatos en el East Side. Había un agente de uniforme en la puerta con una expresión de desagrado que no se esforzó en disimular.
Stella y Aiden entraron y el hedor les salió al paso, así como el sonido de docenas de gatos maullando y el calor excesivo de los radiadores que se extendían por las paredes. La oscura habitación olía a muerte, orines y heces.
– Nada de hacerse el gallito -dijo Stella.
Aiden asintió, se pusieron sus mascarillas y se adentraron en el dormitorio. Encontraron el cuerpo de una anciana con un vestido estampado. Tenía vómito reseco sobre el pecho. Los ojos, completamente abiertos, miraban hacia el techo. Algo le colgaba de un extremo de la boca. Un gato grande de color naranja se hallaba sentado sobre el vientre distendido; les enseñó los dientes.
– Ve a preguntarle al agente -dijo Stella- si ha llamado a los del departamento de control de animales, y si no lo ha hecho, que les llame.
Con eso y el sonido de su propia voz hablándole en su interior, Stella recordó que eso fue lo que hizo, lo que tenía que hacer, y que lo hizo mejor que nadie.
Pasó una hora entre la mugre, que aquella mujer había empezado a acumular mucho antes de morir. El examen del cuerpo que realizó Hawkes demostró que la mujer, que parecía haber sido estrangulada, había muerto de un ataque al corazón debido a la asfixia producida por su propio vómito.
Danny se volvió hacia ella. Le mostró un tubo de ensayo que contenía una sustancia líquida y viscosa.
– Que sea la última vez -dijo Danny-. Estás enferma. Tendrías que estar en la cama.
– Es un resfriado -replicó ella.
Él negó con la cabeza.
– Me estoy cuidando. Voy a tomarme un té -insistió Stella.
– Un pequeño paso para la humanidad.
Stella ignoró sus palabras y le preguntó:
– ¿Qué has encontrado?
– Quienquiera que produjese este vómito, debería cambiar de dieta -dijo Danny-. Está utilizando su estómago para almacenar y procesar grasa. Comió varias clases de salchichón y también una considerable cantidad de pasta con salsa picante, que en una escala del uno al diez yo le daría un «Ay, caramba».
– Danny -dijo Stella intentando mantener la paciencia.
– Harina -dijo Danny-. Sin procesar, sin blanquear. Este muchacho ha estado inhalando harina.
– ¿Has examinado la harina? -dijo intentando no sorberse la nariz.
– Restos de vómito. Panadería Marco’s. Concuerda a la perfección con nuestras muestras.
– Y las señales de goma en el pasillo de la panadería, ¿casan con las de los talones de los zapatos de Collier? -preguntó Stella.
– Todas las pistas conducen a la panadería Marco’s.
Dejó el tubo de ensayo y se volvió hacia ella.
– ¿Te importa si hago una observación médica? -dijo. No esperó respuesta-. Tienes la nariz más roja que un tomate.
– Stella, la CSI de la nariz roja, como el reno de Papá Noel -dijo ella.
– No bromeo -dijo Danny-. Deberías…
– Creía que me habías dicho que habías dejado de jugar a los médicos.
Danny se encogió de hombros.
– ¿Quieres saber algo de las pruebas de sangre? -le preguntó Stella.
Él asintió.
– Como esperábamos, la mayoría de las muestras de la acera y del portal pertenecen a Guista -dijo-. Ha perdido un montón de sangre. Si no ha muerto ya, lo hará en breve si no le atiende un médico. Pero también había sangre de alguien más.
Danny se sentó en uno de los taburetes del laboratorio.
– A Guista le disparó Flack -dijo Stella-. Condujo la furgoneta de la panadería hasta Brooklyn, la abandonó frente a una tienda y se montó en un coche. Salió del mismo y caminó media manzana. Alguien le estaba esperando.
– Y ese alguien se llevó una sorpresa -dijo Danny-. Mi teoría es la siguiente: Guista le dio una buena tunda. El tipo vomitó, sangró y perdió un diente. Guista huyó otra vez. Aunque no pudiese correr demasiado.
Stella asintió y dijo:
– Algo así. Los chicos que se llevaron la furgoneta dijeron que le habían visto llamar por teléfono. ¿Comprobaste la llamada?
Danny negó con la cabeza.
– Lo haré ahora mismo. Vete a casa.
La mirada que Stella dedicó a Danny le hizo cesar en su empeño por hacer que se cuidase. Fin del asunto.
– ¿Comprobaste los nombres de los vecinos del edificio?
– Pensé que no me lo ibas a preguntar nunca -replicó Danny-. Todos menos uno tienen antecedentes.
– Entonces…
– La única que nunca ha sido detenida es Lynn Contranos -dijo.
– Pareces encantado de haberte conocido -dijo Stella.
– ¿Qué…?
– No es nada, lo oí en una película -dijo sonándose la nariz-. ¿Qué sabemos de ella?
– Lynn Contranos, también conocida como Helen Grandfield -dijo-. La fiel ayudante de Dario Marco.
Stella asintió.
– Pero eso no es todo -dijo Danny ajustándose las gafas, inquieto-. El nombre de Helen Grandfield, antes de casarse con Stanley Contranos, era Helen Marco, sobrina de Anthony Marco, el protagonista de nuestro juicio. Ergo, Dario Marco es su padre.
– Todos los caminos llevan a la panadería Marco -dijo Stella-. Hagámosles otra visita.
– ¿Nos llevamos a un par de agentes de uniforme con nosotros? -preguntó.
Stella asintió y se metió la mano en el bolsillo, en busca del bote de aspirinas que Sheldon Hawkes le había dado hacía menos de una hora.
– Es posible que te hagan sentir más cansada -le había dicho Hawkes-. Pero te aliviarán.
Abrió el bote.
El nombre del joven que confesó ser el asesino de Charles Lutnikov era Jordan Breeze, y vivía en la tercera planta de la torre Belvedere, en un estudio. Breeze, licenciado por la Universidad de Drexel, era programador informático para una compañía hindú ubicada en la calle Cincuenta y cinco. Su trabajo consistía en crear programas de software para trazar mapas del universo.
Mac alzó la vista de la carpeta que sujetaba en las manos para mirar a Jordan Breeze a los ojos; después volvió a mirar la carpeta. Breeze nunca había tenido problemas con la policía, no pertenecía a ningún grupo radical. Tras interrogar a los vecinos, Mac había llegado a la conclusión de que se trataba de un inquilino tranquilo que siempre saludaba a los demás. Sin embargo, le habían visto con menos frecuencia en los últimos meses. Varios vecinos le habían visto en la cafetería Starbucks, a un par de manzanas del edificio, trabajando con su ordenador mientras se tomaba un café con leche. Mac puso en marcha la grabadora.
– ¿Está seguro de que no quiere un abogado? -preguntó Mac.
– Sí -respondió Breeze.
– ¿Por qué lo mató? -preguntó Mac.
– Me llamó maricón -dijo Breeze-. No sólo una vez. Muchas veces. Sentía un escalofrío en la espalda cuando salía de mi apartamento por las mañanas o cuando regresaba por la tarde temiendo encontrarme con él. Podía ver lo que pensaba en sus ojos.
– ¿Y qué pensaba? -preguntó Mac.
– Que yo era gay -dijo Breeze-. No lo soy, pero varios de mis amigos sí lo son, y no voy a sufrir las locuras de los homófobos. Llevaba un año aguantándolo.
– Y por eso lo mató. ¿Cómo lo hizo?
– Con una pistola -dijo Breeze-. Estaba en el ascensor. Podría haberle evitado subiendo por las escaleras, pero me habría visto.
– ¿Llevaba la pistola encima? -preguntó Mac.
– Sí.
– ¿Tenía pensado matarlo la siguiente ocasión que se cruzase con él?
– Sí -respondió Breeze-. Subimos al ascensor. Las puertas se cerraron. Él empezó… Me llamó mariquita. Llevaba la pistola en el bolsillo exterior de la bolsa de mi ordenador. Hay cosas que no estoy dispuesto a aguantar.
Mac asintió, miró de nuevo su carpeta y después otra vez a Jordan Breeze.
– ¿De dónde sacó la pistola?
– Era de mi padre -dijo Breeze-. Murió hace unos años, de cáncer.
– ¿Qué clase de arma era?
– Una 22 milímetros.
– ¿Qué hacía en el ascensor de los pisos superiores?
– Seguí a Lutnikov cuando salió para cambiar de ascensor -dijo Breeze-. Pareció sorprendido.
– ¿Subió usted al ascensor porque tenía planeado matarlo? -dijo Mac.
– Sí.
– ¿Qué hizo con el arma después de matar a Charles Lutnikov?
– Salir del ascensor y enviarlo hacia arriba. Después caminar con dificultad por la nieve hacia el East River, donde la tiré al río -dijo Breeze-. Atravesó una fina capa de hielo. También tiré los guantes que llevaba puestos. Temo que me acusen de homicidio y de contaminar el río.
– ¿Cuántas veces disparó a Lutnikov?
– Dos -dijo Breeze-. Una cuando estaba de pie y otra cuando cayó.
– El portero no recuerda haberle visto salir -dijo Mac.
– Esperé hasta la tarde, cuando entra y sale un montón de gente.
– ¿Conoce bien a Louisa Cormier? -preguntó Mac.
– Nunca me la han presentado -dijo-. Ni siquiera sé si la he visto alguna vez en el edificio. Sé que vive en el ático. No llevo tanto tiempo aquí.
– ¿Le importa si le echamos un vistazo a su apartamento? Podemos conseguir una orden judicial.
– Por favor -dijo Breeze-, examinen el apartamento todo lo que quieran y también el cuarto trastero que tengo en el sótano.
Breeze sonrió con mucha calma, una sonrisa parecida a la que lucen los miembros de un culto convencidos de conocer la verdad sobre la vida y haber reducido sus misterios a una simple cuestión de lealtad.
Mac apagó la grabadora, se puso en pie y caminó hacia la puerta. Cuando la abrió, Breeze se levantó con piernas temblorosas.
Cuando se llevaron a Jordan Breeze, Aiden entró en la sala de interrogatorios donde Mac había vuelto a sentarse y golpeteaba suavemente con el dedo la carpeta que tenía sobre la mesa.
– ¿Crees que lo hizo? -preguntó Aiden.
– Lo comprobaré. De no haber sido él, alguien le ha proporcionado mucha información sobre el asesinato -dijo Mac-. Y seguiremos con la investigación sobre Louisa Cormier.
– Podrías estar equivocado -dijo ella.
– Podría estarlo -convino Mac.